Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (3 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Charlotte Bradsburry intentó levantarse pero no lo consiguió. En cada intento terminaba volviendo a caer pesadamente sobre la cama, y acabó derrumbándose con todo su peso.

—Le digo que hay alguien aquí debajo... Oigo voces.

—Vamos, deme la mano para que pueda sacarla de ahí y llevarla a su casa.

Charlotte Bradsburry farfulló algo que ni Hortense ni Gary comprendieron y les oyeron marcharse, la una tambaleándose, el otro sosteniéndola.

Después Gary se inclinó hacia Hortense y la miró sin decir nada. Sus ojos castaños parecían habitados por un sueño primitivo, iluminados por un brillo salvaje. Sería tan agradable vivir escondidos debajo de los abrigos..., comeríamos cookies y beberíamos café con una pajita larga, nunca más nos veríamos obligados a ponernos de pie y a correr de aquí para allá como el conejo de
Alicia en el país de las maravillas
. Nunca pude tragar a ese conejo en perpetua erección ni su reloj. Me gustaría pasar la vida escuchando a Glenn Gould y besando a Hortense Cortès, acariciando el pelo de Hortense Cortès, respirando cada poro de la piel de Hortense Cortès, inventando acordes para ella, mi-fa-sol-la-si-do, y cantándoselos muy cerca del oído.

Me gustaría, me gustaría...

Cerró los ojos y besó a Hortense Cortès.

¡Así que eso era un beso!, se extrañó Hortense Cortès. Esa quemadura suave que te da ganas de abalanzarte sobre el otro, de aspirarlo, de lamerlo, de tumbarlo, de fundirte en él, de desaparecer...

De disolverse en un lago profundo, de dejar flotar su boca, sus labios, su pelo, su nuca...

Perder la memoria.

Convertirse en bola de caramelo, dejarse probar con la punta de la lengua.

Y probar al otro inventando la sal y las especias, el ámbar y el comino, el cuero y el sándalo.

Así que era eso...

Hasta entonces no había besado más que a chicos que la dejaban indiferente. Besaba útil, besaba mundano, besaba mientras apartaba un mechón de pelo rebelde y miraba por encima del hombro de su compañero. Besaba con total lucidez, indignándose por un golpe con los dientes, por una lengua caníbal, por una saliva babosa. También era posible que besase por dejadez, por jugar, porque llovía fuera o las ventanas estaban hechas de cristalitos que no había terminado de contar. O, un recuerdo que la incomodaba, para obtener de un hombre un bolso Prada o un top Chloé. Prefería olvidarlo. Fue hace mucho tiempo. No era más que una niña y él se llamaba Chaval.
[4]
¡Qué hombre más grosero y brutal!

Volvió a la boca de Gary y suspiró.

Así que un beso puede proporcionar placer...

Un placer que se infiltra en el cuerpo, lanza pequeñas llamaradas, provoca mil estremecimientos en lugares que ella nunca hubiese sospechado que fuesen inflamables.

Hasta debajo de los dientes...

El placer... ¡Qué delicia!

Y enseguida notó que debía desconfiar del placer.

Más tarde salieron a pasear en la oscuridad.

Por las calles blancas de los barrios ricos mientras se dirigían hacia Hyde Park. Calles en las que las escalinatas de las entradas se ordenan en círculos perfectos.

Hacia el piso de Gary.

Caminaban en silencio, cogidos de la mano. O más bien balanceando los brazos y las piernas en un mismo impulso, una misma cadencia, avanzando un pie izquierdo con el pie izquierdo del otro, un pie derecho con el pie derecho del otro. Con la seriedad y la concentración de un
horse guard
con gorro de piel de Su Graciosa Majestad. Hortense recordaba ese juego: no cambiar de pie, no perder la cadencia. Tenía cinco años y caminaba de la mano de su madre de vuelta del colegio Denis-Papin. Vivían en Courbevoie; no le gustaban las farolas de la gran avenida. No le gustaba la gran avenida. No le gustaba el edificio. No le gustaban sus habitantes. Courbevoie le daba asco. Rechazó el recuerdo y volvió al presente.

Apretó la mano de Gary para anclarse sólidamente en lo que iba a ser, estaba segura de ello, su futuro. No volver a soltarle. El hombre de rizos negros, de ojos cambiantes, verdes o castaños, castaños o verdes, de dentadura de elegante depredador, de labios que provocan incendios.

Así que eso era un beso...

—Así que eso es un beso —dijo casi con un susurro.

Las palabras se evaporaron en la negra noche.

Él le devolvió la presión con mano ligera y suave. Y pronunció unos versos que vistieron el instante de una belleza solemne.

Away with your fictions of flimsy romance
,

Those tissues of falsehood which Folly has wove
;

Give me the mild beam of the soul-breathing glance

Or the rapture which dwells on the first kiss of love.
[5]

—Lord Byron...
The first kiss of love
.

La palabra
love
cayó en la noche como un adoquín envuelto en seda. Hortense estuvo a punto de recogerlo y metérselo en el bolsillo. ¿Qué le estaba pasando? Se estaba volviendo terriblemente sentimental.

