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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Las alas de la esfinge (16 page)

BOOK: Las alas de la esfinge
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—No, señor; realmente hablando.

Montalbano comprendió que no había apagado bien la colilla y que la chaqueta empezaba a quemarse. ¿Podía presentarse ante la señora en mangas de camisa?

Se limitó a dar unos manotazos enérgicos al bolsillo para conjurar el principio de incendio.

La sexagenaria Ernesta Palmisano, bien vestida y sin un solo cabello fuera de lugar, los hizo pasar a un bonito salón. E inmediatamente Montalbano se quedó deslumbrado por unas cinco o seis botellas de Morandi y por dos bañistas de Fausto Pirandello.

—¿Le gustan, comisario?

—Son espléndidos, bellísimos.

—Pues entonces después le enseñaré un Tosi y un Carrà. Están en el estudio privado de mi marido. ¿Tomarán algo?

Fazio y Montalbano se miraron y se comprendieron al vuelo. Era la ocasión perfecta para ver a Katia.

—Sí —contestaron a coro.

—¿Un café?

—Gracias —respondió el pequeño y bien adiestrado coro.

—Tengo que prepararlo yo porque hoy, por desgracia, la asistenta…

—¿Qué ha hecho…? —exclamó Montalbano levantándose de un brinco.

—¿… la asistenta? —terminó Fazio levantándose a su vez.

La señora Palmisano se pegó un susto.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué he dicho?

—Disculpe, señora —dijo el comisario, haciendo un esfuerzo por conservar la calma—. ¿Su asistenta es una joven rusa que se llama Katia Lissenko?

—Sí —contestó perpleja.

—¿Qué ha hecho? —preguntó el pequeño coro.

—Hoy no ha venido.

Montalbano y Fazio, más que sentarse, se derrumbaron de nuevo en las butacas. Habían pasado lo que habían pasado para no llegar a ninguna conclusión. La señora Palmisano también volvió a sentarse, olvidándose del café.

—¿Ha llamado para avisar que no podría venir? —preguntó el comisario.

—No. Pero jamás había ocurrido. Jamás ha faltado ni un solo día. Siempre ha sido muy correcta y puntual, ordenada… ¡Ojalá hubiera muchas como ella!

—¿Desde cuándo está a su servicio?

—Desde hace tres meses.

O sea, que se había trasladado a Fiacca inmediatamente después de trabajar en Vigàta, en casa de Graceffa.

—¿A qué hora tenía que presentarse?

—A las ocho.

—¿Y cómo no la ha llamado usted para saber por qué…?

—Llamé sobre las nueve, pero no contestó nadie. Probablemente no había nadie en casa.

—¿Dónde vive?

—Una viuda, la señora Bellini, le alquila un cuartito. Via Atilio Régulo, número treinta.

—¿Cómo llegó a ustedes?

—Nos la recomendó don Antonio, el párroco de la iglesia que hay justo en esta misma calle. Pero ¿puedo saber por qué todas estas preguntas sobre Katia? ¿Ha hecho algo malo?

—No nos consta. La buscamos porque podría facilitarnos datos muy importantes para una investigación en curso. Se trata del homicidio de una muchacha rusa; ¿ha oído usted hablar de eso?

—No. Cuando oigo historias de homicidios en la televisión, cambio enseguida de canal.

—Y hace muy bien. ¿Cómo es Katia de carácter?

—Es una muchacha tranquila, normal, no diría precisamente alegre, pero tampoco triste. De vez en cuando parece ausente… absorta, eso es, como si estuviera siguiendo un pensamiento poco agradable.

—Señora, le ruego que reflexione bien antes de contestar. ¿Ha observado en Katia algo distinto en los últimos días? Me refiero al período comprendido entre la noche del lunes y ayer por la noche.

—Sí —contestó sin necesidad de reflexionar.

—¿Qué ha observado?

—El martes por la mañana, cuando llegó, estaba muy pálida y le temblaban un poco las manos. Le pregunté qué le ocurría y me contestó que la habían llamado desde su pueblo… ¿Chelkovo?

—Sí.

—Y que había recibido una mala noticia.

—¿Le dijo cuál?

—No. Y no insistí porque comprendí que no quería hablar de eso.

—¿Observó alguna otra cosa?

—Sí. Ayer por la mañana, al volver de correos, adonde mi marido la había mandado a enviar unas cartas certificadas, la vi francamente trastornada. Le pregunté la razón y me contestó que no se encontraba bien, que había tenido una especie de desmayo y que se trataba sin duda de una consecuencia de esa mala noticia de la que no conseguía recuperarse. Por eso esta mañana, al ver que no venía, no me sorprendí demasiado. Sin embargo, me había hecho el propósito, en caso de no conseguir hablar con ella por teléfono, de ir a verla por la tarde.

Estaba claro, en contra de lo que decía Graceffa, que Katia lo había visto y reconocido. Y había tenido miedo de que Graceffa volviera a aparecer y la metiera en algún problema.

La señora Palmisano, que era toda una señora, no hizo más preguntas. En cambio, el comisario preguntó, levantándose:

—¿Sería tan amable de enseñarme los otros cuadros?

