Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (62 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Y después pensó no sé nada de Hortense, nada de verdad, sólo torpes correos que dicen ¡estoy desbordada! ¡No tengo tiempo! Todo va bien. ¡Te llamaré cuando tenga un momento!

Pero nunca llegaba ese «momento».

Se preguntó si Hortense estaría enfadada con ella.

—¿Y bien, señora Cortès? —insistió Iphigénie desde el umbral de la portería—, ¿a qué espera para hacer que firmen esa petición? Ya la hemos escrito, no tiene más que apretar una tecla y ¡hala! La hacemos circular...

—Vamos a esperar a la próxima reunión de la comunidad, el administrador se verá obligado a hablarnos de su sustitución y sabré si el peligro es real...

—¿Cómo? —gritó Iphigénie, con los brazos en jarras mientras los niños desaparecían detrás de la cortina de la portería, temiendo la cólera materna—. ¿Acaso no me cree? ¡No se toma en serio lo que le digo!

—Que sí, que sí... Es que no quiero embarcarme en esta...

Cary Grant le sonreía. Ella se preguntó cómo calificar esa sonrisa maliciosa y jovial. Buscó la palabra justa, la tenía en la punta de la lengua. Burlona, graciosa, guasona, socarrona... Había una palabra, otra palabra.

—Confiese que le ha entrado miedo de meterse en esta aventura, señora Cortès, ¿eh?

—Que no, Iphigénie, espere un poco más y le prometo...

—¡Promesas, promesas!

—No me escaquearé...

—¿Ha memorizado bien lo que le dije?

—Sí. «Es ahora, o nunca...». Lo he comprendido, Iphigénie.

—A mí me parece que sería más efectivo si llegara a la reunión con la petición en el bolsillo.

¡Traviesa! Una sonrisita traviesa...

Silbó a Du Guesclin, saludó con la mano a Clara y Léo detrás de la cortina y se despidió de Iphigénie con una sonrisita... traviesa.

Retomó el cuaderno negro y lo abrió.

Enchufó el hervidor, inclinó el libro hacia el pitorro para exponerlo al vapor, deslizó la hoja del cuchillo entre las páginas, despegó cada página, introdujo papel secante y siguió procediendo con lenta determinación, sin precipitarse, por miedo a perder palabras, a borrar frases preciosas...

Se sentía como un egiptólogo inclinado sobre los restos de una momia.

La momia de un amor difunto.

«4 de enero de 1963.

»Por fin me ha contado cómo se convirtió en Cary Grant.

»Estábamos en su suite... Me había servido una copa de champaña. Había sido un día espantoso. Estaban rodando una escena de la que no estaba satisfecho. Pensaba que le faltaba ritmo; algo fallaba en el guión, habría que rehacerlo. Stanley Donen y Peter, el guionista, se tiraban de los pelos e intentaban convencerle de que era perfecta, pero él repetía que no, que no funcionaba, que el tempo no era el adecuado. Y chasqueaba los dedos para marcar el ritmo.

»—Si la gente va al cine, es para olvidar. Olvidar los platos sucios de la pila. Hace falta ritmo...

»Citaba
Historias de Filadelfia
como un ejemplo perfecto de ritmo sostenido durante toda la película.

»Parecía furioso. No me atreví a acercarme.

»Una vez más, me había saltado las clases para estar con él. Le oía hablar, discutir, y admiraba su determinación. Tenía ganas de aplaudirle. Debía de ser el único. Los demás no hacían más que refunfuñar.

»Los demás... Hablan a mis espaldas, dicen que estoy enamorado de él, pero me da igual. Cuento los días que me quedan antes de que se vaya y... ¡no quiero pensar en ello!