—No habrías podido esconderte debajo de los abrigos si hubiésemos estado en julio... —gruñó para liberarse del pegajoso chicle de fresa en el que se estaba hundiendo.

—En julio no salgo nunca. En julio me retiro.

—¿Como Cenicienta después de medianoche? ¡No es una postura muy viril!

Él la empujó contra un árbol, encajó sus caderas en las de Hortense y volvió a besarla sin darle tiempo a responder. Ella recibió su boca, entreabrió los labios para que el beso se desplegase, pasó la mano por su nuca, acarició el rectángulo de piel suave justo detrás de la oreja, y allí dejó la yema de los dedos, sintiendo cómo los mil focos de fuego volvían a encenderse bajo el cálido aliento de Gary...

—Recuérdalo, Hortense, no me provoques —murmuró él depositando cada palabra sobre los labios suaves y firmes—. ¡Puedo perder el
self-control
y la paciencia!

—Lo que para un
gentleman
inglés...

—... sería lamentable.

Se moría de ganas de preguntarle cómo había acabado su idilio con Charlotte Bradsburry. Y si había terminado de verdad. ¿Terminado? ¿Terminado cruz y raya? ¿O terminado con una promesa de retorno, de reencuentro, de besos que desgarran las entrañas? Pero Byron y el
gentleman
inglés la llamaron al orden, encerrándola en un desprecio desdeñoso hacia la extraña. Mantente firme, chica, ignora a la golfilla. Archiva el asunto. Ya es pasado. Él está aquí, a tu lado, y camináis los dos juntos en la noche inglesa. ¿Para qué romper esta exquisita dulzura?

—Me sigo preguntando qué hacen las ardillas por la noche —suspiró Gary—. ¿Duermen de pie, tumbadas o acurrucadas como una bola en un nido?

—Respuesta número tres. Las ardillas duermen en un nido, la cola les cubre la cabeza. El nido está hecho de ramitas, hojas y musgo, en el árbol, a una altura no superior a nueve metros para que no se lo lleve el viento...

—¿Acabas de inventártelo?

—No. Lo leí en un
Spirou
...
[6]
Y pensé en ti...

—¡Ajá! ¡Así que piensas en mí! —exclamó Gary levantando un brazo en señal de victoria.

—Muy de vez en cuando.

—¡Y finges ignorarme! Como la perfecta indiferente.


Strategy of love, my dear
!
[7]

—Y tú, Hortense Cortès, eres invencible en montar estrategias, ¿verdad?

—Simplemente soy lúcida...

—Me das pena, te impones límites, te atas, te encoges... Rechazas el riesgo. Sólo el riesgo puede poner la carne de gallina...

—Me protejo, que es distinto... ¡No soy de las que piensan que el sufrimiento es el primer paso para conseguir la felicidad!

El pie izquierdo perdió el paso y el derecho dudó, se quedó en el aire, cojeó. La mano de Hortense se escapó de la de Gary. Hortense se detuvo y levantó la cabeza, con el orgulloso mentón de un soldadito que va a la guerra, la expresión seria, grave, casi trágica del que ha tomado una resolución importante y quiere hacerse oír.

—Nadie me hará sufrir. Ningún hombre me verá llorar. Me niego a sentir pena, dolor, duda, celos, esa espera que corroe, con los ojos hinchados y la tez amarillenta de la enamorada devorada por la sospecha, el abandono...

—¿Te niegas?

—No quiero. Y estoy muy bien así.

—¿Estás segura?

—¿Acaso no parezco perfectamente feliz?

—Sobre todo esta noche...

Gary intentó reír y alargó la mano para revolverle el pelo y quitarle un poco de gravedad a la escena. Ella le rechazó como si antes de que otro beso la arrastrara, antes de que perdiera la conciencia por unos instantes, necesitara que los dos firmaran un código de respeto mutuo y buena conducta.

No era momento para bromas.

—He decidido que definitivamente soy una perla rara, única, magnífica, excepcional, guapa hasta caerse de espaldas, astuta, culta, original, dotada, superdotada y... ¿qué más?

—Creo que no te has olvidado de nada.

—Gracias. Envíame una nota si he omitido alguna perfección...

—No lo olvidaré...

Siguieron caminando en la noche, pero el pie derecho y el izquierdo se habían separado y sus manos se rozaban sin encontrarse. Hortense veía la verja del parque a lo lejos, y los árboles que se mecían suavemente al viento. Le gustaba dejarse llevar por un beso, pero no quería ponerse en peligro. Gary debía saberlo. Después de todo, prevenirle no era más que honestidad pura. No quiero sufrir, no quiero sufrir, repitió suplicando a la copa de los grandes árboles que la librasen de los tormentos ordinarios del amor.

—Dime una cosa, Hortense Cortès: ¿dónde pones el corazón en todo eso? Ya sabes, ese órgano que palpita, que desencadena guerras, atentados...

Ella se detuvo y apuntó a su cráneo con dedo triunfante.

—Lo pongo en el único lugar que debería ocupar, es decir, aquí..., en mi cerebro... Así tengo un control absoluto sobre él... Astuto, ¿verdad?

