Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (32 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Así fue como colocaron en los platos, bajo tupidas servilletas de blanco adamascado, un brazalete de oro con engarces ovalados adornado con diamantes tallados en forma de rosas y perlas para Zoé, un reloj de bolsillo de oro para Gary, un colgante en forma de corazón cubierto de brillantes para Joséphine, un par de pendientes con engastes de zafiro azul y amarillo para Shirley y un brazalete Love de Cartier, una pulsera de oro con engarces de platino, para Hortense.

Padre e hijo intercambiaron una mirada de orgullo y se estrecharon la mano.

—¡Que empiece la fiesta! —exclamó Marcel—. ¡Qué bien sienta agasajar así a los invitados! Tengo el corazón que se dilata de regocijo.


Bonum vinum laetificat cor hominis
! El buen vino regocija el corazón de los hombres —tradujo compasivamente Junior.

—¡No me digas que hablas latín! —clamó Marcel.

—¡Oh! Sólo es una expresión que he aprendido leyendo un texto antiguo.

¡Canastos!, se dijo Marcel, Josiane tiene razón: este niño va demasiado deprisa, el peligro nos acecha...

* * *

El complemento gramatical de nombre está constituido por el sustantivo y el adjetivo calificativo que se distribuyen entre los dos géneros y los dos números y que tienen un abanico de funciones parcialmente en común.

En el interior del complemento del nombre, el sustantivo y el adjetivo calificativo se distinguen de la siguiente forma
:

a) Desde el punto de vista de la forma, el adjetivo y el sustantivo no se distribuyen de la misma forma entre los dos géneros y los dos números. En condiciones normales, sólo el sustantivo está presentado por el artículo (o por uno de los equivalentes a éste); sólo el adjetivo puede portar marcas de grados de intensidad y de comparación.

b) Desde el punto de vista de las funciones, sólo el sustantivo puede servir de apoyo a la proposición como sujeto, complemento de objeto y complemento agente...

Henriette Grobz cerró la gramática Larousse golpeando la cubierta verde con la palma de la mano. ¡Basta!, gritó. ¡Basta de cháchara! ¡Estoy perdiendo mi gramática! ¿Cómo se puede educar la mente de un niño atiborrándole la cabeza con estas nociones confusas? ¿No existe una manera simple de enseñar lengua? En mis tiempos todo estaba claro: sujeto, verbo, complemento. Complemento de lugar, de tiempo, de modo. Adverbio, adjetivo. Principal y subordinada. ¡Y nos extraña producir analfabetos en cadena! ¡Nos indigna que ya no sepan razonar! ¡Pero los desviamos, los desanimamos, los debilitamos con esa jerga pretenciosa! ¡Les llenamos la cabeza con un mejunje imposible de digerir!

De pronto sintió una piedad nauseabunda por el niño al que debía salvar de las garras de la enseñanza primaria. Kevin Moreira dos Santos, el hijo de la portera, aquel que sobornaba para navegar por la red. Él no sólo le cobraba unos diez euros por conexión, sino que la última vez se había negado a poner los dedos en el teclado con la excusa de que ella le impedía trabajar y que por su culpa era el farolillo rojo de la clase.

—¿Cómo? ¿Acaso yo te impido destacar en clase? —se había sorprendido la adusta Henriette.

—El tiempo que paso contigo no lo paso estudiando y tengo unas notas asquerosas...

—Tus notas apenas han sobrepasado nunca el cero —se había indignado Henriette meneando la cabeza.

—Por fuerza, ¡tú ocupas todo mi tiempo, vieja chiva maloliente!

—¡Te prohíbo que me tutees y te prohíbo que me pongas nombres de animales! Que yo sepa, tú y yo nunca hemos dormido juntos...

Kevin Moreira dos Santos se rio por lo bajo y contestó que no había peligro de eso, ella era centenaria y él, joven y tierno.

—Te tuteo porque tú me tuteas y si te digo que apestas, es porque cuando te acercas a mí te huelo... No es un insulto, es una evidencia. Y además, yo no te pido que vengas a incordiarme, eres tú la que insiste, tú la que quieres conectarte por narices. ¡A mí me la trae floja! ¡Y encima no haces más que darme el coñazo!

