Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (101 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Decidió que aquél sería su comedor.

Empezaba a las diez en punto de la mañana.

Frank Cook le había enseñado su sitio en el gran despacho paisajístico. Una gran mesa de dibujo contra la ventana, reglas, lápices, una escuadra, un compás, gomas, rotuladores de colores, acuarelas, gouache, gruesas hojas blancas, cuadernos cuadriculados. Había una decena de personas dibujando modelos que saldrían hacia el taller y aparecerían en las perchas de las tiendas. Ella no tenía otra obligación que la de idear ropa que contribuyera al éxito de la línea.

—Usted suéltese, dibuje, invente... ¡Yo haré la selección! —le dijo, tras haberle presentado a las otras chicas y chicos que, como ella, dibujaban trazos y coloreaban.

Estaba Sally, una simpática lesbiana, que se la comía con los ojos y diseñaba accesorios. Le propuso, el primer día, ir a comer con ella. Después de hacerle la compra y la limpieza. Hortense le respondió muy amablemente que no le gustaban las mujeres o, más bien, precisó, percibiendo una sombra en la mirada azul de Sally, no me gusta acostarme con mujeres, no sabría qué hacer con su cuerpo, ni por dónde agarrarlo. ¡Pero si yo haría todo!, respondió Sally, ya verás, te haré cambiar de opinión. Ella le dio amablemente las gracias y añadió que aquello no cambiaba nada entre las dos, que podrían seguir yendo a comer juntas.

—No tengo nada contra las lesbianas —añadió para atenuar su rechazo—. Y me parece que la gente debería poder casarse con hombres o mujeres según les diese la gana. El amor debería permitirlo todo. Y si alguna vez alguien se enamora de un gato callejero ¡pues vale!, debería poder casarse con él... A mí no me molestaría.

Debió de escoger mal el ejemplo, porque Sally volvió a enfurruñarse.

—Oh, ya veo —dijo—, te crees superior a mí. A la gente le gusta encontrar alguien con quien compararse para creerse superior. Eso les tranquiliza, les da importancia.

Hortense renunció a justificarse y volvió a coger sus lápices de colores.

También estaba Hiroshi, un japonés que sufría con el calor. Se pasaba el tiempo libre duchándose. No soportaba el más mínimo olor corporal. Se depilaba el torso y los hombros, y le preguntó a Hortense qué pensaba de su vello y su limpieza. Hortense declaró que le gustaba que los hombres tuvieran un ligero olor corporal. Un ligero aroma muy personal para que, cuando hundes la nariz en su cuello con los ojos cerrados, sepas inmediatamente con quién estás. Y como él la miró asqueado, añadió un olor ligero y muy limpio.

Él volvió la cabeza.

Paul, un belga albino, que comía todo el rato y hacía un ruido de roedor... Su mesa estaba cubierta de miguitas de atún, de beicon, de rodajas de tomate y de pepinillo. Siempre tenía a mano un enorme cuenco de palomitas en el que hundía las manos como si fuese a lavarse. Se cortaba los dedos con el cúter y se secaba la frente inmediatamente después, dibujando largas rayas rojas sobre su cara...

Ella decidió guardar las distancias...

Sylvana, una rumana con una larga melena negra y brillante, a la que llamaban Pocahontas. Sólo le gustaban los hombres viejos, muy viejos y amables, muy amables. ¿A quién prefieres? ¿A Robert Redford o a Clint Eastwood?, preguntaba mientras dibujaba una camiseta con perlas. ¡A ninguno de los dos!, decía Hortense. Para mí, continuaba Sylvana, el hombre ideal era Lincoln, pero está muerto...

—Si hablamos de muertos —interrumpía Sally— entonces yo escojo a la Garbo...

Julian, un moreno alto y tenebroso que escribía libros. Dudaba entre dedicarse a dibujar o a escribir y quería que Hortense leyese sus cuentos a cualquier precio.

—¿Te has acostado ya con un escritor? —decía chupando la punta del lápiz.

—Odio a las personas curiosas...

