Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
—¡Qué ricos son!, ¿verdad? Juegan bien juntos...
Josiane asintió, feliz de convertirse al fin en una madre normal con un niño normal que juega a un juego normal con un niño de su edad. Hacía buen tiempo, las columnas del templete griego resplandecían de blanco vaporoso, piedra blanca calentada por un sol de invierno. Los abedules, los robles y los nogales agitaban las finas ramas que el frío no había desnudado aún. Un cedro del Líbano de copa ancha y plana se desplegaba, majestuoso, ignorando las borrascas, y el césped bien cuidado formaba amplias manchas verdes en las que la vista podía descansar.
Desabrochó un botón de su abrigo de lana para dejar escapar un suspiro de felicidad. Pronto llegaría la hora de la merienda, sacaría del bolso un paquete de galletas y un biberón de zumo de naranja. Como todas las madres. Como todas las madres, silabeaba empujando la arena blanca con la punta de sus zapatos.
Fue entonces cuando la madre de Émile añadió:
—¿Le parece bien que Marcel venga a jugar una tarde a casa con Émile? No vivimos muy lejos, nosotras aprovecharíamos para tomar el té y charlar...
Josiane sintió cómo volaba hasta el firmamento de felicidad. Flotaba, y se agarraba al rojo de los arces y al verde de la hierba para no volar de emoción. ¡Por fin, una amiga! Una madre con la que intercambiar recetas de cocina, remedios para cuando salen los dientes, las fiebres repentinas, las erupciones cutáneas, información sobre colegios, escuelas infantiles y guarderías. Ronroneó de satisfacción. Había encontrado una solución a su tormento como madre: le pediría a Junior que hiciese de bebé durante unas horas cada día, horas en las que le pasearía, le exhibiría, le limpiaría los mocos, le haría mimos y, el resto del tiempo, le dejaría estudiar todos los libros, manuales de historia y antologías matemáticas que quisiera. Al final no sería tan difícil, bastaba con que cada cual hiciese algunas concesiones.
Imaginaba largas tardes en las que su soledad no sería más que un lejano recuerdo, en las que los dos chiquillos balbucearían mientras ella se confiaba a su nueva amiga. Y, quién sabe, pensó entusiasmada, podríamos incluso organizar cenas de parejas. Y salidas. Ir al teatro, al cine. Quizás incluso jugar a la canasta. Ampliaríamos nuestras amistades. No tenemos muchos amigos Marcel y yo. Él se pasa el tiempo trabajando. ¡A su edad! Ya sería hora de que empezara a cuidarse... ¡Tiene casi sesenta y nueve años! No es razonable que no se relaje nunca y que siga trabajando como un condenado a trabajos forzados.
Junior había oído la propuesta de la madre de Émile y, rígido, en una postura poco elegante, con el trasero hacia atrás, los puños sobre las caderas, y el rostro congestionado ante la idea de las largas horas de suplicio que le esperaban, aguardaba la respuesta de Josiane, confiando en que fuese negativa. En ningún caso deseaba malgastar su tiempo con ese retrasado deformado por el pañal y que se caía casi todas las veces que intentaba apuntar al balón. Permaneció así, oscilando sobre los pies, rojo de ira, ignorando al enano que quería devolverle la pelota a toda costa y se inclinaba titubeante para continuar el juego. Cuando su madre respondió sí, sería formidable, se llevan muy bien, dio una patada tan fuerte a la pelota que se estampó contra la cabeza del pobre Émile, que cayó seco sobre la arena.
La madre se levantó gritando, recogió al niño en sus brazos, maldijo a Junior, lo llamó criminal, hipócrita perverso, asesino, aspirante a nazi y huyó alejando a Émile, todavía inerte, de su verdugo.
Ese día, Josiane recogió la pelota, la jirafa con ruedas, el paquete de galletas rellenas de chocolate, el biberón de zumo de naranja y abandonó el parque lanzando una última mirada al césped verde, al templete de piedra, al arce rojo, a los blancos senderos como si diese un último adiós a un paraíso perdido.
