Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
Canturreaba, canturreaba.
A veces, crispaba a Hortense, a veces la hacía reír, a veces ella le pedía que se callara: tenía una idea. Y después suspiraba: la idea se había volatilizado y Gary la abrazaba, decía deja de pensar y la idea se posará sobre ti como por encanto. Déjate ir, suéltate, relájate. Estás tan crispada que no dejas pasar ni una gota de aire...
El ceremonial era siempre el mismo. Deambulaban. Hortense se paraba, acariciaba la piedra dorada de un edificio con los ojos cerrados, reseguía con los dedos cada saliente, se perdía entre los relieves y el suave pulido de la superficie, insistía, insistía como el mago que agita su varita.
Gary murmuraba que era una locura emocionarse tanto con unos bloques de piedra. Citaba a Ernest Renan. Éste afirmaba que la isla Grande de Bretaña había sido borrada del mapa porque el barón Haussmann la había arrasado agotando las canteras para construir los hermosos edificios de París.
—¿A ti te parece ético eso? ¿Arrasar una isla para construir una ciudad?
—Me importa un pito si el resultado es bello. París viene a verla gente del mundo entero. La isla Grande, no... Así que me da igual.
—¡Para ti todo lo que reluce es oro!
—Para mí todo lo que reluce es bello... Sobre todo si me hablas de París.
—Y además, era un pretencioso, era tan barón como yo bailarina de cancán.
—¡Eso también me da igual! ¡Cállate!
—Bésame...
—¡Eso ni lo sueñes, hasta que lo haya encontrado!
Entonces Gary empezaba a silbar el canto de la piedra expatriada, el grito de la piedra arrancada de su cantera que llora el exilio forzado, la contaminación de las ciudades, las firmas y los grafitis, el perro que levanta la pata y orina, la obligación de convertirse en un bloque tallado, encastrado, anónimo y no poder aspirar nunca más las salpicaduras de espuma de su isla.
Hortense decidía ignorarle. O desairarle.
De vez en cuando, Gary se escapaba. Se eclipsaba en la esquina de la calle Margueritte con el bulevar de Courcelles, entraba en Hédiard, compraba un surtido de bombones y de fruta escarchada, hablaba con la vendedora criolla que cantaba las alabanzas de la piña confitada o se instalaba en el 221 de la calle Faubourg-Saint-Honoré, frente a la sala Pleyel, ante un piano de cola, y dejaba correr sus dedos y su fantasía.
Hortense rumiaba.
Él huía de nuevo y, atravesando la calle, abría la puerta de la tienda Mariage y penetraba en la caverna sagrada del té. Olisqueaba tés negros, tés blancos, tés verdes en grandes latas rojas que le presentaba un joven con la seriedad impresa en sus facciones. Él asentía, con gravedad, elegía un surtido, atravesaba la avenida y se adentraba en La Maison du Chocolat donde se imbuía de deliciosos sueños...
Después tenía que salir corriendo para alcanzar a Hortense.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué? —preguntaba Gary ofreciendo a su compañera un bombón con praliné—. ¿Por qué quedarte bloqueada en estos edificios de piedra tallada? ¡Eso es una insensatez! Entra mejor en los museos, en las galerías de pintura o ve a dar una vuelta por las librerías de viejo. Allí encontrarás ideas. ¡A montones!
—Porque, desde que era una niña, me ha gustado la belleza de los edificios de París y caminar por París es para mí como recorrer una obra de arte... ¿No ves la belleza en cada esquina?
Gary se encogía de hombros.
Hortense se entristecía. Cada día un poco más.
Pasó el 26 de diciembre.
Y después el 27, el 28, el 29, el 30...
Ellos siguieron caminando en busca de una idea.
Gary había dejado de tararear. Ya no hacía fotos de las fachadas divinas. Ya no compraba lenguas de chocolate con naranja o marrons glacés. Ya no intentaba besarla. Ya no apoyaba el brazo sobre su hombro. Reclamaba una tregua. Un chocolate caliente en Ladurée con un
macaron
de fresa. O un Paris-Brest con nata en una cafetería.