—¡Pues bien! Deberías acostarte conmigo, porque, cuando sea famoso, podrás presumir de haberme conocido, e incluso quizás de haber inspirado uno de mis relatos... ¡Hasta podrías decir que fuiste mi musa!

—¿Has publicado algo ya? —preguntaba Hortense.

—Una vez... en una revista literaria...

—¿Y ganaste dinero?

—Sí. Un poco... Pero no lo suficiente para vivir..., por eso diseño.

—Yo sólo salgo con hombres que tienen éxito —decía Hortense para poner punto final a sus preguntas—. Así que olvídame.

—Como quieras...

Al día siguiente, volvía a la carga:

—¿Tienes algún amigo? Un amigo íntimo...

Hortense repetía que odiaba que le hiciesen preguntas personales. Era como si le metiesen la mano en las bragas. Se irritaba y se negaba a responder.

—¿Quieres seguir siendo libre e independiente? —decía Julian sacando punta al lápiz.

—Sí...

—Pero eso no impide que, un día, lo sabrás...

—¿Sabré qué?

—Un día, encontrarás a un chico al que tendrás ganas de pertenecer...

—¡Gilipolleces! —decía Hortense.

—No. Encontrarás el lugar, las cosas y al chico... Todo llegará a la vez. Y te dirás, éste es mi sitio. Porque todo se colocará en orden y oirás una vocecita dentro de ti que te lo dirá...

—¿Y tú has encontrado a la chica a la que quieres pertenecer?

—No, pero sé que un día será como una evidencia. Y ese día también sabré si quiero escribir o diseñar...

Cuando se hartaba de todas esas preguntas, cuando sólo quería oír silencio en su cabeza y el ruido de Nueva York, iba a comerse una hamburguesa a PJ Clarke’s. Eso la calmaba inmediatamente. Tenía la sensación de que nada malo podría pasarle. Y también tenía la sensación de pertenecer de verdad a esa ciudad. Era un establecimiento con clase. Los camareros llevaban largos delantales blancos, pajarita, la llamaban
Honey!
, dejaban sobre la mesa la cestita de patatas diciendo
Enjoy
, añadiendo, a un lado, una ración de espinacas a la crema. Escuchaba los viejos discos del juke-box y se vaciaba la cabeza de todas esas preguntas que la incomodaban.

Zoé la llamaba.

—Y bien, ¿has visto a Gary?

—Todavía no... ¡El trabajo me sale por las orejas!

—¡Mentirosa! ¡Tienes miedo!

—No, no tengo miedo...

—Sí. Tienes miedo, si no habrías ido a verle ya... Sabes dónde vive, habrías ido a pasear bajo su ventana y habrías llamado al timbre. Tiene que haber puesto su nombre en el timbre. Gary Ward. ¡Pues bien! Pulsas en Gary Ward y ya está...

—¡Cállate, Zoé!

—Eso es que tienes miedo... Te haces la terrorista, ¡pero estás cagada de miedo!

—¿No tienes otra cosa que hacer que acosarme por teléfono?

—Da igual, es gratis. Y además estoy sola... Mis amigas están de vacaciones y me aburro...

—¿Tú no vas?

—Me voy en agosto. Voy a casa de Emma a Étretat. ¡Y veré a Gaétan porque él también estará! ¡Y mira! ¡Yo no tengo miedo!

Nicholas preguntaba:

—Y bien, ¿la has encontrado?

—¿Encontrado qué?

—La idea genial que haga que destaques del montón... Para que te den un despacho para ti sola y puedas trabajar tranquilamente...

—¡Esas cosas no existen! ¡Sólo pasan en las películas!

—Eso es que todavía no has encontrado LA cosa.

—Deja de presionarme o no la voy a encontrar nunca. Y además, aquí, no hay despacho para genios. Estamos todos juntos y trabajamos mientras charlamos. De hecho, no paran de charlar. ¡Y estoy harta!

—Confío en ti,
sweetie
. Londres te echa de menos...

Ella no echaba de menos Londres.