No dijo ni una palabra a su hijo y avanzó como una reina ultrajada.
Junior, furioso, la precedía murmurando que decididamente no podía confiar en nadie, que había aceptado el juego para complacer a su madre, pero que en ningún caso podría aceptar pasarse las tardes con un ignorante, con un inoportuno, con un tonto que ni siquiera se había dado cuenta de que molestaba. Un chico despierto hubiese comprendido que él sólo estaba allí para aparentar. No habría insistido. Habría abandonado incluso la pelota por propia voluntad, dejando a Junior en su deliciosa soledad. Sé que la vida está repleta de tontos, suspiró Junior, y que hay que acomodarse a esa penosa realidad, pero ese Émile me cae muy mal. Que me busque alguien bueno en matemáticas o que trastee con cohetes. Aprenderé las raíces cuadradas y la fuerza centrífuga. Ya supe todo eso antaño, sólo necesito refrescar la memoria.
Habían llegado cerca de su casa y rodeaban el quiosco de periódicos cuando Junior vio en el mostrador, bajo el envoltorio plástico de una revista, una brújula. Se detuvo y empezó a babear de placer. ¡Una brújula! No sabía decir por qué, pero ese objeto le parecía familiar. ¿Dónde había visto ya una brújula? ¿En un libro ilustrado? ¿Sobre la mesa de su padre? ¿O en otra vida...?
Señaló con el dedo la revista que guardaba, escondido en sus pliegues, el precioso objeto y ordenó:
—¡Quiero eso!
Josiane giró la cabeza y le hizo una señal para que avanzase.
—Quiero una brújula... Quiero saber cómo funciona.
—No te compraré nada. Te has portado fatal. Eres un niño egoísta y cruel.
—No soy ni egoísta ni cruel. Soy curioso, tengo ganas de aprender, me niego a jugar con los bebés y quiero saber cómo funciona una brújula...
Josiane lo agarró de la mano y lo arrastró hasta el portal de su edificio. Junior se resistió y, clavando sus zapatillas con velcro sobre la acera, intentó ralentizar a su madre que acabó cogiéndole bajo el brazo y empujándole hasta el ascensor, le dio dos guantazos y le soltó en su habitación encerrándolo con llave.
Junior rugió y golpeó con todas sus fuerzas:
—Odio a las mujeres. ¡Son unas coquetas estúpidas y vanidosas que sólo piensan en su propio placer y se sirven de los hombres! Cuando sea mayor, seré homosexual...
Josiane se tapó los oídos y se fue a llorar a la cocina.
Lloró mucho, durante mucho rato, lloró su sueño perdido de madre feliz. Se consoló diciéndose que todas las madres deseaban un niño perfecto, un niño hecho según su imagen ideal, y que el Cielo les enviaba uno con el que había que entenderse. Si tenías suerte, recibías un pequeño Émile; si no, era mejor adaptarse.
Fue a liberar a su hijo y abrió la puerta de la habitación.
Estaba tumbado sobre la moqueta con la ropa arrugada. Había gritado tanto, vociferado tanto, golpeado tanto la puerta que había acabado derrumbándose de cansancio, y dormía como duermen los valientes tras haber luchado durante tres días y tres noches, con sus rizos rojizos revueltos y el cuello, las mejillas y el pecho enrojecidos. De su boca de encías irritadas se escapaba un débil ronquido. Un Hércules derribado que yacía en el suelo, febril y rojo de cólera.
Se inclinó junto a él. Le miró dormir. Pensó que cuando dormía era un bebé, es mi bebé, me pertenece. Le contempló largo tiempo, le levantó, le colocó entre sus piernas como una mona que despioja a su cría, le acunó canturreando
mamá, ¿los barquitos que van por el agua tienen piernas? Pues claro, tontorrón, si no, no podrían caminar...
