Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
Entregaron sus abrigos a la pequeña filipina que se encargaba del guardarropa.
Entraron en el primer salón abriendo completamente los brazos, y abrazaron a Bérengère sin cerrarlos. Preguntaron por Jacques. En su habitación, preparándose, respondió Bérengère rogando al Cielo para que terminase su sudoku lo antes posible.
A las siete y media, Joséphine pasó por la puerta de servicio, dejó las pesadas cajas de buñuelos sobre la mesa de la cocina y pidió que avisasen a Bérengère de su presencia.
Bérengère entró como una tromba en la cocina y le dio las gracias besándola desde lejos. Gracias, gracias, ¡me has salvado la vida! ¡No tienes la menor idea! Estaba desesperada, ¡a punto de hacerme el harakiri! Pero ¿tan importantes son esos buñuelos de crema?, se preguntó Joséphine, observando la expresión trastornada de Bérengère, que contaba y recontaba sus buñuelos.
—¡Perfecto! Están todos. ¡Sabía que podía contar contigo! ¿Y la factura? No la habrás olvidado, espero...
Joséphine buscó, pero no la encontró. Bérengère decretó que, al fin y al cabo, no importaba tanto; ya no era problema suyo, puesto que iban a divorciarse. Podía desentenderse.
Pidió a un empleado que la ayudara a repartir los buñuelos en bandejas para llevarlos después hasta la gran mesa del segundo salón.
—Pero ¿cuántos salones tienes? —preguntó Joséphine, divertida.
—Tres. Cuando pienso que él va a refugiarse en un apartamento de soltero... Ha perdido el juicio. Pero eso no es nada nuevo. ¡Ya hace algún tiempo que no entiendo nada de lo que piensa! Al principio, creí que tenía una amante... Pero ¡ni eso! Simplemente está harto. De qué exactamente, no lo sé. Y además, me trae sin cuidado... Llevo mucho tiempo buscándome un sustituto.
Miró a Joséphine y pensó en Philippe Dupin. Ese último habría sido realmente la presa ideal. Rico, seductor, culto. Le habían contado que sentía debilidad por Joséphine. Incluso que ellos...
—Hace tiempo pensé en Philippe Dupin... pero me he enterado de que vive con alguien...
—Ah... —dijo Joséphine, agarrándose al borde de la mesa. Sintió que le desfallecían las piernas y que no podría mantenerse en pie.
—Tengo una amiga en Londres... Me llamó ayer. Parece ser que vive con una chica. ¿Cómo se llamaba? Debbie, Dolly... ¡No! Dottie. Se ha instalado en su casa con todas sus cosas. Sin pedirle opinión. ¡Lástima! Me gustaba. ¿Te pasa algo? ¿Te encuentras mal? Te has puesto pálida.
—No, no... Estoy bien —murmuró Joséphine, agarrada a la mesa para no caerse.
—Porque durante algún tiempo oí decir que estabais muy unidos...
—¿Eso decían? —respondió Joséphine, oyendo su voz como si no fuese suya.
—No se dicen más que tonterías. Y no es justo en tu caso. No es tu estilo eso de quitarle el marido a tu hermana...
Las interrumpió una mujer que, al entrar en la cocina, vio los buñuelos y se lanzó sobre la bandeja gritando ¡divinos, divinos! Bérengère le dio un cachete en los dedos. La golosa se excusó con expresión de niña mala.
—¡Hala, vamos! —exclamó Bérengère—, haced el favor de salir de la cocina las dos... En cuanto termine de colocar mis buñuelos estaré con vosotras...
Joséphine aceptó una primera copa de champaña. Se sentía sin fuerzas. Débil, muy débil. Después bebió una segunda, y una tercera. Una extraña sensación de levedad inundó su cuerpo. Un hormigueo de placer. Paseó la mirada por la sala y descubrió a la gente que la rodeaba.
Eran los mismos.
Los mismos que veía en casa de Philippe e Iris cuando tenían invitados.