»Estoy ebrio de felicidad. He pasado de ser el chico más idiota del mundo a ser el chico más sonriente del mundo. Siento algo en el pecho, pero en todo el pecho, no sólo en el corazón... Algo que palpita. A todas horas. Y me digo, no puedes estar enamorado de una sonrisa, de un par de ojos, ¡de un hoyuelo en el mentón! ¡Y de un hombre, además! ¡Un hombre! ¡Imposible! Y sin embargo no puedo evitar correr por las calles, tener la impresión de que todo lo triste y feo desaparece, que la gente parece más feliz, ¡que las palomas de la acera son seres vivos! Miro a la gente y siento ganas de besarles. Incluso a mis padres. ¡Incluso a Geneviève! Soy mucho más amable con ella, me he olvidado de su bigote...

»Bueno, sigo con nuestra velada...

»Estábamos los dos en su suite. Sobre una mesita baja, había una botella de champaña en una cubitera y dos preciosas copas altas. En casa también hay copas así, pero mamá no las utiliza nunca, tiene miedo de que se rompan. Las deja en su vitrina, sólo las saca para limpiarlas y volverlas a colocar.

»Él fue a ducharse. Yo le oía, un poco intimidado. Me quedé en el borde del sofá. No me atrevía a apoyarme en el respaldo. Tenía todavía en la cabeza su discusión con el director y su cólera.

»Cuando volvió a aparecer se había puesto un pantalón gris y una camisa blanca. Una bonita camisa que se había remangado... Arqueó una ceja y me preguntó ¿estás bien,
my boy
? Yo asentí con la cabeza, como un tonto. Supuse que él estaba pensando en la escena y tuve ganas de decirle que tenía razón. Pero no lo hice, habría sido presuntuoso por mi parte. ¿Qué sé yo de cine?

»Debió de leerme el pensamiento porque dijo:

»—¿Conoces una película que se llama
Los viajes de Sullivan
?

»—No...

»—¡Pues bien! Si tienes ocasión, ve a verla. Es de Preston Sturges, un gran director de cine, e ilustra exactamente lo que pienso del cine...

»—Y...

»—Es la historia de un director brillante que triunfa haciendo comedias ligeras. Un día tiene ganas de hacer una película seria sobre los pobres, los desheredados. Están en plena crisis de 1929 y las carreteras están llenas de vagabundos que viven en la calle, en la miseria. Él habla con su productor y le informa de que quiere disfrazarse de mendigo, investigar la vida de esa gente y hacer de ello un tema para su película. El productor le responde que no es buena idea. "No le interesará a nadie. Los pobres saben lo que es la pobreza y no quieren verla en la pantalla, sólo los ricos que viven entre lujos fantasean sobre ese tema". Él se empecina, se echa a la carretera, se mezcla con vagabundos, la policía lo detiene y acaba en la trena. Y allí, una noche, proyectan una película para los prisioneros, una de sus comedias ligeras y divertidas, y nuestro director de cine, asombrado, oye a sus compañeros de prisión echarse a reír, reír a carcajadas, olvidando su suerte... Y comprende lo que había querido decirle el productor.

»—Y usted piensa que el productor tenía razón...

»—Sí... Por eso presto tanta atención al ritmo. No me gustaría interpretar una película que muestra que el mundo es feo, sucio y repugnante. Llamar a eso "divertimento" es una estafa... Es mucho más difícil hacer comprender eso mismo mediante una comedia. Las grandes películas son las que muestran la villanía del mundo haciendo reír. Como
Ser o no ser
de Lubitsch o
El gran dictador
de Chaplin... ¡Pero son más difíciles de hacer! Eso exige perfección rítmica. Por eso el ritmo es tan importante en una película y no hay que perderlo nunca.

»En ese momento, no estaba hablando conmigo, estaba hablando consigo mismo. Comprendí con qué seriedad afrontaba esa profesión que parecía tomarse tan a la ligera.

»Le pregunté cómo había conseguido convertirse en lo que era. Tener el valor para oponerse, para imponer su criterio. Quería saberlo por él y quería saberlo por mí. Le dije ¿cómo se convierte uno en Cary Grant? Fue una pregunta algo idiota.

