Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
»—¿Es tuya la idea?
»—No... Fueron mis padres los que...
»—Entonces pregúntate de qué tienes ganas tú... porque, por lo que me cuentas, lamento decirte que parece que sólo haces el papel de figurante en tu propia vida... No decides nada, eres pasivo...
»Me dolió un poco diciéndome eso.
»—Usted también fue pasivo mucho tiempo...
»—¡Por eso es por lo que no hay que hacerlo! Porque en algún momento hay que agarrar la vida con las manos y decidir.
»Parece tan sencillo cuando él lo dice...
»Me contó otra vez la historia del lugar detrás de la niebla.
»Él había encontrado su lugar detrás de la niebla.
»Aquella velada fue mágica.
»Cenamos los dos. Llamó al servicio de habitaciones y nos sirvieron como a príncipes. De la lechuga sólo come las mejores hojas, el resto las aparta. Eso me dejó estupefacto. En casa se come todo, incluso las hojas amarillentas. Yo le imité, dejé a un lado las hojas más feas. Debo decir que no había muchas. Tuve la sensación de estar rodeado de lujos. Al salir del hotel, me pareció que ya no caminaba igual. Llevaba las manos en los bolsillos y silbaba.
»Cuando entré en casa, mis padres me esperaban en pijama y bata en el salón. Con cara de pocos amigos. Les conté que había ido al cine con Geneviève y que la película era tan buena que la habíamos visto dos veces. Voy a tener que prevenirla, para que no meta la pata.
»12 de enero de 1963.
»He hablado con Geneviève, le dije que había pasado la velada con ÉL y que ella me había servido de coartada... Ella bajó la vista y me dijo ¿estás enamorado? Yo contesté ¿estás majara? Entonces me miró fijamente a los ojos y me dijo ¡demuéstramelo! Bésame. Yo no tenía ninguna gana, pero me obligué, no fuera a ser que me denunciase. Noté su bigotito..., sólo posé mis labios sobre los suyos, ni presioné ni metí la lengua ¡ni nada de nada! Después ella apoyó la cabeza sobre mi pecho y suspiró diciendo ¡ahora estamos comprometidos! Y yo sentí un reguero de sudor frío en la espalda...».
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó Zoé al volver del instituto—. ¿Dónde estás? ¿Qué haces?
—Leo los cuadernos del Jovencito...
—Ah... ¿Y por qué parte vas?
—Acaba de besar a Geneviève...
—¡Puaj! ¿Y por qué ha hecho eso?
Joséphine empezó a explicárselo y Zoé la escuchó, con la mejilla apoyada en la palma de su mano. Al hablar del Jovencito con Zoé, Joséphine aprendía a conocerle. Iba penetrando en su cabeza. No le juzgaba. Le convertía en un personaje. Se impregnaba de él. Y pensaba es así como hay que escribir. Comprender al personaje, recopilar detalles, dejarlos reposar y, un día, habrá algo que le hará cobrar vida. Y yo sólo tendré que seguirle.
—¿Te molesta hablarme de eso? —dijo Zoé.
—No. Al contrario, me gusta hablarlo contigo... Es como si hablase conmigo misma. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque a veces estás de mal humor. Tengo la impresión de que te molesto... Ya no eres como antes. Antes, se te podía decir cualquier cosa en cualquier momento y tú escuchabas...
—¿Estoy menos disponible?
—Sssí... —dijo Zoé apoyándose en su madre.
—¿Francamente refunfuñona?
—Me gusta esa palabra, «refunfuñona»... La voy a escribir en mi cuaderno... ¿No tienes ganas de saber quién es ese Jovencito?
—Sí, lo pienso... Analizo a los habitantes masculinos del edificio...
—¿Y qué has descubierto?
—En el edificio B, aparte del señor Dumas, no veo quién puede ser.
—¿El señor que se pone polvos blancos en la cara?
—Sí...
—¿Y en el A? ¿El señor Merson? Es demasiado joven... ¿Pinarelli?
—Tendrá unos cincuenta años...
