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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Las alas de la esfinge (13 page)

BOOK: Las alas de la esfinge
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—Oiga, señora, ¿ha visto hace poco a la novia de Peppi, una chica que se llama Zin?

—Si la he visto o no la he visto, ¿a ti qué carajo te importa?

—Soy el comisario Montalbano.

—¡Pues mira qué miedo me das! ¡Me estoy cagando del susto! —contestó la vieja.

Y le cerró la puerta en las narices con un golpe tan fuerte que el pobre vigilante nocturno debió de caerse de la cama.

No había más que una manera de localizar a Cannizzaro.

Regresó a la cárcel, y la alcaide puso unos cuantos peros, aunque al final se dejó convencer. Montalbano volvió a reunirse con Pasquale en el mismo cuartito de antes.

—¿Qué pasa,
dutturi
?

—He ido a ver a Cannizzaro, pero no estaba en casa; la señora de enfrente dice que hace tres días que no lo ve.

—¿Zin tampoco estaba? Peppi me dijo que se la había llevado a su casa para que viviera con él.

—Ella tampoco. ¿Tienes idea de dónde puedo encontrarlo?

—No, señor
dutturi
. Pero a lo mejor, hablando con alguien de aquí dentro… Hay dos amigos de Peppi… Si me entero de algo, se lo hago saber.

* * *

Llegó a la comisaría pasado el mediodía, muy nervioso a causa del tráfico que había en las calles. En cuanto lo vio, Catarella empezó a quejarse en plan coro griego.

—¡Ah,
dottori
,
dottori
!

—Espera. ¿Está Fazio?

—Todavía no está. ¡Ah,
dottori
,
dottori
!

—Bueno, ¡pero qué pesado eres, Catarè! ¿Qué ocurre?

—¡El siñor jefe superior llamó! ¡Dos veces llamó! Estaba fuera de sí. ¡Y la segunda vez más fuera que la primera!

—¿Qué quiere?

—Dice que usía tiene que dejar todo lo que está haciendo e ir enseguida y urgentemente donde él. ¡Virgen María,
dottori
, la de voces que daba! ¡Con todo el rispeto debido al siñor jefe superior, parecía haberse vuelto loco!

¿Qué podía haber hecho para que el jefe superior se hubiera enfadado tanto? Se le ocurrió una idea que le pegó un susto: ¿quizá resultaba que a Picarella lo habían secuestrado en serio?

—Hazme un favor: llama a Fazio al móvil y pásame la llamada al despacho.

—¡Ah,
dottori
,
dottori
! Pero si no se presenta urgentemente, el siñor jefe superior…

—Catarè, haz lo que te digo.

En cuanto se sentó, sonó el teléfono.

—Fazio, ¿dónde estás?

—En Montelusa,
dottore
. Por aquello que usted me dijo que hiciera.

—¿Has encontrado algo acerca de la Mirabilis?

—Después se lo digo.

O sea que había algo; había acertado.

—Oye, Fazio, puesto que me ha mandado llamar el jefe superior, no quisiera que… ¿Hay alguna novedad sobre el secuestro de Picarella?

—¿Y qué novedades quiere usted que haya,
dottore
?

—Nos veremos a las cuatro.

Y cortó la comunicación.

—¿Catarella? Llámame al
dottor
Augello al móvil.

—Ahora mismísimo,
dottori
. Cuente hasta cinco… Aquí lo tengo; se lo paso.

—Mimì, ¿dónde estás?

—En Monterago. He visitado la fábrica de muebles que hay aquí.

—¿Has encontrado algo?

—Nada. Aquí fabrican muebles modernos sin dorados. Horribles, por cierto.

—¿Sabes si por casualidad se han recibido noticias de Picarella?

—¿Y por qué tendría que haber noticias?

—Nos vemos a las cuatro.

Salió, volvió a subir al coche soltando reniegos y repitió el camino de Montelusa. Menos mal que el día seguía despejado, sin una sola nube.

—Buenos días, Montalbano.

—Buenos días,
dottor
Lattes.

¿Sería posible que, cada vez que iba a Jefatura, la primera persona con quien se tropezaba fuera siempre el
dottor
Lattes, apodado Latte e Miele?

—¿Cómo va la familia?

Lattes, el jefe de gabinete del jefe superior, se había emperrado desde hacía tiempo en pensar que él era un hombre casado y con hijos, y no había manera de convencerlo de lo contrario. Por consiguiente, la respuesta de Montalbano no podía ser más que:

—Todos bien, gracias a la Virgen.

Lattes no dijo nada. Si el «gracias a la Virgen» era una expresión que le encantaba, ¿por qué no se había asociado al agradecimiento tal como hacía siempre? ¿Y por qué no lo había llamado «queridísimo» como solía? Fue entonces cuando el comisario reparó en que Lattes estaba menos comunicativo que de costumbre. Le entró la duda de si su actitud se debía a la convocatoria del jefe superior.

—¿Conoce el motivo de la…?

—No he sido informado.

Demasiado rápido en contestar el señor jefe del gabinete. Quizá mereciera la pena insistir.