Y le mostró el dedo corazón erecto para ilustrar su argumento, manteniéndolo alto y recto, para que ella tuviese tiempo de descifrar sus intenciones. No estaba dispuesto a hacer las paces con esa vieja a quien le apestaba el aliento, el cuello, los pies, que llevaba una capa de yeso blanco pegada a la jeta y tenía unos ojitos malvados tan pegados que parecía bizca.

—¡Qué mal hueles! ¿No tienes agua corriente en casa o es que la ahorras?

Henriette dio un paso atrás ante aquel insulto deliberado y cambió el tono. Comprendió que no estaba en posición de negociar. No tenía ningún as en la manga. Dependía de ese montón de grasa ignorante.

—¡De acuerdo, niñato! Vamos a ser francos. Yo te odio, tú me odias, pero tú puedes serme útil a mí y yo puedo serte útil a ti. Así que vamos a hacer un pacto: tú continúas dejándome navegar por la red y yo te hago los deberes, además de la pasta que te suelto... ¿Qué me dices?

Kevin Moreira dos Santos la evaluó con la mirada y en su ojo derecho brilló un destello de respeto. La vieja daba la talla. No se amilanaba. No sólo iba a poder continuar exprimiéndola, sin problemas, sino que, además, iba a tragarse todos esos estúpidos deberes que él no entendía en absoluto y que le suponían violentas críticas por parte de su madre, repetidas bofetadas de su padre y la amenaza de acabar en un internado el año próximo.

—Todos los deberes —precisó tamborileando sobre la barra espaciadora del teclado—. Gramática, ortografía, historia, mates, geografía y todo lo demás...

—Todo menos flauta dulce y plástica, en eso te las arreglas tú solo.

—¿Y no te chivarás a los viejos? No te quejarás de que te hablo mal, de que te trato mal...

—¡Eso me trae sin cuidado! No se trata de afecto, se trata de un intercambio de saberes. Un toma y daca...

Kevin Moreira dos Santos dudó. Se olía el embrollo. Jugueteó con el mechón untado de gomina que formaba una pálida cresta en la cima de su redonda cabeza. Su mente, tan lenta para comprender el papel del adjetivo y del sustantivo o las divisiones de tres cifras, examinó a toda velocidad los pros y los contras y concluyó que lo tenía todo a su favor.

—Vale, vieja chocha. Yo te paso mis deberes, tú me los devuelves por la noche sin que nadie se entere con la excusa de que me estás dando clases... Mis viejos se formarán una buena opinión de ti, no se darán cuenta de nada, ¡y mis notas subirán como la espuma! Pero cuidado, ¡el ordenador sigue siendo de pago!

—¿Ni siquiera un pequeño descuento? —sugirió Henriette simulando una humilde súplica, con un gesto de la boca propio del astuto mercader de un zoco.

—Cero. Primero demuéstrame lo que vales y, si funciona, reviso la tarifa... Pero no lo olvides, ¡el juego lo dirijo yo, no tú!

Fue así como Henriette se encontró en Nochebuena, a la luz de una vela, descifrando una gramática Larousse de cubiertas verdes y saber oscuro.

Pero ¿cómo voy a educar a esa nulidad grasienta?, se preguntó intentando arrancarse un pelo que le había crecido en un lunar. El cerebro de ese chico es un desierto... ¡Sin el menor arbolito donde colgar una hamaca! Ninguna base de la que pueda partir. ¡Hay que construirlo todo! Y yo tengo otras cosas que hacer...

Porque tenía un plan. ¡Y qué plan!

Había descendido sobre su mente como una lengua de fuego, mientras se inclinaba ante la Virgen María en la iglesia de Saint-Étienne.