Personas que hablan muy alto. Que lo saben todo. ¿Que hojean un libro? Lo han leído. ¿Que leen la reseña de un espectáculo? Lo han visto. ¿Que oyen un nombre? Es su mejor amigo. O su peor enemigo, ya no lo saben exactamente. A fuerza de mentir, se creen sus propias mentiras. Una noche, adoran, al día siguiente, detestan. ¿Qué ha pasado para que cambien de opinión? Lo ignoran. Les gustó una ocurrencia malévola o valoraron un comentario ingenioso. Convicciones, ni una. Análisis profundos, todavía menos. No tienen tiempo. Repiten lo que han oído, a veces lo repiten a la misma persona de quien lo escucharon.
Les conocía de memoria. Podía cerrar los ojos y describirlos.
No tienen ideas, sino rebotes. Emplean palabras grandilocuentes con las que se regodean, hacen una pausa para juzgar el efecto, levantan una ceja para advertir al imprudente que se atreva a contradecirles, y retoman su discurso ante un auditorio extasiado.
Su pensamiento no es más que humo. Todos entonan la misma cantinela. No tienen más que aparentar que... y unirse al coro, para evitar que te consideren un pánfilo.
Joséphine pensó en Iris. Ella se sentía a gusto en ese entorno. Aspiraba ese aire fétido como una gran bocanada de aire puro.
El piso era una sucesión de salones, alfombras, cuadros colgados en las paredes, sofás mullidos, chimeneas, pesadas cortinas. Empleados filipinos atravesaban las habitaciones llevando bandejas más grandes que ellos. Sonreían, disculpándose por ser tan endebles.
Reconoció a una actriz que, en otra época, había protagonizado las portadas de las revistas. Debía de tener unos cincuenta años. Se vestía como una adolescente, jersey por encima del ombligo, vaqueros ajustados, bailarinas y se reía con cualquier cosa retorciendo sus mechones morenos ante la mirada de su hijo de doce años, que la observaba, incómodo. Debía de haber oído decir que reírse a carcajadas era síntoma de juventud.
Algo más lejos, una antigua belleza de largos cabellos rubios salpicados de mechas grises, célebre por sus tres maridos, a cada cual más rico, contaba que había abandonado definitivamente toda seducción. A partir de entonces, cuidaba de su alma y ponía su vida en manos del Dalai Lama. Bebía agua caliente con una rodaja de limón, meditaba y buscaba una niñera para su marido, para poder proseguir su búsqueda espiritual sin verse frenada por obligaciones sexuales. ¡El sexo! ¡Cuando pienso en la importancia que se le da en nuestra sociedad!, se indignaba, azotando el aire con la mano con expresión exasperada.
Otra iba colgada del brazo de su marido como una ciega del arnés de su lazarillo. Él le daba golpecitos en el brazo, le hablaba suavemente y contaba con vehemencia detalles de su último descenso de un glaciar con su amigo Fabrice. Su mujer no parecía recordar quién era Fabrice y babeaba. Él le secaba la boca con ternura.
¡Y ese hombre hinchado de bótox! Iris le había contado que calzaba un cuarenta y uno, se compraba los zapatos del cuarenta y seis y les metía unos calcetines enrollados para exhibir unos pies grandes y hacer creer que tenía un sexo enorme. Cuando dibujaba —era arquitecto de interiores—, un asistente sacaba punta a los lápices y se los daba en mano. Hacía venir a un peluquero desde Nueva York una vez al mes para que le cortara el pelo y le hiciera reflejos. Precio del desplazamiento: tres mil euros. Billete de avión incluido, alardeaba. Al fin y al cabo, no sale tan caro...
Joséphine los iba reconociendo uno por uno.
E iba encadenando copas de champaña. La cabeza le daba vueltas.
¿Qué estoy haciendo aquí? No tengo nada de que hablar con toda esa gente.
