Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
—¡Venga, mamá! Hazme todas las preguntas que estás deseando hacerme...
—No, no...
—Que sí..., ¡sabes perfectamente que no puedes ocultarme nada! Leo en tu cara como en un libro abierto...
Joséphine soltó una risita a modo de excusa y dijo:
—Así que soy muy previsible...
—No eres Mata Hari, ¡eso seguro! Bueno... ¿Qué quieres saber?
—¿Philippe está bien? —preguntó tímidamente Joséphine.
—¿Eso es todo?
—Esto... Es que...
—Mira, escúchame bien: está bien, vive solo, es guapo, inteligente, brillante y libre como el viento..., pero deberías aprovechar el momento porque un hombre como él incita la codicia...
—Dottie...
—Ha vuelto a su casa y, en mi opinión, él no estaba enamorado en absoluto... Simplemente la ayudó en un momento en que ella le necesitaba...
—¿Te habla de mí? ¿Te pregunta algo?
—No...
—¿Eso es mala señal?
—No necesariamente... Es un hombre elegante, piensa que soy tu hija, que no haré de mensajera. Y además, ya sois lo bastante mayores para arreglároslas solos...
—Antes me enviaba flores, libros, cartas con frases enigmáticas... La última con una frase de Camus que decía: «Tener encanto es oír que te contestan sí sin haber hecho ninguna pregunta...».
—¿Y tú qué le respondiste?
—No le respondí... —confesó Joséphine.
—¿No le respondiste? —rugió Hortense—. Pero bueno... ¡Mamá! ¿Tú qué quieres? ¿Que se arrastre a tus pies con cadenas alrededor del cuello?
—Sabía que no vivía solo y...
—Si no le contestas nunca ¡seguro que acabará cansándose! Ese hombre no es un santo... ¡Eres desesperante! Puede que tengas un montón de diplomas universitarios pero en amor ¡eres un cero absoluto!
—Aún soy una principiante, Hortense, no tengo tu soltura... Me he pasado toda la vida entre libros...
—Entonces, ahora que Dottie ha levantado el campamento ¿piensas contestarle?
—No... Se me había ocurrido una cosa...
—¡Venga, me temo lo peor!
Hortense se tumbó sobre los cojines del sofá y se dispuso a escuchar un relato perfumado con agua de rosas y violetas.
—Pensé que una noche iría al pie de su ventana y que... Te vas a reír...
—¡No, venga!
—Lanzaría piedrecitas y... Él asomaría la cabeza y entonces yo le diría en voz baja soy yo, soy yo y bajaría...
—¡Menuda ridiculez!
—Sabía que dirías eso...
Joséphine bajó la cabeza. Hortense se incorporó sobre un codo.
—¿Por qué complicar las cosas cuando pueden ser fáciles? Le llamas y quedáis... ¡Estamos en la época de Internet, del speed dating y del móvil! ¡No en la de Cyrano y su balcón! ¡Para lo que le sirvió a Cyrano! Si yo fuera tú, no me fiaría...
—En la oscuridad tendría menos miedo. Y además, si él no bajara, pensaría que quizás no era porque no quería hablar conmigo sino porque no me había visto, y estaría menos triste...
—¡Ay, ay, ay! ¡Mamá! ¡A tu edad! ¡Estar todavía en ésas!
—Cuando uno está enamorado, es tonto a cualquier edad...
—No forzosamente...
—¡Mira Shirley! Se creía tan fuerte, invulnerable... Desde que conoció a Oliver, ya no da pie con bola. Da un paso adelante, un paso atrás. Me llama, me cuenta. Está muerta de miedo ante la idea de que él se vaya, muerta de miedo ante la idea de que se quede... Ya no sabe ni cómo se llama, ¡se atiborra a caramelos y batidos gigantes! Somos todas iguales, Hortense, ¡incluso tú! No lo sabes o, más bien, finges que lo ignoras. Pero ya verás... Un día, tu corazón empezará a dar vueltas y vueltas ¡y no te podrás sincerar con nadie de tanta vergüenza que te dará!