Fue ese bribón de Judas el que le dio la idea. Judas con los pies desnudos, delicados, nervudos dentro de sus sandalias, Judas con la larga túnica roja, el rostro demacrado, Judas... ¡era Chaval! Por eso, cuando ella miraba fijamente la escena de la Pasión de Cristo, no podía despegar los ojos del rostro sombrío del traidor. Chaval, el cínico y apuesto Chaval, que trabajaba antaño en la empresa de Marcel Grobz, al que había abandonado por un competidor... Ikea, me parece, recordó Henriette
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. Chaval, que viajaba en descapotable, abría las piernas de las mujeres y se hacía un collar con ellas, se las tiraba y las abandonaba sobre el capó de su coche. Tenía la envergadura, la crueldad, el saber hacer y la codicia necesarios. Conocía los negocios de Marcel como la palma de su mano. Sus apaños, sus clientes, sus descuentos, sus tiendas, su red mundial. ¡Chaval! ¡Claro! A ella se le había iluminado el rostro y el cura que pasaba por ahí había creído que un ángel había descendido de la capilla de la Virgen. ¿Un visitante divino?, le había musitado, ansioso, en la sacristía, arrugando la estola. ¡Una aparición en mi parroquia! Eso daría fama a mi iglesia, acudirían del mundo entero, ¡saldríamos en las noticias! Los cepillos están vacíos. Tiene usted razón, padre, ha sido Dios en persona el que ha venido a hablarme..., y tan pronto como depositó su óbolo, con el que pudo comprar dos cirios para el éxito de su empresa, Henriette se marchó a buscar la dirección de Bruno Chaval en las páginas amarillas del ordenador de Kevin. Será mi socio, mi cómplice, me ayudará a empujar a ese cerdo de Marcel por el precipicio. ¡Chaval! ¡Chaval!, canturreaba moviendo sus piernecitas huesudas. Fue él a quien vi la primera vez que me arrodillé en la capilla de la iglesia de Saint-Étienne. Es una señal de Dios, que me echa una mano. ¡Gracias, Divino Jesús! Recitaré nueve novenas en tu honor...

Llamó a todos los Chaval de la guía. Acabó encontrándole en casa de su madre, la señora de Roger Chaval. Y se llevó una sorpresa.

En casa de su madre. A su edad...

Le citó con el tono puntilloso de la antigua patrona. Él aceptó sin rechistar.

Se encontraron en la iglesia de Saint-Étienne. Ella le hizo una señal para que se arrodillara a su lado y hablasen en voz baja.

—¿Cómo está usted, mi querido Bruno? Cuánto tiempo sin vernos... He pensado mucho en usted —murmuró ella con la cabeza entre las manos, como si rezara.

—Oh, señora, ya no soy gran cosa, la sombra de mí mismo, la evanescencia.

Y pronunció la palabra horrible:

—Estoy en paro.

Henriette se estremeció de horror. Se había preparado para enfrentarse a un primer espada del CAC 40
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, un
golden boy
de Wall Street, y se encontraba con un caracol famélico. Volvió el rostro para observarle con detalle. El hombre se había quedado sin pelambrera, sin ardor, sin músculo, sin vísceras. Era una larva. Consiguió dominar su repugnancia y se inclinó, amable, hacia ese despojo humano.

—Pero ¿qué ha pasado? Antes era usted tan apuesto, tan brillante, tan insensible...

—Ya no soy más que una medusa errante, señora. ¡Me crucé con el diablo!

Henriette se persignó y pidió que no pronunciara aquel nombre en ese lugar santo.

—¡Pero si no existe! ¡Todo eso está en su cabeza!

—¡Oh, sí, señora!, sí que existe... Lleva un vestido ligero, tiene las piernas largas y torneadas, delicadas muñecas surcadas por venas, dos pequeños senos firmes, una lengua con la que se humedece los labios. ¡Ay! Labios, señora, labios de rojo sangre, con sabor a vainilla y a frambuesa, un pequeño vientre que se contonea, se tensa, se contonea otra vez, dos rodillas redondas, adorables, ella prendió fuego a mis caderas. Yo perdí el aliento mirándola, aspirándola, siguiéndola, esperándola...Tenía, a causa de ella, la mirada del demente que contempla un objeto resplandeciente, un objeto que se aleja, se acerca y calcina al pobre hombre que se rompe. Estaba preso de una pasión indescriptible. Me convertí en un duende alucinado, carbonizado, sólo pensaba en una cosa y ahí, señora, voy a ser brutal, la voy a escandalizar, pero debe usted comprender en qué abismo he caído, sólo pensaba... en posar mi mano, mis dedos, mi boca en su mata carnosa, jugosa como un fruto exprimido y cuyo jugo...

