Las amistades peligrosas (38 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

BOOK: Las amistades peligrosas
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Dentro de algunos momentos voy a huir de él y entristecerle. Al mismo tiempo que se creerá estar a mi lado, me hallaré muy lejos de él. A la hora en que tenía costumbre de verle todos los días, estaré en sitios a donde no ha venido jamás, y donde no debo permitir que venga. Ya están hechos todos mis preparativos; todo está delante de mis ojos, y no puedo fijarlos en nada que no me anuncie mi cruel partida. ¡Todo está pronto menos yo!… y cuanto más se niega mi corazón a la salida, tanto más prueba la necesidad de realizarla.

La realizaré sin duda; porque más vale morir que vivir culpable. Yo lo conozco, demasiado lo sé; no he salvado más que mi juicio, la virtud ha desaparecido. Es necesario confesárselo a usted, lo que me queda todavía, se lo debo a su generosidad. Embriagada del placer de verle, de oírle, de la dulzura de tenerla a mi lado, de la felicidad más grande de hacerlo feliz, estaba sin poder y sin fuerza, apenas me quedaba alguna para combatir, y no tenía ninguna para resistir; me estremecía a la vista del peligro sin poder evitarle. Pues ¡vea usted! Él conoció mi pena y se compadeció de mí. ¿A vista de esto podré no amarle? le debo más que la vida.

¡Ah! si yo temiera sólo perderla por estar a su lado, no crea usted que consintiera jamás en alejarme de él. ¿De qué me sirve la vida sin él, no sería demasiado feliz si la perdiera? Condenada a labrar eternamente su desgracia y la mía; a no atreverme ni a quejarme, ni a consolarle; a defenderme cada día de él y contra mí misma; afanarme en causar su dolor, cuando quisiera dedicar todos mis cuidados a su felicidad; vivir así, ¿no es morir mil veces? He aquí sin embargo la suerte que me espera. No obstante sabré sobrellevarla, y tendré valor para ello. ¡Oh! amiga mía, a quien he escogido por madre, reciba usted el juramento que hago de ejecutarlo. Reciba usted también el de que no la ocultaré ninguna de mis acciones; recíbalo, yo se lo suplico, y se lo pido como un socorro del que tengo necesidad: obligada así, a decírselo todo, me acostumbraré a creerme siempre delante de usted. Su virtud suplirá a la mía. Jamás consentiré en avergonzarme en su presencia, y contenida por este freno poderoso, mientras que la ame como a una amiga indulgente y confidenta de mi debilidad, la honraré también como a mi ángel tutelar que me salvará de la afrenta.

Es verdad que es menester haberla experimentado bastante, para hacer esta solicitud. ¡Fatal efecto, una orgullosa confianza! ¿Por qué no he tenido antes esa inclinación que he sentido nacer? Por qué me he lisonjeado de poderla dominar o vencer a mi antojo? ¡Insensata! ¡conocía yo muy poco el amor! ¡Ah! ¡si le hubiera combatido con más cuidado, habría quizá tomado menos imperio! ¡acaso no hubiera sido necesaria esta partida, o aun sometiéndome a dar este paso doloroso, habría podido no romper enteramente este trato, que hubiere bastado hacerlo menos frecuente! ¡Pero perderlo todo a un tiempo! ¡y para siempre jamás! ¡Oh, amiga mía!… ¡Pero, que aún ahora que escribo ésta me dejo arrastrar todavía, de mis sentimientos criminales! ¡Ah! partamos, partamos, y que estas culpas involuntarias sean expiadas por mi sacrificio.

Adiós, mi respetable amiga; quiérame usted como a su hija, adópteme por tal, y esté segura que, a pesar de mi debilidad, desearé antes morir que hacerme indigna de su elección.

De…, a 3 de octubre de 17…, a la una de la mañana.

CARTA CIII

LA SEÑORA DE ROSEMONDE A LA PRESIDENTA DE TOURVEL

Mi cara amiga, más aflicción me ha causado su partida, que sorpresa el motivo de ella. Una larga experiencia, y el interés que usted me inspira, habían bastado para ilustrarme sobre el estado de su corazón; y si es necesario hablarlo todo, nada o casi nada me ha dicho usted en su carta que yo no supiera; y de no haber estado informada por otro lado, ignoraría todavía quién es su amante, porque no hablándome más que de él en toda su carta, no le menta usted ni siquiera una vez. Yo no tenía necesidad de ello; pues sé bien quién es. Pero hago esta observación, porque me acuerdo que éste es siempre el estilo del amor. Veo que sucede hoy lo mismo que en los tiempos pasados.