—¡Eso es lo que dice! Si no... ¿El señor Boisson? No es muy dicharachero. ¡No puedo imaginármelo enamorado de Cary Grant! ¿Y si fuera el señor Léger...? Ya sabes, el mayor de los dos hombres que se han mudado a casa de Gaétan.
—Yo he pensado lo mismo...
—Y además —añadía Zoé, con voz misteriosa—, está el señor Sandoz... Trabajó en el cine cuando era joven... Me lo ha dicho. Quizás sea él... Por eso está tan triste. Ha perdido un gran amor.
—¿Y ahora estaría enamorado de Iphigénie? Eso no tiene sentido, Zoé...
—Que sí, mamá... Iphigénie es todo un personaje. Tiene una personalidad fuerte. A él le gustan las personas que le imponen. Sigue siendo un crío... Oye, mamá, podríamos ver
Charada
esta noche, he terminado todos los deberes...
Vieron
Charada
. En cuanto aparecía Audrey Hepburn, Zoé exclamaba ¡qué guapa es! No debía de comer nada para estar tan delgada... ¡Voy a dejar de comer! Y esperaba la escena en la que Bartholomew, el personaje interpretado por Walter Matthau, decía ¡la última vez que llevé una corbata a la tintorería sólo me devolvieron la mancha! Se partía de risa y se trituraba los dedos de los pies.
La mente de Joséphine vagaba. Veía a Audrey Hepburn perseguir a Cary Grant sin desanimarse. Con gracia y humor. ¿Cómo conseguía declararle sus sentimientos sin hacerse pesada? Todo resultaba atractivo en esa mujer.
Joséphine se había cruzado con Bérengère Clavert en la calle. O más bien, había sido atropellada por Bérengère Clavert, que iba corriendo de una venta privada en Prada a otra en Zadig y Voltaire.
—¡Estoy agotada, querida! ¡No paro! Es genial eso de vivir sola, no tener ya a un hombre en casa... Jacques es perfecto, lo paga todo y me deja absolutamente en paz. Salgo todas las noches y me divierto como una loca. ¿Y tú? No pareces muy en forma... ¿Sigues enamorada de Philippe Dupin? Deberías dejarlo correr... Todavía vive con..., ya sabes, la chica que...
—Sí, sí —había contestado al instante Joséphine, que no quería oír el resto.
—Vive en su casa y la lleva a todas partes. ¿La conoces?
—Eh..., no.
—¡Parece ser que es muy guapa! ¡Y joven, además! Te lo digo para que dejes de perder el tiempo... El tiempo, a nuestra edad, ¡no hay que derrocharlo! Te dejo, todavía tengo que pasar por muchas tiendas. ¡Las rebajas privadas me vuelven loca!
Había hecho un gesto parecido a un beso y se había empotrado dentro de un taxi con sus paquetes, sin perder un segundo.
Joséphine pasaba altibajos de felicidad e infelicidad. No había vuelto a saber nada de Philippe. A veces se sentía destrozada, se decía me ha olvidado y vive con otra, y después se animaba a esperar y casi tenía la certidumbre de que la amaba. Decidía voy a ir a verle... Pero no iba. Tenía demasiado miedo de perder a Cary Grant y al Jovencito.
El día que se cruzó con Bérengère, se quedó destrozada.
La película terminó y Zoé se desperezó.
—¿Sabes? Comprendo al Jovencito... Cary Grant era realmente seductor, aunque yo lo encuentro algo viejo...
—Cuando uno está enamorado, no ve esos detalles. Ama, sin más.
Zoé pasó de un canal a otro con el mando a distancia. Se detuvo en un viejo episodio del comisario Maigret, filmado en el patio del número 36 del quai des Orfèvres, bajó el volumen y dijo:
—¿Y si fueses a hablar con Garibaldi? Quizás tenga una ficha del Jovencito... Le das los cinco o seis nombres en los que estás pensando. Sabes su edad, sabes dónde ha nacido, la profesión de su padre... Acuérdate de la Bassonnière y su tío, que tenía fichado a todo el mundo
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...
—¿Y por qué iba a estar fichado?
