Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (11 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Estaban comiéndose la pasta cuando llamaron a la puerta.

Era Iphigénie.

Se sentó sin aliento en la silla que le ofreció Joséphine y se alisó el pelo con la palma de la mano, un gesto inútil, porque inmediatamente volvió a rizarse en unos remolinos rojos y azul marino. Iphigénie cambiaba a menudo de color de pelo y, en los últimos tiempos, probaba tintes cada vez más audaces.

—No me quedaré mucho rato, señora Cortès. He dejado a los niños solos en la portería y ustedes están comiendo..., pero tengo que decírselo sin falta... He recibido una carta del administrador. ¡Quiere quitarme la portería!

—¿Y eso? ¡No tiene ningún derecho! Pásame la sal, Zoé, por favor...

—¿Cómo? ¿No tiene suficiente sal? Pues si lo he hecho todo como Giuseppe me había dicho...

Iphigénie se estaba impacientando.

—Que sí, señora Cortès, tiene todo el derecho del mundo. Mi portería provoca envidias desde que usted me la reformó completamente, y hay una que la quiere. Lo sé, he preguntado por ahí y me he informado. Parece ser que tiene más clase que yo, que lleva rebeca y blusa a juego y un collar de perlas blancas, y que en el edificio hay gente que se queja de que yo no soy lo suficientemente fina. ¿Qué es lo que quieren? ¿Que hable griego y latín y dé clases particulares? Sinceramente, señora Cortès... ¿Acaso se le pide a una portera que sea descendiente directa de la costilla de Júpiter?

Meneó la cabeza y subrayó su desaprobación haciendo un ruidito de trompeta atascada con los labios.

—¿Sabe usted de dónde proceden esos ataques, Iphigénie?

—¡De todo el mundo, señora Cortès! Son todos unos estirados... El otro día estaba jugando con los niños, me había disfrazado de Obélix con dos almohadas en las bragas y una cacerola en la cabeza, cuando la señora Pinarelli llamó a la puerta. Eran las nueve de la noche, ¡digo yo que lo que haga a las nueve de la noche es asunto mío! Abrí la puerta y a punto estuvo de tragarse su lengua de víbora. Me dijo ¡me deja usted sin palabras con este espectáculo, Iphigénie! ¿Acaso yo la llamo Éliane? ¡La llamo señora Pinarelli! ¡Y no le pregunto si es normal que su hijo de más de cincuenta años viva todavía en su casa!

—Bueno, voy a llamar al administrador... mañana, se lo prometo...

—Le voy a decir otra cosa, señora Cortès, del administrador... Estoy convencida de que...

E hizo un gesto muy elocuente.

—Que está liado... —tradujo Joséphine—. ¿Con quién?

—Con la que quiere quitarme la portería. ¡Estoy segura! Se me ha encendido una bombilla. Y me dice que estoy en peligro y que aquí molesto.

—Veré qué puedo hacer, Iphigénie, y la tendré al corriente, se lo prometo.

—Con usted tendrá que andarse con pies de plomo, señora Cortès. Tendrá que escucharla. Primero, porque es usted una personalidad, y luego, después de lo que le pasó a su hermana —repitió su ruidito de trompeta atascada—, tendrá que moderarse.

—¿Ha hablado con el señor Sandoz? —preguntó Zoé, que quería casar al señor Sandoz con Iphigénie.

El señor Sandoz suspiraba en vano y le daba pena. Solía cruzárselo en la entrada. O en la portería. Digno y triste enfundado en su impermeable blanco lloviese o no. Tenía un aspecto un poco gris. Ese hombre, pensaba Zoé, parece una chimenea apagada. Sólo haría falta una cerilla para encenderla de nuevo. Él se quedaba allí, de perfil, un poco encorvado, como si quisiera hacerse transparente, invisible.

—No. ¿Por qué iba a contárselo? ¡Qué ocurrencia más rara!

—Pues no sé. Dos tienen más fuerza que uno... y además, ya sabe, ¡ha vivido mucho! Me ha contado cosas de su vida. Cosas de antes de que le pasara todo aquello que estuvo a punto de matarle...