Yo no creía hallarme jamás en el caso de refrescar memorias tan distantes de mí, y tan ajenas de mi edad. Con todo, desde ayer me he ocupado mucho de ellas, por el deseo de ver si hallaba algo que pudiere serle útil. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer más que admirar y compadecer a usted? Aplaudo el prudente partido que ha tomado, pero me estremece, porque infiero que lo ha juzgado necesario; y aun cuando se halla uno en ese caso es muy difícil mantenerse separada de aquel a quien nuestro corazón nos acerca sin cesar.

Sin embargo, no se desaliente usted. Nada hay imposible para su hermosa alma; y aun cuando usted tuviera un día la desgracia de sucumbir * (¡lo que Dios no permita!), créame, mi bella amiga, le quedará a lo menos el consuelo de haber combatido con todo su poder. Además, lo que no puede la prudencia humana, es muy fácil a la gracia divina, si quiere. Acaso está usted en vísperas de ser socorrida, y su virtud, probada en estos terribles combates, saldrá de ellos más pura y más brillante.

Confíe en que la fuerza que no tiene hoy, la tendrá mañana; pero no cuente sobre ella para vivir tranquila, sino para alentarse a usar de todas cuantas usted tenga.

Dejando al cuidado de la Providencia el ayudarla a usted en un peligro en que nada puedo, me reservo el sostenerla y consolarla en cuanto dependa de mí; no aliviaré sus penas, pero entraré a la parte de ellas. Sólo con este título recibiré con gusto sus confidencias.

Veo bien que su corazón tiene necesidad de ensancharse. Yo le descubro el mío, que la edad no ha podido todavía enfriar hasta el punto de ser insensible a la amistad, y que usted encontrará siempre pronto a recibirla. Esto será un ligero alivio a sus sinsabores, pero a lo menos no llorará sola; y cuando este infeliz amor, tomando demasiado imperio sobre usted la obligue a hablar, vale más que sea conmigo que con él.

Vea usted cómo adopto su lenguaje. Creo que entre nosotras dos no llegaremos a nombrarle; en lo demás ya nos entendemos. Yo no sé si he obrado bien en decirle que él había sentido vivamente su partida; quizá habría sido más prudente no haberlo nombrado; pero a mí no me gusta esta discreción que aflige a los amigos. Con todo, me veo precisada a no dilatarme más. Mi débil vista y mi trémula mano me impiden escribir cartas largas, y sobre todo cuando tengo que escribirlas por mí misma.

Adiós, pues, mi cara amiga: Adiós mi amable hija; sí, la adopto de buena gana por tal, y usted reúne todo cuanto puede engreír y lisonjear a una madre.

En la quinta de…, a 3 de octubre de 17…

CARTA CIV

LA MARQUESA DE MERTEUIL A LA SEÑORA DE VOLANGES

Mi cara y buena amiga, mucho trabajo he tenido a la verdad, para no engreírme leyendo su carta. ¡Qué! ¡Usted me honra con su entera confianza! ¡Usted va hasta pedirme consejos! ¡Ah! soy muy feliz si merezco esta opinión favorable de su parte, y no la debo únicamente a la prevención de la amistad.

En lo demás, cualquiera que sea el motivo, no es menos preciosa a mi corazón; y el haberla obtenido es a mis ojos una razón poderosa para tratar más y más de merecerla. Voy pues (mas sin pretender dar a usted un consejo) a decirle con franqueza mi modo de pensar. Desconfío de él, porque se diferencia del suyo; pero usted juzgará cuando hubiere expuesto mis razones; y si las condena, suscribo desde ahora su juicio. Tendré a lo menos la prudencia de no creerme más sabia que usted.

Con todo, si por esta sola vez hallase mi consejo preferible, será necesario atribuirle a las ilusiones del amor maternal; y puesto que éste es un juicio loable, debe encontrarse en usted. ¡En efecto, cuán bien se advierte por el partido que ha pensado tomar! Por esta razón, si sucediera que usted errase alguna vez, no sería nunca en la elección de las virtudes.

A mí me parece que la prudencia es preferible, cuando se dispone de la suerte de los demás, y, especialmente cuando se trata de fijarla como un lazo indisoluble y sagrado, como es el del matrimonio. Entonces es cuando una madre, igualmente prudente y tierna, debe, como usted dice muy bien, ayudar a su hija cola la experiencia. Ahora bien, yo le pregunto: ¿qué hay que hacer para conseguirlo sino distinguir entre lo que agrada y lo que conviene?