—¡Nunca! ¡Nunca! —exclamó Hortense—. Me horrorizan esas mujeres temblorosas y sumisas. Yo primero quiero triunfar, ya veremos después lo del amor...
—Pero si ya triunfas, cariño, no haces más que triunfar... ¡Tienes apenas veinte años y acabas de firmar el contrato del siglo!
—¡No exageres! ¡Sólo es Banana Republic! ¡Yo apunto mucho más alto!
—¡Pero eso ya está muy bien! ¿No te das cuenta de que vas a ganar en una semana más que yo en un mes después de años y años de estudios? ¿De que vas a poder vivir de lo que te gusta, de tu pasión? ¡Es el sueño de todo el mundo y tú lo cumples con veinte años!
—Sí..., quizás... Si lo vemos desde tu punto de vista, tienes razón... ¡pero yo quiero todavía más! ¡Y lo tendré!
—No hagas como Shirley. Ella quiso ignorar el amor y le ha caído encima de golpe. Deja espacio para los sentimientos. Aprenderás que está bien temblar por un hombre, pensar en él, que te fallen las piernas y se te humedezcan las manos...
—¡Puaj! ¡Puaj! ¡Pásame el desodorante! Oye, mamá, ¿estás segura de que eres mi madre? A veces me lo pregunto en serio...
—Si hay algo de lo que no tengo dudas, cariño, es de eso.
—Voy a tener que acostumbrarme...
Joséphine la miraba y pensaba y, sin embargo, es realmente mi hija. La quiero, me gusta que sea diferente a mí, aprendo de su ardor, aprendo de su audacia, de su tenacidad, de su furor por vivir... Y sé que, en el fondo, tiene un corazón que late, pero no quiere escucharlo.
Le tendió la mano y dijo:
—Te quiero, cariño, te quiero con todo mi corazón. Y el hecho de amarte me llena de alegría y de fuerza. He aprendido mucho gracias a ti y he aprendido mucho con nuestras diferencias...
Hortense le lanzó un cojín a la cara y declaró:
—¡Yo también te quiero, mamá, y ya vale con eso!
* * *
Un coche esperaba a Hortense en el aeropuerto JFK de Nueva York.
Un hombre con una gorra que llevaba un cartel en el que estaba escrito: «Miss Hortense Cortès. Banana Republic».
Hortense lo vio y se dijo ya era hora, este viaje ha sido un infierno... La próxima vez exigiré un asiento en primera clase. ¿Qué digo un asiento? Una fila entera...
Había llegado con dos horas de adelanto a Roissy. Había tenido que sufrir un cacheo corporal y el minucioso examen de todo su equipaje. Quitarse los zapatos, su decena de collares, su veintena de brazaletes, sus grandes pendientes de aro, su iPod. Y el lápiz de labios ¿también me lo quito?, había preguntado, harta, al hombre que la registraba. Él la había vuelto a registrar. Había estado a punto de perder el avión.
Había tenido el tiempo justo de embarcar sin pasar por el
duty-free
donde pensaba aprovisionarse de perfume Hermès, Serge Lutens y fondo Shisheido en caja azul. Se le habían roto las correas de las sandalias rosa y había entrado en la cabina cojeando.
El avión estaba lleno de niños que gritaban y se perseguían por los pasillos. Extendió una pierna para tirar a uno, que cayó entre un torrente de gritos y lágrimas. Se levantó con la nariz y la boca ensangrentadas, y la señaló con el dedo. La madre se encaró con ella y la acusó de haber querido matar a su hijo. El niño gritaba ¡mala!, ¡mala! Ella le sacó la lengua, él le clavó las uñas en la cara y ella empezó a sangrar. Se abalanzó sobre él y le dio una bofetada. Una azafata tuvo que separarlos... y desinfectar la herida.