—Sorprendente... Nunca se me habría ocurrido... —dijo Gary encorvándose un poco.

Ahora caminaban separados el uno del otro, guardando cierta distancia para estudiarse mejor.

—Lo único que me pregunto... ante una maestría tal que obliga a la admiración... es si...

La mirada de Hortense Cortès abandonó la copa de los árboles para posarse sobre Gary Ward.

—Si voy a estar a la altura de tanta perfección...

Hortense sonrió con indulgencia.

—Sólo es cuestión de entrenamiento, ¿sabes?... Yo empecé muy pronto.

—Y como no estoy seguro, tengo que retocar aún algunos detalles que podrían irritarte y degradarme a tus ojos. Creo que voy a dejar que vuelvas a casa sola, mi querida Hortense..., y yo volveré a mis cuarteles para perfeccionarme en el arte de la guerra.

Ella se detuvo, posó una mano en su brazo, le sonrió, era una sonrisita que quería decir estás bromeando, ¿no? No hablas en serio... Apretó el brazo con más fuerza... Entonces sintió cómo en su cuerpo se abría una brecha y se vaciaba, se vaciaba de golpe, de todo ese calor delicioso, de todas esas llamaradas, del hormigueo, de los mil júbilos que hacían que pusiese un pie derecho en su pie derecho, un pie izquierdo en su pie izquierdo y avanzara, gallarda y ligera, en la noche...

Se vio sobre la acera, negra y gris, y un frío glacial le cortó la respiración.

Él no respondió y abrió el portal de su casa.

Después se volvió y le preguntó si tenía dinero para pagarse un taxi o si quería que llamase a uno.

—¡No debo olvidar que soy un
gentleman
!

—Yo..., yo... No necesito tu brazo ni...

Y, sin encontrar palabras lo bastante hirientes, humillantes, asesinas, cerró los puños, llenó sus pulmones de una rabia fría, hizo surgir un tornado de lo más profundo de su vientre y gritó, gritó en la negra noche londinense:

—¡Púdrete en el infierno, Gary Ward, y que no te vuelva a ver nunca! ¡Nunca!

* * *

... porque sí.

Es todo lo que podía decir. Todo lo que salía de su boca. Todo lo que podía articular cuando le hacían preguntas a las que no podía responder porque no las comprendía.

Entonces, señora Cortès, ¿no ha pensado en mudarse después de «lo que ha pasado»? ¿De verdad quiere seguir viviendo en este edificio? ¿En esta casa?

Bajaban el tono de voz, recurrían a las comillas, y avanzaban de puntillas, con aire conspiratorio, como si «todos» compartiesen la confidencia... Eso no es saludable... ¿Por qué quedarse? ¿Por qué no intentar olvidarlo todo mudándose? Dígame, señora Cortès.

... porque sí.

Decía ella, erguida, con los ojos mirando al vacío. En la cola del Shopi o de la panadería. Libre de no responder. Libre de no fingir responder.

No tiene usted buen aspecto... ¿No cree usted, señora Cortès, que debería pedir ayuda? No sé, consultar a alguien... que pudiese ayudarla... ¡Una tragedia tan grande! Perder a una hermana es doloroso, no se recupera una sola... Alguien debería ayudarla a librarse de ello...

Librarse de ello...

¿Librarse de los recuerdos, como quien tira de la cadena?

¿Librarse de la sonrisa de Iris, de los grandes ojos azules de Iris, del pelo largo y negro de Iris, del mentón afilado de Iris, de la tristeza y la risa en la mirada de Iris, de los tintineantes brazaletes en las muñecas de Iris, del diario de los últimos días de Iris, del feliz calvario en el piso, esperando, esperando a su verdugo, del vals en el bosque a la luz de los faros de los coches...?

Un, dos, tres, un, dos, tres..., un, dos, tres.

El vals lento, lento, lento...

... debe calmarse, expulsar los recuerdos desagradables. Dormiría usted mejor, dejaría de tener pesadillas, porque tiene pesadillas, ¿verdad? Puede usted confiar en mí, mi vida no ha sido siempre un camino de rosas, ¿sabe?... También he pasado lo mío, no crea...

La voz se volvía dulzona, empalagosa, mendigando la confidencia.

¿Por qué, señora Cortès?

... porque sí.

... o volver a realizar una actividad profesional, volver a escribir, una novela, claro..., eso la distraería, le ocuparía la mente, he oído incluso que es bueno, que la escritura es una terapia..., no se pasaría el día pensando en..., bueno, ya sabe, en ese... ese terrible..., y la voz patinaba, se iba apagando hasta el silencio, avergonzado de aquella cosa que no se osaba pronunciar... ¿Por qué no retomar ese periodo que usted parece apreciar tanto, el siglo doce, eh? ¿Es eso? ¿No es el siglo doce su especialidad? ¡Es usted un hacha del siglo doce! ¡Claro! Podría escucharla durante horas. Se lo decía el otro día a mi marido, esta señora Cortès ¡qué pozo de sabiduría! ¡Una se pregunta de dónde saca todo eso! ¿Por qué no encontrar otra historia como la que le hizo tan feliz, eh? ¡Debe de haber cientos de ellas!

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