Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
No hubo un solo McCallum que destacara por su nobleza y valentía. Por lo visto todos fueron unos haraganes afortunados y ociosos, con la suerte de vivir en una época en la que el hecho de ser señor otorgaba todos los derechos. Uno de los últimos McCallum confesó incluso que no podía evitar hacer el mal: «Sé que moriré en el patíbulo, mi mano tiene malos instintos...».
Durante varios siglos, los señores de Chrichton hicieron que el terror reinara en la campiña y los pueblos cercanos al castillo. Las baladas escocesas cantaban las hazañas de esos hombres crueles, seductores, cínicos. Una de ellas cuenta la historia de un McCallum a quien su mujer adoraba aunque estuviese enamorado de otra. Fue condenado a morir por haber matado a cinco huérfanos a los que disputaba una herencia. Su mujer, el día de la ejecución, fue a implorar perdón al rey y cantó, para enternecerle, una tierna balada que describía las cualidades de su esposo y su amor por él. El rey, emocionado, le concedió el perdón. El ingrato marido, una vez en libertad, huyó a caballo gritando a su pobre mujer: «Un dedo de la mano de la dama a la que amo vale más que todo vuestro hermoso cuerpo enamorado...». Y cuando ella imploró, diciéndole que le rompía el corazón, él respondió que «un corazón roto no es más que un síntoma de mala digestión».
Así eran sus ancestros y aunque, a partir del siglo dieciocho, habían sido obligados por la Corona a obedecer las leyes, la lista de muertes violentas no se interrumpió. Cuando no se batían, o no robaban, o no violaban, se ahogaban. Voluntariamente o no...
El único detalle de esta terrible saga familiar que conmovió a Gary fue la historia de las ardillas de Chrichton. Había en las tierras del castillo ardillas que construían sus nidos en los árboles cerca del estanque. Magníficas ardillas rojas de cola tupida que honraban las tierras de los McCallum. En ninguna otra propiedad había ardillas rojas tan bellas. Un viejo dicho de la familia confería a esos animales un valor profético:
Cuando la ardilla roja deje el nido de Chrichton
el cielo claro del condado de negro se teñirá
y el territorio será invadido por las ratas.
Así que su amor por las ardillas no era una casualidad. La sangre de los McCallum latía en él...
Gary se preguntó si las ardillas se habrían ido ya o estaban a punto de marcharse, y si era por esa razón que Mrs. Howell, presintiendo un trágico final, le había pedido que acudiese con premura.
«Ven enseguida, ven corriendo...».
Intentaba encontrar una razón por la cual su presencia era tan importante.
Aún pensaba en ello cuando el tren entró en la estación de Edimburgo.
Se llamaba Waverley en recuerdo de la novela de Walter Scott, nacido en Edimburgo y en cuyo honor la ciudad había construido un monumento inmenso, una especie de mausoleo dorado, erigido en Princes Street. Edimburgo, capital de Escocia, había sido cuna de numerosos autores, novelistas o filósofos, David Hume, Adam Smith, Stevenson, Conan Doyle... Y del inventor del teléfono, Graham Bell. Cogió su bolsa y bajó al andén. La estación estaba construida en las entrañas de la tierra de tal forma que, para entrar en la ciudad, había que ascender numerosos peldaños de piedra.
Cuando accedió a Princes Street al pie de los muros, sintió que había desembarcado en otro siglo. Se frotó los ojos, atónito: una sucesión de murallas y almenas, una sucesión de castillos en tonos ocres, rojos y grises se levantaba ante él...
Estaban construidos pegados unos contra otros. Contaban la historia de Escocia, de sus reyes y sus reinas, de los complots, de los asesinatos, de las bodas y bautizos. Era un decorado de cine. Si soplaba con todas sus fuerzas, se derrumbarían, dejando que aparecieran detrás las murallas de una ciudad fantasma...
Entró en el primer hotel de Princes Street y pidió una habitación.
