Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
Joséphine seguía siempre a Iris.
—Es eso, Jo —la hostigaba Shirley por teléfono—, es eso, quieres irte con ella... Vas a vivir al ralentí, vivir para Zoé y para Hortense, pagarles los estudios, ¡vivir como una buena mamaíta y prohibirte lo demás! No tienes derecho a ser una mujer porque «la» mujer ya no está... ¡Te lo prohíbes! Pues mira, yo, yo soy tu amiga y no estoy de acuerdo y te...
Y Joséphine colgaba.
Shirley volvía a llamar y entonces de su boca airada salían siempre las mismas palabras. Es que no lo entiendo, justo después, después de la muerte de Iris, dormiste con él, él estuvo allí a tu lado, ¿acaso no estuviste tú a su lado? ¡Respóndeme, Jo, respóndeme!
Joséphine dejaba caer el teléfono, cerraba los ojos, escondía la cabeza entre los codos. No debo recordar esa época, debo olvidarla, olvidarla... La voz resonaba en el teléfono como el baile de un duendecillo furioso.
—Te estás dejando encerrar..., ¿verdad? Pero ¿por qué? ¿Por qué, Jo? ¡Joder! No tienes derecho a...
Y Joséphine lanzaba el teléfono contra la pared.
Quería olvidar aquellos días de felicidad.
Esos días en los que se había fundido en él, abandonado en él, olvidado en él.
En los que se había agarrado a la felicidad de estar en su piel, en su boca.
Cuando pensaba en ello, posaba los dedos sobre sus labios y decía Philippe... Philippe...
No se lo diría a Shirley.
No se lo diría a nadie.
Sólo Du Guesclin lo sabía.
Du Guesclin no preguntaba nada.
Du Guesclin, que gemía mirándola cuando se entristecía demasiado, cuando bajaba la mirada demasiado, cuando la pena la arrastraba hasta el suelo.
Daba vueltas sobre sí mismo, y un largo gemido convertido en queja salía de sus fauces. Sacudía la cabeza, se negaba a verla en ese estado...
Buscaba su correa, la correa que ella no le ponía nunca, que acumulaba polvo junto a las llaves en la bandeja de la entrada, la dejaba a sus pies y parecía decir ven, vamos a salir, eso hará que pienses en otras cosas...
Y ella se dejaba llevar por ese perro tan feo.
Y salían a correr alrededor del lago del bosque de Boulogne.
Ella corría, él la salvaba.
Él cerraba la marcha. Galopaba con lentitud, potencia, regularidad. La forzaba a no disminuir el paso, a no detenerse, a no apoyar la frente contra la corteza de un árbol para dejar escapar un sollozo convertido en una carga demasiado pesada.
Ella daba una vuelta, dos vueltas, tres vueltas. Corría hasta que se agotaban sus brazos, se agotaba el cuello, las piernas, el corazón.
Hasta que ya no podía más.
Se dejaba caer sobre la hierba y sentía el peso del cuerpo de Du Guesclin acurrucarse a su lado. Él resoplaba, se sacudía, babeaba. Permanecía con la cabeza erguida para que nadie intentase acercarse.
Un gran dogo negro, lleno de cicatrices, la cara rota y cubierto de sudor, velaba por ella.
Y ella cerraba los ojos y derramaba lágrimas de desaliento sobre su rostro agotado.
* * *
Shirley miró las tres manzanas verdes, las mandarinas, las almendras, los higos y las avellanas, colocados en la gran ensaladera naranja de barro sobre la mesa de la cocina, y pensó en el desayuno que se tomaría al volver de Hampstead Pond.
A pesar del frío, de la lluvia fina y húmeda, y de la hora temprana, Shirley iba a nadar.
Olvidaba. Olvidaba que otra vez se había dado de bruces contra el sufrimiento de Joséphine. Cada mañana la misma historia: se daba de bruces.
Esperaba la hora ideal. La hora en la que Zoé se había ido al colegio, en la que Joséphine, sola, recogía la cocina, descalza, en pijama, abrigada con un jersey viejo.
Marcaba el número de Joséphine.
Hablaba y hablaba, y colgaba, con las manos vacías.
Ya no sabía qué decir, qué hacer, qué inventar. Balbuceaba de impaciencia.
Esa mañana había vuelto a fracasar.
Cogió el gorro, los guantes, el abrigo, su bolsa de natación —bañador, toalla, gafas— y la llave del antirrobo de la bicicleta.
Cada mañana iba a sumergirse en las heladas aguas de Hampstead Pond.
Ponía el despertador a las siete, saltaba de la cama, colocaba los brazos en jarras y se espetaba ¡maldita loca! ¿Eres masoquista o qué? Metía la cabeza debajo del grifo, se preparaba una taza de té hirviendo, llamaba a Joséphine, intentaba alguna triquiñuela, fracasaba, colgaba, se ponía un chándal, calcetines gruesos de lana, un jersey gordo, otro jersey gordo, cogía el bolso y se marchaba entre el frío y la lluvia.
Esa mañana se detuvo ante el espejo de la entrada.