—Temo haber cometido un error —murmuró Montalbano con rostro contrito.

—Yo también lo temo.

Tono severo.

—¡Entonces es que usted sabe algo y no quiere decírmelo!
Dottor
Lattes, ¿es grave la cosa?

Lattes inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Montalbano siguió haciendo teatro dramático.

—¡Oh, Dios mío! ¡No puedo perder el puesto! ¡Tengo una familia que mantener! ¡Una verdadera familia! ¡Con hijos y todo! ¡No una unión de hecho como las que, por desgracia, suele haber hoy en día!

Lattes miró alrededor; el ujier estaba leyendo el periódico, en la antesala sólo se encontraban ellos dos.

—Escúcheme bien —dijo bruscamente—. Parece que usted…

En aquel momento el jefe superior abrió la puerta de su despacho.

—Pero ¿es que todavía no ha llegado ese…?

Lattes tuvo una reacción instintiva: agarró con ambas manos a Montalbano empujándolo hacia el jefe superior, y al mismo tiempo pegó un salto hacia atrás como para distanciarse del comisario. Pero ¿qué era, un apestado?

—¡Aquí está! —exclamó.

—Ya lo veo. Pase, Montalbano.

—¿Necesita algo de mí? —preguntó Lattes.

—¡No!

La puerta se cerró a la espalda del comisario con un sordo rumor de lápida sepulcral.

Once

Debía de tratarse de algo muy serio, y por consiguiente lo mejor era no empezar enseguida a hacerse el gracioso con Bonetti-Alderighi y tanto menos dejarse llevar por las ganas de armar jaleo y provocar que todo terminara de mala manera.

El jefe superior se sentó en su sillón detrás del escritorio, pero no le indicó a Montalbano que tomara asiento. Lo cual era una confirmación de la gravedad del asunto.

Bonetti-Alderighi dedicó unos largos minutos a mirar al comisario como si jamás lo hubiera visto, y la conclusión del examen fue un desconsolado: «¡En fin!» Montalbano agotó la mitad de sus energías permaneciendo inmóvil y mudo, sin desmadrarse.

—¿Me explica cómo hace para que se le ocurran ciertas ideas? —dijo finalmente el jefe superior.

¿A qué ideas se refería? Por precaución, quizá le conviniera protegerse adelantando las manos.

—Mire, señor jefe superior, si quiere hablarme del llamado secuestro Picarella, yo asumo la…

—Me importa un carajo el secuestro Picarella. De eso no faltará ocasión para volver a hablar, no se preocupe.

Pues entonces, ¿por qué?

De pronto recordó el asunto del expediente Ninnio, cuando contestó con una poesía. A lo mejor el jefe superior había sido iluminado por el Espíritu Santo y comprendió que lo había mandado a tomar por culo en verso.

—Ah, ya entiendo. Usted se refiere a aquello que escribí de que Vigàta no es Licata y Licata no es Vigàta…

El jefe superior puso unos ojos como platos.

—Pero ¿está usted loco? ¿Qué es esa historia? ¡Sé muy bien que Vigàta no es Licata y que Licata no es Vigàta! ¿Me toma por idiota? Oiga, Montalbano, ¡no empiece a hacerse el tonto porque le aseguro que esta vez no viene a cuento!

El comisario se rindió.

—Pues entonces diga usted.

—¡Pues claro que digo yo! ¡Vaya si digo! A ver si lo entiendo, por favor. ¿Me quiere explicar qué gusto le encuentra, qué soberano placer experimenta en ponerse a sí mismo y ponerme a mí en apuros?

—Ningún gusto y ningún placer, puede creerme. Le aseguro que, si eso ocurre, no lo hago deliberadamente.

—¿Me está diciendo que no lo hace a propósito?

—Exactamente.

—¡Entonces, peor!

—¿Por qué?

—¡Porque significa que usted actúa sin discernimiento, sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos!

«Calma, Montalbano, calma. Cuenta hasta tres y después habla. Mejor dicho, cuenta hasta diez.»

—¿Se ha quedado mudo?

—Pero ¿qué he hecho?

—¿Qué ha hecho?

—Sí, ¿qué he hecho?

—¿Querría explicarme por qué fue a tocarles los cojones a los de La Buena Voluntad? ¿Por qué? ¿Quiere dignarse decírmelo?

O sea que ése era el misterio.

¡Pero qué rápido había sido el
cavaliere
Piro en ir a quejarse a quien correspondía! Y si el tal
cavaliere
había sido tan rápido en correr a protegerse, ¿no sería entonces que él, Montalbano, oliendo a quemado, había olido bien?

—Pero ¿es que no sabe quién está detrás de ellos? —añadió el jefe superior.

—No, pero puedo imaginarlo fácilmente. ¿Le ha llamado monseñor Pisicchio?

—No sólo el monseñor. También el gobernador civil, cuya esposa contribuye con largueza a las iniciativas de esa asociación benéfica. Y también el vicepresidente de la región. Y tampoco podía faltar el asesor provincial de la asistencia social. Ni el municipal. Usted ha metido el dedo en un auténtico avispero, ¿comprende?

