Las amistades peligrosas (41 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

BOOK: Las amistades peligrosas
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Ayer todavía lo he experimentado vivamente. Entre las cartas que me han entregado había una de él. Estaban aún a dos pasos de mí, y ya la había distinguido entre las demás. Me levanté involuntariamente, temblaba, apenas podía ocultar mi emoción; y, sin embargo, este estado no dejaba de causarme algún placer. Habiéndome quedarlo sola un momento después, toda esta dulzura engañosa se desvaneció, y no me ha dejado sino un sacrificio más que hacer. ¿Podía abrir esa carta, que ansiaba, sin embargo, leer?

Por la fatalidad que me persigue, los consuelos que se me presentan no hacen, por el contrario, sino imponerme nuevas privaciones; y éstas son más crueles todavía por la idea que me formo de que el señor de Valmont entra a la parte de ellas.

He aquí, en fin, este nombre que me ocupa continuamente, y que me ha costado tanto trabajo escribir; la especie de reconvención que usted me hace acerca de él me ha alarmado verdaderamente; suplícole que crea que un aparente rubor no ha alterado mi confianza en usted; ¿y por qué temeré nombrarle? ¡Ah! me avergüenzo de mis sentimientos y no del objeto que los causa. ¡Qué otro puede haber sido más digno de inspirarlos que él! Sin embargo, no sé por qué este nombre se presenta naturalmente bajo mi pluma, y aun por esta vez he tenido necesidad de reflexionar para ponerle. Vuelvo a él. Usted me dice que le ha parecido que mi partida le ha causado una viva impresión. ¿Qué es, pues lo que ha hecho? ¿qué ha dicho? ¿Ha hablado de volver a París? Le ruego que haga lo posible para quitárselo de la cabeza. Si ha juzgado, no debe incomodarse por este paso: pero debe conocer que es un partido tomado sin remedio. Uno de mis mayores tormentos es no saber lo que piensa; tengo todavía su carta… pero usted juzga, como yo, que no debo abrirla. Usted sola, mi indulgente amiga, es la que puede hacer que no esté enteramente separada de él. No es mi ánimo abusar de su bondad. Conozco bien que sus cartas no pueden ser largas. Pero usted no rehusará dos palabras a su hija; una podrá sostener su ánimo, y otra podrá consolarla. Adiós, mi respetable amiga.

París, 5 de octubre 17…

CARTA CIX

CECILIA VOLANGES A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Muy señora mía: Hasta hoy no he entragado al señor Valmont la carta que usted se ha servido escribirme; la he guardado cuatro días, a pesar del continuo sobresalto en que estaba de que me la hallasen; pero la ocultaba con el mayor cuidado; y cuando estaba triste me encerraba para releerla. Veo bien que lo que creía fuese una desgracia, no es casi nada, y es necesario confesar que hay en ello mucho placer; de modo que ya casi no me aflijo. Sólo la idea de Danceny es la que me atormenta muchas veces: pero hay momentos en que no me acuerdo absolutamente de él. ¡Y es porque el señor Valmont es tan amable!

Hace dos días que he vuelto a hacer las amistades con él: esto me ha sido muy fácil, porque apenas hablé dos palabras, cuando me contestó que si tenía que decirle alguna cosa, vendría por la noche a mi cuarto; y yo le he respondido que de buena gana: y después, luego que vino, me ha parecido que estaba tan poco enfadado, como si no le hubiera hecho nunca nada. Sólo me ha regañado después, y esto con mucha dulzura y de un modo… así como usted, lo que me ha probado que me estima mucho.

No puedo decirle cuántas cosas graciosas me ha contado, con especialidad de mi madre, que yo no hubiera creído jamás. Usted me hará el favor de decirme si todo esto es cierto. Lo que no puede dudarse es que yo no podía tenerme de risa; y una vez di una carcajada tan grande, que tuvimos miedo de que mi madre nos hubiera oído; y si hubiese venido a ver lo que era, ¿qué hubiera sido de mí? Por de pronto, me hubiese enviado al convento.