—Ah —dijo Iphigénie, a quien no interesaba en absoluto lo que estaba contando Zoé.

—Además, trabajó en el cine. Puede hablarle de un montón de actores famosos. Conoció a muchos... Empezó muy joven a trabajar en rodajes, ¡había muchísimos en aquella época en París! Trabajaba de meritorio. Puede que todavía tenga contactos.

—Yo no soy vedette, soy portera. ¡Él no sabe nada del mundo de las porteras!

—Nunca se sabe... —suspiró Zoé con aire de misterio.

—Siempre me las he arreglado sola, ¡no voy a emparejarme ahora para hacer frente a la adversidad! —exclamó Iphigénie—. Y además, ¿saben qué? Me mintió sobre su edad. La otra tarde se le cayeron los papeles del bolsillo del cinturón, yo los recogí y eché un vistazo a su carné de identidad. ¡Pues bien! ¡Se ha quitado cinco años! No tiene los sesenta que dice ¡sino sesenta y cinco! Si calculo bien... Quiere hacerse el joven y el interesante. De hecho, los tíos no traen más que problemas, créeme, mi querida Zoé. Huye de ellos, si tienes una pizca de sentido común...

—Cuando uno comparte, está menos triste... —protestó Zoé, pensando en la chimenea apagada del señor Sandoz.

Iphigénie se levantó, recogió un lápiz de labios y los caramelos que se le habían caído del bolsillo y se marchó haciendo su ruidito de trompeta y repitiendo enamorarse, enamorarse, ¡como si fuera ésa la solución!

Joséphine y Zoé oyeron cómo cerraba la puerta.

—Hete aquí de nuevo transformada en hermanita de los pobres —sonrió Zoé.

—La hermanita de los pobres se cae de sueño y pensará en todo eso mañana. ¿A qué hora tienes que levantarte?

* * *

Josiane entró en el salón donde estaba su hijo, Junior. Volvía del Monoprix y arrastraba un carrito lleno de fruta fresca, pescados con el vientre lustroso, verduras verde clorofila, frutas de temporada, cordero lechal, rollos de papel de cocina, productos de limpieza, botellas de agua mineral y de zumo de naranja.

Se quedó quieta y observó a su hijo con expresión abatida. Estaba sentado en un sillón con un libro sobre las rodillas. Vestido como un colegial inglés: pantalón de franela gris, chaqueta blazer azul marino, camisa blanca, corbata a rayas verdes y azules, y zapatillas de deporte negras. Un señorito. Leía, y apenas levantó los ojos cuando entró ella.

—Junior...

—Sí, madre...

—¿Dónde está Gladys?

Gladys era la última empleada de hogar que habían contratado. Una joven procedente de la isla de Mauricio, alta y esbelta, que pasaba el trapo sobre los muebles mientras contoneaba las caderas al ritmo del CD que ponía en la cadena de alta fidelidad. Una asistenta lenta y despreocupada cuyo mérito era que le gustaban los niños. Y amaba a Dios. Había empezado a leerle la Biblia a Junior y le daba un cachetito en los dedos cuando mencionaba a Jesusito. ¡Se dice Gran Jesús! Jesús es grande, Jesús es Dios, Jesús es tu Dios y debes cantarle todos los días. ¡Aleluya! Dios es nuestro pastor, nos conduce hasta los verdes prados de la felicidad. Junior estaba subyugado por la verborrea de Gladys y Josiane aliviada de haber encontrado por fin una niñera que él parecía aceptar.

—Se ha ido...

—¿Cómo que «se ha ido»? ¿Se ha ido de compras, se ha ido a echar una carta, se ha ido a comprar un Lego...?

Al oír la palabra «Lego» Junior se encogió de hombros.

—¿Un Lego para quién? ¿Todavía juegas con el Lego a tu edad?

—¡JUNIOR! —gritó Josiane—. ¡Ya basta! Ya estoy harta de... de...

