Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (55 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Una mujer salió del banco. Dijo mamá. Dijo perdóname, salgo con retraso, un cliente que no quería marcharse, que me contaba su vida, no me he atrevido a echarle... Parecía, cosa curiosa, mayor que su madre. Pelo corto, canoso, el rostro anguloso, sin maquillaje, vestida con un abrigo grueso que le apretaba. Caminaba con los brazos colgando, como si fueran dos aletas de un león marino. Parecía una adolescente desgarbada a quien sus compañeros llamaran Bolita.

Madre e hija partieron cogidas del brazo y entraron en el restaurante vecino. Una gran cafetería restaurante decorada con flores rojas. Joséphine las veía a través de la cristalera. Un camarero les señaló una mesa con un gesto de familiaridad, «su» mesa.

Ellas se sentaron y leyeron el menú en silencio. La madre comentaba, la hija asentía, después la madre pidió, desdobló la servilleta y la anudó en torno al cuello de la hija, que se dejó hacer, dócil. Después la madre cogió pan, lo untó de mantequilla y se lo ofreció a la hija como un pájaro que da de comer a su polluelo.

Joséphine asistía a la escena, atónita. Y encantada.

Ya tengo el principio de una historia...

La historia de una chica antaño hermosa, deseable, y de una madre que no quiere envejecer sola y engorda a su hija para retenerla a su lado...

Sí, eso es...

Cada noche, la madre espera a su hija a la salida de su trabajo. La lleva al restaurante y la ceba. La hija come, come y engorda. No tendrá novio, ni marido, no tendrá hijos, permanecerá junto a la madre el resto de su vida.

Envejecerá como una chiquilla, nutrida, peinada, vestida por su madre. Gorda, cada vez más gorda.

Y la madre seguirá siendo coqueta, vivaracha, amable con todos, feliz de vivir...

—He encontrado una historia —le dijo muy excitada Joséphine a Zoé cuando ésta volvió por la tarde.

Mañana empiezo...

No, mañana no. Luego. En cuanto hayamos terminado de cenar y Zoé se haya metido en su habitación para trabajar. Aprovecho el impulso, cojo a las dos señoras gruesas y escribo lo que sea, pero escribo.

Cenaron en silencio, absortas las dos en sus propios pensamientos.

¿Cómo terminará mi historia?, se preguntaba Joséphine. ¿Moriría la hija de una congestión? ¿Se enamorará de algún comensal que también va cada tarde al restaurante porque es un solterón? Y la madre, furiosa...

Iphigénie llamó a la puerta. Señora Cortès, señora Cortès, habrá que pensar en mi petición, acabo de recibir una carta del administrador pidiéndome que deje el local... No me abandone. Joséphine la miraba como si no la reconociese e Iphigénie gritó señora Cortès, no me está escuchando, ¿dónde está usted? Con mis dos señoras gordas, tenía ganas de responder Joséphine, no me aparte de ellas, si sigue hablándome las voy a perder, se van a borrar.

—¿Escribimos esa petición, señora Cortès?

—¿Tiene que ser ahora mismo? —preguntó Joséphine.

—Y si no es ahora, ¿cuándo? Lo sabe usted muy bien, señora Cortès, si no lo hacemos ahora, no se hará nunca...

Zoé se terminó el yogur, dobló la servilleta, la lanzó al cesto de la mesita y gritó ¡canasta! Recogió la mesa, dijo voy a hacer los deberes en mi habitación. Joséphine cogió papel y lápiz, empezó a redactar el texto de la petición y dijo adiós a las dos señoras gordas que doblaron la esquina de la calle y desaparecieron.

Iphigénie tenía razón, si no es ahora, ¿cuándo?

Había encontrado la grieta en su coraza. La grieta minúscula que le impedía continuar avanzando y la mantenía anclada en sus miedos.

Era la palabra «mañana». El enemigo. El freno.

Serrurier la invitó a comer.

