Una especie de sendero de cabras conducía al vertedero, situado unos diez metros más abajo. Justo al final del sendero había un grupo de personas entre las cuales reconoció a Fazio, al jefe de la Científica, y al
dottor
Pasquano, inclinado sobre algo que parecía un maniquí. En cambio, el fiscal Tommaseo se encontraba en medio del sendero, desde donde vio al comisario.
—Espere, Montalbano, ya estoy aquí.
—Pero ¿cómo? ¿Ha venido Pasquano? —preguntó el comisario.
Mimì lo miró perplejo.
—¿Por qué no tendría que haber venido? Llegó hace media hora.
Por lo visto, el cabreo con el pobre Catarella había sido una broma.
Pasquano era célebre por su mal carácter y tenía especial empeño en ser considerado un hombre imposible, por eso muchas veces se dedicaba a hacer teatro, para conservar la fama.
—¿No baja? —preguntó Tommaseo, acercándose sin resuello.
—¿Y para qué voy a bajar? Ya la ha visto usted.
—Debía de ser muy guapa. Un cuerpo maravilloso —dijo el fiscal con los ojos brillantes a causa de la excitación.
—¿Cómo la han matado?
—Un disparo en la cara con un revólver de gran calibre. Está absolutamente irreconocible.
—¿Por qué piensa que ha sido un revólver?
—Porque los de la Científica no han encontrado el casquillo.
—¿Qué ha ocurrido según usted?
—¡Pero si está clarísimo, querido amigo! Bueno pues: la pareja llega a la explanada, baja del coche, recorre el sendero y llega al arenal para ocultarse. La chica se desnuda, y después, una vez terminado el acto sexual… —Se detuvo, se lamió los labios, tragó saliva al pensar en la imagen del acto—. Entonces el hombre le pega un tiro en la cara.
—¿Por qué?
—Bueno, eso ya lo veremos.
—Oiga, pero ¿brillaba la luna?
Tommaseo lo miró desconcertado.
—Verá, no se trataba de un encuentro romántico, la luna no era necesaria, sólo se trataba de…
—Ya he comprendido de qué se trataba,
dottor
Tommaseo. Pero lo que quiero decir es que en estas últimas noches no brillaba la luna, así que tendríamos que haber encontrado dos cadáveres.
Tommaseo se quedó estupefacto.
—¿Por qué dos?
—Porque, bajando en medio de una oscuridad total por ese senderito, el hombre tendría que haberse desnucado con toda seguridad.
—¡Pero qué me dice, Montalbano! ¡Debían de tener una linterna! ¡Imagínese si no estaban organizados! En fin, yo, por desgracia, debo irme. Ya hablaremos. Buenos días.
—¿Tú crees que fue eso lo que ocurrió? —le preguntó Montalbano a Mimì cuando Tommaseo se fue.
—¡Eso para mí es una de las consabidas fantasías sexuales de Tommaseo! ¿Por qué tenían que bajar al vertedero a echar un polvo? ¡Ahí abajo hay un pestazo que corta la respiración! ¡Y unas ratas capaces de comerte vivo! ¡Podían hacerlo muy bien en esta explanada, que es famosa por la cantidad de gente que viene a follar! Pero ¿no has visto cómo está el suelo? ¡Hay todo un mar de preservativos!
—¿Le has hecho esa observación a Tommaseo?
—Pues claro. ¿Y sabes qué me contestó?
—Me lo puedo imaginar.
—Me contestó que igual esos dos se fueron a follar al vertedero porque, en medio de la mierda, disfrutaban más. El gusto de la depravación, ¿comprendes? ¡Cosas que sólo se le pueden ocurrir a alguien como Tommaseo!
—Muy bien. Pero si la chica no era una puta profesional, es posible que aquí en esta explanada, con tantos coches y con los camiones que pasan…
—Los camiones que se dirigen al vertedero no pasan por aquí, Salvo. Descargan al otro lado, donde hay una pendiente más cómoda que se hizo especialmente para los vehículos pesados.
En la parte superior del sendero apareció la cabeza de Fazio.
—Buenos días,
dottore
.
—¿Les falta mucho?
—No,
dottore
; una media hora más.
A Montalbano no le apetecía ver a Vanni Arquà, el jefe de la Científica. Le inspiraba una antipatía visceral, ampliamente correspondida.
—Ya vienen —dijo Mimì.
—¿Quiénes?
—Mira hacia allí —contestó Augello señalando en dirección a Montelusa.
En la carretera de tierra que llevaba al vertedero desde la provincial se estaba levantando una nube de polvo idéntica a un tornado.
—¡Virgen santísima, los periodistas! —exclamó el comisario. Seguro que alguien de Jefatura se había ido de la lengua—. Nos vemos en el despacho —dijo, encaminándose a toda prisa hacia su automóvil.
—Yo vuelvo ahí abajo —repuso Mimì.