Ella se tapaba los oídos y proseguía su loco vagar.
—No te sientas obligado a acompañarme —replicaba acelerando el paso.
—¿Y qué voy a hacer si no? ¿Acosar a las chicas en los muelles del Sena, hacer de carabina de Zoé y Gaétan, comer palomitas solo delante de una pantalla gigante? No, gracias... Al menos, contigo, me aireo, veo autobuses, castañeras, glorietas, fuentes Wallace, me como un bombón por aquí, rozo un piano por allá... y, al final de las vacaciones, podré decir que conozco París. Bueno, el París bonito, el París burgués y señorial... No el París recóndito y que huele mal...
Hortense se detenía, le miraba de arriba abajo, esbozaba su mejor sonrisa y prometía:
—Si encuentro mi idea, me rendiré a ti.
—¿De verdad? —decía Gary elevando una ceja desconfiada.
—De verdad de la buena —decía Hortense acercándose tanto que él podía sentir su cálido aliento en los labios.
—Pero —contestaba Gary separándose de un salto— a lo mejor yo ya no quiero... A lo mejor habré conocido a la chica que...
—¡Ay! ¡Por favor, Gary! ¡No empieces otra vez!
—El deseo es fugitivo,
my lovely one
[32]
, hay que cogerlo cuando pasa. No sé si mañana seguiré fiel en mi puesto.
—¡Eso es que tu deseo es pobre y no quiero saber nada de él!
—El deseo es volátil, imprevisible, si no ya no sería deseo, sino rutina.
Y saltaba a un lado haciendo una pirueta y se alejaba.
Por fin, el 31 de diciembre, se apareció el espíritu.
A última hora de una tarde de invierno, cuando el sol se cae de golpe tras los tejados, el aire azul y luminoso se vuelve gris, se levanta el frío y provoca escalofríos en la espalda...
Hortense estaba sentada en un banco público. La nariz al sol, el gesto enfurruñado.
—Sólo me quedan veinticuatro horas, Gary, sólo veinticuatro horas, y si no se me ocurre nada, me pondré a titubear cuando me llame Miss Farland. Me siento como una enorme ballena varada en la playa, que apenas puede respirar.
—Una ballena orgullosa color marfil y gris, color marfil y gris, color marfil y gris, dientes blancos y fríos como la lluvia, fríos como la lluvia, fríos como la lluvia, canturreó Gary con la música de
Yellow Submarine
, dando vueltas alrededor del banco.
—¡Para! ¡Me estás mareando!
—¡Como la lluvia, como la lluvia!
—¡Que pares, te digo! Si crees que eres gracioso...
—¡Color marfil y gris, color marfil y gris!
Hortense se irguió y levantó el brazo para hacerle callar.
Dejó el brazo quieto en posición vertical y Gary creyó que aclamaba por fin su canción. Se inclinó para que le aplaudiera, simuló que hacía girar tres veces en el aire un sombrero de mosquetero, repitió gracias, gracias, hermosa dama. Mi corazón salta de alegría ante la idea de que... y le interrumpió un arisco ¡deja de hacer el idiota! ¡Por ahí vienen Josiane y Junior!
Se volvió y atisbó a lo lejos al niño y su madre que se dirigían hacia ellos.
—¡Ah! —dijo, decepcionado—, así que era eso, y yo que creía que...
—¡Joder! ¡Voy a tener que darle conversación a esa pequeña col lombarda!
—¡No te pases! Es un encanto ese niño...
Se dejó caer al lado de Hortense y esperó que la pareja madre-hijo se detuviese a su altura.
—Qué rabia, le he prestado la cámara a mi madre, si no hubiese hecho una foto...
—¡Una mujer gorda y su enano por las calles de París! ¡Fascinante!
—Pero ¿qué te pasa? ¡Qué asquerosa eres! ¡Te juro que mañana vas a ir a pasear sola! ¡Estoy harto! ¡Hasta París parece más feo con esa cara de perro que pones!