Se dejó caer en un sofá y rezó para que nadie le dirigiese la palabra. Voy a desaparecer poco a poco, me difuminaré y llegaré a la salida.
Y entonces...
Y entonces aparecieron los buñuelos. Hicieron su entrada en el salón, presentados en bandejas de plata por los filipinos. Se oyeron gritos, estallidos de aplausos, seguidos de un tumulto hacia las mesas donde fueron depositados.
Joséphine aprovechó para levantarse, cogió el bolso y se disponía a marcharse cuando Gaston Serrurier le cerró el paso.
—Vaya, vaya... ¿Tomando notas en casa de los ricos y depravados? —preguntó con tono sarcástico.
Joséphine enrojeció vivamente.
—Así que yo tenía razón. Es usted una espía. ¿Para quién trabaja? Para mí, espero... Para su próxima novela...
Joséphine balbuceó no, no, no estaba tomando notas.
—¡Hace usted mal! Esta reunión es un nido de anécdotas. Conseguiría material para escribir las Cartas de Madame de Sévigné, eso la alejaría un poco del siglo doce. Y a mí me vendría estupendamente. Observe, por ejemplo, a esa pareja tan conmovedora...
Y señaló con el mentón a la mujer que colgaba del brazo de su marido.
—También a mí me han parecido los únicos enternecedores —dijo Joséphine.
—¿Quiere que le cuente su historia?
La cogió por el codo y la acompañó a un sofá donde se instalaron uno junto al otro.
—Aquí estamos bien, ¿no? Como en el cine. Míreles. Lanzándose todos sobre los buñuelos de crema de Bérengère. Parecen enormes moscas voraces, moscas a las que se engaña fácilmente... Porque no es Bérengère quien hace esos deliciosos buñuelos. Es la señora Keitel, pastelera del distrito quince. ¿Lo sabía?
Joséphine fingió ofenderse ante esa maledicencia.
—No, no, no —canturreó Serrurier—. Es inútil... Miente usted muy mal. La he visto entrar subrepticiamente por la puerta de servicio, encorvada por el peso de los buñuelos; incluso se le ha caído la factura. ¡Eso no le va a gustar a Jacques! No podrá incluir los buñuelitos en sus gastos de representación...
Se metió la mano en el bolsillo, exhibió la factura y la devolvió cuidadosamente a su sitio. Joséphine resopló y se tapó con la mano. Se sentía mejor y tenía ganas de reír.
—Así que por eso la ha invitado... —siguió Gaston Serrurier—. Me preguntaba pero ¿qué hace en esta reunión esta mujer deliciosa y delicada? ¡Debí imaginármelo! Jacques ha desertado, Bérengère la ha llamado en el último minuto y usted ha dicho sí, claro... En cuanto se presenta un trabajo, acaba haciéndolo usted. Debería refundar las hermanitas de los pobres o abrir una sucursal de los
Restos du cœur
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...
—Lo pienso a menudo... Sólo con lo que irá a parar a la basura esta noche... Me pone enferma imaginarme todo este desperdicio.
—Lo que yo pensaba. Deliciosa y delicada...
—Lo dice usted como si dijese estúpida y boba...
—¡Nada de eso! Yo soy fiel al sentido de las palabras y mantengo mi opinión sobre usted...
—Nunca se sabe si está usted de broma o habla en serio...
—¿Y no cree que es mejor así? Resulta muy aburrido vivir con alguien previsible. Debe de aburrirse uno enseguida. Si hay algo que detesto en esta vida es el aburrimiento... Podría matar por aburrimiento. O morder. O poner una bomba.
Se pasó la mano por el pelo y añadió con tono de niño castigado:
—Y además, ¡no puedo fumar! Tendría que salir, y prefiero quedarme con usted... ¿Le molestaría que la cortejara?
Joséphine no supo qué contestar. Se miró la punta de los zapatos.
—La estoy aburriendo manifiestamente.