—Burlas. Sí, tienes razón, madre, he sido irrespetuoso... Te ruego que me disculpes.

—¡Y DEJA DE LLAMARME MADRE! Soy tu mamá, no tu madre...

Junior había vuelto a la lectura de su libro y Josiane se dejó caer frente a él sobre un puf de cuero negro, con las manos unidas, y moviéndolas como si fuera un incensario intentando comprender. ¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios! ¿Pero que Te he hecho yo para que me envíes a este... este...? No encontraba palabras para calificar a Junior. Hizo un esfuerzo, se calmó y preguntó:

—¿Adónde ha ido Gladys?

—Ha presentado su dimisión. Ya no me soporta más. Se queja de que no puede limpiar la casa y leerme
Los caracteres
de La Bruyère al mismo tiempo. Se queja además de que ése es el libro de un muerto, de un cadáver, y que no hay que molestar a los muertos. Hemos tenido una fuerte discusión a ese propósito.

—Se ha ido... —repitió Josiane hundiéndose en el puf—. ¡Pero no es posible, Junior! Es la sexta en seis meses.

—Cifra redonda. Remarcable. Así que tenemos empleadas mensuales.

—Pero ¿qué le has hecho? Parecía que se había acostumbrado...

—Es ese viejo La Bruyère el que le produce dentera. Se queja de que no entiende nada, argumenta que no escribe en francés. Que los gusanos bulliciosos de su cadáver vienen a burlarse de nosotros. Me ha pedido que vuelva a poner los pies en la tierra, en mi época, y entonces, para complacerla y para mantenerla ocupada, le he sugerido que me buscara un par de mocasines de mi talla porque estas zapatillas con velcro no pegan nada con mi indumentaria. Ella ha respondido argumentando que eso no era posible y, como yo insistía, se ha dejado llevar por la rabia y ha tirado la toalla. Desde entonces estoy intentando aprender a leer solo y creo que lo voy a conseguir. Asociando sonidos y sílabas, trabajando por binomios, no es tan complicado...

—¡Ay Dios! ¡Ay Dios! —se lamentó Josiane—, ¿qué vamos a hacer contigo? Pero ¿tú te das cuenta? ¡Tienes dos años, Junior! ¡No catorce!

—No tienes más que contar los años como para los cánidos, multiplicas mi edad por siete y tengo catorce... Después de todo, valgo tanto como un perro.

Ante la expresión de perplejidad de su madre, añadió lleno de compasión:

—No te preocupes, madre querida, sabré arreglármelas en la vida, no tengo ninguna duda... ¿Qué has comprado? Me llegan aromas de verdura fresca y jugoso mango.

Josiane no le escuchaba. Rumiaba para sí misma. Durante años he querido tener un hijo, durante meses y meses he esperado, desesperado, he consultado a especialistas, y el día en que supe que por fin, por fin... estaba esperando un hijo, ese día fue el más feliz de mi vida...

Recordaba cómo había atravesado el patio de la empresa de Marcel para reunirse con Ginette, su amiga, y anunciarle el feliz acontecimiento, cómo había tenido miedo de que se rompiese el huevo en su vientre al torcerse un tobillo y caer sobre la acera, cómo Marcel y ella se habían recogido, arrodillados ante el Niño Jesús... Ella soñaba con ese bebé, soñaba con vestirle con peleles azules, con besar sus manitas regordetas, con verle dar sus primeros pasos, verle esbozar las primeras letras, descifrar sus primeras palabras, soñaba con recibir tarjetas del día de la Madre llenas de frases de caligrafía retorcida, completamente inclinada, frases cuya torpeza te llena de felicidad, frases balbuceantes con palabras salpicadas de lápices de colores: «Felicidades, mamá»...

Soñaba.

