Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (86 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Se inclina por encima del balcón. Dobla todo el cuerpo, busca, escudriña, inventa quizás.

—Estoy aquí —vuelve a decir ella—. He venido a decirte que ya no tengo miedo.

Así que es ella, es su voz. Ahora está seguro.

—Espérame, bajo...

—Te espero...

Siempre ha sido así, siempre le ha esperado.

Incluso cuando ella no lo sabía.

—Eso es lo que pasará, ¿verdad, papá? Dime. No dices nada, y sin embargo sabes lo que va a pasar...

—No soy un adivino que lee la buenaventura, Joséphine, no puedo revelarte más detalles sobre lo que te espera...

—Compréndelo, no querrá encontrarse conmigo con todo el mundo a su alrededor... Bajará, yo le esperaré en la acera. Me habré puesto esa falda tan bonita que se balancea cuando camino, mi jersey blanco con grandes topos negros, bailarinas para andar sin tropezar y mi impermeable blanco con el que puedo esconderme un poco levantando el cuello. Mi corazón latirá con fuerza. Tendré menos miedo en la oscuridad. Menos miedo de ruborizarme, de que me sude el pelo... Por mucho que digamos que estamos curados, que somos valientes, siempre nos comportamos con cierta torpeza... Él abrirá la puerta de la calle, bajará los escalones dudando, todavía no habrá comprendido que es cierto, y dirá varias veces ¿Joséphine? ¿Joséphine? Y yo avanzaré lentamente. Caminaré hacia él como al final de una película. Me abrazará, me llamará loca y me besará... Un beso cálido, largo, tranquilo, un beso de reencuentro. Lo sé... No le he perdido, papá, acabo de encontrarle. Y voy a ir a Londres... Ahora estoy segura. Siempre es bueno tener algo que imaginamos, que esperamos con el corazón latiendo con fuerza. Es cierto que, a veces, es algo que te sube demasiado alto y te rompes la crisma... Pero creo que él me espera en lo alto de la escalera...

Envió un beso a la noche, se rodeó los hombros con los brazos, se balanceó sobre el suelo duro del balcón, buscó la pequeña grieta que rascaba con el dedo y que la tranquilizaba.

La estrellita al final de la cola parpadeaba débilmente. Él se marchaba. Joséphine se apresuró a decir lo que todavía le rondaba por la cabeza:

—Pero antes, antes... tengo que hablar con el Jovencito. Ahora es viejo... ¡Oh! No tan viejo..., pero es viejo mentalmente, porque ha renunciado. Ha renunciado a la llama que hubiera iluminado su vida... Querría que me explicara por qué. Me gustaría comprender cómo ha podido pasar toda la vida alejado de su sueño sin intentar encontrarlo.

—Sin embargo, eso es lo que tú has estado a punto de hacer —suspiró su padre.

Quiero que me cuente... con sus propias palabras. Quiero que sepa que no ha vivido esa historia en vano, que me ha rescatado de las aguas de las Landas, que todavía puede salvar a otros. A personas que no se atreven, que tienen miedo, personas que se repiten continuamente que es vano esperar. Porque eso es lo que nos han dicho, ¿verdad? La gente que sueña es motivo de burla, se les regaña, se les fustiga, se les hunde la nariz en la realidad, se les dice que la vida es fea, que es triste, que no hay porvenir, que no hay lugar para la esperanza. Y se les golpea la cabeza para que retengan la lección. Se les inventa necesidades que no necesitan y en las que se gastan todo el dinero. Se les mantiene prisioneros. Se les encierra con siete llaves. Se les prohíbe soñar. Crecer, erguirse... Y sin embargo... Sin embargo... Si no tenemos sueños, no somos más que pobres humanos con brazos sin fuerza, piernas que corren sin saber adónde van, una boca que traga aire, ojos vacíos. El sueño es lo que nos acerca a Dios, a las estrellas, lo que nos hace más grandes, más hermosos, únicos en el mundo... Una persona sin sueños es alguien tan pequeño... Tan pequeño, tan inútil... Da pena ver a una persona que sólo tiene lo cotidiano, la realidad de lo cotidiano. Es como un árbol sin hojas. Hay que poner hojas en los árboles. Pegarles un montón de hojas para que se conviertan en árboles altos y hermosos. Y si por casualidad hay hojas que caen, se añaden otras. Más y más, sin desanimarse... Las almas respiran en el sueño. La grandeza del hombre se cuela en el sueño. Hoy ya no respiramos, nos ahogamos. Hemos suprimido los sueños, como hemos suprimido el alma y el Cielo...