—Faltaría más.

En el estudio privado del notario no había ni un solo libro de temas jurídicos. Las estanterías estaban llenas de novelas de primerísima calidad.

El paisaje de Tosi era espléndido, pero en presencia de la marina de Carrà, a punto estuvo de que se le saltaran las lágrimas.

Al salir de la residencia de los Palmisano, el comisario se dio cuenta de que la colilla mal apagada le había hecho un agujero en el bolsillo. Todavía bajo los efectos de la belleza del cuadro de Carrà, ni siquiera experimentó el impulso de soltar maldiciones.

* * *

Pero ¿cómo era posible que en el año 2006 a un alcalde todavía se le ocurriera dedicar una calle a Atilio Régulo? Misterios de la toponomástica. El número 30 correspondía a un maltrecho edificio de seis pisos sin ascensor, y como es natural, la viuda Bellini vivía en el sexto. Subieron despacio, pero aun así llegaron a la puerta sin resuello.

—¿Quién es? —Voz de anciana.

—¿La señora Bellini?

—Sí. ¿Qué quiere?

A Montalbano se le encendió una repentina luz: si le decía que era comisario, ella no abriría ni a cañonazos. En cambio, las ancianas siempre dejaban entrar en su casa a los estafadores.

—¿Está usted jubilada, señora?

—Sí, cobro una miseria.

—Hemos venido a hacerle una propuesta interesante.

Fazio lo miró asombrado.

La puerta se abrió todo lo que permitía la cadena. La señora Bellini los examinó con recelo mientras ellos procuraban adoptar el aire más angelical posible. Después la viuda decidió retirar la cadena.

—Pasen.

El apartamento estaba limpio, los viejos muebles de la salita estaban tan impecables que hasta brillaban. Los tres se sentaron con corrección. Montalbano lamentó no tener a mano una baraja de naipes.

—Toma notas —le ordenó a Fazio, y éste sacó un bloc y un bolígrafo del bolsillo—. Haz tú las preguntas —añadió.

A Fazio le brillaron los ojos de alegría. Las señas personales de la gente eran para él como la droga para un drogadicto.

—Nombre y apellido de soltera.

—Rosalia Mangione.

—Día, mes, año y lugar de nacimiento.

—Ocho de septiembre de mil novecientos treinta en Lampedusa. Pero…

—Díganos, señora —terció Montalbano.

—¿Puedo saber quién les ha dicho mi nombre?

Montalbano se colgó en la cara una sonrisa toda dientes de gato Silvestre.

—Es Katia quien nos ha hablado de usted.

—Ah.

—¿Está aquí? Nos gustaría saludarla.

—Ayer cuando volvió, Katia hizo la maleta, me pagó y se fue.

Montalbano y Fazio se levantaron simultáneamente.

—¿Le dijo adónde iba? —preguntó el comisario.

—No.

—¿El lunes por la noche Katia recibió una llamada de Rusia?

—No.

—¿Cómo lo sabe? ¿Katia no tiene móvil?

—Pues claro. Pero no es de esos con los que se puede hablar con cualquier país del mundo.

—¿Usted tiene televisor?

—Sí… pero…

—Pero ¿qué?

—No suelo mirarla muy a menudo.

—No se preocupe. ¿Se ha enterado de lo de la chica encontrada muerta en el vertedero de basura?

—¿La de la mariposa? Sí, señor.

—¿Y Katia se enteró?

—Estaba conmigo cuando lo contaron en la televisión.

—Vamos —dijo Montalbano.

La vieja los siguió.

—¿Y cuál es la propuesta?

—Esta tarde regresamos y se la hacemos —respondió Fazio.

* * *

Montalbano comprendió enseguida que de don Antonio no iban a sacar nada en claro.

Era un recio cincuentón musculoso y taciturno, con unas manos que parecían mazas de picar piedra. El comisario observó en un rincón de la sacristía un par de guantes de pugilismo colgados de la pared.

—¿Practica el boxeo?

—De vez en cuando.

—Perdone, padre, pero ¿fue usted quien recomendó a la familia Palmisano a una chica llamada Katia Lissenko?

—Sí.

—¿Y a usted, a su vez, quién se la indicó?

—No lo recuerdo.

—Intentaré echarle una mano. ¿Quizá la asociación La Buena Voluntad de monseñor Pisicchio?

—No mantengo relaciones ni con monseñor Pisicchio ni con su asociación.

¿No había cierto tono de desprecio en su voz? También debió de notarlo Fazio, el cual dirigió una rápida mirada al comisario.

—¿De veras no lo recuerda?

—No.

—¿Y no hay ninguna esperanza de que, haciendo un esfuerzo…?

—No. ¿Por qué la buscan? ¿Ha hecho algo malo?

—No —contestó Fazio.

—Sólo queremos interrogarla sobre ciertos hechos que ella conoce —puntualizó Montalbano.

—Comprendo.

Pero no preguntó cuáles eran los hechos. O no era curioso o conocía muy bien los hechos. Pero ¿acaso los curas no tienen que ser curiosos por deformación profesional?