La verdadera razón por la cual no había querido bajar al vertedero era que no deseaba ver lo que habría tenido que ver: el cadáver de una chica de poco más de veinte años. Antes le daban miedo los moribundos mientras que los muertos no le causaban la menor impresión. Ahora, de unos años a esta parte, no soportaba la contemplación de muertos asesinados todavía en la flor de la edad. En su interior surgía una rebelión absoluta en presencia de algo que consideraba contrario a la naturaleza, una especie de sacrilegio máximo, aunque el muerto fuera un delincuente y tal vez incluso un asesino. ¡Y no hablemos de los chiquillos! El comisario apagaba inmediatamente el televisor en cuanto el telediario mostraba cuerpos de niños destrozados, muertos a causa de la guerra, el hambre, la enfermedad.
—Es tu paternidad frustrada —había sido la conclusión de Livia, dicha con cierta perversidad, cuando él le comentó la cuestión.
—Jamás había oído hablar de la paternidad frustrada, siempre de la maternidad frustrada —replicó él.
—Si no se trata de paternidad frustrada —insistió Livia—, a lo mejor quiere decir que sufres un complejo de abuelo.
—Pero ¿cómo puedo sufrir un complejo de abuelo si no he sido padre?
—¿Y eso qué tiene que ver? ¿Sabes lo que es un embarazo psicológico?
—Cuando una mujer presenta todos los signos de estar embarazada y sin embargo no lo está.
—Justamente. Lo tuyo es una abuelitis psicológica.
Y, como es natural, la discusión había terminado de mala manera.
Desde la puerta de la comisaría oyó hablar a Catarella, muy alterado.
—No, siñor jefe supirior, el
dottori
no puede ponerse al teléfono porque no tiene el don de la bicuidad. Está en el Sarsetto porque… ¿Oiga? ¿Oiga? Pero ¿qué ha hecho? ¿Ha colgado? ¿Oiga? —Entonces vio a Montalbano—. ¡Ah,
dottori
,
dottori
! ¡Era el siñor jefe supirior!
—¿Qué quería?
—No me lo ha dicho,
dottori
. Sólo quería hablar urgentemente con usía.
—Muy bien, luego lo llamo.
Encima del escritorio había una montaña de papeles para firmar. Al verlos, Montalbano se puso furioso. Esa mañana no estaba para eso. Dio media vuelta y pasó ante el trastero que le servía de zona de recepción a Catarella.
—Vengo enseguida. Voy a tomarme un café.
Después del café, se fumó un cigarrillo y dio un corto paseo. Regresó al despacho y llamó al jefe superior.
—Soy Montalbano. A sus órdenes.
—¡No me haga reír!
—¿Por qué? ¿Qué he hecho?
—Ha dicho: «¡A sus órdenes!»
—¿Y qué tenía que decir?
—¡No se trata de decir sino de hacer! ¡Las órdenes se las doy yo, pero no me atrevo siquiera a pensar en el uso que usted hace de ellas!
—Señor jefe superior, jamás me permitiría hacer de ellas el uso que usted supone.
—Dejémoslo correr, Montalbano, será mejor. ¿Cómo acabó el asunto de Ninnio?
El comisario se quedó estupefacto. ¿Qué? ¿De qué niño le estaba hablando?
—Mire, señor jefe superior, yo de ese niño no…
—¡Por el amor de Dios, Montalbano! ¡Qué niño ni qué niño! ¡Giulio Ninnio tiene por lo menos sesenta años! Escúcheme con atención y considere mis palabras como un ultimátum: exijo una exhaustiva respuesta por escrito para mañana por la mañana.
El comisario colgó. Seguramente el expediente de aquel Giulio Ninnio, del cual no conseguía recordar absolutamente nada, estaría enterrado en la montaña de papeles que tenía delante. ¿Tendría el valor de meterle mano? Alargó despacio un brazo y agarró la carpeta que había encima de las demás con una rápida sacudida final, tal como se hace para agarrar un animal venenoso que puede morderte. La abrió y se quedó de una pieza. Era justo el expediente de Giulio Ninnio. Montalbano experimentó el impulso de arrojarse al suelo y darle las gracias a san Antonio, que con toda seguridad le había hecho el milagro. Abrió la carpeta y empezó a leer. A Ninnio le habían incendiado su tienda de tejidos. Los bomberos establecieron que se trataba de un incendio intencionado. Ninnio declaró que le habían quemado el negocio por no haber querido pagar el llamado
pizzo
, es decir, el impuesto pagado por los comerciantes a una organización mafiosa. En cambio, la policía pensaba que el que había prendido fuego a la tienda era el propio Ninnio para cobrar el seguro. Pero allí había algo que no encajaba. Giulio Ninnio había nacido en Licata, vivía en Licata, y su tienda estaba ubicada en la calle principal de Licata. Pues entonces, ¿por qué no se dirigían a la comisaría de Licata en lugar de a la suya? La respuesta era muy sencilla: porque los de la Jefatura Superior de Montelusa se habían confundido entre Licata y Vigàta. Montalbano cogió el bolígrafo y escribió en un papel con membrete: «Ilustre señor Jefe Superior, no siendo Vigàta Licata y tampoco Licata Vigàta, está claro que ha habido una errata. La orden que usted menciona no obtuvo ninguna respuesta de mi persona, no por mala fe sino por respeto a la geografía.»
