Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (27 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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«¿Por qué el elefante del zoo de Central Park lleva calcetines verdes?

»Porque los azules están sucios».

«¿Cómo se sabe que hay un hipopótamo en la cama?

»Porque lleva una H bordada en el pijama...».

«¿Cuál es el plural de aceite?

»Unas... por las ¡aceitunas!».

Shirley había traído crackers, pudín, calcetines de Navidad llenos de dulces, latas de té, una botella de whisky añejo; Gary, discos de Glenn Gould que hubo que escuchar con el mayor de los recogimientos y unos puros antiguos que, según afirmaba, eran los preferidos de Winston Churchill. Shirley se moría de risa, Joséphine abría los ojos como platos, Zoé copiaba la receta del pudín inglés sacando la lengua, Hortense se divertía con el empeño que ponían todos en respetar las costumbres de estas fiestas, que celebraban juntos desde hacía tanto tiempo. No se desplazaba nunca sin su móvil por si Miss Farland quería ponerse en contacto con ella... y adoptaba un aire misterioso cada vez que sonaba el teléfono.

Gary se reía de ella. La llamaba la abominable mujer de negocios. Le escondía el móvil dentro de un bote de puerros, en la nevera, debajo de los cojines o las mantas de Du Guesclin. Hortense se ponía furiosa y le conminaba a acabar con esas chiquilladas. Gary se alejaba saltando como una ardilla, las manos como garras, los pies separados.

—La ardilla sabe dónde está el móvil, lo ha escondido para pasar el invierno, cuando esté sola, sin amigos, en el fondo del bosque... La ardilla está sola durante la época más fría. La ardilla está triste en el gran parque... Sobre todo los lunes, cuando toda la gente del fin de semana se ha marchado. Cuando ya no le tiran cacahuetes ni avellanas, se encoge de hombros y espera al sábado siguiente... O a la primavera...

—¡Y éste quiere que le tome por un Príncipe Azul! —ironizaba Hortense.

—¡Claro que mi hijo es un Príncipe Azul! —protestaba Shirley—. Tú eres la única que no lo sabe...

—Dios me libre de los Príncipes Azules y de las ardillas domésticas...

Y partía en busca de su móvil echando pestes.

A veces, Gary se inclinaba sobre ella como para besarla y terminaba el gesto dejando un resto de mousse de chocolate en su frente. Ella se disponía a abrazarle. Él huía gritando se-ha-creído-que-la-iba-a-besar-todas-iguales-todas-iguales, y ella gritaba le odio, le odio. O se tumbaba en el sofá a escuchar
El clave bien temperado
, llevando el ritmo con sus pies grandes con calcetines agujereados, explicaba el arte de Glenn Gould, cuando lo escuchas, en lugar de un piano, oyes una orquesta. Cada tema se responde en un canon, desaparece en la mano derecha para reaparecer en la izquierda, se declina de un tono al otro para saltar a una nueva melodía. Se alternan silencios y suspiros, dando relieve a la obra que te mantiene en vilo. Su ejecución no es
staccato
, y mucho menos
legato
, sino
des-ta-ca-do
. Cada nota que toca es distinta de las demás, de modo que ninguna está ligada a la otra, ninguna depende del azar. Es arte, Hortense, Arte con mayúsculas..., mientras que Hortense, sentada a sus pies, dibujaba un proyecto de escaparate sobre un gran cuaderno blanco de espiral, con los lápices de colores desparramados a su alrededor. Eran momentos de tregua. Ella perfilaba, borraba, repasaba un trazo, hablaba de la decoración navideña de los escaparates de Hermès en la calle Faubourg-Saint-Honoré, tenías que haberlo visto, Gary, colores de Oriente, cálidos, muy cálidos, muy pocos objetos, piel y espadas, leones, tigres, loros, largos lienzos, era tan bonito y tan... único. Yo también quiero hacer cosas bonitas y únicas. Él extendía la mano y le acariciaba el pelo, me gusta cuando piensas, ella mordía su lápiz y le pedía háblame, dime lo que sea y lo encontraré, lo encontraré... Él recitaba versos de Byron y su voz suave, las palabras inglesas delicadamente pronunciadas componían otra partitura, una música que acompañaba a la de Bach, se entrecruzaba con las notas, colmaba un suspiro, se sumaba a un acorde. Él cerraba los ojos, su mano se detenía sobre el hombro de Hortense, la mina del lápiz de Hortense se rompía, ella se enfadaba, tiraba el cuaderno, decía no lo encuentro, no lo encuentro y el tiempo pasa... Lo encontrarás, te lo prometo. La urgencia es el territorio perfecto para encontrarlo. Lo encontrarás el día antes de la llamada de la abominable Miss Farland. Te acostarás ignorante y te levantarás sabia, confía, confía... Ella levantaba la cabeza hacia él, ansiosa y hastiada.