—Debe de trabajar usted encarnizadamente, nunca contesta al teléfono.

—Me gustaría...

Se lanzó y le hizo la pregunta que la atormentaba, mientras jugaba con las espinas de su lenguado a la normanda. Habían pedido lenguado los dos, era el pescado del día.

—¿Usted cree que soy escritora?

—¿Lo duda usted, Joséphine?

—Me digo que no soy lo bastante...

—¿Lo bastante qué?

—Lo bastante brillante, lo bastante inteligente...

—No hay que ser inteligente para escribir...

—Sí, claro...

—No... Hay que ser sensible, observar, abrirse, entrar en la cabeza de la gente, ponerse en su lugar. Lo hizo usted muy bien en su libro anterior. Y si tuvo el éxito que tuvo...

—Iris estaba allí. Sin ella...

Serrurier sacudió la cabeza y soltó los cubiertos como si le quemaran entre los dedos.

—¡Pero qué crispante puede llegar a ser usted! ¡Deje de denigrarse! Le voy a poner una multa. Cien euros cada vez...

Joséphine sonrió para disculparse.

—Con eso no impedirá que tenga miedo...

—¡Escriba! ¡Escriba lo que sea! Coja la primera historia que tenga a mano y láncese...

—Es fácil decirlo... Ya lo he intentado, pero la historia se desvanece antes de que haya tenido tiempo de escribir la primera palabra...

—Escriba un diario, escriba en él todos los días... Cualquier cosa. Oblíguese a ello. ¿Ha escrito alguna vez un diario?

—Nunca. No me consideraba suficientemente interesante.

—Cien euros... ¡Me voy a hacer rico gracias a usted!

Reprendió al camarero, el mismo de siempre, colorado y tembloroso, asegurando que el lenguado estaba seco, «¡pescado del día!, ¡pescado del día!, ¡este pescado tiene cien años!» y volvió al tema:

—¿Ni siquiera a los dieciséis años? Esa edad en la que tenemos la impresión de que todo lo que nos pasa es tan importante... Nos enamoramos de una silueta, de un hombre o una mujer con quien nos cruzamos en el autobús, de un actor o una actriz de cine...

—Yo nunca me he enamorado de un actor...

—¿Nunca?

—Me parecían demasiado lejanos, inaccesibles, y como pensaba que yo era insignificante...

—Cien euros. ¡Estamos ya en doscientos! Va a tener que ponerse a escribir sólo para pagarme... Mi madre estaba locamente enamorada de Cary Grant. ¡A punto estuve de llamarme como él! Cary Serrurier, hubiese sonado raro, ¿verdad? Mi padre se negó e impuso el nombre de su abuelo, Gaston. Me vino de perlas, era también el de un célebre editor. De hecho me pregunto si no me convertí en editor por culpa de ese nombre. Sería interesante estudiar la relación entre el nombre de la gente y su profesión... Si todos los Arthur se convierten en poetas por culpa de Rimbaud, los...

Joséphine ya no le escuchaba. Cary Grant. ¡El diario del Jovencito que encontró en el cuarto de la basura! Era una historia formidable. ¿Dónde había guardado esa libreta negra? En un cajón de su escritorio... Debía de seguir allí, oculta en el fondo, ¡detrás del montón de tabletas de chocolate!

Se irguió, sintió ganas de besar a Serrurier, pero no de decirle que acababa de prestarle un enorme servicio, por miedo a que el Jovencito y Cary Grant se desvanecieran como las dos señoras gordas.

Miró el reloj y exclamó:

—¡Dios mío! Tengo que ir a la facultad, a una reunión. Estoy trabajando en una recopilación de textos para una publicación universitaria...

—¿Una cosa de la que se venderán mil quinientos ejemplares? ¡No pierda el tiempo con eso! Mejor vaya a trabajar para mí. Doscientos euros, Joséphine, ¡me debe usted doscientos euros!

