Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (89 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Junior, jadeando, había dejado que le ataran en la sillita MacLaren y, por una vez, se sintió feliz de volver a casa sobre dos ruedas. No sentía las piernas.

Josiane esperó a haber doblado la esquina de la avenida Niel con la plaza Pereire para inclinarse sobre su hijo.

—¿Qué ha pasado, amorcito? ¿Qué has visto que te ha puesto en ese espantoso estado?

—Mamá, mamá... Rápido, rápido, tu móvil, tengo que hablar con Hortense... —balbuceó Junior.

—¿Hortense? ¿Qué tiene que ver ella con el asunto que nos ocupa?

—Mamá, por favor, no me preguntes... Mi corazón está sangrando...

—Cálmate, amorcito. Apacigua tu tormento...

—No puedo, mamá, soy demasiado infeliz... Me tiembla todo el cuerpo.

—Pero ¿por qué, amorcito, tesorito mío?

—¡Ay, mamá! En el cerebro de Chaval, he visto a Hortense...

—¿Hortense?

—La vagina de Hortense como un tubo largo de caucho rojo... La ha tocado, mamá, la ha penetrado con su apéndice odioso... ¡Ay, mamá, odio a ese hombre!

—Junior, cálmate. Eso pasó hace mucho tiempo...

—Precisamente, mamá, era aún una jovencita, una chiquilla tierna. ¿Por qué se dejó hacer eso?

—No lo sé, cariño... ¿Sabes?, todos hacemos cosas de las que no nos sentimos orgullosos... Quería demostrarse que podía seducir a un hombre, a uno de verdad...

—¿Cuándo fue? ¿Lo recuerdas?

—Justo antes de que nacieras...

Junior se incorporó, armado de una loca esperanza.

—No me conocía...

—No.

—Es por eso... ¡Ahora no lo volvería a hacer!

—Seguramente no. Por lo que recuerdo, fue ella quien le dejó como una uva pasa. Después ya no volvió a ser el mismo... Le dejó el cerebro como la plastilina. Pero dime, cariño, ¿qué más has visto en la mente de ese hombre lamentable?

—Ese hombre es peligroso, madre —aseguró Junior, recuperándose—. Es la maldad en persona. Está urdiendo un complot contra papá con la ayuda de Henriette. Una artimaña a base de números secretos. De hecho, está jugando a dos bandas. Quiere volver a la empresa, hacerse un sitio, y está conspirando con Henriette... He visto en un pliegue de su cerebro una historia de dinero, una especie de robo con claves, cuentas bancarias, una trompeta...

—¿Una trompeta? —exclamó Josiane.

—Sí, madre, lo afirmo, había una trompeta... ¡Y una chilaba!

—¡Una chilaba! ¿Es miembro de Al Qaeda?

—No lo sé, madre, no lo sé...

Se recuperaba poco a poco. Hortense había cambiado, le perdonaba su error de juventud. Hortense era una conquistadora insaciable. Chaval había sido un trampolín. Nada más... De pronto comprendió que debería esperar antes de imaginar un futuro con ella. Tendría que aprender también a protegerse. Pero, pensó, la vida es como una bicicleta, hay que avanzar para no perder el equilibrio
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.

—Eso no impide —murmuró levantando los ojos hacia su madre— que duela estar enamorado, mamá. ¿Siempre es tan doloroso?

—Depende de en quién pongas los ojos, mi niño. Es cierto que Hortense no es una chica fácil de tratar... Pero debes olvidarla y concentrarte más bien en tu padre. ¿Qué vamos a hacer, Junior? Todo esto no está muy claro...

Junior, sentado en su sillita, se miraba los pies. Los frotó uno contra otro. Un león y un pulpo raquítico. Hortense y Chaval. El león devoraría al pulpo raquítico. No tendría ni para empezar.