—No lo sé... Pero no te cuesta nada preguntarle.
—Tienes razón, le llamaré mañana... ¡Venga, vamos! ¡A la cama! —concluyó Joséphine—. ¡Mañana hay clase!
Zoé se agachó, acarició a Du Guesclin, le rascó las orejas. El perro se quejó, se apartó. Zoé dijo ¿te pasa algo, perrito? ¡Cómo! ¿Ya no quedan donuts en el frigo?, imitando la voz de Homer Simpson, y Joséphine se dijo tiene quince años, tiene un amante y habla como Homer Simpson.
Se quedó acurrucada bajo la manta, en el sofá.
Garibaldi... No le había vuelto a ver desde ese día terrible en el que a Philippe y a ella les convocaron en el número 36 del quai des Orfèvres para informarles de la muerte de Iris. Joséphine se agarró al pliegue de la manta.
Nueve meses dentro de poco...
Zoé volvió cepillándose el pelo, se tumbó encima de su madre; Joséphine la abrazó. Era la hora de las confidencias. Zoé empezaba siempre por pequeñas confidencias sin importancia, luego pasaba a temas más importantes. Le gustaban esos momentos de abandono de su hija. Se preguntó cuándo Zoé dejaría de considerarla su confidente. Ese día llegaría y ella lo temía.
—¿Sabes? Mi profe de lengua, la señora Choquart..., nos llamó aparte a mí y a las chicas de mi grupo y nos dijo que no fuéramos pánfilas, que somos capaces de hacer cosas estupendas y que es demasiado fácil vivir diciéndose habría podido si hubiese querido...
Estiró una pierna, se rascó la pantorrilla, y volvió a acurrucarse en una esquina de la manta pegada a Joséphine.
—Y después añadió ¡os miro y sois tan guapas! Así que os prevengo, ¡no quiero volver a veros dentro de diez años fofas y depresivas! Nunca he tenido una profe tan guay. Me hace pensar que puedo envejecer tranquila, porque se puede tener el pelo blanco como ella sin ser vieja en absoluto. Uno es viejo cuando está triste y pone tristes a los demás. Tú, por ejemplo, nunca serás vieja, porque no pones triste a nadie...
—Gracias, me siento aliviada...
Joséphine esperó a que continuara con las confidencias. Inclinó la cabeza y apoyó la barbilla sobre el pelo de Zoé para animarla a sincerarse.
—Mamá, ¿sabes?, Gaétan...
—Sí, mi amor...
—Tenías razón. Ha terminado diciéndome lo que le preocupaba... Le ha costado un poco. No quería hablar.
—¿Y?
—Te aviso, es supersórdido...
—Te escucho, aprieto los dientes...
—Es por Domitille. La han pillado traficando en el instituto...
—¿Traficando con qué?
—Eh... No sé si debería decírtelo.
—Vamos, cariño, no me voy a enfadar.
—Hacía mamadas en los baños por cinco euros...
Joséphine tuvo un sobresalto.
—Ya lo hacía el año pasado en París, pero ahora la han pillado. Se ha enterado todo el mundo... En el instituto y en el barrio. La familia está revolucionada. A la abuela casi le da un infarto. Gaétan estaba al corriente desde hacía mucho, por eso no estaba bien, y casi no me hablaba. Temía que se supiera y... ¡bingo! Todo el mundo lo sabe. ¡Pero todo el mundo! Hasta la panadera..., ¡que se burla cuando le vende el pan! Dice ¡cinco euros! ¡Oh, perdón! Por eso él no quiere volver al instituto y Charles-Henri, el mayor, solo piensa en venir a París interno. ¡Imagínate el ambiente que hay en su casa!
—Desde luego...
—El abuelo ha intentado hablar con ella..., con Domitille, y a ella lo único que se le ocurrió decir es me da igual, yo no siento nada, nada de nada..., y yo prefiero sentir algo distinto cada día que no sentir nada de nada...
—¡Pobre Gaétan!
—Yo sabía que ella hacía cosas con chicos ¡pero nunca me habría imaginado que fuera eso!