Como es necesario obrar con prudencia, y como el mismo señor Valmont no quisiera por nada del mundo comprometerme, hemos convenido que en lo sucesivo él vendrá solo a abrir la puerta, y luego nos iremos a su cuarto. Allí no hay nada que temer. Yo estuve ayer con él, y en este momento en que le escribo espero también que venga. Ahora no creo que usted me volverá a regañar. Con todo, hay en su carta una cosa que me ha sorprendido mucho; y es lo que me dice acerca de Danceny y Valmont para cuando estuviese casada. Me parece que una vez en la ópera me dijo usted lo contrario; que una vez casada, no podía querer más que a mi marido, y que me sería necesario renunciar a Danceny. En lo demás, puede ser que lo haya entendido mal, y me alegro haberme equivocado, porque ahora no temeré ya el día de mi matrimonio. Yo lo deseo ya, pues tendré más libertad; y espero que entonces pueda manejarme de modo que no tenga que pensar más que en Danceny. Conozco que no seré verdaderamente dichosa con él, porque ahora su idea me atormenta sin cesar; y no soy feliz sino que cuando logro no pensar en él, lo que es muy difícil; y apenas me acuerdo de él me pongo triste inmediatamente.

Lo que me consuela un poco es que usted me asegura que Danceny me amará más: ¿pero está segura de esto? ¡Oh, sí; usted no querría engañarme! Sin embargo, es muy gracioso que yo ame a Danceny, y que el señor Valmont… pero, como usted dice, quizás esto será una felicidad; en fin, veremos.

No he comprendido bien lo que usted me previene sobre mi modo de escribir. Me parece que a Danceny le gustan mis cartas tales como son. Con todo, conozco que no debo decirle nada de lo que pasa con el señor Valmont; así no hay motivo para temer.

Mi madre no me ha hablado todavía nada de mi matrimonio; pero descuide usted porque cuando me hable, supuesto que es con el objeto de engañarme, yo le prometo que sabré mentir.

Adiós, querida amiga; le doy la más expresivas gracias, y le prometo que no olvidaré jamás las atenciones que tiene conmigo.

Ya es necesario que acabe ésta; pues es cerca de la una, y el señor Valmont no debe tardar.

En la quinta de… a 10 octubre 17…

CARTA CX

EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Poderoso Dios: Yo tenía un alma para el dolor; dadme otra para la felicidad. Así creo que se explica el tierno Saint-Preux. Yo, con más suerte que él, poseo a un tiempo las dos existencias. Sí, amiga mía, soy a la vez muy feliz y muy infeliz, y puesto que tengo en usted entera confianza, debo hacerle la completa relación de mis penas y de mis placeres. Sepa que mi ingrata devota se muestra siempre severa. Ya me ha devuelto hasta cuatro cartas, porque habiendo adivinado desde la primera que me devolvió, que haría lo mismo con las otras, y no queriendo perder así mi tiempo, he tomado el partido de no poner la fecha, y desde el segundo correo la misma carta es la que va y viene siempre, sin que yo haya hecho más que mudar el sobrescrito. Si mi querida acaba ordinariamente como las demás y se enternece algún día, aunque no sea más que de fatiga, guardará al fin la misiva, y entonces habrá tiempo de ponerse al corriente. Usted ve que con este nuevo género de correspondencia no puedo estar perfectamente instruido. Con todo, he descubirto que la inconstante persona ha mudado de confidenta: a lo menos me he asegurado que desde que partió de la quinta, no ha llegado ninguna carta a la señora Volanges, mientras que la anciana Rosemonde ha recibido dos; y como ésta no ha dicho a usted nada, como no habla una palabra de su bella querida, de la que hablaba antes sin cesar, he inferido de esto que con ella es con quien tiene todas sus confianzas. Yo presumo que esta revolución dimana, por una parte, de la necesidad de hablar de mí, y por otra de la vergüencilla de volver a dirigirse a la señora de Volanges, para tratar de un sentimiento que hace tiempo ha desaprobado. Teme también haber perdido en el cambio; porque cuanto más envejecen las mujeres, tanto más severas se hacen. La primera le habría dicho mil cosas malas de mí pero ésta le hablará más de amor, y a la sensible mojigata la espanta más esta pasión que la persona.

El único medio de averiguarlo es, como usted sabe, el de interceptar la comunicación clandestina. Ya he dado orden de ello a mi criado, y espero que lo ejecute de un día a otro. Hasta entonces nada puedo hacer sino a la ventura.

