Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (28 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—¿Y bien? ¿La primera confidencia?

—Creo que me he enamorado...

—¡Nombres! ¡Quiero nombres!

—El nombre ya lo sabes: se llama Oliver. Oliver Boone...

—¿Es el hombre del estanque?

—El hombre del estanque y un gran pianista... Empieza a ser bastante conocido, da conciertos por todo el mundo. Entre concierto y concierto, vive en Londres, muy cerca de mi estanque... Nada entre las algas oscuras y monta en bici.

—¿Y le ves a menudo?

—¡Así así! ¡Acabamos de empezar! Fuimos a un pub una noche, bebimos y... y... me besó y... ¡Dios mío! ¡Joséphine! ¡Me gusta tanto cuando me besa! Me sentí como una chiquilla. Es tan..., no sé cómo describirlo, pero sé, estoy completamente segura de que tengo unas ganas terribles de estar con él... y hacer un montón de cosas estúpidas como dar pan a los patos, reírme del aire altivo de los cisnes, repetir su nombre una y otra vez mirándole al fondo de los ojos... Con él, tengo el extraño sentimiento de que no me equivoco...

—¡Cuánto me alegro por ti!

—... de que estoy en mi lugar... Creo que en eso consiste el verdadero amor: tener la impresión de estar en su vida, no a su lado. En el lugar adecuado. Sin necesidad de forzarte, de hacer equilibrios para gustar al otro, sino seguir siendo como uno es.

Joséphine pensó en Philippe. Con él, ella también tenía esa impresión.

—Cuando nos vimos en el pub —prosiguió Shirley—, le dije que me marchaba a París y me miró con esa mirada cálida que te envuelve y te eleva, que me da ganas de tirarme sobre él, me dijo esperaré, es aún mejor cuando hay que esperar... ¡y estuve a punto de no esperar nada de nada! ¿Sabes qué? Tengo la impresión de que voy a ser feliz por todas partes. En la cabeza, en el corazón, en el cuerpo ¡e incluso en los dedos de los pies!

Joséphine pensó que nunca había visto a su amiga tan resplandeciente y, por primera vez, dulce, muy dulce. Sus cabellos rubios y cortos se curvaban y tenía la punta de la nariz completamente roja de emoción.

—¿Y Philippe? ¿Qué crees que hará esta noche? —susurró Joséphine.

Había apurado su copa y tenía las mejillas coloradas.

—¿Le has llamado? —preguntó Shirley mientras le servía otra.

—¿Desde la última vez en Londres? No... Es como si lo nuestro debiera seguir siendo clandestino, sin que nadie lo supiera...

—La noche no ha hecho más que empezar... Quizás llame a la puerta con una botella de champaña. Como el año pasado. ¿Recuerdas? Os habíais encerrado en la cocina y se había quemado el pavo...
[28]

—Aquello me parece tan lejano... ¿Y si yo estuviera estropeándolo todo?

—Ha elegido eclipsarse. No quiere forzarte. Sabe que un duelo no es algo que se soluciona como quien calcula una suma. Sólo el tiempo, los días y las semanas borran el dolor...

—Ya no sé dónde está mi lugar. Dime, Shirley, ¿cómo se sabe? Mi lugar entre Iris y él... ¿Cómo puedo pensar en amarle si me quedo al lado de Iris? Y cuando estoy a su lado, cómo puedo permanecer quieta, sin lanzarme sobre él... Es tan fácil cuando está al alcance de la mano... Y tan complicado cuando está lejos...

* * *

—Así que, si lo he entendido bien, estamos todos embarcados en un barco que ya no tiene ni capitán ni motor, y no lo sabemos —decía Philippe a su amigo Stanislas que le había llamado para felicitarle las Navidades.

Stanislas Wezzer había ayudado a Philippe cuando éste fundó su gabinete. También le había aconsejado cuando decidió vender su parte y retirarse. Stanislas Wezzer era un hombre alto, flemático, libre, al que nada parecía alterar. Sus argumentos sonaban negros y pesimistas, pero mucho se temía Philippe que tenía razón.