—¿Con vista a las murallas? —le preguntó la chica de la recepción.
—Sí —respondió Gary.
Quería dormirse contemplando la belleza majestuosa de esas viejas piedras, que le permitían pensar que era un hijo del país que había vuelto al redil.
Quería dormirse soñando con el castillo de Chrichton y con el padre que le esperaba.
Se durmió, feliz.
Tuvo un sueño extraño: el monje fantasma del castillo venía a sentarse a la mesa del comedor, se quitaba su capuchón negro, se persignaba, juntaba las manos y declaraba la maldición extinta. Duncan McCallum entraba entonces, un gigante tullido de ojos inyectados en sangre, le tomaba en sus brazos y le daba codazos en las costillas llamándole «mi hijo».
* * *
Fue al salir del colegio en el que intentaba educar a los chiquillos nutridos a base de grasa y azúcar para que «comiesen bien» cuando Shirley escuchó el mensaje de Gary. Mantenía el equilibrio, con las carpetas en los brazos y el teléfono en una mano, y pensó que el mensaje no era para ella. Error, debe de ser un error. Lo escuchó varias veces, reconoció la voz de Gary y se quedó inmóvil sobre el borde de la acera. Paralizada. Miraba pasar los coches y se preguntaba si el ruido de la circulación no había enturbiado las palabras del mensaje, obligándola a oír esa cosa asombrosa: su hijo partía en busca de su padre.
Pero ¿para qué? ¿Qué necesidad tiene de ir a buscar a un individuo que nunca ha hecho nada por él mientras que yo, su madre, estoy aquí al borde de la acera queriendo tirarme bajo las ruedas de un coche sólo de pensarlo? Yo, su madre, que le he criado, alimentado, educado, protegido, yo, que lo he hecho todo por él, que me he sacri...
Se paró en seco.
¡Esa palabra no! ¡Te prohíbo pronunciar esa palabra! Esa palabra que pronuncian todas las madres posesivas y celosas.
Se recuperó inmediatamente, estoy delirando, estoy pensando tonterías, cosas en las que no creo... Nunca me he sacrificado por Gary, le he querido con locura. Y todavía le quiero con locura, tengo que razonar...
—Perdone, señora...
Un alumno de la clase que acababa de dejar se detuvo a su altura y le preguntó ¿se encuentra usted bien, señora?, está muy pálida... Ella sonrió con sonrisa cansada.
—Sí, estoy bien, sólo necesitaba tomar el aire...
—¿Por qué no cruza?
—Estaba pensando en una cosa...
—¿En sus clases?
—Esto..., sí. Me preguntaba si había sido bastante persuasiva...
—¡Estuvo bien lo que contó sobre los nuggets! Yo, en todo caso, no volveré a comerlos...
—Y a los demás, ¿crees que les he convencido?
Él sonrió con cierta indulgencia y no contestó.
—No estaba mal mi lema —se defendió Shirley—. «¡Comportaos como corderos y os convertiréis en chuletas!».
—No es por desanimarla pero, si yo fuese usted, insistiría más. Porque a ésos, los nuggets les vuelven locos ¡y con un discurso no les va a convencer de que no los coman más!
—Ah...
—En mi caso, mi madre está muy pendiente de lo que como. Pero a los otros no les preocupa mucho... ¡Sobre todo porque comer bien es caro!
—Lo sé, lo sé —murmuró Shirley—. Es un verdadero escándalo tener que pagar para no envenenarse...
—No debe desanimarse... —dijo el chico, inquieto.
—No te preocupes... Ya encontraré algo...
—Algo muy sangriento... Algo tipo película de miedo.
Shirley hizo un gesto de duda.
—No me gustan mucho las películas de miedo.
—¡Tendrá que hacer un esfuerzo!
Y repitió varias veces ¿está segura de que está bien, no quiere cruzar conmigo? Como si se dirigiese a una viejecita asustada por la densidad del tráfico.