Soñaba también con llevarle al parque Monceau, con atarle una jirafa con ruedas a la muñeca y mirarle pasear su jirafa por los senderos de grava blanca, bajo el gran arce rojo. Soñaba con ver su cara cubierta del chocolate de las galletas y soñaba con limpiarle la boca gruñendo pero cómo te has puesto, angelito mío, estrechándolo contra sí, tan feliz, tan feliz de darle calor en su seno y acunarle mientras gruñía, porque no sabía acunar sin gruñir. Soñaba con llevarle a su primer colegio, dejarlo con un suspiro en manos de la maestra, mirarlo detrás del cristal y hacerle una señal con la mano, todo irá bien, todo irá bien, tan preocupada como él, que habría llorado al verla alejarse, soñaba con enseñarle a colorear, a columpiarse, a tirar pan a los patos, a cantar estúpidas canciones infantiles, la jirafa Rafaela tiene gafas de su abuela, y se habrían reído porque él no conseguiría pronunciar la palabra jirafa.

Soñaba...

Soñaba con hacer las cosas una a una, lenta, suavemente, crecer con él sosteniéndole la mano, acompañándole por el largo camino de la vida...

Soñaba con tener un niño como todos los niños del mundo.

Y resultaba que tenía un superdotado que, a los dos años, quería aprender a leer descifrando
Los caracteres
de La Bruyère. Y hablando de eso, ¿qué es un binomio?

Levantó la vista hacia su hijo y le observó. Había cerrado el libro y la contemplaba con expresión bondadosa. Suspiró, ¡ay, Junior!, acariciando las hojas de los puerros que sobresalían del carrito.

—Vamos a decir sin rodeos algo triste y doloroso para ti, querida madre, yo no soy un niño al uso y, en ese contexto, me niego a comportarme como esos cretinos con los que me obligas a relacionarme en el parque... Pobres mocosos que se caen sobre el trasero y que berrean cuando les quitan el chupete.

—Pero ¿no podrías hacer un esfuerzo e intentar comportarte como todos los niños de tu edad, al menos cuando estamos en público?

—¿Te avergüenzas de mí? —preguntó Junior enrojeciendo.

—No..., no me avergüenzo, me siento incómoda... Me gustaría ser como las demás mamás y tú no haces nada para ayudarme. Cuando salimos el otro día le gritaste ¡hola, porterita! a la conserje, que a punto estuvo de tragarse la dentadura postiza.

Junior se echó a reír y se rascó el costado.

—No me gusta esa mujer, se me queda mirando de una forma que me disgusta...

—Sí, pero yo tuve que decirle que había oído mal y que habías balbuceado mamita. Te miró extrañada y me dijo que eras muy precavido para tu edad...

—Querría decir precoz, supongo.

—Es posible, Junior... Eso no quita para que si me quisieses, ¡intentaras comportarte de forma que mi vida no fuera un continuo escalofrío de angustia al pensar en tu próxima ocurrencia!

Junior prometió hacer un esfuerzo.

Y Josiane soltó un suspiro de impotencia.

Ese día, fueron al parque Monceau. Junior había aceptado vestirse como le había propuesto su madre, una ropa perfectamente adaptada a su edad, peto y un anorak calentito, pero se había negado a ir en la sillita. Caminaba con cuidado, dando grandes zancadas para desarrollar los abductores y el plantar delgado. Así llamaba a los músculos de sus pantorrillas.

Su entrada en el parque se efectuó con normalidad. Franquearon la sólida verja negra cogidos de la mano y sonriendo tontamente. Josiane se sentó en un banco y le tendió a Junior una pelota. Él la aceptó sin protestar, dejó caer la pelota que botó hasta otro niño de su edad. Se llamaba Émile y Josiane le veía a menudo junto a su madre, una mujer encantadora que le dedicaba grandes sonrisas y con quien confiaba en entablar amistad.

Los dos niños jugaron juntos un rato, pero Junior jugaba..., ¿cómo decirlo?..., con cierta pasividad. Se veía perfectamente que estaba conteniendo su impaciencia. Enviaba la pelota a Émile que, la mitad de las veces, tropezaba al querer pararla y se levantaba con dificultad. ¡Qué torpe!, soltó Junior entre dientes. La madre de Émile no lo oyó. Miraba a los dos niños con ojos llenos de ternura.

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