Ella le miró con infinita ternura. Su mirada brillaba de agradecimiento y de alegría. Él se preguntó qué podría haber dicho para ponerla en ese estado, se preguntó si no se estaría enamorando de él y le hizo una señal para que se largase inmediatamente.

* * *

A Gary le despertó a las ocho en punto de la mañana una gaita que interpretaba una marcha nupcial justo debajo de su ventana. Cogió una almohada y se la pegó a la oreja, pero los estridentes acordes del instrumento le desgarraban los tímpanos. Se levantó, fue hasta la ventana, vio a un hombre en kilt tocando y a unos turistas depositando monedas a sus pies y haciéndole fotos. Maldijo al gaitero, a su kilt y a la gaita, se frotó los ojos y volvió a acostarse, sumergido bajo las almohadas.

No consiguió volver a dormir y decidió levantarse e ir a desayunar. Después llamaría a Mrs. Howell...

Se citaron en la Fruit Market Gallery a la hora del té. No tiene pérdida, está justo detrás de la estación. Es un espacio donde los artistas exponen, uno puede vender sus libros, y también se come estupendamente. Me gusta mucho ese sitio... Te será fácil reconocerme, soy una mujercita un poco endeble y llevaré un abrigo violeta con una bufanda roja.

Decidió ir a pasear por la ciudad. Por su ciudad, pues él era medio escocés. Todo le parecía bonito y su padre surgiría tras la esquina de una calle para estrecharle en sus brazos.

Caminaba a buen paso, el rostro erguido, descifrando la historia de la ciudad en los muros de las casas. Había placas conmemorativas por doquier, evocando batallas pasadas y victorias de sus habitantes contra los ocupantes. Franqueó los muros de los castillos, penetró en la vieja ciudadela, ascendió por las numerosas escaleras que hacían las veces de calles, encajadas entre dos casas, recorrió el Royal Mile, pasó frente al Nuevo Parlamento escocés, desembocó en la Grass Market Place, que parecía ser un punto de reunión. Una gran plaza donde se alineaban uno tras otro los pubs y ofrecían todos el mismo menú:
cullen skink, haggis, neeps, tatties
... Cada piedra antigua era testimonio de los enfrentamientos con los ingleses, que finalmente habían vencido, pero seguían siendo el enemigo hereditario. Llamar inglés a un escocés sería insultarlo. Así que Gary jugó a ser un turista francés.

A la hora de la comida, pidió un
stovis
en un pub y una pinta de cerveza. Degustó la carne triturada en un puré de patatas, se bebió la cerveza y, a medida que se acercaba la hora de la cita, empezó a notar un nudo que se le formaba en el estómago. En unas horas lo sabría. Estaba deseando escuchar lo que Mrs. Howell iba a contarle.

Tenía un padre, tenía un padre... Su padre estaba vivo y le necesitaba.

Nunca más sería frívolo ni cobarde.

Después reanudó su paseo que le llevó hasta el Dean Village donde se sintió transportado a la Edad Media. Un riachuelo de reflejos plateados serpenteaba bajo los puentes blancos y enmohecidos, las casas eran bajas y los arbustos surgían, rebosantes, tras los viejos muros de piedra. Volvió a pie hasta la ciudad vieja y se presentó, puntual, en la Fruit Market Gallery, se instaló en una gran mesa redonda, un poco apartada, y fijó la vista en la puerta de entrada.

Apareció. Una mujercita frágil, perdida dentro de un gran abrigo violeta y una larga bufanda roja. Le reconoció enseguida, se sentó frente a él y le miró, atónita. Él se había levantado para poder recibirla dignamente y ella le observó un buen rato murmurando es increíble, increíble, es como si viera a tu padre de joven... ¡Dios mío! ¡Dios mío! Y se llevaba las manos al rostro. Se había preparado para esa cita, había puesto sombra azul en los párpados, sobre sus ojos claros.