—¿Eso crees, lo crees de verdad? ¡Oh! Ya no lo sé, Gary... Es horrible, tengo dudas. ¡Odio esa palabra! Odio ser así... ¿Y si no lo consigo?

—Sería contrario a tu lema.

—¿Y cuál es mi lema?

—«Sólo creo en mí».

—Primera noticia...

Chupaba la mina del lápiz, retomaba el dibujo. Se pasaba la mano por el pelo alborotado, gemía. Él discurría sobre el arte del piano, la forma de separar cada nota y aislarla. De desvestirla fríamente...

—Eso es lo que deberías hacer, desnudar tus ideas una por una; tienes demasiadas rondándote la cabeza y, por eso, ya no sabes qué pensar...

—Eso quizás funcione para el piano, pero conmigo...

—Sí, piénsalo bien: una nota y después otra y otra, y no un kilo de notas... ¡Ésa es la diferencia!

—¡Oh! ¡No entiendo nada de lo que dices! Si te crees que me estás ayudando...

—Te estoy ayudando, pero no lo sabes. Ven a besarme y se hará la luz.

—No quiero un hombre, ¡quiero una idea!

—Soy tu hombre y todas tus ideas. ¿Sabes qué, mi querida Hortense? Sin mí, no eres más que una pobre piltrafa...

Joséphine y Shirley les observaban sin decir nada y sonriendo. Después se iban a la cocina, cerraban la puerta y se abrazaban.

—Se quieren, se quieren pero no lo saben —aseguraba Joséphine.

—Son como dos asnos enamorados y ciegos...

—Esto va a acabar bajo un gran velo blanco —canturreaba Joséphine.

—¡O en una cama con una batalla de almohadas! —exclamaba Shirley.

—¡Y nosotras nos convertiremos en dos guapas abuelas!

—¡Pero yo continuaré echando una cana al aire! —protestó Shirley.

—Qué guapos son nuestros hijos.

—¡Y tienen el mismo carácter de perro!

—Yo era tan torpe a su edad...

—Y yo ya tenía un hijo...

—¿Crees que Hortense toma la píldora? —se inquietó Joséphine.

—Su madre eres tú...

—Quizás debería preguntárselo...

—En mi opinión, ¡te va a mandar a paseo!

—Tienes razón... Créeme, es menos cansado tener un varón que dos chicas.

—¿Abrimos el foie gras para esta noche?

—¿Con confitura de higos?

—¡Oh, sí! ¿Y si tomásemos un pequeño anticipo ahora? ¡Nadie se enteraría! —sugería Shirley, los ojos brillando de glotonería.

—¿Y una copita de champaña mientras nos contamos tonterías?

Saltaba el tapón, se desbordaba la espuma, Shirley pedía un vaso, deprisa, deprisa, y Joséphine recogía la espuma con un dedo y se lo chupaba.

—¿Sabes lo que encontré la otra noche buscando en la basura? Una libreta negra, un diario íntimo...

—Mmmm... —ronroneaba Shirley saboreando el champaña—, ¡qué bueno está! ¿Y de quién es?

—Precisamente, no lo sé...