—Señor jefe superior, cuando metí el dedo, aún no sabía que fuera un avispero. Al contrario, por su aspecto, lo era todo menos un avispero. Me limité a hacer unas cuantas preguntas a la persona que me indicó monseñor Pisicchio y que se llama Guglielmo Piro.

—El cual afirma que usted utilizó un tono insultante e inquisitorial en el transcurso de su irrupción.

—¿Irrupción? ¡Pero si fue él quien me citó!

—¿Puedo saber por lo menos por qué fue a molestar a monseñor Pisicchio y su asociación?

Con más paciencia que un santo, Montalbano le explicó de qué manera había llegado hasta allí.

El tono del jefe superior, cuando tomó de nuevo la palabra, había cambiado ligeramente.

—Es un verdadero engorro, ¿sabe, Montalbano?

—Estoy de acuerdo. Pero aquí, en cuanto te mueves para llevar a cabo cualquier investigación, siempre te tropiezas con un honorable diputado, con un cura, con un político o un mafioso que forma una cadena de san Antonio para proteger al probable investigado.

—¡Montalbano, se lo ruego! ¡Ahórreme sus teorías, por el amor de Dios! Concretamente, ¿usted cree que entre la asociación benéfica y la chica asesinada puede haber una relación?

—Yo me atengo a los hechos. Tenía que acudir a la fuerza a los de La Buena Voluntad porque otras dos chicas, con el mismo tatuaje que la asesinada, fueron atendidas por la asociación. ¡Más relación que ésa imposible!

—Pero ¿cree que puede haber algo más?

—Sí, pero todavía no alcanzo a distinguir si hay verdaderamente algo más y en qué consiste.

—Ese «todavía» suyo es lo que más me preocupa.

—¿En qué sentido?

—¿Cuánto tiempo investigará «todavía» sobre la asociación?

Pero ¿cómo iba a establecer una duración exacta?

—No puedo decirlo con seguridad.

—Pues entonces se lo digo yo. Le doy cuatro días, ni uno más.

—¿Y si no son suficientes?

—Se arregla. Y en esos cuatro días, le ruego encarecidamente que actúe con la máxima prudencia.

—¡No lo dude, derrocharé vaselina! —¡Mecachis la mar, se le había escapado!

—No se haga el gracioso, porque a la primera queja que reciba, el que irá a tomar por ese sitio, y sin vaselina, ¡será usted! Si vienen a protestar por su manera de actuar, le quito inmediatamente el caso. Y aunque usted se me ponga a llorar como una Magdalena, yo me haré el sueco y le diré: «¡Se te ve el plumero!»

Montalbano experimentó una sensación de vértigo al oír aquella retahíla de frases hechas y lugares comunes. Le provocaba mareos. ¿Cómo reaccionar dignamente?

—En resumen, señor jefe superior, el que la hace la paga.

—Veo que me ha comprendido perfectamente.

En la antesala estaba Lattes hablando con alguien. Pero en cuanto vio salir a Montalbano, fue corriendo hacia la primera puerta que encontró abierta y desapareció.

Estaba claro que no quería mantener contactos con Montalbano, el repudiado, el excomulgado, un repugnante anticlerical que no se merecía la preciosa familia que tenía, gracias a la Virgen.

Se había hecho tarde y Montalbano tenía un apetito de lobo. A lo mejor le había entrado por el esfuerzo realizado para mantener la calma en su entrevista con Bonetti-Alderighi.

—¡Hoy ha llegado pescado fresco! —le dijo Enzo en cuanto entró en la
trattoria
.

No sólo se lo zampó sino que, al terminar, dio el habitual paseo hasta el faro. El pescador se encontraba en su sitio de costumbre.

—Me equivoqué —admitió el hombre—. No ha durado una semana.

—Mejor así. Pero ¿volverá a llover?

—No tan pronto.

En cuanto Montalbano llegó a la roca aplanada, a saber por qué, pensó que jamás se había sentado allí con Livia. Pero ¿Livia habría querido sentarse? Hoy, por ejemplo, seguro que no.

«¿No ves que todavía está mojada?»

Era cierto. Los pequeños recovecos de la roca brillaban aún por el agua caída del cielo. Como se sentara, el fondillo de los pantalones se le convertiría en una enorme mancha oscura y mojada. Permaneció de pie, indeciso.

«Haz lo que te aconsejaría Livia», dijo Montalbano primero.

«Haz lo que tú quieras», dijo Montalbano segundo.

Se sentó en la roca.

«¿Lo has hecho para desairar a Livia?», preguntó Montalbano primero.

«Pues claro», contestó Montalbano segundo.

«¿Y qué clase de desaire es ése? Sería un desaire si Livia estuviera presente, pero así…»

«Da igual que Livia esté presente o ausente. Lo importante es la toma de posición, el hecho en concreto.»

«¿Me permitís una palabra? —terció Montalbano al llegar a ese punto—. El único hecho concreto es que ahora tengo los pantalones empapados.»

—¡Ah,
dottori
! Ha tilifoniado el siñor Gracezza.

—¿Qué quería?

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