La comida acababa de salir del congelador, y estaba helada. Pidió un picahielos para cortar la carne. Pasaron por una zona de turbulencias y le cayó una bolsa de golf en la cabeza. El hombre que estaba sentado a su lado se sintió mal y vomitó su merluza fría. Ella tuvo que cambiarse de asiento y acabó sentada al lado de un mormón que viajaba con sus tres mujeres y sus siete hijos. Una niña pequeña que la miraba fijamente le preguntó ¿cuántas mamás tienes tú? Porque yo tengo tres ¡y está muy bien! ¿Y cuántos hermanos y hermanas tienes tú, eh? Porque yo tengo seis, ¡y espero otros dos para Navidad! El profeta dijo que había que reproducirse para poblar la tierra y mejorarla... ¿Y tú qué haces para poblar la tierra y mejorarla? Yo justo acabo de degollar a mi única madre y a mi única hermana, porque no me gustan las niñas que hacen preguntas y ellas no dejaban de fastidiarme con las suyas. La niña se había puesto a llorar. ¡Había tenido que cambiar de nuevo de sitio!
Había terminado el viaje en un asiento al lado de los servicios, recibiendo codazos de la gente que hacía cola y aspirando la peste de los váteres.
Una hora de cola para pasar la aduana con una especie de sargento ladrando órdenes...
Una hora de espera para recuperar su equipaje...
Y la ceja puntillosa del aduanero americano que le preguntaba qué pretendía hacer con todas esas maletas.
—¡Confetis! ¡Voy a lanzar una nueva moda!
—Please, Miss... Be serious!
—¿En serio? Soy agente de Bin Laden y transporto armas...
Eso no le hizo ninguna gracia y la llevó hasta una cabina apartada para interrogarla sobre sus actividades, en compañía de dos compañeros con cara de presidiarios que la pegaron a la pared. Tuvo que dar el nombre de Frank Cook. Este último tuvo que parlamentar durante media hora con los presidiarios antes de que la soltaran. Aprendió que en Norteamérica no se bromea con las fuerzas del orden y tardaría en olvidarlo.
Así que se sintió aliviada al saber que la esperaban y la trataban por fin como merecía, al ver al chófer enviado por Frank Cook y su cartel.
Pidió al tipo de la gorra que le hiciese una foto delante de la limusina y se la envió a su madre para tranquilizarla.
Tumbada en el asiento de atrás, veía desfilar el extrarradio de Nueva York y pensaba que era como todos los extrarradios. Nudos de autopista en hormigón gris, casitas, jardincitos resecos, campos de béisbol rodeados de vallas, setos pelados, tipos paseando, anuncios gigantes de tampones higiénicos y bebidas gaseosas. Hacía un frío glacial en la limusina y comprendió lo que quería decir «aire acondicionado». Preguntó al chófer si estaba al corriente del calentamiento global y de la conveniencia de ahorrar. Él la miró por el retrovisor y le pidió que deletreara todas esas palabras complicadas.
Atravesaron el Lincoln Tunnel y llegaron a Manhattan.
La primera imagen que tuvo de la ciudad fue la de un niño negro, sentado en la acera, acurrucado a la sombra de un árbol. Se agarraba las delgadas piernas que sobresalían de unos pantalones cortos beige y tiritaba de calor.
Canturreó New York! New York! Y siguió sin darse cuenta ¡Gary! ¡Gary! Se detuvo, atónita. ¿Qué había dicho? Y después recuperó el control. ¡No voy a correr hasta su casa! Esperaré, esperaré a que llegue mi hora... Y no iré a pasear bajo sus ventanas, como mi madre bajo las de Philippe...
¡Eso ni hablar!
La limusina había cogido el camino de los muelles y subía bordeando el río Hudson.
Hortense intentaba adivinar la ciudad a través de los cristales tintados y supo inmediatamente que se enamoraría de ella. Escuchaba los furiosos bocinazos, recorría la cumbre de los rascacielos que se recortaban sobre el cielo azul, vio un barco de guerra en el muelle, almacenes abandonados, grúas y semáforos que se balanceaban en los cruces. La limusina parecía avanzar por la calle a contracorriente y rebotaba en los baches de la calzada.
