Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (45 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—¡Que no! Cómo puedes pensar que...

—¡Nosotras nunca hablamos así de los chicos! Te lo juro, era horrible. Y no eran ellos los cerdos, eran las chicas. Todas unas guarras, de usar y tirar. ¡No había ningún tipo de sentimiento, mamá, ninguno! Yo me sentí asqueada. Y entonces le conté a Emma lo de Gaétan y entonces, de pronto, va y me dice que está muy cabreada porque no le dije nada antes..., que no la considero una amiga, una amiga de verdad, y nos peleamos... Mamá, no entiendo nada del amor, nada de nada...

¿Y yo qué?, pensó Joséphine. Soy una ignorante, una auténtica cateta. Debería existir un código de buena conducta, unas reglas que seguir. Para Zoé y para mí, sería lo ideal. Nosotras no tenemos armas para internarnos en los laberintos del amor y comprender su estrategia. Nos gustaría que el camino fuera recto, que fuera siempre bonito, bonito y puro. Nos gustaría darlo todo y que el otro lo tomase. Sin cálculos ni suspicacias.

—Mamá, ¿qué es lo que quieren los hombres?

Joséphine se sentía terriblemente impotente. Un hombre no te quiere por tus virtudes, un hombre no te quiere porque estás siempre ahí, un hombre no te quiere si eres un soldado fiel. Un hombre te quiere por una cita a la que no acudes, un beso que rechazas, una palabra que no pronuncias. Serrurier lo había dicho ayer mismo, ante todo no hay que ser previsible.

—No lo sé, Zoé... No hay reglas, ¿sabes?...

—¡Pero tú deberías saberlo, mamá! Tú eres vieja...

—¡Muchas gracias, cariño! —dijo Joséphine riéndose—. ¡Eso me devuelve el ánimo!

—¿Quieres decir que nunca se sabe? ¿Nunca?

Joséphine asintió, desconsolada.

—¡Pero eso es horrible! Hortense no se plantea esos problemas...

—¡Deja de compararte con Hortense!

—¡Ella no sufre! Entre Gary y su trabajo, no lo ha dudado. Ha hecho las maletas y se ha marchado. Ella es fuerte, mamá, es extraordinariamente fuerte...

—Hortense es Hortense...

—Y no nos parecemos a ella...

—¡Para nada! —sonrió Joséphine, que empezaba a encontrar la situación bastante divertida.

—¿Puedo dormir contigo hasta que suene el despertador para ir a clase?

Joséphine se apartó y dejó sitio a Zoé que fue a acostarse contra ella. Se enrolló un mechón de pelo en el pulgar. Se metió el dedo en la boca y declaró:

—Estoy harta de los chicos que no respetan a las chicas. Y lo peor es que yo me quedé callada como una estúpida. ¡No quiero que vuelva a ocurrir! Los tíos no son mejores que nosotras. ¡Nosotras también tenemos algo entre las piernas!

* * *

Mientras Joséphine y Zoé dormían en París, con la nariz de una pegada al cuello de la otra, Hortense se levantaba en Londres. Café solo, tres terrones de azúcar, pan integral, mantequilla, zumo de limón y estiramientos de gato desconfiado. Tenía un mes y medio para realizar los dos escaparates. Un mes y medio y un presupuesto de camella famélica buscando arbustos en el desierto. Miss Farland había aprobado su idea, se había guardado su bolígrafo bailarina de striptease de Pigalle, tamborileó con sus largos dedos de uñas rojo vampiro sobre la mesa y soltó: tres mil libras, tiene usted tres mil libras para sus escaparates...

—¡Tres mil libras! —había exclamado Hortense, con la boca como una O indignada—, ¡pero si eso es una miseria! Tendré que contratar a un ayudante, construir un decorado, alquilar una furgoneta para transportarlo todo, encontrar los maniquíes, los vestidos, un fotógrafo, tengo un montón de ideas, pero con tres mil libras ¡no podré hacer nada!