—Un crucero ingobernable que se dirige a toda velocidad hacia un muro de hielo... El
Titanic
con el mundo entero a bordo... ¡Vamos a hundirnos y no va a ser divertido! —respondió Stanislas.

—Qué bien... Gracias, amigo mío, por las buenas noticias, ¡y feliz Navidad!

Stanislas se echó a reír al otro lado de la línea y prosiguió:

—Lo sé, no debería hablar de esto esta noche, pero estoy harto de oír decir a todos esos imbéciles que hemos dejado atrás la crisis cuando en realidad acaba de empezar. Poco tiempo antes de la caída de Lehman Brothers, el presidente del Deutsche Bank dio a entender que lo peor había pasado y que, inyectando miles de millones de dólares en las cajas de los bancos y las compañías de seguros, salvaríamos el sistema. Lo que vamos a vivir no es una crisis, sino el hundimiento total del capitalismo, un tsunami..., ¡y todos esos grandes hombres no lo han visto venir! No han previsto nada.

—Y sin embargo, existe la impresión de que la vida sigue su curso, de que nadie se da cuenta de la gravedad de la bancarrota...

—¡Eso es lo asombroso! La crisis va a arrollarnos como un maremoto y los miles de millones malgastados en esa economía virtual sólo servirán para derribar el sistema...

—Y la gente continúa haciendo sus compras de Navidad, asando pavos y decorando el árbol —apuntó Philippe.

—Sí... Como si la costumbre fuese más fuerte que todo..., como si nos vendara los ojos. Como si nos sintiésemos aliviados por los atascos, la nieve, las noticias de la radio cada mañana, el café en el Starbucks de la esquina, el periódico que se abre, la chica guapa que pasa, el autobús que gira a lo lejos... Todo eso nos ratifica en la idea de que la crisis nos sobrevolará y que no nos va a afectar. ¡Prepárate para un cambio drástico, Philippe! Y no te digo nada de los otros cambios que vendrán: el clima, el medio ambiente, las fuentes de energía... Tendremos que agarrarnos a las ramas y revisar nuestra forma de vida...

—Lo sé, Stanislas... Incluso creo que me he estado preparando desde hace mucho tiempo... sin saberlo. Eso es lo más asombroso. Tuve una especie de presentimiento, hace dos años. Una corazonada de lo que iba a pasar. Un lento hastío... Ya no soportaba el mundo en el que vivía, ni la forma en la que vivía. Abandoné el bufete de París, abandoné mi vida anterior, me separé de Iris, vine a instalarme aquí y, desde entonces, me siento como si estuviera esperando... esperando otra vida. ¿Cómo será? No lo sé... A veces intento imaginármela.

—¡Gran tipo sería el que pudiese decírtelo! Avanzamos, eso sí, pero a ciegas. Podemos cenar juntos después de las fiestas si estás libre... ¡Desarrollaremos estas siniestras previsiones! ¿Te quedas en Londres?

—Esta noche cenamos con mis padres. En South Kensington. Vamos a celebrar la Nochebuena en su casa con Alexandre y, después, ¡ya veremos lo que se presenta! No he decidido nada... Ya te lo he dicho, me dejo llevar, cojo lo que llega e intento sacarle provecho.

—¿Y Alex está bien?

—No lo sé. No hablamos mucho. Cohabitamos, y eso me pone triste... Acababa justo de descubrirle, me gustaba nuestra relación, nuestra complicidad y todo eso parece haber volado...

—Es la edad... O la muerte de su madre. ¿Habláis de ello?

—Nunca. Ni siquiera sé si debo intentarlo... Me gustaría que saliese de él.

Stanislas Wezzer no tenía ni mujer ni hijos. Pero sabía aconsejar a padres y maridos.

