—No, monseñor, perdóneme; el encargado de la centralita… el encargado de la centralita se habrá… su hermana no… perdone, yo quería ir a verlo esta mañana a propósito de una investigación que…
—¿Que no se refiere a mi hermana?
—En absoluto, monseñor.
—Pues entonces venga a las doce del mediodía en punto. Via del Vescovado, cuarenta y ocho. Sobre todo, le ruego que sea puntual.
La comunicación se cortó sin ninguna despedida. Era hombre de pocas palabras monseñor Pisicchio.
—¡Catarella!
—¡Aquí estoy,
dottori
! ¡Tengo el número de la hermana de Graceffa!
—Pero ¿por qué le has preguntado el nombre y el número de su hermana también a monseñor?
Catarella lo miró perplejo.
—Pero ¿usía no quería el número de las dos hermanas, la de Graceffa y la de monseñor Pisicchio?
—Déjalo correr. Dame el número que te ha facilitado Graceffa y procura desaparecer.
Catarella se retiró, confuso y humillado. Como es natural, en el número no se distinguía si los treses eran ochos y los cinco, seises. Consiguió acertar a la primera.
—¿Señora Loporto?
—Sí, ¿con quién hablo?
—Soy el comisario Montalbano. Su hermano Beniamino me ha facilitado su número. Necesito hablar con usted.
—¿Conmigo?
—Sí, señora.
—¿Y yo por qué tengo que hablar con usted? ¡Ni hablar del peluquín! ¡Yo la conciencia la tengo tranquila!
—No me cabe duda. Se trata de una simple información.
—¡Ah, bueno! ¡Ya lo he comprendido! —Carcajada sardónica de la señora Loporto.
—¿Qué ha comprendido?
—¡Ya no hay comidita para gatos, amigo mío!
—No entiendo, señora.
—¡Yo, en cambio, a ti te entiendo muy bien! Como la otra vez, que con la excusa de pedirme una información, ¡me vendiste una aspiradora que no funcionaba! Quizá lo mejor sería cambiar de tono.
—Muy bien, pues dentro de cinco minutos van dos agentes a recogerla y la traen a comisaría.
—Pero ¿de verdad eres un poli?
—Sí. Y le aconsejo que conteste a mi pregunta: cuando usted buscaba una cuidadora para su hermano, ¿a quién recurrió?
—Al padre Pinna.
—¿Quién es?
—¿Cómo que quién es? Un cura. ¡El párroco de mi iglesia!
—¿Y él fue quien le indicó a aquella chica rusa, Katia?
—No; el padre Pinna me dijo que me dirigiera a monseñor Pisicchio, que está en Montelusa.
—¿Y fue monseñor Pisicchio quien le envió a Katia?
—No; fue otra persona por cuenta del monseñor.
Las calles de la parte antigua de Montelusa están tan enmarañadas como los intestinos en la barriga; las direcciones prohibidas, las obras públicas, los contenedores de basura llenos a rebosar, los cascotes de una finca baja con jardín que se había derrumbado dos meses atrás y seguían obstruyendo la mitad de una callejuela, hicieron que Montalbano llegara diez minutos después del mediodía.
—Llega usted con retraso —dijo monseñor Pisicchio mirándolo indignado—. ¡Y eso que le había rogado que fuera puntual!
—Perdone, pero el tráfico…
—¿Acaso el tráfico es una novedad? Eso significa que, sabiendo que siempre hay tráfico, uno sale antes de casa y evita llegar tarde.
Era un hombretón de unos cincuenta años, de cabello pelirrojo y figura y modales de ex jugador de
rugby
. En el despacho del obispado, todos los muebles estaban en proporción con el tonelaje del monseñor, incluido el crucifijo que había detrás del escritorio y que también lo miró de mala manera, o eso por lo menos le pareció a Montalbano, por haber llegado con retraso.
—Crea que lo siento —dijo Montalbano, temiendo sufrir algún castigo corporal.
—¿Qué desea de mí?
—Me han dicho que está usted al frente de una organización que se encarga de buscar trabajo…
—Sí. La organización, como usted la llama, es una asociación fundada hace cinco años, La Buena Voluntad. Nos encargamos sobre todo de muchachas muy jóvenes para evitar que caigan en ambientes ambiguos o en el mundo del hampa, estilo droga, prostitución…
—¿Cuántos son ustedes?
—Aparte de mí, seis. Tres hombres y tres mujeres. Todos voluntarios, dotados precisamente de buena voluntad.
—¿Cómo hacen las chicas para ponerse en contacto con ustedes?
—De muchas maneras. Algunas se presentan solas porque se han enterado de nuestra existencia; a otras nos las indican los párrocos, asociaciones similares a la nuestra u otras personas corrientes; a otras conseguimos convencerlas de que abandonen lo que estaban haciendo y confíen en nosotros.
—¿Y cómo las convencen? —preguntó el comisario. Confió en que, entre los medios de convicción, no se incluyeran maneras rudas propias de un jugador de
rugby
.