Por fin el chófer se detuvo ante un edificio con una entrada majestuosa. Un amplio dosel blanco cubría parte de la acera. El conductor le hizo un gesto para que entrase, él se encargaría de las maletas.
Un conserje con un uniforme azul aguardaba de pie detrás de un largo mostrador de madera blanca.
Se presentó. José Luis. Ella se presentó. Hortense.
—Nice to meet you, Hortense...
—Nice to meet you, José Luis...
Tuvo la impresión de formar parte de la ciudad.
Él le indicó el número y el piso de su apartamento y le entregó un juego de llaves.
Se enamoró inmediatamente de su apartamento. Grande, luminoso, moderno. En la planta catorce. Un inmenso salón-comedor, una cocina estrecha que parecía un laboratorio y dos dormitorios amplios con un cuarto de baño cada uno.
Frank Cook sabía tratar a la gente con la que trabajaba.
El mobiliario de un hotel de lujo. Un gran sofá beige, sillones beiges, una mesa redonda de cristal y cuatro sillas rojas cubiertas de escay brillante. Las paredes eran blancas, adornadas con grabados que representaban el desembarco de los Pilgrim Fathers en la costa este, la construcción de la primera ciudad, Plymouth, escenas campestres, rezos, comidas comunitarias. No parecía que estuvieran para bromas los Pilgrim Fathers. En su mayor parte eran viejos delgados con barba blanca y expresión severa.
Un apartamento de lujo, con vistas al parque y un conjunto de rascacielos en el horizonte. Se sintió princesa de las ciudades,
prima ballerina
, Coco Chanel, y tuvo ganas de sacar sus lápices, sus cuadernos, sus colores y ponerse a trabajar. Enseguida.
Un mensaje la esperaba sobre la mesa redonda de cristal: «Espero que haya tenido un buen viaje. Pasaré a recogerla a las siete e iremos a cenar...».
Perfecto, se dijo. El tiempo de deshacer las maletas, ducharme y hacerme un café. No estaba cansada, estaba terriblemente excitada y no se estaba quieta.
Abrió la nevera y encontró un bote de
peanut butter
, una botella de zumo de naranja, una bolsa de pan de molde, dos limones y pastillitas de mantequilla
Land O’ Lakes
con una niña india que sonreía en la etiqueta. La niña india destacaba sobre una pradera verde, verde y un lago azul, azul. Tenía un aire amistoso y dulce. Dos enormes ojos negros, una pluma en la cabeza, dos trenzas negras, una cinta turquesa y un vestido de squaw muy elegante. Hortense le guiñó un ojo y dijo Nice to meet you, pequeña india. Tenía ganas de decir tonterías. Encendió la televisión. Era la hora de las noticias locales. Los periodistas hablaban en voz muy alta y no entendía nada. Escuchó todo el telediario. Era un acento curioso, el norteamericano. Un acento nasal que rompía los tímpanos. Sintió ganas de arrancarles las vegetaciones y apagó el televisor.
Frank Cook vino a buscarla a las siete en punto.
Le preguntó si necesitaba algo.
—¡Una enorme hamburguesa y una Coca-Cola! —respondió mirándole a los ojos.
La llevó a PJ Clarke’s en la esquina de la Tercera Avenida y la calle 55. El bar más antiguo de Nueva York, un edificio de una planta de ladrillo rojo construido en 1898: los mejores chilis y jugosas hamburguesas servidas en cestitas desbordantes de patatas fritas y aros de cebolla frita que sabían a caramelo. Sonaban discos antiguos en un viejo juke-box. Las chicas lucían permanentes rubias y dientes blancos, los hombres bebían vasos largos de cerveza y se remangaban la camisa. Los manteles eran de cuadritos rojos y blancos, las servilletas también, las lamparitas rojas iluminaban suavemente la sala.