Y, como insistía, ella le siguió y acabó en la acera de enfrente, delante de una tienda que vendía flores, chucherías, pollos asados, bombillas eléctricas y todo tipo de cosas. Buscó sonriendo si había un picador de hielo o una sierra de metales para animar sus charlas.
Algo muy sangriento. ¡Así que debía convertir sus conferencias en
La matanza de Texas
! Le preguntaría a Gary por si se le ocurría algo...
Se detuvo en seco. No se lo preguntaría a Gary. Iba a aprender a vivir sin preguntarle nada a Gary.
Le dejaría partir en busca de su padre sin importunarle. Seguiría su camino sola. Cojeando.
Se materializó en ella un sentimiento de soledad implacable, parecido a un bloque de hielo. Se estremeció, pidió al paquistaní que estaba detrás de la caja registradora un café con leche y un paquete de cigarrillos. Fumar mata. Iba a suicidarse. Lenta, pero ineluctablemente. La soledad también mata. Deberían advertir eso en los paquetes de cigarrillos, en los frascos de champú y en las botellas de vino. Sola, a partir de ahora estaba sola. Antes nunca estaba sola. Le traía sin cuidado tener un hombre a su lado. Tenía a su hijo.
Pidió un segundo café con leche y miró de reojo el paquete de cigarrillos.
¿Qué aspecto tendría Duncan McCallum ahora? ¿Igual de seductor? ¿Igual de pendenciero? ¿Contaba todavía que se había enfrentado al ruso borracho en las calles de Moscú y le había vencido con un golpe de sable? Y enseñando la mejilla marcada a modo de prueba... A Gary le gustaría tener un padre tan guapo, tan apuesto, tan temerario. Lo revestiría de brillantez. Duncan McCallum se convertiría en un héroe. Puf..., silbó Shirley, un cero a la izquierda. Sí, un cero. Y la voz de la sabiduría se elevó, detente, hija mía, deja de fantasear. Déjale vivir su vida. Retírate y ocúpate mejor de la tuya...
Pues sí que es bella mi vida, respondió Shirley encolerizada. Ya no queda nada dentro. Un bote vacío con un pobre abejorro lisiado que cojea. Ni siquiera tengo cerillas para encender un maldito pitillo. ¿Y de quién es la culpa?, preguntaba la vocecita de la sabiduría. ¿Quién ha mandado a paseo al apuesto amante que se disponía a dejar su corazón a tus pies? Ahora ya no dices nada.
¿Oliver?, susurró Shirley. ¿Oliver? Pues... ha desaparecido.
¿Y cómo ha desaparecido? ¿Por encantamiento, quizás?
Pues no...
Ya no tenía noticias de Oliver.
Ni iba a tenerlas en mucho tiempo.
Al volver de París, él la había llamado, alegre, decidido.
—¿Cuándo nos vemos? Tengo dos o tres ideas...
—No volveremos a vernos nunca más.
Y después de inspirar profundamente había añadido:
—Me he enamorado en París... Algo imprevisto.
Él había intentado bromear:
—¿Enamorada por una noche o es algo más serio?
—Más serio... —había respondido mordiéndose los labios para no repetir su mentira.
—Ah... Comprendo. Nunca debí dejarte marchar. También es culpa mía... Hay ciudades así, son tan románticas que es imposible no sucumbir. Roma y París, no hay que dejar que las chicas vayan allí... O en todo caso, con carabina. Una vieja inglesa con la barbilla peluda.
Parecía tomarse la ruptura a la ligera. Ella se sintió herida.
Desde entonces no dejaba de pensar en él.
Desde entonces, ya no iba a bañarse a los helados estanques de Hampstead.
Hacía de eso tres semanas. Contaba los días. Contaba las noches. Y su corazón se retorcía hasta hacerla gritar.