Por esta razón hace ocho días que estoy repasando inútilmente todos los medios conocidos, y cuantos se hallan en las novelas y memorias secretas, y hasta ahora no he encontrado uno que convenga a las circunstancias ni al carácter de la heroína. La dificultad no estará en introducirme en su casa, aun de noche, y de adormecerla y hacer de ella una nueva Clarisa; ¡pero después de dos meses de cuidados y de penas tener que recurrir a medios tan extraños! ¡seguir servilmente las huellas de los otros, y triunfar sin gloria!… No tendrá los placeres del vicio y los honores de la virtud. No es bastante para mí el poseerla, quiero que ella misma se me entregue. Ahora bien; para esto es necesario no sólo penetrar hasta donde se halle, sino llegar allá con su consentimiento, encontrarla sola y decidida a escucharme, sobre todo cerrarle los ojos sobre el peligro; porque si llega a verle, sabrá vencerlo o morir. Pero cuanto más conozco lo que conviene hacer, tanto más difícil hallo la ejecución; y aunque usted se burle de mí, no dejaré de confesarle que mi embarazo se redobla a medida que me ocupo más de ella.

Yo creo que perdería la cabeza, sin las felices distracciones que me proporciona nuestra común pupila; a ella debo el ocuparme todavía en otras cosas más que en hacer elogios.

¿Creería que esta muchachita estaba tan espantada, que han pasado tres días largos antes que su carta haya producido su efecto? ¡Vea como una idea falsa puede echar a perder el más bello carácter!

Finalmente no ha venido a verme hasta el sábado, y entonces no me dijo más que unas medias palabras, y pronunciadas en un tono tan bajo, y ahogados de tal modo por la vergüenza, que era imposible oírlas; pero yo adiviné el sentido por rubor que causaron. Hasta entonces me había mantenido con altivez; pero aplacado a la vista de un arrepentimiento tan gracioso, condescendí en ir aquella noche a ver a mi hermosa penitenta; y esta gracia de mi parte fue acogida con todo el reconocimiento debido a un beneficio tan grande.

Como quiera que no olvido jamás ni los proyectos de usted ni de los míos, he resuelto aprovecharme de esta ocasión para conocer exactamente lo que vale esta niña, y también para acelerar su educación. Pero para seguir este trabajo con más libertad, tenía necesidad de mudar el lugar de nuestra cita; porque un simple gabinete, que separa el cuarto de su pupila del de su madre, no podía inspirarle bastante seguridad para dejarla desplegarse a sus anchas. Yo me había propuesto hacer inocentemente algún ruido que pudiera causarle bastante temor para decidirla a tomar en lo sucesivo un asilo más seguro; mas ella me ha ahorrado este cuidado.

La chiquita es reidora; y para contribuir a su alegría, se me ocurrió el contarle, en los entreactos, todas las aventuras escandalosas que me venían a la cabeza, y para animarlas y fijar más su atención, las atribuía todas a su madre, a quien me complacía en engalanar así con vicios y ridiculeces.

No había yo hecho esta elocución sin motivo, porque esto alentaba mejor que cualquiera otra cosa a mi tímida discípula, y al mismo tiempo le inspiraba el más profundo desprecio por su madre. He observado hace mucho tiempo, que si este medio no es siempre conveniente para seducir a una joven, es indispensable, y aún el más eficaz, cuando se trata de depravarla; porque la que no respeta a su madre, no se respetará a sí misma; verdad moral que yo creo tan útil que me alegro mucho de poder suministrar un ejemplo en apoyo de este precepto.

Con todo, su pupila de usted, que no pensaba en moral, reventaba de risa a cada instante, y al fin estuvo un vez a pique de ser oída. No tuve trabajo en hacerla creer que había hecho un ruido horrible. Fingí un gran terror, que se apoderó también de ella. Para que se acordase mejor no permití que continuase el placer, y la dejé sola tres horas antes de lo que acostumbraba. Al separarnos quedamos convenido en que desde el día siguiente nos reuniríamos en mi cuarto. Ya la he recibido dos veces en él; y en este corto lapso la discípula se ha hecho tan diestra como su maestro. Sí, a la verdad, le he enseñado cuanto sabía, y hasta las complacencias; y sólo he exceptuado las precauciones. Ocupado así toda la noche, logro con esto dormir casi todo el día, y como la gente que hay ahora en la quinta no me llama la atención, apenas estoy una hora en el salón; y aun hoy he tomado el partido de comer en mi cuarto, del que no salgo sino para dar un paseito.

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