»Me miró con su magnífica mirada, esa que te entra por los ojos y los atraviesa, y me dijo ¿de verdad quieres saberlo? Y yo dije sí, sí... como si estuviese al borde de un abismo y me fuese a caer.

»Tenía veintiocho años cuando se fue de Nueva York a Los Ángeles... Estaba harto de estar estancado en Broadway. Sabía que la gente de la Paramount buscaba caras nuevas. Necesitaban nuevas estrellas. Ya tenían a Marlene Dietrich y a Gary Cooper, pero este último les traía de cabeza. Se había ido un año de vacaciones a África y enviaba telegramas lacónicos, amenazando con retirarse y no volver nunca. Convocaron a Archibald Leach para una audición. Y al día siguiente, Schulberg le anunció que estaba contratado, pero que tenía que cambiar de nombre. Quería uno que sonase como Gary Cooper. O Clark Gable.

»Una noche, se reunió alrededor de una mesa con su amiga Fay Wray, la que interpretaba
King Kong
, y su marido, y se pusieron a pensar... Se les ocurrió Cary Lockwood. Cary le pareció bien, pero Lockwood no le convencía demasiado. Schulberg fue de la misma opinión. Entonces le dio una lista de apellidos y, entre ellos, estaba Grant.

»En un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en Cary Grant. ¡Adiós, Archibald Leach! ¡Hola, Cary Grant! Empezó a obsesionarse con Cary Grant. Quería que fuese perfecto. Pasaba horas mirándose al espejo buscando el modo de mejorar cada centímetro de su piel. Se cepillaba los dientes hasta que le sangraban las encías. Siempre llevaba un cepillo en el bolsillo y, en cuanto se fumaba un cigarrillo, lo sacaba. En aquella época fumaba un paquete diario y tenía miedo de tener los dientes amarillos. Se puso a régimen, perdió peso, redujo el consumo de alcohol e imitó a los actores que admiraba: Chaplin, Fairbanks, Rex Harrison, Fred Astaire. Les copiaba, se apropiaba detalles suyos. Por ejemplo, me contó que intentó habituarse a llevar las manos en los bolsillos con aire distendido ¡cuando en realidad estaba tan nervioso que le sudaban las manos y no conseguía sacarlas del bolsillo!

»Nos reímos y reímos...

»Adoro su risa... No es una risa de verdad, es una especie de explosión sarcástica, contenida. Casi un chillido.

»Me dijo ¿quieres que te enseñe,
my boy
? ¡Y me hizo una imitación de sí mismo con las manos enganchadas en los bolsillos! Todos esos esfuerzos para tan poca cosa, añadió, porque por encima de él estaba siempre el gran maestro de la elegancia, Gary Cooper, que le miraba por encima del hombro y le trataba con frialdad.

»Tengo la impresión de que, en aquella época, un actor no era gran cosa. Un objeto decorativo que se metía en una película. Un florero bonito. Les recortaban la nariz, les acortaban los dientes, les ahuecaban las mejillas, les arrancaban cabello, vello, cejas, les ponían capas y capas de maquillaje, les buscaban pareja, les casaban, les imponían papeles y los anunciaban como pastillas de jabón. Ellos no podían rechistar.

»Él no quería ser una pastilla de jabón, así que se perfeccionaba. Solo ante el espejo. Fabricando a Cary Grant. Llevaba un cuadernito en el que apuntaba palabras nuevas que aprendía:
avuncular, attrition, exacerbation
. Trabajaba el acento, los gestos, su aspecto y no lo hacía mal. ¡Salvo cuando Josef von Sternberg le cambiaba la raya de lado sin pedirle opinión! Era su quinta película y él ya estaba acostumbrado a llevar la raya muy marcada a la izquierda, cuando, justo antes de rodar una escena, Sternberg cogió un peine y le hizo la raya a la derecha. Él odió que le hiciera aquello. Asegura que Sternberg lo hizo a propósito para desestabilizarle...