—Sé paciente, volverá... Habéis estrechado lazos... Dale un beso de mi parte y nos vemos pronto. Te noto muy solo. Peligrosamente solo... No hagas ninguna tontería para llenar esa soledad... Es la peor solución.

—¿Por qué me dices eso?

—No lo sé. Por experiencia, supongo...

Philippe esperó la continuación de la confidencia interrumpida, pero Stanislas calló. Fue él quien rompió el silencio despidiéndose:

—¡Hasta pronto, Stan! Gracias por haber llamado.

Colgó y se quedó pensativo mientras miraba la nieve caer sobre la placita. Copos grandes y espesos, casi pesados, que bajaban del cielo con lentitud y majestuosidad como trozos de algodón, sin prisas. Stanislas tenía razón, sin duda. El mundo que había conocido iba a desaparecer. Ya no le gustaba. Sólo se preguntaba qué aspecto tendría el Nuevo Mundo.

Entró en el salón, llamó a Annie.

Ella acudió, erguida con su larga falda gris y sus gruesos zapatos negros —nieva, señor Philippe, no salga en mocasines o podría resbalar—, cargada con un gran jarrón de flores, grandes rosas blancas que había comprado en el mercado y que combinó con ramas de olivo de hojas de un verde suave.

—Muy bonitas esas flores, Annie...

—Gracias, señor. Pensé que alegrarían el salón...

—¿Ha visto usted a Alexandre?

—No. Y me gustaría hablarle de eso. Últimamente desaparece a menudo. Vuelve cada vez más tarde del colegio, ya nunca se queda en casa.

—Quizás está enamorado. Está en la edad...

Annie tosió y se aclaró la garganta, incómoda.

—¿Lo cree de veras? ¿Y si anduviese con malas compañías?

—Lo principal es que esté aquí a las siete. Mis padres cenan muy pronto, incluso en Nochebuena... No soportarían que llegase con retraso. Mi padre detesta las fiestas y el bullicio. Le apuesto que a medianoche estará usted en la cama.

—Es usted muy amable de llevarme con ustedes. Me gustaría agradecérselo.

—¡Pero bueno! ¡Annie, no iba a pasar la Nochebuena usted sola en su habitación cuando la gente lo está celebrando!

—Estoy acostumbrada, ¿sabe?... Todos los años es lo mismo. Escojo un buen libro, una botellita de champaña, una tajada de foie gras, me hago unas tostadas y lo festejo leyendo. Enciendo una vela, pongo música, ¡me gusta mucho el arpa! Es muy romántica...

—Y este año, ¿con qué libro había previsto usted pasar las fiestas?


El collar de la reina
, de Alexandre Dumas. Qué bonito es, ¡pero qué bonito!

—Hace mucho tiempo que no leo a Alexandre Dumas... Quizás debería proponérmelo...

—Si quiere, le podría prestar mi ejemplar cuando lo termine...

—Será un placer, ¡gracias, Annie! Vaya a prepararse, no tardaremos en marcharnos...

Annie dejó el jarrón sobre la mesita baja del salón, se echó hacia atrás para juzgar el efecto, separó dos ramas de olivo enredadas entre sí y corrió a su habitación a cambiarse.

Philippe la miró alejarse, divertido: en su precipitación veía el fervor de una chiquilla que se prepara para una cita amorosa, y la evidente pesadez de su edad que la ralentizaba y traicionaba. ¿Cuál sería la vida secreta de Annie?, se preguntó viéndola desaparecer por el pasillo. Nunca me lo había preguntado...

Bajo un gran roble de largas ramas negras y desnudas, Alexandre y Becca miraban cómo caía la nieve. Alexandre tendía la mano para atrapar un copo, Becca reía porque el copo se fundía tan deprisa en la palma de Alexandre, que éste no tenía tiempo de estudiarlo.

—Parece ser que si los miras con una lupa, los copos de nieve parecen estrellas de mar.

—Deberías volver a casa,
luv
... Tu padre estará preocupado.

—No tengo prisa... Vamos a cenar en casa de mis abuelos, va a ser siniestro...