—Hortense nos ofrece un comodín. Ella podrá embrujar a Chaval, hacerle hablar... Él no se le resistirá. Confesará sus planes. Hay que hablar con ella urgentemente. El curso se está acabando, seguramente volverá a Francia. Convocaremos un consejo de guerra y ella nos ayudará a desenmascarar a los culpables. Porque son dos, al menos... Chaval y Henriette. Ahora estoy seguro. Chaval y Henriette... y quizás un comparsa...

Josiane le acarició la cabeza, pasó los dedos por su pelo rojo revuelto.

—¿Qué haríamos sin ti, mi bebé?

—Madre, estoy agotado. Creo que voy a echar un sueñecito...

Apoyó el mentón sobre su chaqueta azul cielo y se durmió, acunado por el ruido de las ruedas de la sillita.

* * *

A Shirley Ward le gustaba la lluvia.

Le gustaba la lluvia del mes de junio en Londres. La lluvia de las mañanas de junio cuando se levanta el día, cuando las hojas de los árboles se estremecen, las ramas se agitan, la luz del sol se desliza por debajo de las gotas y lanza destellos bajo la lluvia que duda. Entonces hay que entornar los ojos, fijarse en un punto más allá del cristal para estar segura de ver cómo cae la lluvia, esperar, esperar hasta distinguir los trazos verticales de lluvia, los trazos casi invisibles, pensar que las aceras estarán mojadas, que habrá que coger un paraguas o un sombrero para salir...

A Shirley Ward no le gustaban los paraguas. Le parecían rígidos, pretenciosos, peligrosos.

A Shirley Ward le gustaban los sombreros para la lluvia. Tenía toda una colección. Impermeables, de algodón, de fieltro, de punto. Los acumulaba en una gran cesta a la entrada de su piso y elegía uno antes de salir. Lo moldeaba, despacio, antes de cubrirse el cabello con él. Sacaba algunos mechones rubios que formaban un halo de luz alrededor de su cara. Un toque de carmín y lista. Se convertía en una mujer bella. Daba grandes zancadas bajo la lluvia, caminaba por las calles de Londres ignorando los semáforos y a los peatones. Cuando cesaba la lluvia, se quitaba el sombrero, se lo metía en el bolsillo hecho una bola, se alborotaba el pelo y ponía la nariz al sol.

Cuando se vive en Londres es mejor amar la lluvia y los sombreros.

La caricia de la lluvia, el pálido calor del sol, el olor de las hojas verdes que tiemblan y las gotas que se apartan con el dorso de la mano, la mano que lames, distraída, casi extrañada de que no esté salada... A Shirley Ward le gustaba la lluvia, los sombreros de lluvia y los grandes árboles de Hyde Park. Esa mañana iría a pasear por el parque.

Saldría de casa.

Hacía diez días que no salía de casa.

Diez días, encerrada, rumiando un millar de pensamientos y recuerdos que desfilaban, entrecortados, como las imágenes aceleradas de las películas mudas.

Diez días en pijama, alimentándose de almendras saladas, de albaricoques secos, de confitura de naranja amarga, y con una tetera o una botella de whisky al alcance de la mano.

El whisky lo bebía por las tardes. A partir de las siete. Nunca antes. No quería pasar, ante sus propios ojos, por una borracha. Era su recompensa. Lo bebía con hielo. Hacía tintinear los cubitos en el vaso biselado. Ellos le recordaban que estaba viva, muy viva, que tendría que vivir con todos los recuerdos que había despegado, uno por uno, de su memoria.

Con los recuerdos podemos elegir. O los ignoramos y nos enfrentamos a cada nuevo día como si fuese el primero, o los sacamos uno por uno, los miramos de frente y los identificamos... Nos adentramos en la oscuridad para encontrar la claridad.

Removía el hielo en el vaso y escuchaba la canción de los cubitos. Decían que todo le llegaba bruscamente, las alegrías, las penas, las fruslerías. Pedaleaba tranquilamente por la ciudad, y de golpe, una sacudida...

Su hijo se marchaba...