Ya no era ella la que hablaba, sino su padre quien le dictaba las palabras, le daba una razón para creer, para esperar, para poner hojas a los árboles.

Pasolini tenía razón. Los muertos hablan a todas horas, somos nosotros los que no buscamos tiempo para escucharles...

* * *

Se encontró ante la puerta del señor y la señora Boisson. Una gran puerta verde pino con dos bonitas bolas de cobre dorado. Un gran felpudo beige con un friso verde. Iba a llamar. Llamar a la puerta del Jovencito. Iphigénie le había puesto la petición en la mano y le había dicho es ahora, señora Cortès, ahora. No mañana ni pasado... Había mirado a Iphigénie, había vuelto a dudar, no sé si estoy preparada, no lo sé. ¡Vamos, vamos!, había dicho Iphigénie. No le cuesta nada. Usted le enseña la carta del administrador, enseña el texto que redactó y sólo pregunta si quieren firmar... Basta con obtener las firmas del edificio A y habremos ganado, señora Cortès, habremos ganado. ¡Qué se cree ese administrador! ¿Que puede hacer la ley de forma abusiva? ¿Que puede meter a su gallina en mi gallinero? ¿Cree que voy a inclinarme y dejarme hacer? ¡Vamos, vamos, señora Cortès!

—¿Ahora, Iphigénie? ¿Ahora? Tengo que prepararme... ¿Qué voy a decirles?

—Explicará el problema y, si la gente está satisfecha con mis servicios, firmarán. Al fin y al cabo no es tan complicado... Yo no tengo nada que reprocharme, saco brillo, encero, arreglo los pasamanos, cambio las bombillas, entrego el correo, recojo los certificados, riego las plantas en verano, baldeo los charcos de lluvia, dejo entrar el sol, me levanto a las seis todos los días para sacar los cubos de basura, los lavo a chorro, limpio los sótanos, ¡todo eso lo saben, a no ser que tengan los ojos llenos de mierda! Lamento ser grosera, pero hay veces que se me quitan las ganas de cuidar el lenguaje.

—Es que...

No estaba preparada para encontrarse con el Jovencito. La petición era cosa suya. La firmaba con las dos manos si era necesario, pero encontrarse cara a cara con el señor Boisson, el personaje de su novela... Dudaba. ¿Y si se negaba? ¿Y si montaba en cólera? ¿Y si le decía que no tenía derecho a leer esa libreta, que él la había tirado a la basura precisamente para que nadie la leyera? ¿Con qué derecho se inmiscuye usted en mi vida privada? ¿Con qué derecho? Y la echaría, derrotada, desposeída, con las manos y el corazón vacíos. No se recuperaría.

—Ya no cree usted en ello, ¿es eso? ¿Piensa que debería marcharme, que es normal que me tiren a la basura como a la piel de un plátano?

—No es eso, Iphigénie, no es eso...

—Entonces ¡venga! ¡Vamos! Yo subiré con usted si quiere, no digo nada, me quedo a su lado, recta como la Justicia...

—¡Oh, no! Ni hablar...

Quiero ir sola. Quiero entrar en su casa, sentarme con él, hablarle con dulzura, lentamente. Quiero que me escuche, y después que me diga..., que me diga... sí, señora Cortès, cuente usted esa historia, cuente mi historia, pero no diga que soy yo. No quiero que me puedan reconocer. Invente a otro hombre que haya tirado su vida a otro cubo de basura...