—Si no está contenta, ceda su lugar... ¡Hay un montón de pretendientes!

Había señalado con el mentón la pila de candidaturas sobre su mesa.

Hortense se había tragado su indignación. Se había levantado con estilo y una gran sonrisa, y se había marchado con un paso que deseaba que fuese tranquilo. Al salir se había cruzado con la mirada socarrona de la secretaria. La había ignorado, había cerrado suavemente la puerta del despacho, había respirado profundamente y había empezado a dar patadas al marco del ascensor.

—Tres mil libras —suspiraba cada mañana, anotando un nuevo gasto en la ya larga lista.

No se le pasaba el enfado. Murmuraba tres mil libras bajo la ducha, tres mil libras lavándose los dientes, tres mil libras poniéndose sus vaqueros agujereados, tres mil libras empolvándose la nariz. Tres mil libras, una afrenta. Una propina para la señora de los aseos. Desde que era niña sabía que, sin dinero, no eras nada, y que, con dinero, lo eras todo. Ya podía su madre repetirle lo contrario, hablarle del corazón, del alma, de la compasión, de la solidaridad, de la generosidad y otras chorradas de las que no creía una palabra.

Sin dinero, a una no le queda otra que sentarse en una silla y llorar. No puedes decir no, no puedes decir elijo, no puedes decir quiero. Sin dinero no eres libre. El dinero sirve para comprar la libertad por metros. Y cada metro de libertad tiene su precio. Sin libertad, uno inclina la cabeza, deja que la vida pase por encima y dice gracias. ¿Qué habría hecho Chanel en su lugar? Habría encontrado un hombre que la financiara. No por amor al dinero, sino por amor al trabajo. Como yo. Deme dinero que yo le dejaré impresionado y haré maravillas. ¿A quién podría decir eso? Nunca he tenido un amante rico. Boy Capel tenía caballerizas, bancos, títulos, grandes casas llenas de flores, de criados y de jerséis de cachemira que no picaban. Mi amante es el nieto de la reina, pero siempre lleva la misma camiseta, la misma chaqueta ajada e imita a las ardillas en el parque.

Y además estamos peleados.

Entonces escribía columnas de cifras para calcular los gastos. Los maniquíes, el precio del alquiler del estudio, los honorarios del fotógrafo, las fotos que había que transformar en carteles gigantes, la ropa y los accesorios, el decorado, los derechos del vídeo de Amy Winehouse, etc. Buscaba en vano una cifra que poder tachar. No la encontraba. Todo costaba dinero. ¿Y quieren que no lo tenga en cuenta? Volvía a la hipótesis del amante rico. ¿Nicholas? Tenía ideas, relaciones, pero ni un céntimo y brazos enclenques de urbanita. No podría ni servirme de transportista. ¿Y los otros, los anteriores? Los había maltratado demasiado para pedirles un favor. Ni siquiera estaba segura de que sus compañeros de piso quisieran ayudarla. Desde su comentario ante el suicidio de la hermana de Tom, estaban algo distanciados de ella. Tendría que aprender a ser buena, se dijo.

Y estuvo a punto de atragantarse.

¿Quién? A quién visitar y decirle confíe en mí, deme dinero, lo conseguiré. Apueste por mí, no se arrepentirá.

¿Quién podría escuchar eso sin tacharla de pedante y pretenciosa? No soy pretenciosa, soy Gabrielle antes de Coco, pronto tendré mi marca, mis desfiles, mis fanáticos, reinaré en las primeras páginas de las revistas con frases que aparecerán en letras de molde. Lo tengo todo pensado. «La moda no es una fobia, una locura, un despilfarro frívolo, sino la traducción de una sinceridad, de una autenticidad de sentimientos, de una exigencia moral que da aplomo y gracia a la mujer. La moda no es superficial, la moda tiene raíces profundas en el mundo y en el alma. La moda tiene un sentido...». Los periodistas se asombrarán. Repetirán mis opiniones. Las escribirán en sus artículos. Es esa clase de prestigio moral, esa forma de comentario dirigido lo que tendría que vender a un pichón. Un pichón inteligente, fino, sofisticado, con una buena cuenta bancaria.