—¿Y crees que lo tiraron a propósito?

—Eso creo... Debe de ser alguien del edificio. Es una libreta vieja. Lleva una fecha: noviembre de 1962... El desconocido escribe que tiene diecisiete años y que su vida va a empezar.

—Lo que significaría que ahora tendría..., espera un momento..., ¡unos sesenta y cinco años! Nuestro misterioso escritor no es ningún jovencito... ¿Lo has leído?

—Lo he empezado... Pero me pondré a fondo con él en cuanto me quede sola...

—¿Hay muchos individuos de sesenta y cinco años en el edificio?

—Debe de haber unos cinco o seis... Además del señor Sandoz, el pretendiente de Iphigénie que, según ella, se quita años y tiene unos sesenta y cinco... Voy a investigar. Edificio A y edificio B incluidos, porque la basura es común.

—Es curioso —ironizó Shirley—, aquí, el único sitio donde la gente se mezcla es: ¡en la basura!

Zoé esperaba el 26 de diciembre con impaciencia. Marcaba los días en su calendario y saltaba de la cama cada mañana para tachar uno. ¡Estoy más estresada que una vaca sin hierba! ¡Quedan dos días! ¡Una eternidad! ¡No podré soportarlo! Me moriré antes... ¿Se pueden perder dos kilos en dos días? ¿Se puede acabar con un grano? ¿Bloquear el sudor? ¿Aprender a besar con destreza? ¿Y mi pelo? ¿Lo aliso con gel o no? ¿Me lo recojo o no? Hay tantas cosas de las que me gustaría estar segura...

Y en primer lugar, ¿cómo me voy a vestir para recibirle? Ese tipo de cosas se preparan con antelación... Podría preguntárselo a Hortense, pero Hortense tiene la cabeza en otro sitio.

Hortense había aceptado el papel de guardiana nocturna. ¡Y no quiero que me despierten ruidos de cópula! ¿Has entendido, Zoé? Quiero estar en forma para el 2 de enero. Fresca como una rosa. Y eso quiere decir: dormir tranquila. ¡No hacer de carabina! ¡Así que nada de juegos de manos ni de cabalgadas salvajes o empiezo a repartir leña!

Zoé se sonrojaba. Se moría de ganas de preguntar a Hortense cómo se cabalgaba salvajemente y si dolía.

El 26 de diciembre, sobre las cinco de la tarde, Gaétan llamaría a la puerta. Cuatro y dieciocho en la estación de Saint-Lazare, cinco en punto en casa. Nadie más que ella tendría derecho a recibirle y nadie más que ella debía aparecer cuando él llegase. ¡Todos en vuestros cuartos o todos fuera, esperando la señal para volver! Todas esas miradas clavadas en él serían demasiado intimidantes.

Habían hablado mucho para saber si le preocupaba volver al edificio en el que había vivido. Gaétan había dicho que no, que no le molestaba. Lo había pensado bien y había perdonado a su padre. Lo compadecía sinceramente. Lo decía con una voz tan grave que Zoé tenía la impresión de estar frente a un extraño. Entiéndelo, Zoé, cuando te enteras de lo que vivió de niño, cómo le abandonaron, le maltrataron, le utilizaron, torturaron, no puedes esperar que fuese normal... Él intentó ser normal, pero no podía. ¡Es como si hubiese nacido cojo y le pidiesen que corriera los cien metros en nueve segundos! Lo había mezclado todo: el amor, la rabia, la revancha, la cólera, la pureza. Quería matar y quería amar, pero no sabía cómo enfrentarse a ello. Me entristece lo de tu tía, claro, pero no estoy triste por él. No sé por qué... A su manera, nos quiso. No consigo odiarle. Estaba loco, eso es todo. Y yo no estaré loco, lo sé.

Repetía continuamente y yo no estaré loco.