—¡Oh, no! —protestó, horrorizada ante la idea de haberle herido—. Pero es que se está desviando, debía usted contarme la historia de esa pareja que me parece tan conmovedora.
Gastón Serrurier esbozó, tomándose su tiempo, una sonrisa tenue y cruel.
—Espere un poco antes de malgastar la emoción... No se embale, es un asunto curioso que huele a azufre y a agua bendita...
—Lo disimulan muy bien...
—Podría decirse así...
—Podría ser una nueva versión de
Las diabólicas
.
—En efecto. Habría que contárselo a Barbey d’Aurevilly, ¡lo añadiría a su antología! Resumo: ella viene de una familia rica, católica, provinciana. Él procede de un entorno modesto, un parisino de barrio. Ella es tímida, vergonzosa, ingenua, ha aprobado el bachillerato con cierta dificultad. No importa, su fortuna reemplaza a cualquier diploma. Él la conoce en la autoescuela, la seduce y se casan siendo ella muy joven, muy virgen. Y estando muy enamorada...
—¡Un auténtico cuento de hadas! —exclamó alegremente Joséphine, cada vez más a gusto en compañía de ese hombre.
Le hacía reír todo lo que decía. Ya no se sentía tan extraña en ese salón.
—¡Y aún no ha terminado! —contestó él, poniendo cara de suspense—. De hecho, no sé si debería contarle todo esto. ¿Merece usted que se lo confíe?
—Le juro por lo más sagrado que no diré nada... De hecho, de la gente que conozco, no veo a quién podría interesarle...
—Tiene usted razón... No ve usted a nadie, no sale nunca, salvo para ir a misa. Con una mantilla larga en la cabeza y el rosario anudado a la muñeca...
—Prácticamente es así... —respondió Joséphine echándose a reír.
Se había puesto a reír como una niña. Y de golpe se volvió bella, deslumbrante, luminosa. Como si la enfocara un proyector. La risa había liberado una belleza escondida que hacía brillar sus ojos, su piel, su sonrisa.
—Debería usted reírse más a menudo —dijo Gaston Serrurier mirándola con seriedad.
Joséphine sintió, en ese preciso momento, que se creaba un vínculo entre ellos dos. Una complicidad tierna. Como si él depositara un casto beso sobre sus párpados cerrados y ella lo recibiese en silencio. Como un pacto. Ella aceptaba su brutalidad generosa, él se sentía conmovido por su inocencia risueña. Él la estimulaba, la hacía reír, ella le asombraba, le enternecía. Menudos amigos vamos a ser, pensó Joséphine fijándose por primera vez en su nariz larga y recta, su tez bronceada, sus negros cabellos de hidalgo, dulcificados por mechas blancas.
—Bueno, prosigo... Una boda bonita... Un precioso piso regalado por los padres de ella, un hermoso palacete en Bretaña perteneciente igualmente a los suegros. En fin, un buen inicio de vida en común. Él se puso inmediatamente manos a la obra para engendrar hijos con ella, dos hijos guapísimos, y... no volvió a tocarla nunca más. Ella apenas se extrañó, pensó que era lo normal en todas las parejas. Y entonces, un día, años más tarde, en una estación de esquí, ella olvidó el gorro de lana en su dormitorio —o más bien debería decir en el dormitorio conyugal—, volvió a subir y encontró a su marido... en la cama... con un amigo. Su mejor amigo. En plena acción. Fue una impresión terrible. Desde entonces ella vive bajo los efectos del Prozac y no suelta el brazo del hombre que la traicionó. Y aquí es donde la historia se vuelve remarcable... Él se ha convertido en el mejor marido del mundo. Atento, dulce, solícito, paciente. Puede decirse que, a partir de ese instante, de esa cruel desilusión, formaron por fin una pareja... Asombroso, ¿no?
—En efecto...
El amor es asombroso. Philippe dice que me quiere y duerme con otra. Ella deja su reloj sobre la mesita de noche antes de ducharse, se acurruca en sus brazos para dormirse...