Henriette soltó un grito que resonó en la iglesia. Chaval la miró moviendo lentamente la cabeza de arriba abajo.

—¿Comprende usted ahora? ¿Comprende usted la dimensión de mi desgracia?

—¡Pero eso no es posible! Uno no pierde la cabeza por... por...

—¿... una mata de ninfa ácida? ¡Pues sí! Porque yo fui el primero en introducirme en esa vaina húmeda que me amasaba el sexo con la ciencia y la fuerza de una vieja puta codiciosa... Ella me introducía en su caverna, me manipulaba el miembro como una boca ávida, una ventosa devoradora, aspirante, se detenía cuando ya iba a rendirme, me miraba fijamente con sus grandes ojos inocentes para verificar el estado de deterioro en el que me había dejado; yo le suplicaba entonces que no hiciese nada, con los ojos en blanco, la lengua colgando como la de los perros que mueren de la rabia, el pecho ardiendo, el miembro turgente... Ella me juzgaba con su mirada fría, indiferente, tranquila y pedía más dinero, más modelitos de Prada, más bolsos de Vuitton, y yo jadeaba lo que tú quieras, ángel mío, con tal de que continuase el vaivén encantador que exprimía mi sexo, extrayendo cada gota de placer una a una, señora, una a una como si estuviese en una hoguera y ésa fuese la única fuente donde apagar la sed, ella ejercía lentas presiones con su sexo sobre el mío, que no podía más, pero se dejaba amasar, modelar hasta el momento en que, habiéndolo obtenido todo, lanzaba el asalto final, me crucificaba de placer en su carne húmeda y suave y me obligaba a rendir mi alma...

—¡Y osa usted hablar de alma! ¡No sea impío, Chaval!

—¡Pero si era mi alma la que torturaba, señora! Puedo asegurárselo —susurró Chaval pasando el peso de la rodilla derecha a la rodilla izquierda sobre la dura tabla de madera del reclinatorio—. Esa chiquilla, pues sólo tenía dieciséis años, esa chiquilla me llevó a la morada de los ángeles y los arcángeles. Yo estaba radiante de felicidad, colmado de voluptuosidad, quería, poseía el mundo, babeaba de placer cuando explotaba en ella, ¡me propulsaba hasta el paraíso! Y después... después... volvía a ser un simple mortal. Caía de golpe con las botas embarradas, acariciando el Cielo que se alejaba y la chiquilla, hastiada, me miraba tendiendo la mano para que no olvidase su botín de guerra. Y si yo olvidaba algún artículo, un zapato o un monedero, me trataba con frialdad y se negaba a verme hasta que tuviese todos los trofeos a sus pies..., y además me multaba con algún lujoso suplemento para castigarme por haberla hecho esperar.

—¡Qué horror! Esa chica es una innoble desvergonzada. ¡Arderán los dos en el infierno!

—Ay, no, señora, era una felicidad inconmensurable... Me crecían alas en la espalda, era el más feliz de los hombres, pero eso, por desgracia, no duraba. En cuanto mi miembro se endurecía y yo suplicaba de nuevo entrar, ella chasqueaba la lengua en el paladar, me clavaba su fría pupila y preguntaba ¿y qué me vas a dar a cambio? mientras se pintaba una uña o se perfilaba un ojo cristalino con un delineador gris. Era insaciable. Tanto, que yo empecé a trabajar cada vez menos, a meterme en líos. Empecé a apostar a los caballos, a jugar a la lotería, en el casino y, como no ganaba, desvié dinero de la caja de la empresa. Maniobras financieras con los cheques. Primero sumas pequeñas, después cada vez más grandes... y así fue como caí. Muy bajo, porque no sólo perdí un puesto privilegiado, sino que no puedo pedirle a nadie que me recomiende... Mi currículum es infame, sólo sirve para tirarlo por el retrete.

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