Zoé esperaba en su cuarto, preparando regalos que fabricaba ella misma con alambre, cartón, lana, cola, lentejuelas, pintura. El tiempo pasaba deprisa cuando su mente y sus manos estaban ocupadas. Se concentraba en el color que elegir, el dibujo que recortar, el trozo de lana que pegar. Chupaba la cola que se le secaba sobre el índice, se mordía el labio inferior como si saboreara un dulce. Oía el piano en el salón y comprendía por qué a Gary le gustaba tanto esa música. Escuchaba las notas, le entraban en la cabeza, las sentía eclosionar en el estómago y le cosquilleaban el fondo de la garganta. La música la absorbía, era mágica. Pediría a Gary que le copiase los CD para escucharlos cuando Gaétan se hubiese ido. Con la música se sentiría menos triste...

Porque ya estaba pensando en el día en que se iría...

No podía evitarlo. Se preparaba para la pena que iba a invadirla. Pensaba que había que prepararse más para la tristeza que para la felicidad. La felicidad es fácil, basta con dejarse llevar. Es como bajar por la pendiente de un tobogán. La tristeza es remontar a pie un tobogán larguísimo.

Se preguntó por qué era así y sacó el cuaderno para escribir sus pensamientos. Leyó el último texto que había escrito mientras chupaba la capucha del boli Bic.

«He ido a ver una exposición de arte moderno con la clase y no he entendido nada. Me exaspera. Una piscina hinchable roja con tenedores en el fondo del agua y guantes de cocina medio hinchados no me inspira nada... El profe estaba allí, extasiado, y a mí me pareció horriblemente feo.

»Al salir, nos cruzamos con un grupo de indigentes que bebían latas de cerveza y uno quiso pegarse con el profesor... Pero el profesor no entró al trapo al ver que el mendigo era más bien debilucho y el profe es un cachas. Y yo sentí pena por el indigente, aunque no fuera de los simpáticos. Y me deprimí. Y el profe dijo que no se podía salvar el mundo, pero a mí me da igual. Ya he comprado dos anillos e incienso para el tercer mundo en el insti. Y sigo sonriendo y dando panecillos a los mendigos de la calle. Me siento indignada.

»Y entonces el profe dijo que tenía que dejar de soñar y que no existía eso del mundo perfecto. Y entonces sentí unas ganas enormes de ponerme a llorar. ¡Ay! Lo sé, es supertonto, pero sentía cómo el fuego subía a mis mejillas. Entonces se lo dije a Emma y me dijo déjalo, Zoé, el profe tiene razón, madura un poquito...

»No quiero madurar si es para convertirme en alguien como el profe al que le parecen bonitas las piscinas con tenedores en el fondo y se niega a salvar al mundo. ¡Qué tontería! Quiero que me comprendan. Yo me siento llena y los demás están vacíos, y entonces me siento supersola. ¿Así que eso es la vida? ¿Sentir dolor? ¿Eso es crecer? Tener ganas de avanzar y de saborear y a la vez también de vomitar y de volver a empezar. Bah, no..., yo no quiero ser así. Tendré que hablarlo con Gaétan».

Seguía una receta de sardinas en aceite con ralladura de manzana verde, que le había dado una chica que pensaba como ella, que lo de la piscina con tenedores y guantes de goma era una estupidez. Se llamaba Gertrude y no tenía amigos porque a todo el mundo le parecía atroz llamarse Gertrude. A ella le gustaba hablar con Gertrude. Le parecía injusto que la evitasen por culpa de un nombre que huele a naftalina.

Gertrude tenía todo el tiempo del mundo para pensar y, a veces, soltaba frases hermosas como el rocío. Por ejemplo, al salir del museo, había dicho ¿sabes, Zoé?, la vida es bella, pero el mundo no...

Y eso le había encantado, la vida es bella, pero el mundo no, porque eso la llenaba de esperanza y ella necesitaba mucha esperanza.

—Cuando se bebe champaña, se hacen confidencias —declaró Joséphine—. Me debes por lo menos dos confidencias... ¡Porque hemos bebido dos copas de champaña cada una!

—Y no hemos terminado todavía...

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