Y ésos no se encontraban al doblar una esquina.

A ese pichón sofisticado deberá gustarle mi idea del detalle. Explicarle que las mujeres encuentran su belleza fundiéndose en un conjunto y destacando dentro de él gracias a un ínfimo detalle, un detalle que las caracteriza. Debo venderle una hermosa historia al pichón, un bello argumento que aúne el esnobismo de la cultura con la idea de la belleza. Le dejaré con la boca abierta y me abrirá su cartera de par en par.

Cuando pensaba de esa forma, sentía confianza. Enderezaba los hombros, alzaba el mentón, entornaba los párpados y se imaginaba cubierta de ofertas de trabajo. Pero cuando buscaba un nombre para apuntar, en tanto que pichón sofisticado con una buena cuenta bancaria, le entraba el pánico... ¿Dónde encontrarlo? ¿Por qué calle de Londres paseaba? ¿Acaso su nombre estaba en la guía?

Ella no tenía amigos. Nunca había creído en la amistad. Nunca había invertido en ese sentimiento. ¿Existía una página en Internet donde alquilar amigos por meses, el tiempo de triunfar con dos escaparates? El tiempo de hacerles currar como esclavos y después despedirles con una sonrisa en los labios. Gracias, chicos, ahora ya podéis volver a casa... Los amigos están para hacer favores gratuitamente. Y necesitaba amigos con urgencia.

Pensó de nuevo en sus compañeros de piso. Sam se había ido, pero Tom, Peter, Rupert... Decidió que no era buena idea. Nunca se dejarían tratar como esclavos. ¿Y el nuevo? ¿Jean el Granulado? Él estaría encantado de que le pidiera un favor. Era tan feo... Casi deforme. De hecho, podría aparcar en las plazas para discapacitados de los aparcamientos.

Desde que se había mudado con ellos, se había dejado crecer un bigotito rubio bajo su nariz de roedor. Había algo en ese chico que la incomodaba. Tenía la impresión de haberle visto antes. Una reminiscencia del pasado que no le traía nada bueno. Un aire conocido... Y sin embargo, no sé quién es. Se negaba a hablar en francés con ella, con el pretexto de mejorar su inglés. Tiene un acento que huele a sardina de Vieux-Port.

—¿De dónde vienes?

—De Aviñón...

—Pues hubiera apostado a que eras de la parte de La Cane-bière...

—¡Habrías perdido!

Eso último se le había escapado en francés. Había estallado con unas sílabas coloridas y atronadoras. De pronto la casa empezó a oler a bullabesa y a pastís. Su frente había enrojecido y sus granos habían parpadeado como una tragaperras que da un premio. No sabía lo que le resultaba familiar, si los granos o el acento. O los dos, quizás...

No sería él quien invertiría en sus escaparates. No tenía un céntimo. Trabajaba para pagarse los estudios: camarero contratado en las fiestas, limpiador en Starbucks, pinche en McDonald’s, paseador de perros de ricos. Era el rey de los trabajitos, de los que volvía colorado, sudoroso y parpadeando.

A veces, cuando Hortense le daba la espalda, tenía la impresión de que la miraba fijamente. Se volvía de repente y él miraba a otra parte. Quizás sea yo la que me siento incómoda con él... La vida es injusta. ¿Por qué algunos nacen guapos, encantadores, vagos y otros feos y requetefeos? A mí me tocó la lotería al nacer. Tatachán, tendrás el talle fino, las piernas largas, el cutis de nácar, un cabello denso y con reflejos brillantes, los dientes blancos y unos ojos que fulminen a los chicos... Abracadabra, tendrás el pelo graso, agujeros de obús en la cara, la nariz de un roedor y los dientes como palillos. Ella se lo agradecía a la providencia y, a veces, cuando se ponía sentimental, a sus padres. A su padre, sobre todo. Cuando era pequeña, se encerraba en su armario y respiraba el olor de sus trajes, inspeccionaba la longitud de las mangas, el forro de una chaqueta, el acabado del bolsillo para el pañuelo. ¿Cómo había podido elegir a una mujer tan insignificante como su madre? Esa pregunta la sumió en un abismo de reflexión del que emergió inmediatamente. No tenía tiempo que perder.