* * *
En el hogar Mangeain-Dupuy, en la casita de Mont-Saint-Aignan, había llegado la hora de dar explicaciones.
La señora Mangeain-Dupuy, la abuela, había reunido un consejo de familia en el salón. Isabelle Mangeain-Dupuy, Charles-Henri, Domitille y Gaétan estaban sentados alrededor de la mesa. El señor Mangeain-Dupuy, el abuelo, había preferido ahorrárselo. Ésas son cosas de familia y tú eres perfecta para arreglarlo, había dicho a su mujer, secretamente feliz de no tener que preocuparse del asunto.
—Yo me paso por los ovarios lo que piense la vieja —había advertido Domitille posando su minifalda sobre una silla coja—, esto es un muermo, quiero irme a París. Aquí no hay más que pijos, una pandilla de gilipollas almidonados y gallitos porque se han fumado un porro...
Se había maquillado de forma escandalosa, en tonos rojos y negros, se había incrustado los auriculares del iPod en las orejas y se meneaba sentada en la silla, con la esperanza de que su madre viese el tatuaje en los riñones y se muriese de verdad de un ataque al corazón.
Charles-Henri había levantado la mirada al cielo y Gaétan había bajado la cabeza. Ya no quería volver al instituto. Le daba igual si perdía un año... Él también quería volver a París. Aquí todo se sabía, era un nido de cotorras.
Isabelle Mangeain-Dupuy intentaba mantenerse erguida y pensaba en el hombre de su vida. Él la llevaría lejos de todo este embrollo y vivirían felices juntos. La vida nunca es triste cuando una está enamorada... Y ella estaba enamorada.
Gaétan observaba la estúpida sonrisita en los labios de su madre y sabía lo que pensaba... En su último descubrimiento en Meetic. ¡Menuda calamidad ese invento, ahí no hay más que gilipollas! O a lo mejor es ella la que tiene el don de enamoriscarse de horteras. El más reciente se llamaba Jean-Charles. Al principio, cuando había visto su foto, su sonrisa perfecta, su cara amable y sus sonrientes ojos azules, había tenido una primera impresión positiva... Por fin había dado con un tío majo. Necesita desesperadamente un tío majo que la quiera y se ocupe de ella. No está hecha para vivir sola.
El tío se hacía llamar «Carlito». Pensaba que eso tenía más clase que Jean-Charles. ¡Es evidente que «Carlito» sonaba mucho mejor! Hacía dos meses que su madre le conocía y él había viajado tres veces desde el sur para verles. En cuanto Gaétan había visto la camiseta de Carlito, se había desilusionado. Una camiseta violeta en la que ponía «No soy ginecólogo, pero si usted quiere, puedo echar un vistazo». Él se instaló en casa con su pantalla plana y su Wii y un buen día se marchó sin avisar. Cuando su madre le llamaba, siempre estaba el contestador. Un día que había querido invitarles a comer sushi, el cajero se le había tragado la tarjeta de crédito. Pero según dijo no había que preocuparse, ¡me voy a recuperá! Tenía unos colegas en el sur que le pasaban trabajitos cuando llegaban los turistas, en cuanto empezaba la temporá, y en el su la temporá empieza a partir del mes de abrí... Pero hacía más de un mes que la temporada había empezado y ninguno de sus «mejoreh amigoh de la infancia» le había llamado para contratarle.
Les había invitado a su casa para las vacaciones de Semana Santa. Habían ido todos menos Charles-Henri, al que se le ponían los pelos de punta en cuanto aparecía el tal Jean-Charles. Había dicho que vivía en una residencia con piscina en Cannes. Habían llegado a un cuchitril apestoso con el ascensor estropeado, la pila hundida, muy lejos del centro. Cuando hablaba, siempre se comía letras. Mamá decía que no era culpa suya, que era su acento... No me gusta su acento. No me gustan sus gafas Prada, ni siquiera son auténticas. ¿Y qué? Me la suda que sean falsah. ¿Pa qué las quiero auténticah? Lo principá es que lo pone.