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Junior abrió un ojo y manifestó que esa cancioncita era una idiotez.
—La que es tontorrona es la madre y no el niño —protestó, medio dormido—. ¡Los barcos no tienen piernas!
—Duerme, mi niño, duerme... Aquí está tu mamá que te quiere y te protege...
Él gruñó de felicidad, hundió la cabeza y los puños en el vientre de su madre que le recibió con lágrimas en los ojos, lo envolvió entre sus brazos y continuó canturreando en la oscuridad de la habitación.
—Mamá...
Josiane se estremeció ante ese dulce nombre y le abrazó más.
—Mamá, ¿sabes por qué La Bruyère escribió
Los caracteres
?
—No, mi niño querido, pero tú me lo vas a decir...
Él permaneció sumergido en su regazo y explicó en voz baja:
—Pues bien, mira, él quería mucho a una muchachita cuyo padre era impresor y se llamaba Michallet. La quería con un amor puro. Ella llenaba su alma de belleza. Un día, se preguntó qué matrimonio darían a esa pequeña, pues no tenía dote. Entonces, fue a ver al padre, el señor Michallet, y le dio el manuscrito de
Los caracteres
en el que había trabajado varios años. Le dijo: «Tenga, buen hombre, imprima pues esto, y si obtiene de ello algún beneficio, lo invertirá en su hija y eso será su dote». Lo cual hizo Michallet y así fue como la señorita Michallet tuvo una buena boda... ¿No es admirable, mamá?
—Sí, mi niño, es admirable. Cuéntame más cosas de La Bruyère. Parece un tío majo...
—Sobre todo hay que leerlo, ¿sabes?... Cuando sepa leer correctamente, te lo leeré. No tendremos que ir al parque, nos quedaremos juntos los dos y yo te llenaré la cabeza de cosas bonitas... Porque quiero aprender griego y latín para leer los originales de Sófocles y Cicerón.
Frunció el ceño, pareció reflexionar y añadió:
—Mamá, ¿por qué esa ira hace un rato? ¿No te has dado cuenta de que ese chiquillo, Émile, era torpe y estúpido?
Josiane cogió un rizo pelirrojo entre sus dedos y lo hizo deslizar de un dedo al otro como quien maneja el hilo en un telar.
—Me gustaría tanto que fueses como los demás, como todos los niños de tu edad... No quiero un genio, quiero un bebé de dos años.
Junior permaneció silencioso un momento y después dijo:
—No lo entiendo. Te evito tantas preocupaciones educándome yo mismo... Creía que estarías orgullosa de mí. Me apenas, ¿sabes?, al no aceptarme como soy... No ves en mí más que mi diferencia, pero ¿no comprendes también hasta qué punto te quiero, y todos los esfuerzos que hago para complacerte? No por el hecho de ser diferente debes guardarme tanto rencor...
Josiane estalló en sollozos y los ahogó con besos mojados en lágrimas.
—Lo siento, mi niño, lo siento... Intentemos encontrar momentos como éste, los dos, momentos en los que damos rienda suelta al corazón, en los que tengo la impresión de que eres mío, y te prometo que dejaré de imponerte a ningún estúpido Émile.
Él le preguntó bostezando ¿me lo prometes? Ella respondió te lo prometo y él se dejó caer como un peso muerto en un sueño profundo.
Por la noche, cuando Marcel Grobz ya se colaba entre las sábanas, buscando con sus dedos regordetes cubiertos de vello pelirrojo el cuerpo suave de su mujer, Josiane le rechazó y le dijo:
—Tenemos que hablar...
—¿De qué? —preguntó con una mueca de disgusto.
Había estado esperando durante todo el día el instante mágico en el que se posaría sobre el cuerpo de Josiane y la penetraría lenta, enérgicamente, murmurándole al oído todas las palabras dulces que había acumulado entre papeles que firmar, una boca de incendios que reparar, un proveedor chino y un fabricante de muebles de cocina que se negaba a bajar el margen.