Entonces pensó en Gary, en el encanto de Gary, en la elegancia de Gary, y se quedó pensativa, masajeando el pequeño vacío de angustia que se le formó a la altura del plexo. Gary, Gary... ¿Qué estaría haciendo? ¿Dónde estaba? La odiaba. No quería volver a verla. ¿O la había olvidado ya? Le daba igual que la odiara, pero no quería que la olvidase. Después se repuso. No iba a dejar que un chico estropease su buen humor y su energía. ¡No, gracias! Ya pensaría en Gary más tarde, cuando hubiese solucionado el problema del pichón forrado.

Volvió a su presupuesto y se rascó la cabeza, perpleja.

Nicholas. Tenía que empezar por él. Necesitaría su ayuda. Sus consejos. Al fin y al cabo, no había llegado porque sí a ser director artístico de la prestigiosa revista
Liberty
, con su hermosa fachada Tudor en Oxford Street.

Le llamó, se citó con él en el bar del Claridge. Pidió dos copas de champaña rosado. Él la observó, asombrado. Ella añadió invito yo, tengo algo que pedirte, y le expuso su problema. Mencionó la posibilidad de un préstamo. Él la cortó inmediatamente.

—No tengo ni un penique para invertir en tu empresa.

Era brutal, pero claro.

Hortense encajó el golpe, reflexionó unos segundos y volvió al ataque:

—Tienes que ayudarme, eres mi amigo.

—Sólo cuando te conviene... Si no, soy una especie de felpudo en el que te limpias los zapatos.

—Eso es falso.

—Es cierto. Hablemos de eso, si quieres... Hablemos de todas las veces que me has tratado como...

—¡Para inmediatamente! Tengo demasiados problemas que solucionar como para empezar a arreglar viejas cuentas que no me interesan. Te necesito, Nicholas, tienes que ayudarme.

—¿A cambio de qué? —preguntó él llevándose la copa de champaña a los labios.

Hortense le miró con la boca abierta.

—A cambio de nada. No tengo dinero, me cuesta sobrevivir con la paga mensual de mi madre y...

—Piensa un poco...

—¡Oh, no! —gimió—. No irás a pedirme que me acueste contigo...

—Efectivamente. Y con un fin pedagógico.

—¿Así es como lo llamas?

—La última vez que comimos juntos, dejaste entender que era una piltrafa. Quiero saber por qué y que me enseñes a mejorar. Me has hecho daño, Hortense...

—No era mi intención...

—¿Piensas realmente que no soy nada del otro mundo en la cama?

—Pues... sí.

—Gracias. Muchas gracias... Ahora soy yo el que va a hacer un trato contigo: tú pasas algunas noches conmigo, me enseñas el arte de hacer gozar a una chica y yo te abro las puertas de mis talleres, dejo que te lleves prestados vestidos y abrigos, bufandas y botines, te doy ideas y te ayudo. En resumen, volvemos a ser una pareja y, si mejoro, consigo conservarte.

—¡Pero si ese tipo de cosas no se pueden aprender! —suspiró Hortense, desanimada—. Se nace con esa ciencia, con esa curiosidad por el cuerpo del otro, ese apetito...

—Y tú pretendes que yo no lo tengo...

—¿Quieres realmente saber lo que pienso? Te lo advierto, me vas a odiar...

—No, prefiero que no... Guárdate tus opiniones para ti sola.

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