—¿Cómo son?

—¡Estirados como dos viejos disecados! Nunca se ríen y, cuando les beso, ¡pican!

—Los viejos suelen picar...

—Tú no picas. Tú tienes la piel muy suave... No eres una vieja de verdad, ¡estás mintiéndome!

Becca se echó a reír. Se llevó las manos cubiertas por mitones de color violeta y amarillo a su rostro, como si el cumplido la hiciese sonrojar.

—¡Tengo setenta y cuatro años y no te miento! He llegado a una edad en la que se puede confesar todo. Durante mucho tiempo dije que era más joven, no quería convertirme en una vieja chiva...

—¡No eres una vieja chiva! ¡Eres una chiva joven!

—Me trae sin cuidado,
luv
... La vejez es tranquilizadora, ¿sabes?, ya no es necesario aparentar, ya no es necesario fingir, te trae completamente sin cuidado lo que la gente piense...

—¿Aunque no tengas dinero?

—Piensa un poco,
luv
: si hubiese tenido dinero, nunca nos habríamos conocido. Yo no hubiese estado aquí, pudriéndome en un banco del parque. Hubiese estado cómodamente instalada en mi casa. Sola. A los viejos nadie quiere verlos. ¡Los viejos no hacen más que jorobar! Chochean, pican, huelen mal, y no paran de repetir que antes todo era mejor. Prefiero no tener dinero y haberte conocido... Porque, gracias a ti, he dejado de tener moscas en la cabeza.

Todas las tardes, al volver de la escuela, Alexandre iba a ver a Becca. Su verdadero nombre era Rebecca, pero todo el mundo la llamaba Becca. ¿Quién es todo el mundo?, había preguntado Alexandre, ¿tú tienes amigos? Pues sí..., por el hecho de no tener casa no dejo de tener amigos. Hay muchos como yo. Tú no los ves porque vives en un barrio de ricachones y en el centro de Londres no se ven muchos vagabundos, nos echan de allí, nos empujan lejos, lejos. Tenemos que permanecer alejados de los turistas, de la gente rica, de los buenos coches, de las damas elegantes y de los buenos restaurantes... Pero si quieres mi opinión,
luv
, cada vez habrá más gente como yo. No tienes más que ir a dar una vuelta por los refugios y verás cómo las colas son cada vez más largas. ¡Y de todo tipo de gente! No sólo viejos. ¡También jóvenes! Y auténticos señores que tienden su escudilla... El otro día hice la cola detrás de un antiguo banquero que estaba leyendo
Guerra y paz
. Charlamos. Había perdido el trabajo y, de golpe, su casa, su mujer y sus hijos. Estaba en la calle sólo con sus libros y una silla de diseño. Una bonita silla de terciopelo azul que lleva el nombre de un rey francés. Vive cerca de la iglesia de Baker Street... Hemos hecho buenas migas porque los dos tenemos una silla. Él, cuando sale, deja la suya en la sacristía de la iglesia.

—¡Ah! —había respondido Alexandre—. Yo creía que vivías sola siempre... ¿Y por qué no quieres ir a un refugio con tus amigos? Sería mucho mejor que dormir fuera...

—Ya te lo he dicho, los refugios no son para mí. Lo he intentado... Uno, en particular, del que me habían hablado muy bien, en Seven Sisters Road... ¡Pues bien! ¡No volveré allí nunca más!

—Pero ¿por qué?

—¡Porque hay hombres sin brazos y con camisetas verdes que te pegan!

—Pero ¿cómo pueden pegarte si no tienen brazos?

—¡Te dan patadas, rodillazos, dentelladas! Son feroces. Y además hay que estar allí a tal hora, hay que pagar no sé cuánto, aunque no sea mucho, y además te lo roban todo en esos refugios... Están llenos de negros enormes con rastas que gritan, beben cerveza a escondidas y hacen pis por todas partes. ¡No y no! Estoy mejor en mi silla de ruedas...

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