Conocía a un hombre.

Un hombre que abría la caja de su pasado.

Los cubitos habían terminado su canción en el vaso. Se levantaba, iba a la cocina, abría el frigorífico. Necesitaba el sonido de los cubitos para escuchar la queja del pasado. Volvía a sentarse en el sillón, cruzaba una pierna en pijama sobre la otra, la dejaba golpear el vacío. Los cubitos cambiaban de octava, se hacían más ligeros.

Su padre volvía...

Los pasillos rojos de Buckingham. Las moquetas que se pisaban en silencio, las palabras susurradas, no levantar mucho la voz, la gente que habla alto es vulgar. Tan vulgar la gente que habla de los tormentos de su corazón...
Never explain, never complain.

Y su cólera ante la puerta cerrada y la espalda inclinada.

Se quedaba en pijama un día más, y otro. Quería comprender. Necesitaba comprender.

Balanceaba sus largas piernas. Cambiaba de asiento. Iba a sentarse en el gran sillón de piel junto a la ventana. Miraba bailar en el techo las sombras de los coches y de los árboles de la calle.

Caía la noche...

Cogía la botella de whisky, se servía otro vaso, iba a comer un albaricoque seco y una almendra. Posaba los pies desnudos bien planos sobre el parqué, notaba los nudos de la madera y apoyaba el pie con más fuerza todavía.

Amainar la cólera... Ahora, conocía a su cólera. Podía añadirle palabras. Recuerdos. Colores. Mirarla de frente y enviarla al pasado.

Pasaban los días. Algunas mañanas, llovía y ella entornaba los ojos para asegurarse. Otras mañanas hacía sol, rayos enormes venían a acariciar sus piernas en su cama. Decía hello, sunshine! Extendía un brazo, una pierna. Se hacía un té, un biscote con confitura de naranja amarga, volvía a acostarse, colocaba la bandeja sobre sus rodillas, hablaba con el biscote. ¿Podía hacer otra cosa el gran chambelán? ¿Podía hacer otra cosa? Era un hombre desarmado, impotente, que le había escrito: «¿Cómo puedo explicarte algo que ni yo mismo comprendo?».

¿Estamos obligados a explicarlo todo y a comprenderlo todo para amar?

Seguía el curso del sol a través de los dos ventanales. Pensaba que tendría que aprender a vivir con esa cólera. No me queda más que acostumbrarme a ella, a limpiarle la nariz, cuando la asome...

Llegaba la hora del whisky, se levantaba, despegaba los cubitos de la bandeja del congelador, los ponía en el vaso, los hacía tintinear, escuchaba su música, escuchaba la lluvia, balanceaba un pie, y luego otro.

El décimo día la paz descendió, fina como la lluvia.

Me parece que la tormenta ha pasado, pensó, extrañada, y se preparó un buen baño. No sabía exactamente lo que había comprendido, lo que había aprendido. Sólo sabía que iba a vivir el primer día de su nueva vida. Cogía la cuenta y la pagaba.

Sonrió al echar un frasco de sales de baño en la bañera, aquello todavía no estaba muy claro, pero ¿tenía realmente ganas de que fuese transparente? Sólo ganas de reír y de bañarse. Puso el
Vals fúnebre
de Chopin y se metió en la bañera.

Mañana saldría a la calle.

Se pondría su sombrero de lluvia, dejaría a la vista algunos mechones rubios, un toque de carmín y saldría a la calle, al parque, al estanque, como antes...

No creo que todo esté resuelto, pobrecita mía, todavía no has acabado con tus pensamientos sombríos...

Llamó a Oliver.

Le preguntó si podrían verse en el Spaniard’s Inn, su pub de Hampstead. Dejó la bici en el jardín, sin antirrobo, y entró. Emocionada, inquieta. Había instalado en su cabeza la aduana de los malos pensamientos.