—¿Por qué vienen a buscarla aquí?

—Porque no ha vuelto a casa de los Palmisano y se fue a toda prisa de su domicilio. Prácticamente no se tienen noticias suyas. Por consiguiente, pensamos que como Katia ya recurrió a usted la primera vez para que la ayudara…

—Se han equivocado.

—Padre, tengo motivos para considerar que esa chica corre un grave peligro. Incluso corre el riesgo de perder la vida. De modo que cualquier información que…

—¿Me creerá si le digo que no veo a Katia desde hace diez días?

—No.

El cura desvió significativamente la mirada hacia los guantes de boxeo.

—Si quiere desafiarme a un juicio de Dios a base de hostias, acepto —dijo el comisario, confiando en que el otro no le tomara la palabra.

En efecto, por primera vez don Antonio se rió.

—¿Para que después usted me denuncie por resistencia a la autoridad y agresión a las fuerzas del orden? Mire, comisario, usted me cae bien. En su desgracia, Katia, que es una buena chica, ha tenido suerte. Desde que decidió no tener nada que ver con los de La Buena Voluntad, ha encontrado personas adecuadas que han sabido cómo ayudarla. Déjeme su número de teléfono. Si tengo noticias de Katia, se lo comunicaré.

Montalbano le anotó los números, incluso el de Marinella, y después preguntó:

—¿Sabe por qué Katia ya no ha querido tener nada que ver con la asociación de monseñor Pisicchio?

—Sí.

—¿Podría decírmelo?

—No.

—¿Por qué?

—Porque me fue revelado en confesión.

Emprendieron el camino de regreso.

—¿Usía cree que el cura dará señales de vida?

—Creo que sí. Tras haber consultado con Katia. A quien probablemente, me juego los cojones, don Antonio se ha encargado de esconder en lugar seguro. Tal vez en su propia casa.

—¿Pues entonces a usted le parece que, en resumidas cuentas, el viaje no ha sido inútil?

—Exacto. Creo sinceramente que hemos establecido un contacto indirecto con Katia.

—¿Sabe qué hora es? Llegaremos a Vigàta sobre las tres y media.

En la
trattoria
de Enzo seguramente ya no encontraría nada que comer a esa hora.

—Si vuelven a pararnos los carabineros, llegaremos a las cinco. Y yo tengo apetito.

—Yo también —coincidió Fazio.

Montalbano vio un ramal con un letrero.

—Gira a la izquierda y vamos a Caltabellotta.

—¿A hacer qué?

—Antes había un restaurante muy bueno.

Fazio tomó la carretera indicada.

A Montalbano lo asaltó un pasaje de una lección de historia y lo recitó con los ojos cerrados:

—«La paz de Caltabellotta, firmada el treinta y uno de agosto de mil trescientos dos, puso fin a la guerra de las Vísperas Sicilianas. Federico Segundo de Aragón fue reconocido como rey de Trinacria y se comprometió a contraer matrimonio con Leonor, hermana de Roberto de Anjou…»

Interrumpió sus palabras.

—¿Y bien? —dijo Fazio—. ¿Cómo acabó la cosa?

—¿Qué cosa?

—¿Federico cumplió el compromiso? ¿Se casó con Leonor?

—Ya no me acuerdo.

* * *

«Hervir una coliflor en agua salada, sacarla poco cocida y trocearla. Echarla luego en una sartén donde se haya sofrito una cebollita cortada en tiritas. Aparte, freír un buen trozo de salchicha fresca, y en cuanto esté dorada, cortarla en rodajas de un centímetro como máximo, retirando la piel. Poner la coliflor y la salchicha con el aceite de la fritura, añadir unas cuantas patatas cortadas en finas rodajas transparentes, aceitunas negras troceadas, sal y especias. Mezclar bien los ingredientes. Con un poco de masa de pan fermentada, preparar un hojaldre en forma de disco y colocar en una tartera de borde alto, llenar con la mezcla de ingredientes, cubrir con otro disco de masa de pan y juntar bien los bordes. Untar la parte superior con manteca de cerdo e introducir la tartera en el horno muy caliente. Sacar en cuanto se dore (tardará una media hora).»

Ésa era la receta de la empanada de cerdo que el comisario pidió que le dictaran después de haberse chupado los dedos en compañía de Fazio. Para el primer plato habían optado por algo ligero: arroz a la siciliana, ese en que se notan los sabores del vino, el vinagre, las anchoas saladas, el aceite, el tomate, el zumo de limón, la sal, la guindilla, la mejorana, la albahaca y las aceitunas negras llamadas
passuluna
.

Eran platos que exigían vino, y la exigencia no quedó sin respuesta.

Cuando salieron, a Montalbano le faltó el paseo por el muelle hasta el faro.

—Oye, Fazio, vamos a dar un paseo; llegamos hasta el castillo y volvemos antes de subir al coche.

—Sí, señor
dottori
, de esa manera se evaporará un poquito el pestazo de vino que hacemos. Como nos paren los carabineros, esta vez nos enchironan por conducción en estado de embriaguez.

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