¿Y si fueses a dar una vuelta por los estanques helados?, sugería la vocecita. ¿Para qué?, murmuraba Shirley. Él ya me ha olvidado... ¡Vamos! ¡Vamos! Coge la bicicleta y pedalea... ¿No contestas? ¿Tienes miedo? ¿Miedo yo?, se encrespaba Shirley. ¿Sabes con quién estás hablando? Con una antigua agente del MI5, los servicios secretos de Su Majestad. Conozco el peligro, sé cómo neutralizarlo. Me sé todos los trucos para detener a un agente doble o a un terrorista que huye por las calles de Londres. ¿Y me preguntas si tengo miedo de un hombre con unos penosos pantalones de pana raídos a la altura de las rodillas? ¡Oh, eso suena bastante pretencioso! ¡Pretencioso no, realista! Por ejemplo, yo, Shirley Ward, sé desactivar una bomba en un horno microondas en veinte segundos... Y conozco también el truco del apretón de manos que impregna la palma de la mano del sospechoso con una sustancia magnética que permite seguirle sin que se dé cuenta de nada. ¡Ja, ja! ¡Ya no dices nada, vocecita de la sabiduría! ¡Quizás, pero no es ese miedo del que estoy hablando! Hablo de otro miedo más difuso, más íntimo, el miedo a la relación de pareja... Bah... Yo no le temo a nada. Inmovilizo a un hombre atacándole por detrás, un puñetazo entre los omoplatos... Ve a hundirte en las aguas heladas de Hampstead. ¡Es más valiente que atacar a un hombre por detrás!
Shirley hizo una mueca. Lo pensaría. No estaba segura de que fuese una buena idea. Pagó sus dos cafés con leche, sopesó con la mirada el paquete de cigarrillos y decidió dejarlo sobre la mesa.
No se suicidaría de inmediato.
La vocecita de la sabiduría la había hecho montar en cólera y eso le había sentado estupendamente. Decidió volver a casa y buscar una idea para rivalizar con
La matanza de Texas
.
* * *
¿Cuándo sabemos que hemos encontrado nuestro lugar en la vida?, se preguntaba Philippe mientras bebía su café matinal frente al parquecito.
No lo sabía.
Pero sabía que era feliz.
Durante mucho tiempo había sido un hombre «de éxito». Poseía todos los signos exteriores de la felicidad, pero solo, frente a sí mismo, sabía que le faltaba algo. No dedicaba mucho tiempo a pensar en ello, pero sentía un ligero pinzamiento en el corazón que empañaba el instante presente.
No tenía ninguna noticia de Joséphine. Dejaba que el tiempo hiciese su trabajo. Y esa espera que, hacía apenas unas semanas, le dolía, ahora la aceptaba. Ya no sufría con su ausencia, la comprendía, a veces sentía ganas de decirle que la felicidad podía ser simple, muy simple...
Lo sabía porque, sin razón alguna, él era feliz.
Se levantaba, contento, desayunaba, oía la voz jovial de Alexandre que se marchaba al liceo, ¡adiós, papá,
taluego
! El ruido de un secador de pelo en el cuarto de baño donde se arreglaba Dottie, las arias de ópera que entonaba Becca, las preguntas de Annie desde la cocina que, cada mañana, preguntaba ¿qué hago para comer hoy? La casa, antaño vacía y silenciosa, retumbaba de ruidos de pasos, risas, cantos, exclamaciones felices. Él saboreaba su beicon, leía el periódico, iba al despacho, o no iba, sonreía cuando el Sapo le llamaba y lloraba por la falta de beneficios. Le daba igual. No esperaba nada.
Ya no necesitaba esperar.
Lo aprovechaba todo, lo probaba todo, lo saboreaba.
Tomaba el té a las cinco con Becca. Un té de China con pequeños sándwiches de berro, en un servicio de té de Worcester de brillantes colores. Comentaban las noticias del día, lo que depararía la velada, los últimos comentarios de Alexandre, la interpretación de un tenor en una grabación antigua, la comparaban con otro, Becca canturreaba, él cerraba los ojos.