—Entonces..., entonces —repetía Iphigénie—, ¿sube usted?

Había dicho que sí, voy, y ya veremos.

Ya veré.

Había llamado a su padre. Le había dicho ¿vienes conmigo? ¿No me abandonas? ¡Ay! Hazme una señal, lo que sea, haz que una bombilla se apague de repente, que la televisión se encienda sola, que el botón del ascensor empiece a parpadear, que se declare un incendio en la escalera...

No hubo señal.

Había empezado por el señor y la señora Merson. El señor Merson no estaba, pero la cimbreante señora Merson, con un cigarrillo atrapado entre los labios, había dicho claro, firmaré, es genial, Iphigénie, me encanta que cambie de color de pelo todas las semanas, me alegra el día...

Pinarelli hijo también había firmado. ¿La portera? Me da completamente igual, pero hay que reconocer que hace su trabajo. Podría ser más redondita... pero no se le pide a una portera que se contonee, ¿verdad, señora Cortès?

Yves Léger también había firmado. Estaba hablando por teléfono, no tenía tiempo de discutir, ¿dónde hay que firmar, y para qué? ¿La portera? Es perfecta...

No quedaban más que el señor y la señora Boisson. Iphigénie estaba exultante, ¿ve usted, ve usted? Se lo había dicho, soy oro puro, hago mi trabajo como nadie y ¿sabe qué? Cuando tenga todas las firmas del edificio A, pediré un aumento. ¡Y zas! En toda la boca del administrador, que quiere colocar a su gallinita para echarse siestas indecentes en las horas de descanso, porque se trata exactamente de eso, señora Cortès, ¡ni más ni menos! ¡Siestas indecentes!

—Al señor Boisson le veré mañana... Es tarde, Iphigénie, es la hora de cenar. Van a empezar a cenar...

—Nanananana, ¡se desinfla usted tan cerca del final! ¡Venga, vamos! A los Boisson, el otro día, les hice un favor, les desatasqué la pila, ¡así que me lo deben!

Esperaba con los pies bien plantados. Empezaba a impacientarse.

—¡Pero bueno, señora Cortès, casi lo hemos conseguido!

—Bueno, de acuerdo —suspiró Joséphine, agotada de discutir—. Voy. Pero me espera usted en su casa, me deja usted paralizada con tanta presión...

—Menos mal que la presiono, señora Cortès, ¡porque de repente la encuentro a usted bastante acobardada! ¿De qué tiene miedo? Es lo que me pregunto. ¿Es porque él ha estudiado en la Politécnica? Pero si usted también ha hecho unos estudios largos y difíciles...

—Voy, pero usted me espera en la portería...

—De acuerdo —dijo Iphigénie haciendo su ruido de trompeta atascada—. Pero tengo una especie de presentimiento de que me va a dejar tirada por el camino...

—¡No, Iphigénie! He dicho que voy, y voy...

Iphigénie había bajado volviendo la cabeza para verificar que Joséphine no huía.

Era el momento de la verdad. El momento en el que se jugaba el todo por el todo...

El momento en el que Joséphine tendría derecho o no a escribir ese libro que se desplegaba en su interior. Se encontró ante la gran puerta verde con dos bolas de cobre.

Llamó.

Esperó.

Oyó una voz de hombre que preguntaba ¿quién es?

Respondió soy la señora Cortès, la señora del quinto.

Un ojo se pegó contra la mirilla.

Oyó el ruido de cerradura abriéndose. Una vuelta, dos vueltas, tres vueltas, un cerrojo, dos cerrojos, un pestillo, otro cerrojo más...

Abrió un hombre.

—¿El señor Boisson?

—Sí...

—Tengo que hablar con usted...