—Nuestros voluntarios las abordan en las calles donde han empezado a prostituirse o bien en los locales nocturnos… En resumen, intentamos llegar a tiempo, antes de que ocurra lo irreparable.
—¿Cuántas aceptan su ayuda?
—Más de las que pueda imaginar. Muchas jóvenes se dan cuenta del peligro y prefieren un trabajo honrado a las ganancias fáciles.
—¿Ocurre que alguna muchacha se harte del trabajo honrado y regrese a las ganancias fáciles?
—Raras veces.
—¿Podría hablar con sus voluntarios?
—No hay problema. —Buscó bajo el escritorio, sacó una hoja y se la entregó—. Aquí están los nombres, direcciones y números de teléfono.
—Se lo agradezco. He venido por dos chicas rusas, Katia e Irina, que su organización, perdón, su asociación ha…
—Por desgracia, de esa tal Irina me hablaron. Pero usted no tiene que dirigirse a mí.
—¿Pues a quién entonces?
—Verá, yo represento legal y oficialmente a La Buena Voluntad, la presido, recaudo fondos, pero ¿me creerá si le digo que, en cinco años, no he visto ni siquiera a una de esas chicas?
—¿Pues a quién debo dirigirme?
—Al primer nombre de la lista. Es el
cavaliere
Guglielmo Piro, el brazo operativo, vamos a decir.
—¿La organización, perdón, la asociación tiene una sede?
—Sí, en dos cuartitos de via Empedocle, doce. Encontrará todas las indicaciones en la hoja que le he entregado.
—¿Qué horario tienen?
—En via Empedocle hay alguien sólo pasadas las siete de la tarde. De día mis voluntarios trabajan, ¿comprende? Además, para hacer lo que hacemos, nos basta el teléfono. Y ahora no me haga más preguntas. Habrá de perdonarme, pero tengo un compromiso. Si se hubiera dignado ser puntual…
Puesto que se encontraba en Montelusa, se acercó un momento a Retelibera.
Nicolò Zito le dijo que no tenía mucho tiempo porque estaba a punto de salir en antena con el telediario.
—¿Sabes que, a propósito de las fotos, no he recibido ninguna llamada más exceptuando las dos del primer día?
—¿Te parece extraño?
—Un poco. ¿Debo seguir sacándolas en antena?
—Sólo hoy y después basta.
Montalbano también se había sorprendido de la escasez de informaciones. En general, la búsqueda de una persona a través de la televisión desencadenaba un diluvio de llamadas de gente que realmente había visto, de gente que había creído ver, y de gente que no había visto nada pero aun así llamaba. Esta vez, en cambio, sólo se habían recibido dos llamadas, y por si fuera poco, una de ellas era completamente inútil.
* * *
Llovía ligeramente cuando se detuvo delante de la
trattoria
. Seguía sin haber pescado fresco, pero Enzo le llevó de primero pasta con pesto trapanés, y de segundo bacalao
alla ghiotta
, es decir, a la glotona, según la antigua receta mesinesa.
En conjunto, Montalbano no se sintió con ánimos para quejarse aunque no tuviera una especial inclinación por el bacalao.
Al salir de la
trattoria
, puesto que seguía lloviendo un poco, fue a la comisaría.
De la hoja que le había entregado monseñor Pisicchio se deducía que el
cavaliere
Guglielmo Piro, el primero de la lista en su condición de brazo operativo, tenía tres números de teléfono. Después del primero figuraba «dom.», después del segundo «desp.», y después del tercero nada porque era el de un móvil.
Igual a aquella hora el
cavaliere
estaba en su casa descansando después de comer. Marcó el primer número.
—¿Oiga? ¿Hablo con casa Piro? ¿Sí? Soy el comisario Montalbano.
—Tú espera que yo aviso —dijo la voz de una chica.
Se ve que el
cavaliere
se servía de su misma asociación.
—¿Dígame? No he entendido quién llama.
—
Cavaliere
, soy el comisario Montalbano. Necesito verlo urgentemente.
—¿Para una casa?
¿De qué estaba hablando? ¿Qué pintaban las casas?
—No; necesito que usted me proporcione información sobre las muchachas rusas que…
—Entiendo. Como mi principal actividad es la venta de casas, había pensado… ¿Quién le ha facilitado mi número?
—Monseñor Pisicchio, que también me ha dado una hoja ilustrativa de La Buena Voluntad, la asociación que tienen ustedes.
¡Había conseguido no llamarla organización!
—Ah. Pues entonces podríamos vernos más tarde en via Empedocle.
—De acuerdo. Dígame a qué hora.
—¿Le parece bien a las seis? Si quiere verme antes, puede ir a mi agencia inmobiliaria, que está en la via…
—No,
cavaliere
; se lo agradezco, pero me va muy bien a las seis.
Después le entró una duda. ¿Y si en La Buena Voluntad estaban todos chiflados como monseñor Pisicchio?