—De tu hijo. Le he sorprendido esta mañana leyendo
Los caracteres
de La Bruyère.
—¡Ése es mi niño! ¡Cómo le quiero! ¡Qué orgulloso estoy de él! ¡Mi hijo, carne de mi carne, mi soberano pontífice!
—¡Y eso no es todo! Después de haberme contado la historia de La Bruyère, sacó la conclusión de que quería aprender griego y latín para leer a los clásicos en versión original...
Marcel Grobz expresaba su entusiasmo rascándose el vientre.
—¡Normal! Es mi hijo. Si me hubiesen animado así, aunque fuese un poco, también yo habría aprendido latín, griego, letras clásicas e hipotenusas.
—¡Pamplinas! Tú eras un niño normal, yo era una niña normal ¡y hemos fabricado un monstruo!
—Que no, que no... Mira, Bomboncito, a nosotros nos educaron a guantazos, nos tomaron por un par de piltrafas y ahora nos encontramos con un pequeño genio... ¿No es maravillosa la vida?
—Excepto que Gladys, ya sabes, nuestra última asistenta...
Marcel se quedó pensando. De un tiempo a esta parte, había asistido a un desfile de asistentas. Ninguna se quedaba. Y sin embargo, la paga era generosa y las condiciones de trabajo cómodas. Josiane era una señora respetuosa a la que no se le caían los anillos por hundir los dedos en lejía, y despreciaba a todo aquel que osara hablar de su «chacha». Porque ella misma había sido una chacha durante mucho tiempo.
—¡Ha hecho las maletas! ¿Y sabes por qué?
Marcel hacía un esfuerzo por contener la risa.
—No —consiguió decir al borde de la congestión.
—Por culpa de Junior. Quería que ella le leyese ¡y ella quería ordenar la casa!
—Pues es menos cansado leer obras clásicas que dar lustre al excusado...
—¡Ahora te pones a hablar como él! Cuando te conocí decías «meadero» como todo el mundo...
—Es que... Bomboncito, leo todas las noches y, forzosamente, eso influye... Entiendo al chiquillo, es insaciable, es curioso, quiere aprender, no quiere aburrirse cuando le hablan. Hay que dedicar el tiempo a enseñarle. Además de su mamá, tienes que convertirte en Pico de la Mirandola.
—¿Y quién es ése? ¿Uno de tus amigotes?
Marcel se echó a reír y la acurrucó entre sus brazos.
—Deja de exprimirte el cerebro, gatita mía. Somos muy felices los tres y tú estás metiendo la desgracia en casa con tus preguntas...
Josiane murmuró algo incomprensible y Marcel aprovechó para deslizar la mano sobre su seno.
—¿No crees que se pone muy rojo? —prosiguió Josiane rechazándolo—. Parece eternamente enfadado... Se pone rojo de rabia. Me da miedo... Me da miedo también no poder estar a su altura, tengo miedo de que me desprecie. ¡Yo no he estudiado en la ENA!
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¡No salgo de la Escuela Nacional de Admiración!
—¡Pero si a Junior le da igual, está por encima de todo eso! ¿Sabes qué vamos a hacer, Bomboncito! Vamos a contratar a un preceptor sólo para él. Este niño no necesita una niñera, este niño necesita que le alimenten a cucharaditas de saber fresco, que le enseñen la superficie de la Tierra, griego y latín, por qué gira el planeta y por qué es redondo y por qué no acaba enloquecido en la infinidad del espacio. Él exige que le enseñen cómo se utiliza una regla, un compás, la regla de tres y las raíces cuadradas...
—Y además, ¿por qué se llaman raíces cuadradas? No son raíces ni cuadradas. No, gordito, con un preceptor me sentiré aún más abandonada. Aún más lerda...