Él estaba sentado en el fondo del bar oscuro, con una cerveza delante y sus rizos densos despeinados. Tenía una gran mochila de senderismo amarilla y verde en una silla. Se levantó y apoyó tan fuerte los labios contra los suyos que ella creyó desaparecer en ese beso. La dueña del bar, alta y seca, con las mejillas muy rojas y casi sin pelo, había puesto música para llenar el silencio, era Madness.

Él preguntó ¿estás mejor?

Ella no contestó. No le gustaba esa pregunta. ¿Qué se creía? ¿Que estaba enferma y que tenía que curarse? Se separó y apartó la mirada para que él no viese el brillo de enfado en sus ojos.

Se quedaron de pie, uno frente al otro, balanceando los brazos, como dos principiantes incómodos.

Después él añadió ¿no estamos siendo un poco tópicos?

Y ella sonrió, con el corazón por los suelos.

—Entonces ¿ya no me voy? —preguntó él con su enorme sonrisa de leñador.

Ella captó la ternura en su voz. Captó la sumisión. Cómo le envidiaba por poder amar con tanta fuerza, tan fácilmente, sin fantasmas que le arrastraran de los pies.

Abrió los brazos.

Y ella se pegó prudentemente a él.

—¿Crees que podrás quererme algún día?

—Ya estamos con las palabras mayores —suspiró levantando la cabeza hacia él—. ¿Es que no ves que estoy empezando a encariñarme contigo? Eso es una gran victoria, ¿sabes?...

—No, justamente, no lo sé. No sé nada de ti. Es lo que me he estado diciendo todos estos días...

—Yo tampoco sabía nada de mí. Eres tú quien me ha obligado a ver...

—Deberías agradecérmelo...

—Todavía no lo sé... Estoy cansada, muy cansada...

—Has vuelto y me siento feliz... No estaba seguro de que volvieses...

—¿Y qué habrías hecho?

—Nada. Era decisión tuya, Shirley...

Ella se apoyó en su cuerpo, no volvió a moverse. Seguía teniendo fuerzas para luchar. Él se inclinó y la besó inmovilizándole los dos brazos para que no pudiera defenderse. Aquello le pareció tan dulce después de diez días royendo su pena y su cólera, que se concedió ese beso como un descanso y pensó bésame, bésame, líbrame de la preocupación de pensar, ya no quiero pensar en nada, quiero volver al presente, sentir tu boca contra la mía, tus labios firmes, elásticos, abriendo los míos, y tanto peor si esto no es más que un beso, una voluptuosidad pasajera, la tomo y la saboreo. Se besaron largamente, sabiamente, sin prisas, y ella pensaba, pensaba que ese beso se parecía más a una lucha feliz que a un beso de rendición. Él la abrazó aún más, la aplastó con su peso bonachón, la rodeó con sus brazos como al tronco de un árbol pesado, la respiró, la apartó, la retomó, le dio golpecitos en el cráneo, hizo pss... pss... y la besó de nuevo como si no estuviesen en un pub inglés, sino en una enorme cama franca.

Ella vigilaba la evolución de la cólera en su interior.

Sabía que la cólera no se iría así como así.

Empezaba una larga convalecencia.

* * *

Henriette esperó a que René y Ginette subieran al coche, a que Ginette se pusiese el cinturón y sostuviese el paquete de pasteles firmemente sobre las rodillas. Jugando con el lazo rosa que la pastelera había anudado encima. Marcha atrás, marcha adelante, se abre el portal, se cierra el portal. Se iban a cenar a casa de la madre de Ginette. Cenarían, verían
¿Quién quiere ser millonario?
La vía estaba libre.

Aún tendría que esperar a que oscureciera más, a que pudiera fundirse con el gris del día que se acaba, ese gris incierto en el que todos los gatos son pardos... Esperó, sentada en la terraza del café, frente a las oficinas de Casamia. Tenía mucho tiempo. Tenía ganas de saborear ese tiempo que le quedaba antes de pasar al ataque.

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