Sacó un lápiz de labios. Aplicó una ligera capa de rosa brillante. Se mordió los labios para extenderla. Se puso un poco de rímel resistente al agua, un toque de colorete, se enfundó el gorro blanco de punto sobre el pelo corto, sacó algunos mechones rubios, los onduló y los dejó sueltos, y después, satisfecha con el toque de feminidad, cerró de un portazo y bajó a coger la bici.
Su vieja bici. Oxidada. Chirriante. Ruidosa. Regalo de su padre una Nochebuena, en el apartamento que tenían asignado en Buckingham Palace. Gary tenía diez años. Un abeto gigante, bolas brillantes, copos de nieve de algodón y una bicicleta roja de dieciocho velocidades con un gran lazo plateado. Para ella.
Antaño había sido roja brillante, con un presuntuoso faro y cromados brillantes. Ahora, estaba...
No podía hacer una descripción exacta. Decía con pudor que había perdido lustre.
Pedaleaba. Pedaleaba.
Sorteaba coches y autobuses de dos pisos que amenazaban con aplastarla en cada curva. Giraba a la derecha, giraba a la izquierda con una sola meta en la cabeza: llegar a Heath Road, Hampstead, North London. Pasaba delante de la Spaniard’s Inn, saludaba a Oscar Wilde, tomaba el carril bici, subía, bajaba. Dejaba atrás Belsize Park, por donde habían paseado Byron y Keats, se llenaba del amarillo dorado y del rojo rutilante de las hojas, cerraba los ojos, los volvía a abrir, dejaba a un lado el horrible aparcamiento y... se sumergía en las verdosas aguas del estanque. Las aguas sombrías de largas algas marrones, de ramas que rozaban el agua y goteaban, de cisnes y patos que huían graznando si alguien se acercaba demasiado...
¿Se cruzaría con él antes de lanzarse al agua?
El hombre de la bici que visitaba por la mañana temprano los estanques helados. Se habían conocido la semana anterior. A Shirley se le habían soltado los frenos en la bajada de Parliament Hill y había acabado estrellándose contra él.
—Lo siento —había dicho levantando el gorro que le tapaba los ojos.
Se frotaba el mentón. Al chocar se había golpeado la cara contra el hombro del desconocido.
Él había bajado para inspeccionar su bicicleta. Ella sólo veía un gorro parecido al suyo, unas espaldas anchas enfundadas en una cazadora escocesa roja, inclinadas sobre la rueda delantera, y dos piernas dentro de un pantalón de pana beige. La pana estaba algo gastada en la parte de las rodillas.
—Han sido los frenos. Están gastados y se han soltado... ¿No se ha dado cuenta antes?
—Es que es muy vieja... ¡Debería cambiarla!
—No estaría mal...
Y se había levantado.
La mirada de Shirley había pasado entonces del cable de freno deshilachado a la cara del hombre. Tenía una cara agradable. Una cara agradable, cálida, acogedora, con una... una... Intentaba encontrar las palabras precisas para calmar el huracán que surgía en su interior. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Marejada fuerza siete!, susurraba una vocecita. Un rostro suave y fuerte, con una potencia interior, con una potencia evidente, sin afectación. Un rostro agradable con una gran sonrisa, una gran mandíbula, ojos alegres y pelo castaño, espeso, que se escapaba del gorro en forma de mechones rebeldes. No conseguía apartar su mirada de la cara de aquel hombre. Tenía un aspecto, un aspecto..., el aspecto de un rey que posee un tesoro sin valor para los demás, pero muy importante para él. Sí, eso era: el aspecto de un rey modesto y jovial.
Permaneció allí, mirándole fijamente, y debió de parecer especialmente estúpida, pues él esbozó una pequeña sonrisa y añadió:
—Yo en su lugar volvería caminando..., llevando la bici con la mano. Porque si no, al final del día habrá tenido varios accidentes...
Y como ella no respondía, sino que seguía allí, mirándole fijamente, intentando desprenderse de esa mirada tan dulce, tan fuerte, que la volvía completamente idiota, completamente muda, había añadido:
—Esto... ¿Nos conocemos?
—No creo.
—Oliver Boone —había dicho él tendiéndole la mano. Dedos largos, finos, casi delicados. Dedos de artista.
Ella sintió vergüenza por haberle obligado a manosear su cable de freno.
—Shirley Ward.
Él apretó su mano con fuerza y ella estuvo a punto de pegar un grito.
Había soltado una risita estúpida, la risa de una chica que trata desesperadamente de recuperar todo el prestigio que acaba de perder en un minuto.
—Bueno..., pues gracias.
—De nada. Pero tenga cuidado...
—Se lo prometo.
Ella había recogido su bici, se había dirigido hacia el estanque pedaleando lentamente, con los pies casi rozando el suelo para frenar en caso de urgencia.
En la entrada del estanque, había un cartel que decía:
Esta última frase le alegraba la mañana. ¡Prohibido ahogarse! Quizás fuera lo que más había echado de menos durante su exilio en Francia: el humor inglés. No conseguía reírse con el humor francés, y por eso llegaba a la conclusión de que era, definitivamente, inglesa.