Le gustaba todo de aquí. El camino que hacía por las mañanas para ir al despacho. El taxi amarillo que cogía cuando hacía demasiado calor y chorreaba de sudor en el semáforo, tanteando el asfalto blando con la punta de sus merceditas Repetto. El Chrysler Building, el Citycorp, los puestos que vendían perritos y fruta en las esquinas, los saxofonistas que pedían monedas retorciéndose sobre su instrumento, los vendedores ambulantes que vendían bolsos Chanel o Gucci a cincuenta dólares, los paquistaníes que extendían sobre la acera largos fulares multicolores y los replegaban rápidamente cuando llegaba la policía.

E incluso el agua negra y caliente que supuestamente era café y que sólo sabía a agua caliente...

En el gran despacho de la calle 42, se mascaba en silencio mechones del pelo y dibujaba.

Había traído sus cuadernos de croquis de París. Había preparado trajes, vestiditos, faldas negras estrechas, jerséis cortos en trapecio que se anudaban al ombligo y jerséis trapecio largos para las que no querían enseñar el ombligo. Frank Cook se inclinaba sobre sus dibujos. Para cada ropa, haremos dos versiones, explicaba Hortense, una versión para la mujer muy delgada y otra para la que no lo es.

Él fruncía el ceño y decía ¡desarróllelo más!, ¡desarróllelo más!

—Así, cuando la mujer no muy delgada vea el modelo para mujer muy delgada, ¡comprará los dos y se pondrá a régimen! A las mujeres les encanta hacer régimen e imaginarse delgadas cuando son redondas...

Frank lo aprobaba y ponía en marcha la idea.

Ella estaba llena de ideas.

Le bastaba con caminar por las calles de Nueva York, escuchar las sirenas de las ambulancias, los gritos de los mensajeros en bici que se lanzaban sobre ella, observar los autobuses de chapa plateada, las banderas ondeando en los hoteles y los museos, los parquímetros redondeados, las fachadas de cristal de los edificios. Había en esa ciudad una energía que surgía de la tierra, se anclaba en los pies, subía por los riñones, llegaba hasta la cabeza y terminaba en un géiser de ideas.

Pensaba que nunca podría marcharse de allí.

Nueva York era su ciudad.

Volvió a pensar en lo que le dijo Julian un día, encontrarás el lugar, las cosas y al chico... Todo llegará a la vez. Y te dirás, éste es mi sitio.

Entonces ella soltaba el lápiz y pensaba en Gary.

Una noche, besó a un chico. Se llamaba José. Era una maravillosa mezcla de piel mate y brillantes ojos verdes. Llevaba trajes de lino blanco y caminaba con las manos en los bolsillos balanceando las caderas.

—Tú no caminas —le dijo Hortense—, ¡bailas la rumba!

Procedía de Puerto Rico y quería ser actor. Le contó que las mujeres de su isla hacían esfuerzos para ser lo más elegantes posible, tanto las viejas como las jóvenes, las pobres como las guapas, y cogiéndole la mano añadió que los niños llevaban lazos de colores en el pelo, que bailaban en la calle y formaban un arco iris cuando los regaban con agua.

Eso le dio a Hortense una idea para unas gafas y se lo agradeció.

Habían cenado en Broadway y subían por la Séptima Avenida.

Volvió a hablarle de su isla y de Barceloneta, donde vivía su familia. Le gustaban las oes y las aes en su boca y las sílabas que resbalaban por su garganta. Les entraron ganas de bailar y fueron a bailar.

La acompañó andando hasta su casa. Le propuso subir a ver los rascacielos.

No le gustó sentir su nariz puntiaguda contra su boca. Le echó. Fue a acostarse sin quitarse el maquillaje. Eso no le gustaba, pero estaba cansada.

Por la mañana temprano, Zoé la llamó y preguntó:

—¿Y bien, y bien? ¿Has visto a Gary?

—¡Para nada! ¡Qué pesada eres!

—¡Nanananana! ¡Tienes miedo! ¡Tienes miedo! Mi intrépida hermana retrocede ante un chico que toca el piano y habla con las ardillas...

Le colgó sin más.