Firmó y selló. La burocracia le había resucitado una lejana vena poética. Las rimas cojeaban un poco, es cierto, pero, total, Bonetti-Alderighi jamás se daría cuenta de que él le había contestado en verso. Llamó a Catarella, le entregó el expediente Ninnio y la carta, y le ordenó que lo enviara todo al jefe superior tras haberlo registrado debidamente.
Poco después de que Catarella se hubiese retirado, apareció en la puerta Mimì Augello de vuelta del vertedero. Parecía nervioso.
—Entra. ¿Habéis terminado?
—Sí. —Augello se sentó en el borde de la silla.
—¿Qué te pasa, Mimì?
—Tengo que irme corriendo a casa. Mientras venía para acá me ha llamado Beba porque Salvuzzo llora y le duele la barriga, y ella no consigue calmarlo.
—¿Le ocurre a menudo?
—Lo suficiente para tocar los cojones.
—No me parece una actitud muy paternal.
—Si tú tuvieras un hijo que da la lata como el mío, lo arrojarías por la ventana.
—Pero ¿a Beba no le convendría más llamar a un médico que a ti?
—Pues claro, pero si no me tiene a su lado no da ni un paso, no es capaz de tomar una decisión por su cuenta.
—Bueno, pues dime lo que tengas que decirme y vete a casa.
—He conseguido hablar un poco con Pasquano.
—¿Te ha dicho algo?
—Ya sabes cómo es. Cualquier asesinato se lo toma como un asunto personal. Como si lo hubieran ofendido, como si le hubieran hecho un desaire a él. Y cada año que pasa, es peor. ¡Jesús, menudo carácter tiene el tío!
Montalbano pensó que, en el fondo, comprendía muy bien a Pasquano.
—A lo mejor es que ya está hasta la coronilla de descuartizar cadáveres. Dime.
—Entre maldiciones he conseguido que me dijera que, en su opinión, a la chica no la mataron donde fue encontrada.
—Perdona un momento, pero ¿quién la encontró?
—Uno que se llama Salvatore Aricò.
—¿Y qué hacía por allí a primera hora de la mañana?
—Todos los días al amanecer ese hombre va al vertedero a buscar cosas que después arregla y revende. Me ha explicado que ahora encuentra cosas casi nuevas, apenas utilizadas.
—Mimì, ¿es que todavía no habías descubierto el consumismo?
—Aricò acababa de llegar cuando vio el cuerpo y nos llamó con el móvil. Al interrogarlo, comprendí que sólo sabía lo que nos había dicho; entonces le pedí su dirección y teléfono y dejé que se fuera, entre otras cosas porque estaba muy impresionado y no paraba de vomitar.
—Me estabas diciendo que, según Pasquano, a la chica la mataron en otro sitio.
—Exacto. Alrededor del cadáver prácticamente no había restos de sangre. Y sin embargo habría tenido que haberlos, y muchos. Además, Pasquano ha visto heridas y arañazos en el cuerpo causados al golpearse varias veces por la cuesta cuando lo arrojaron al vertedero.
—¿Esas heridas no habrían podido producirse durante una pelea anterior al homicidio?
—De momento, Pasquano lo excluye.
—Y difícilmente se equivoca. ¿En la explanada donde aparcan los coches se ha hallado sangre?
—Ni siquiera allí.
—Eso confirma la tesis de Pasquano de que la trasladaron allí cuando ya había muerto. A lo mejor, escondida en el maletero. ¿El doctor ha podido establecer cuánto tiempo llevaba muerta?
—Ahí está lo bueno. Dice que sólo podrá saberlo con seguridad después de la autopsia, pero, a ojo, cree que la mataron por lo menos veinticuatro horas antes del hallazgo.
Lo cual era bastante raro.
—Pero ¿por qué ocultarían el cadáver un día entero?
Mimì abrió los brazos.
—No sé decirte, pero eso parece. Y hay otra cosa que podría, repito, podría ser importante. El cuerpo estaba boca arriba, pero en determinado momento Pasquano le dio la vuelta.
—¿Y qué?
—En el hombro izquierdo, cerca del omóplato, lucía un tatuaje que representa una mariposa.
—Bueno, eso puede ser útil para la identificación. ¿Los de la Científica lo han fotografiado?
—Sí. Y les he dicho que nos envíen las fotografías. Pero yo no abrigo demasiadas esperanzas.
—¿Por qué?
—Salvo, tú sabes que yo, antes de casarme, cambiaba de mujer cada dos días, ¿no?
—Sí, Don Juan se moría de envidia. ¿Y bien?
—El tatuaje más habitual entre las chicas es una mariposa. Se la tatuan en todas las partes del cuerpo. Imagina que una vez descubrí una nada menos que en…
—Ahórrame los detalles —imploró el comisario—. Dale muchos saludos de mi parte a Beba y envíame a Catarella.
El cual se presentó diez minutos después.
—Disculpe,
dottori
, pero es que Cuzzaniti ha perdido un montón de tiempo en registrar el expediente. No sabía si el número que tenía que ponerle era el tris mil siticientos cinco o el tris mil siticientos seis. Después Cuzzaniti y yo hemos encontrado la solución.