Pidieron un té y dos tartaletas de manzana con chantilly.

Ella seguía sin decir nada y le contemplaba moviendo la cabeza.

—Gary McCallum... Me he quedado de piedra, ¡eres igualito a tu padre!

—¿Tanto me parezco? —preguntó él, emocionado.

—No podrá renegar de ti, eres un McCallum, eso seguro... Creí que volvía a tener veinte años cuando te vi. Cuando bailaba en las fiestas que se celebraban en el castillo... He oído el sonido de los violines y de las flautas, y al
caller
que invita a la gente a bailar... Todos los hombres llevaban el kilt de su clan con una bonita chaqueta negra...

—Hábleme de él, Mrs. Howell, estoy tan impaciente...

—Perdóname, me quedo aquí mirándote sin decir nada, como si fuera una pared vieja. Es que me traes tantos recuerdos... Yo trabajé en el castillo, cuando era joven, no sé si tu madre te lo dijo...

Gary asintió. Por encima de todo, quería que ella le contase la historia. Su historia.

—Todas las mujeres de mi familia han trabajado en el castillo. Era una tradición. Al nacer, ya teníamos asignado un puesto de camarera, cocinera, sirvienta, ama de cría, limpiadora... En aquellos tiempos había todo un ejército de criados en Chrichton, y yo hice lo mismo que mi madre, mi abuela y mi bisabuela, entré al servicio de los McCallum. Fue el año que nació tu padre, Duncan. Dieron una fiesta magnífica. Todos lo pasaron muy bien. ¿Has oído hablar de la maldición que pesa sobre el castillo?

—Leí la historia cuando investigaba...

—Entonces, estás al corriente... Nos afectaba a todos porque... ¿sabes?, los McCallum tenían la costumbre de preñar a las criadas y se decía que todos teníamos sangre McCallum en las venas. Que llevábamos también la maldición del monje... Yo tengo una antepasada que dio a luz a un bastardo en las cuadras. Murió de parto y sólo tuvo tiempo de hacer una cruz sobre la frente del niño y murmurar una plegaria para alejar el maleficio... Nadie se rebelaba. Las cosas eran así y punto. Las más astutas se deshacían del niño, las demás lo conservaban... y volvían al trabajo. Yo cometí la audacia de resistirme. Me había enamorado de un inglés, Mr. Howell, y cuando el padre de tu padre se enteró, me despidió. Había pactado con el enemigo hereditario, debía marcharme. Me marché a reunirme con Mr. Howell en Londres y viví allí hasta su muerte. Pero me estoy yendo por las ramas, es un poco confuso esto que te cuento...

—No, continúe —la animó Gary, que comprendía que era la primera vez que esa mujer del abrigo violeta se confiaba a alguien.

Ella sonrió con gratitud y prosiguió:

—Cuando murió mi marido, volví a Edimburgo. Echaba de menos la ciudad. Compré esa casita que transformé en pensión y alquilé habitaciones a los estudiantes. Así conocí a tu madre, Shirley... Era una jovencita muy guapa, rebelde, audaz. No paraba de hacer trastadas y tuve que intervenir a menudo para poner paz en su habitación. Tenía agallas, eso puedo decirlo sin calumniarla...

Gary sonrió ante la idea de su madre sembrando el pánico en la pequeña pensión de Mrs. Howell.

—Cuando se enamoró de tu padre, intenté decirle que ese asunto no le traería nada bueno, que la sangre de los McCallum estaba viciada pero, por supuesto, no me escuchó. Hacía lo que le daba la gana y, además, estaba enamorada y no hay nada que hacer contra una jovencita enamorada... Además, en aquella época, yo había empezado a beber. Volver a mi país había sido difícil y me encontraba muy sola... ¡Hasta mi familia me rechazaba! Debes saber que a los escoceses no les gustan nada los ingleses. Si quieres insultar a un escocés, ¡llámalo inglés!

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