Él carraspeó. Llevaba una chaqueta de andar por casa de lana color burdeos con un cinturón de pasamanería burdeos y un fular gris alrededor del cuello. Estaba pálido, una piel tersa, casi transparente, bajo la cual se percibían los huesos. Mantenía la puerta entreabierta y la observaba.

—Es referente a la portera...

—Mi mujer no está, es ella la que se ocupa de eso... Vuelva en otra ocasión.

—Es importante, señor Boisson, sólo necesito su firma. Los demás han firmado, se trata de reparar una injusticia...

—Es que...

—Simplemente una firma, señor Boisson.

Le miraba fijamente. Así que es él, el jovencito que corría de alegría por los pasillos del metro porque descubría el amor... El que besaba el bigote de Geneviève, se saltaba las clases, bebía champaña con Cary Grant, compraba una bufanda de cachemira para un hombre que vivía al sol y suplicaba que le contratase como chófer o como chico para todo...

La hizo entrar en el salón. Una amplia habitación triste, con muebles contorneados, solemnes. Un aparador con vitrina en el que vio, ordenadas de extremo a extremo, copas de champaña. Sillones rígidos de respaldo incómodo y alfombras de Oriente extendidas sobre parqué encerado. La habitación era fría, triste. Había un periódico abierto sobre un sofá. Una única lámpara alumbraba la habitación. Había debido de interrumpirle mientras leía.

—Mi mujer se ha marchado a Lille a ver a su hermana... Estoy solo, habitualmente está ordenado...

—¡Oh! ¡Pero si todo está muy ordenado! —dijo Joséphine—. ¡Debería usted ver mi casa!

Él no sonrió. Preguntó qué podía hacer por Iphigénie y dijo que sí, que estaba muy contento con la portera. Un poco menos con su pelo. Esbozó una sonrisa como si repitiese una cosa de la que no estaba muy convencido. No es muy elegante en una portera llevar el pelo rojo, verde, azul, amarillo... pero, aparte de eso, no tenía nada que decir. ¿Dónde debía firmar? Joséphine le entregó la petición. Él leyó los demás nombres y añadió el suyo. Le devolvió el bolígrafo y la acompañó hasta la puerta.

—Se lo agradezco, señor Boisson, repara usted una injusticia...

Él no respondió, se dispuso a abrir la puerta.

Ahora o nunca, pensó Joséphine. Su mujer no está, se sentirá libre de hablarme.

—Señor Boisson, ¿podría dedicarme un momento?

—Iba a calentarme la cena. Mi mujer me ha dejado preparados unos platos...

—Es importante, muy importante...

Su cara mostró extrañeza.

—¿Hay otro problema en el edificio?

—No, es algo más delicado... Se lo ruego, tiene que escucharme... Es importante para mí.

Esbozó una sonrisa incómoda. La insistencia de Joséphine le irritaba.

—Yo no la conozco a usted...

—Pero yo sí le conozco...

Levantó la cabeza, asombrado.

—¿No nos vimos el otro día en la farmacia? Era usted, ¿verdad?

Joséphine asintió.

—No es lo que yo llamo conocerse —dijo, reticente.

—Y sin embargo yo le conozco... Mucho más de lo que pueda imaginar.

Pareció que dudaba, después le hizo una señal para que volviese al salón. Le señaló un asiento. Él mismo se sentó casi prudentemente sobre un sillón rígido y recto. Juntó las manos sobre las rodillas y dijo que la escuchaba.

—Bueno, pues ahí va... —empezó Joséphine enrojeciendo.

Se lo contó todo. Zoé, su desesperación por haber perdido su cuaderno negro, la búsqueda en la basura y el descubrimiento de la libreta. Él se llevó la mano a la boca y se puso a toser. Una tos seca, desgarradora, que resonaba en sus costillas. Cogió el vaso de agua que tenía sobre una mesita, bebió unos sorbos, se secó la boca con un pañuelo blanco y le hizo una señal con la mano para que continuara su relato.

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