Y volvió la espalda buscando con la mirada una chica guapa a la que abordar sólo para fastidiar a la irascible Hortense.
—¡Pasa que estamos a treinta y uno! ¡Que mañana es uno de enero y no he encontrado nada! ¡Y tú quieres que esté loca de alegría, que me ponga a bailar y que silbe contigo!
—Te lo digo y te lo repito, ¡déjate ir, suéltate y relájate! ¡Pero tú te empeñas en estrujarte el cerebro!
—¡Cállate, que llegan! ¡Sonríe! ¡No tengo ganas de que ella nos vea discutiendo!
—¡Encima hipócrita!
Josiane les había visto y les dedicó una gran sonrisa de mujer satisfecha. Todo estaba en orden. Su pequeño disfrazado de bebé mordisqueaba una galleta y babeaba, el sol lanzaba un último rayo rosado tras un tejado de pizarra, el aire fresco maquillaba sus mejillas, iban de camino a casa, prepararía el baño de Junior, mojaría el codo en el agua para verificar que estaba a la temperatura correcta, le cubriría el cuerpo de jabón de avena para pieles sensibles, y charlarían, charlarían, él reiría de felicidad, envuelto en su toalla caliente, ella le mimaría a besos, la vida era bella, bella, bella...
—¡Hola a los dos! —dijo bloqueando las ruedas de la sillita—. ¿Qué viento os trae por aquí?
—Una ráfaga fétida —gruñó Gary—. Hortense está buscando una idea a base de chuparse todas las fachadas de París y yo le hago compañía. En fin, lo intento...
—¿Y qué estás buscando, niña? —preguntó Josiane viendo el gesto sombrío de Hortense.
—Busca una idea. Pero no la encuentra. Y le echa la culpa al mundo entero, te lo advierto...
Hortense volvió la cabeza para no contestar.
—¿Dónde buscas tu idea? ¿En los castaños? ¿En las terrazas de los cafés?
Hortense se encogió de hombros.
—¡No! —explicó Gary—, cree que la idea surgirá solita de una hilera de edificios. Examina la piedra, la acaricia, la dibuja, la memoriza. ¡Es estúpido, pero es así!
—¡Ah! —dijo Josiane, atónita—. Una idea que sale de la piedra... No lo comprendo muy bien, pero es que yo no soy muy lista...
¡Una mollera tan dura como el cemento!, pensó Hortense. ¡No hay más que ver cómo se emperifolla esa mujer! Es una maruja barata que lee novelitas rosas y se viste en la sección de tallas grandes...
Entonces Junior soltó la galleta llena de saliva y declaró:
—Hortense tiene razón. Estos edificios son magníficos... E inspiradores. Yo, que los contemplo cada día cuando voy al parque, no me canso nunca. Son tan parecidos y a la vez tan diferentes...
Hortense levantó la cabeza y miró a la col lombarda.
—Oye, sí que progresa el Enano... No hablaba así cuando comimos en vuestra casa por Navidad...
—¡Estaba jugando a los bebés para complacer a mi madre! —explicó Junior—. Salta de felicidad cuando me pongo a balbucear estupideces y, como la quiero más que a nada en el mundo, hago un esfuerzo para parecer tonto...
—¡Ah! —dijo Hortense, subyugada, sin dejar de mirar al niño—. ¿Y sabes muchas palabras que nos escondes?
—¡Un montón, mi querida dama! —anunció Junior echándose a reír—. Por ejemplo, puedo explicarte por qué te gustan esos edificios de piedra dorada. Pregúntamelo amablemente y te lo diré...
Hortense accedió, con curiosidad por oír cómo el Enano exponía su teoría.
—La belleza de esos edificios está en el detalle —explicó Junior—. Ninguno es igual y sin embargo son todos lo mismo. El detalle era la firma del arquitecto. No podía desviarse de la uniformidad, de modo que se refugiaba en la búsqueda del detalle para expresarse. Y el detalle lo cambiaba todo. Era la firma del edificio. El detalle crea el estilo.