Se desmaquilló con un resto de leche Mustela que había dejado una inquilina anterior. Encendió una vela perfumada que había encontrado en un estante. Abrió la puerta del frigorífico y se encontró frente a frente con la india de la mantequilla Land O’ Lakes.

—¿Y tú qué piensas de todo esto?

La pequeña india sonreía, pero no respondió.

Al día siguiente, diseñó un par de gafas psicodélicas y las bautizó «Barcelonita».

Una noche, Zoé llamó por teléfono y dijo:

—Du Guesclin ha vomitado, ¿qué hago?

—Pregúntale a mamá. Yo no soy veterinaria... ¡Deberías estar durmiendo a estas horas!

—Mamá no está... Se ha marchado a Londres, hace dos días. Me dijo que se marchaba a tirar piedrecitas... ¿No te parece que está rara desde hace algún tiempo?

—¿Estás sola en casa?

—No, está Shirley... Pero ha salido. Ha venido a pasar una semana en París con Oliver. Y, cuando mamá se marchó a Londres, se quedó para ocuparse de mí, mamá no quería dejarme sola...

—¡Ah! Shirley está...

—Sí, está muy contenta porque Gary la ha llamado... ¡Parece ser que hacía meses que no se hablaban! Así que ahora ve la vida de color rosa. ¡Qué graciosa es! ¡Comemos pizzas y helados!

—¿Shirley te alimenta a base de pizzas y helados!

—Ya te digo que está levitando. ¡Le ha dicho a Gary que estabas en Nueva York! Vas a tener que llamarle, Hortense. Porque si no, pensará que no le quieres...

—¿Puedes cortar el rollo, Zoétounette? Eres cansina, ¿sabes?

—Es que a mí me gustaría que estuvieseis juntos. Así seríamos Gaétan y Zoé, y Gary y Hortense. ¿Has visto?, nuestros dos amores tienen un nombre que empieza por G... ¿Acaso no es una señal?

—¡Cállate! ¡Cállate o te estrangulo!

—¡No puedes! ¡No puedes! ¡Y puedo decir lo que quiera! Oye, Hortense, ¿crees que mamá se ha ido a tirarle piedrecitas a Philippe?

Al día siguiente, cuando Hortense llegó al despacho, Frank Cook la esperaba. Le pidió que le siguiera. Quería dar una vuelta por las tiendas Banana Republic con ella. Que le diese su opinión sobre los escaparates, la disposición de los artículos, el ambiente en las tiendas. Hortense le siguió y montó con él en la gran limusina climatizada.

—Yo no sé nada de eso, ¿sabe?...

—Quizás, pero tiene olfato e ideas... Necesito una opinión externa. Usted ha trabajado para Harrods. Me he informado, sus escaparates eran fabulosos, había propuesto e ilustrado un concepto, el detalle, me gustaría que hiciese la misma cosa...

—Allí tuve tiempo para pensar, usted me pilla un poco de improviso...

—No le pido un informe, sino su primera impresión...

Hicieron el tour por las tiendas. Hortense le dio su opinión.

Él la llevó a tomar un café, la escuchó. Y después la volvió a llevar al despacho.

—¿Y bien? ¿Y bien? —preguntó Sylvana—. ¿Qué ha dicho?

—Nada. No ha dicho nada de nada. Me ha escuchado. Lo hemos visitado todo, yo he dicho exactamente lo que pensaba... ¡Esas tiendas están muertas! No hay vida, no hay movimiento, da la impresión de entrar en un museo. Las vendedoras son de cera y muy estiradas. Da miedo molestarlas. La ropa colgada de las perchas, los jerséis y los suéteres impecablemente expuestos, las chaquetas bien alineadas... Hay que poner vida ahí dentro, dar a la gente ganas de comprarlo todo, proponerles un conjunto completo con la locura necesaria para hacerla soñar. A las americanas les encanta que las vistan de pies a cabeza... En Europa, cada chica se crea un look; aquí, cada chica quiere elegir un uniforme para parecerse a su amiga o a su jefa. En Europa, quieres distinguirte, aquí quieres parecerte...

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