¿No sería pues envilecer la autoridad materna, no sería aniquilarla, el sujetarla a un gusto frívolo, cuyo ilusorio poder sólo hace impresión sobre los que le temen, y desaparece luego que se le desprecia? Por lo que a mí toca, lo confieso, jamás he dado crédito a estas pasiones seductoras e irresistibles que, según el sentir de todos, parece que excusan generalmente nuestros desórdenes. No puedo concebir cómo una inclinación, que en un momento nace y en otro perece, pueda tener más fuerza que los principios inalterables del pudor, de la honestidad y de la modestia, y no comprendo tampoco, cómo una mujer que los ha ultrajado pueda ser más disculpable, que un ladrón que robase por la pasión del dinero o un asesino por la de la venganza.

¡Ay! ¿quién podrá decir que no ha tenido pasiones que combatir? Pero yo he estado siempre en la persuasión que, para resistir, basta querer, y esta opinión la he confirmado con mi experiencia. ¿qué sería de la virtud sin las obligaciones que prescribe? Su culto está en nuestros sacrificios, y su recompensa en nuestros corazones. Estas verdades no pueden negarse, sino por aquellos que tiene interés en desconocerlas, por aquellos depravados que esperan hacer ilusión por un momento, tratando de justificar su relajada conducta con malas razones. ¿Pero podrá temerse esto de una niña sencilla y tímida, de una hija de usted, y cuya educación modesta y pura no ha podido menos de fortificar su buen carácter? Con todo quiere usted sacrificar el matrimonio ventajoso, que con su prudencia le había proporcionado, a este temor que me atrevo a llamar humillante para su hija. Amo mucho a Danceny, y hace mucho tiempo, como usted sabe, que veo poco al señor Gercourt; pero mi amistad por el uno y mi indiferencia por el otro, no me impiden conocer la enorme diferencia que media entre estos dos partidos.

Convengo en que son iguales en nacimiento; pero el uno es pobre, y la fortuna del otro, aun prescindiendo de su nacimiento, podría bastar para allanarlo todo. Confieso que el dinero no hace la felicidad; pero es preciso convenir que la facilita mucho. La señorita de Volanges es, como dice usted, bastante rica para los dos: sin embargo, sesenta mil libras de renta de que va a disfrutar, no son ya tantas cuando se lleva el nombre de Danceny; cuando es necesario poner y sostener una casa correspondiente a su rango. No estamos ya en los tiempos de la señora de Sevigné. El lujo lo absorbe todo; se lo vitupera, pero es necesario imitarle, y lo superfluo acaba por privar de lo necesario.

Por lo que mira a las prendas morales, de que usted hace mucho aprecio, y con razón, nada se le puede echar en cara a Gercourt, pues tiene dadas pruebas de ello; creo, en efecto, que Danceny no le va en zaga; ¿estamos tan seguros? Es verdad que hasta ahora se le ha visto exento de los vicios de su edad, y que, a pesar del tono del día, demuestra un gusto por la buena compañía, que hace augurar favorablemente de él; mas ¿quién sabe si esta aparente conducta es efecto de una mediana fortuna? Hay siempre algún temor de ser bribón o borracho; y se puede bien amar los vicios, y temer los excesos: mas para ser jugador y libertino se necesita dinero. Finalmente, no sería el primero que anduviera con buena compañía, porque no se le proporcionaba otra.

No digo esto (¡ni Dios lo permita!) porque lo crea de él; pero siempre sería arriesgarse: ¡y qué reconvenciones no se haría usted a sí misma si el éxito no fuese feliz! ¿Qué respondería entonces a su hija, cuando le dijera: “Madre mía, yo era joven y sin experiencia: he sido seducida por un error perdonable en mi edad; pero el cielo, que había previsto mi debilidad, me había deparado una madre prudente para ocurrir a ella y defenderme. ¿Por qué, pues, olvidando su cordura, ha consentido usted en mi desgracia? Era yo acaso la que debía elegir un esposo, cuando no tenía ningún conocimiento del estado del matrimonio? Y aunque yo lo hubiera querido hacer, no tocaba a usted el oponerse a ello? Pero no he tenido jamás ese loco deseo. Dedicada a obedecerle, he esperado su elección con una respetuosa resignación; jamás me he desviado de la sumisión que le debía; y, sin embargo, sufro la pena que sólo merecen los hijos rebeldes. ¡Ay! su debilidad me ha perdido…” Quizá el respeto que le tiene haría que ahogase estas quejas; pero el amor maternal las adivinaría; y las lágrimas de su hija, por más que tratase de ocultarlas, no dejarían por esto de penetrar su corazón. ¿Adónde hallará usted entonces consuelo? ¿Será, por ventura, en ese loco amor contra el que habría debido alarmarla, y del que, por el contrario, se había usted dejado seducir?

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