»—¡No se le puede hacer nada peor a un actor justo antes de gritar acción! Pero yo me vengué, conservé la raya a la derecha el resto de mi vida ¡sólo para fastidiarle!

»La película se titula
La Venus rubia
, con Marlene Dietrich, y tampoco la he visto.

»Creo que voy a ir a la Filmoteca, a darme un hartón. ¡No sé de dónde voy a sacar el tiempo para ver todas esas películas! Nunca aprobaré los exámenes, ¡nunca! Pero me da igual.

»Nos interrumpió una llamada telefónica. Alguien que llamaba desde Bristol. Me di cuenta de que le estaban hablando de su madre y él respondía OK, OK. Parecía preocupado.

»Nunca me ha hablado de su madre y yo no me he atrevido a hacerle ninguna pregunta.

»Estábamos mirando los tejados de París por la ventana y le dije me gusta cuando me cuenta su vida, me infunde valor.

»Él sonrió, con aire algo cansado, dijo que no se debía vivir por poderes, que la vida tenía que construírsela uno mismo. Tuve la impresión de que quería decirme algo, pero que no sabía cómo hacerlo.

»Continuó su relato.

»En la Paramount no le tomaban en serio. Le contrataban por su físico. Interpretaba papeles secundarios. Los protagonistas se los ofrecían primero a Gary Cooper y, si los rechazaba, a George Raft o Fred MacMurray. Él era sólo una silueta elegante que pasaba por la película, con las manos en los bolsillos. Siempre encarnaba el mismo personaje alto, guapo y elegante. Tenía treinta años, y empezaba a cansarse. Sobre todo porque empezaba a llegar gente nueva como Marlon Brando.

»—Yo miraba a los actores y actrices, observaba y aprendía. Cuando actúas, no es la sinceridad lo que cuenta, sino el ritmo... Debes imponer tu ritmo, y entonces es cuando llenas la pantalla. Pero no me dejaban espacio para hacerlo...

»Hasta que Cukor le contrató junto a Katharine Hepburn para una película llamada
La gran aventura de Silvia
. Otra que no he visto. Fue la película que le lanzó. ¡Fue un fracaso para todo el mundo salvo para él! Estaba magnífico en ella...

»—¿Y sabes por qué estuve bien en ese papel,
my boy
? Porque podía ser a la vez Archie Leach y Cary Grant... y de pronto, me sentí cómodo. Me sentí liberado. Toda mi vida intentando ser yo en la pantalla y comprendí que era la cosa más difícil del mundo... Porque hay que tener confianza en uno mismo. Me atreví a hacer gestos, a levantar las cejas, a adoptar actitudes que sólo me pertenecían a mí. Había creado un estilo...

»De la noche a la mañana, se convirtió en un actor que contaba. La Paramount quiso que firmara un nuevo contrato cuando terminó el antiguo..., y entonces él hizo algo increíble: lo rechazó y se estableció por su cuenta. Corrió ese riesgo. Era un acto de una audacia terrible en aquella época.

»Había vuelto a encontrar la energía del pequeño Archie, el chiquillo de la calle que se había unido a una troupe de actores ambulantes en Bristol con catorce años, había desembarcado en Nueva York con dieciséis, lo había intentado en el teatro, había viajado hasta Hollywood, ése era el hombre que le gustaba, no la marioneta fabricada por la Paramount. Así que les dio puerta.

»—Si me hubiese quedado, hubiese seguido haciendo de segundón... De esa forma, o desaparecía y me hundía en el anonimato, o me convertía por fin en el actor que soñaba ser... ¿Tú tienes ganas de estudiar en esa escuela para la que te estás preparando?

»—Pues no muchas... Pero es una escuela muy buena, la mejor de Francia.

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