Intelligenti pauca. Fiat lux. Dixi
[33]
.
Hortense se dejó caer a los pies de la sillita. Besó los mocasines del niño. Le estrechó las manos. Empezó a dar saltitos. Besó a Gary. Besó a Josiane. Quiso besar al cielo y, como no lo consiguió, empezó a cantar de alegría a voz en grito ballena de color marfil y gris, color marfil y gris, color marfil y gris, dientes fríos como la lluvia, como la lluvia, como la lluvia.
—¡Gracias, Miguita! ¡Gracias! ¡Acabas de encontrar mi idea! ¡Eres un genio!
Junior cloqueó de alegría.
Estiró las piernas, estiró los brazos, acercó la boca hacia la que acababa de nombrarle Príncipe Azul, Príncipe Sabio, Príncipe de las Maravillas.
Ya no era el Enano, se había convertido en la Miguita.
* * *
—Pero ¿qué escondes debajo del abrigo? —le preguntó Shirley a Joséphine—. Te hace un bulto enorme..., es raro. Parece que estás embarazada ¡pero sólo de un lado!
Estaban sentadas en el metro e iban a mirar los escaparates del Village Suisse. A ver los muebles de los anticuarios, atravesar el Campo de Marte sin prisas, distraerse con los turistas amontonados alrededor de la torre Eiffel, contar el número de japoneses, de chinos, de americanos, de ingleses, de mexicanos y de papúes, levantar la cabeza y admirar la perspectiva del Trocadero, y después volver muy despacio por la calle de Passy viendo escaparates, tal era la finalidad del paseo que habían emprendido ese 31 de diciembre.
Para terminar bien el año.
Y también para hacer balance.
Sobre todo de lo que todavía no habían tenido tiempo de decirse. Las últimas confidencias que se arrancan como una piel muerta bajo la que late el corazón. La confesión que eclosiona entre un bronce dorado de Claude Gallé, una mesita de lectura Luis XV o un canapé Georges Jacob en madera dorada, pintado de azul turquesa. Murmurar ¡qué bonito, qué bonito es! Añadiendo seguidamente ¿sabes?, olvidé decirte que..., mientras la amiga, la confidente sigue con los ojos puestos en el objeto precioso para que continúe la confesión y se tome en serio.
—Llevo una botella de agua...
—Pero ¿para qué?
—Por si tenemos sed...
—¿Por si tenemos sed? ¡Nos sentamos en un café! ¡Qué ocurrencia más rara!
—Es que he pensado que después de los anticuarios podríamos acercarnos también a mi universidad..., tengo que recoger un informe. Estoy preparando una conferencia. Tengo que seguir ganándome el sueldo...
—¿El 31 de diciembre? Pero si estará cerrado...
—No... No está muy lejos del Village Suisse, ¿sabes? Es la misma línea de metro...
Shirley se encogió de hombros y dijo ¿por qué no?
Joséphine pareció aliviada.
—¡Siempre podré hacer una foto del lugar donde trabajas! —añadió Shirley sonriendo.
—¡Oh! No es un edificio muy bonito...
—Así me distraeré mientras estés dentro... Y además Gary me ha prestado su cámara, tendré que utilizarla.
—Entonces, ¿me esperas aquí? Vuelvo enseguida.
—¿No quieres que entre contigo?
—Preferiría que no...
—Pero ¿por qué?
—Preferiría que no...
Shirley, perpleja, la dejó hacer, dejó pasar a Joséphine, la vio atravesar el hall de la facultad, lleno de tablones de anuncios, grandes papeleras, mesas, sillas, jardineras donde tiritaban plantas anémicas. Joséphine se volvió y le hizo una pequeña seña con la mano como para que se alejara. Shirley retrocedió y fotografió la gran fachada de cristal. Después volvió, entró en el hall, buscó con la mirada a Joséphine y no la vio. ¿Qué está tramando? ¿Por qué tanto misterio? ¿Tiene una cita amorosa? ¿No quiere hablarme de ello?