—Le advierto que a lo mejor llego con un poco de retraso.
—No importa. Lo esperaré.
El primero que apareció a las cinco fue Mimì Augello.
—¿Has visto al jefe superior?
—¿Sabes que la señora Ciccina ya había hablado con él?
—¡Pues se habrá presentado a las tantas de la madrugada! Pero bueno, ¿qué te ha dicho?
—Que nos hemos tomado el secuestro a la ligera. Que enseguida nos hemos empeñado en decir que era un montaje y no hemos organizado búsquedas serias. Que ha habido demasiada superficialidad. Que él no está en modo alguno dispuesto a defendernos si se descubre que se trata de un auténtico secuestro. Que nada nos autoriza a pensar que la señora Ciccina no tenga razón. Que puede ser un doble. Que la creencia popular según la cual en el mundo hay siete personas exactamente iguales no es tan descabellada en el fondo. Que…
—Ya basta. ¿En resumen?
—¿Tú te acuerdas de Poncio Pilato?
Llegó Fazio.
—¿Me traes algo?
—No, señor
dottore
; vengo con las manos vacías. Además, voy demasiado despacio.
—¿Por qué?
—Porque no sé qué tengo que preguntar, lo que tengo que hacer, dónde tengo que mirar. En cualquier caso, he empezado con los dos restauradores y con la fábrica de muebles que hay aquí en el pueblo.
—Dime.
—La fábrica de muebles Jannuzzo quebró hace un año. La tienda está abierta para la venta de los muebles que todavía quedan, pero la gran nave donde los fabricaban está cerrada y ya nadie trabaja allí. He echado un vistazo a las cadenas de las puertas, y están todas oxidadas; le garantizo que nadie las ha tocado en los últimos meses.
—¿Y los talleres de restauración?
—Uno está en un local de cuatro metros por cuatro, y el restaurador, por decirlo de alguna manera, arregla sillas de paja, cómodas a las que les falta una pata y cosas así. Las cosas que tiene que reparar las saca a la acera y por la noche las guarda dentro. En cambio, el otro es un verdadero restaurador. He hablado con él; se llama Filippo Todaro. Tenía purpurina y me la enseñó. Me explicó que necesita muy poca para la restauración de dorados. Cuestión de pocos gramos.
—¿Me estás diciendo que nos olvidemos de los restauradores?
—Sí, señor
dottore
.
—Pues muy bien. Recuerdo que me dijiste que las fábricas de muebles son sólo cuatro.
—Sí, pero…
—¿Crees que es inútil?
—Sí, señor. Me parece que es una completa pérdida de tiempo, o sea que no merece la pena.
—No te desanimes, Fazio. Mañana habrás terminado. Pero créeme, es demasiado importante, hay que hacer esa comprobación.
—Dos las hago yo —se ofreció Mimì, conmovido por la desconsolada expresión de Fazio.
—Pero ¿por qué piensas que estás haciendo algo inútil? —preguntó Montalbano.
—
Dottore
, no sé explicarlo con palabras. Es una sensación.
—¿Quieres saber una cosa? Yo también tengo la misma sensación. Así que terminemos con el control de las fábricas de muebles, y después, cuando hayamos llegado a la conclusión de que estamos siguiendo un camino equivocado, nos pondremos a buscar otro.
—Como quiera usía.
Puesto que se había desatado otro diluvio y los limpiaparabrisas no daban abasto para retirar el agua del cristal, le costó Dios y ayuda encontrar la maldita via Empedocle. Cuando finalmente la enfiló, no había sitio para aparcar ni siquiera un alfiler. Consiguió estacionar en una callecita casi paralela, via Platone. Teniendo en cuenta que se encontraba en un barrio filosófico, decidió tomarse el asunto con filosofía.
Esperó en el interior del coche a que amainara un poco la lluvia y después bajó, pegó una buena carrera y llegó a la cita con un cuarto de hora de retraso. Pero no hubo reproches.
—Quisiera saber en primer lugar cómo se desarrolla el trabajo que ustedes llevan a cabo.
—En realidad, nuestro trabajo es muy sencillo —dijo el
cavaliere
Guglielmo Piro.
Era un sesentón tirando a bien vestido y un tanto enano, sin un solo cabello en la cabeza ni pagado a precio de oro, y que además tenía un tic: cada tres minutos se pasaba el índice de la mano derecha bajo la nariz. El primero de los dos cuartitos era una especie de lugar de acogida con sillas, butacas y un sofá; en el segundo, donde se encontraban el comisario y el
cavaliere
, había un ordenador, tres ficheros, dos teléfonos y dos escritorios.
—Se trata de establecer cuál de las chicas disponibles cumple los requisitos necesarios para satisfacer las necesidades especiales de quien se dirige a nosotros. Una vez seleccionada la chica, la ponemos en contacto con el solicitante. Eso es todo.
«Eso es todo y un cuerno», pensó Montalbano, a quien el
cavaliere
le había caído inmediatamente antipático sin un motivo plausible.