Encadenó su bici a la cerca de madera y se volvió.
Él ataba la suya un poco más lejos.
Eso la fastidió.
No quería parecer que estaba siguiéndole, pero debía de darse perfecta cuenta de que iban los dos al mismo sitio. Cogió la bolsa de baño, la levantó y exclamó:
—¿Usted también va a nadar?
—Sí. Antes iba al estanque reservado a los hombres, pero bueno..., esto... Creo que prefiero éste, donde los dos sss...
Se calló. Había estado a punto de decir donde los dos sexos se mezclan, pero no había terminado la frase.
¡Ajá!, se dijo Shirley, también se siente incómodo. Puede que haya sentido la misma turbación que yo. Empate a uno.
Y se sintió más suelta. Como liberada.
Se arrancó el gorro, se revolvió el pelo y propuso:
—¿Vamos?
Y los dos habían nadado, nadado y nadado.
Los dos solos en el estanque. El aire era frío, cortante. Las gotas de agua les salpicaban en los brazos y los hombros. Había algunos pescadores en la orilla. Y cisnes pavoneándose. Podían percibir sus cabezas emergiendo entre las hierbas altas. Lanzaban gritos cortos y estridentes, se perseguían batiendo las alas, se daban picotazos y se marchaban contoneándose, furiosos.
Él nadaba a crawl con un estilo poderoso, rápido, regular.
Ella había conseguido permanecer a su altura y después, de una brazada, él se había distanciado.
Ella había continuado sin volver a prestarle atención.
Cuando sacó la cabeza del agua, había desaparecido.
Y se sintió terriblemente sola.
Esa mañana, no vio ninguna bicicleta atada a la cerca.
No sonrió al leer el cartel que decía «Prohibido ahogarse».
Pensó que era mala señal.
Que iba a entrar en zona peligrosa.
Y aquello no le gustó nada de nada.
Suspiró. Se desvistió dejando caer su ropa sobre el pontón de madera.
La recogió y la guardó.
Se volvió para comprobar que él no llegaba corriendo...
Se tiró de cabeza.
Notó que un alga se deslizaba entre sus piernas.
Lanzó un grito.
Y se puso a nadar a crawl, con la cabeza dentro del agua.
Aún estaba a tiempo de olvidarle.
De hecho, había olvidado su nombre.
De hecho, se negaba a dejarse conmover así.
¿Una cazadora escocesa? ¿Un gorro de lana? ¡Un viejo pantalón gastado! Dedos de relojero. ¡Qué estupidez!
No era una mujer romántica. No. Era una mujer que vivía sola con sus sueños. Y soñaba con estar con alguien. Buscaba un hombro en el que apoyarse, una boca que besar, un brazo al que agarrarse para atravesar la calle cuando los coches hacían sonar sus cláxones, un oído atento al que susurrar confidencias idiotas, alguien con quien ver
Eastenders
en la tele. El tipo de serie estúpida que uno ve precisamente cuando se siente enamorado, es decir, un memo.
Porque el amor hace que nos volvamos memos, chica, dijo hundiendo enérgicamente un brazo tras otro en el agua, como para recalcar una evidencia. No lo olvides. Vale, estás sola, vale, estás harta, vale, estás pidiendo una aventura, una aventura bonita, pero no lo olvides: hace que nos volvamos memos. Y se acabó. Y especialmente a ti. ¡Anda que lo que te ha aportado a ti el amor! En todas las ocasiones ha terminado en fiasco. Tienes el don de juntarte siempre con inútiles, así que vete tú a saber si éste, con su carita de ángel, no acaba de salir de la cárcel.
Esa constatación le sentó bien y nadó tres cuartos de hora sin pensar en nada más: ni en el hombre de la cazadora escocesa roja, ni en su último amante que había roto con ella con un sms. Era la última moda. Los hombres se alejaban en silencio, casi mudos. No tenían más que pulsar las teclas del teléfono para escribir un adiós. Preferentemente con estilo fonético:
Liv U. Sorry
.
Precisamente, en la mirada del hombre de la cazadora escocesa roja le había parecido leer otra cosa: una especie de interés, de solicitud, de calor... No la había barrido con la mirada, la había mirado.
Mirar: fijar la mirada en, considerar, proyectar.
Mirar con buenos ojos: observar con cariño.
Entonces, ¿mirar con un par de buenos ojos? Sería transmitir mucho cariño.
Sin llegar a ser pesado, lascivo. Una mirada elegante, cálida. No una mirada rápida, insinuante. Una mirada que tiene al otro en cuenta, que lo instala en un sillón mullido, le ofrece una taza de té, una gota de leche, e inicia una conversación.
Es ese inicio de conversación lo que la había conmovido.
Ese calor que, desde entonces, la hacía soñar despierta, le daba ganas de hacer un uno + uno, de formar una pareja.
¡Ya está! Lo he dicho, se dijo mientras salía del agua, frotándose con la toalla. Quiero hacer un uno + uno. Estoy harta de ser un solitario uno. Un uno solo se convierte en cero al cabo de un momento, ¿no?