Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (84 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
4.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

El aduanero le devolvió el pasaporte, ella sonrió sin pasar por la recogida de equipajes.

El señor Wei se había dignado a devolverle el pasaporte, pero nada más. Y después le había ladrado. No necesitaba nada más para viajar hasta el lecho de su anciana madre enferma. Lons-le-Saunier no es París... No necesitaba llevarse nada, ni tendría ningún gasto. Tú dejas todo aquí, así yo estoy seguro de que vuelves, había exclamado, furioso. Debo impedirte hacer tonterías, ya lo sabes... ¿No eres feliz aquí? Piensa en todo el dinero que te hago ganar. Tu hermoso piso, tus muebles, tu pantalla plana... Todo gracias a mí... Ella había agachado la cabeza. Sus dedos se habían cerrado sobre su pasaporte como si se agarraran a un pedazo de libertad. Se marchaba pobre como Job, después de haber permanecido dos años en Pekín. Además de las joyas, había conseguido esconder diez mil dólares en su faja Sloggy.

Había celebrado su marcha en el avión. Había pedido un whisky bien cargado con la excusa de que era su cumpleaños. La azafata le había preguntado con un guiño cómplice qué edad tenía, ella había contestado treinta y seis. Y ahí se paraba. No cumpliría nunca los cuarenta y dos. Ella le había traído treinta y seis caramelos en forma de mariposas de todos los colores y le había deseado buena suerte.

Y ahora ¿qué voy a hacer?, pensó colocándose en la cola del autobús que llevaba a París. Nadie me espera... Ni en París ni en Lons-le-Saunier.

Buscaría trabajo de manicura o de esteticista. Volvería a su antiguo salón de Courbevoie, preguntaría si había un puesto para ella. Ahí fue donde conocí a Antoine Cortès. No había tenido suerte con él. Habría otros. Les soltaría la cantinela de sus éxitos en China, eso quizás les daría ideas.

Empezó a canturrear mientras seguía a los turistas que subían al autocar de Air France arrastrando sus enormes maletas. Canturreaba con voz ronca y sensual mientras palpaba los billetes escondidos bajo la faja.

* * *

Dottie encontró a Becca en la cocina. Estaba preparando la cena, había abierto su libro en la página de los
crumbles
. Fruncía el ceño mientras leía una receta, las manos enharinadas. Dottie se preguntó si era un buen momento para hablar con ella.

—¿Philippe no está?

—Ha llevado a Alexandre al dentista...

—¿Ha dicho cuándo volvería?

—No...

—¿Puedo hablar contigo, Becca?

—No es precisamente un buen momento, me estoy lanzando a hacer un postre... ¿Es grave?

—Sí.

—Ah...

Becca colocó un cuchillo entre las páginas del libro para no perder la receta, apartó las manzanas, la harina y el azúcar moreno, dejó las dos manos suspendidas en el aire como dos candelabros blancos y posó sus ojos azules sobre Dottie.

—Te escucho...

Dottie se armó de valor y dijo:

—Me voy a tener que marchar, ¿verdad?

Los dos candelabros, sorprendidos, no se movieron.

—...

—Él ya no me mira. Ya no me habla. Ya no me toma en sus brazos por las noches cuando tiene pesadillas. Ya no siento cómo me rodea con sus brazos... Antes era yo quien le consolaba... Me estrechaba contra sí para que le amarrara al suelo, yo me decía me necesita, me necesita unas horas durante la noche, y esas horas, Becca, me hacían feliz durante el resto del día...

Hizo una pausa y murmuró:

—Ya no me necesita.

—...

—Se ha tranquilizado gracias a ti, Becca. Yo no sirvo para nada. No tengo nada que ver con el hecho de que se encuentre mejor...

—...

—Tenía tantas esperanzas, tantas...

—...

—Le quiero, Becca. Quiero a ese hombre. Pero él no me ha mentido. No se ha burlado. Nunca ha pretendido que me quería... ¡Ay, Becca! ¡Estoy tan triste!

—...

—Es la otra mujer, ¿verdad? Esa Joséphine...

Becca escuchaba como sólo ella sabía hacerlo. Con sus oídos, sus ojos, su corazón, su ternura. Y sus dos manos como candelabros blancos.

—¿Has encontrado trabajo? —le preguntó con voz dulce, sin reproches.

—Sí...

—Y no has dicho nada...

—Quería quedarme aquí...

—Lo había adivinado... y él lo sabe también, seguramente. No se atreve a decírtelo. Ya sabes que los hombres no son ningunos campeones enfrentándose a las cosas...

—¿La ha vuelto a ver?

—No es sólo esa mujer, Dottie... Está cambiando. Y lo está haciendo solo... Es un buen hombre.

—Lo sé, lo sé, ¡ay! Becca...

Se echó a llorar y Becca le abrió los brazos apartando las manos para no cubrirla de harina.

Dottie, abrazada a Becca, se dejó llevar.

—¡Le quiero tanto! Pensaba que terminaría olvidándola, que se acostumbraría a mí... Yo intentaba ser liviana para ocupar el espacio de una pluma. ¡Ay! Sé muy bien que no soy tan buena como ella, tan guapa, brillante, elegante... Yo no soy tan perfecta... pero pensaba que tenía una oportunidad...

Se sonó, se apartó de los brazos de Becca. Después, de pronto, estalló, dio un grito, dio golpes sobre la mesa, golpes a los armarios, golpes al frigorífico, golpes a las sillas, a las manzanas, al azúcar y a la harina.

—¿Y por qué me disculpo, encima? ¡Me paso el día disculpándome! ¿Por qué pienso que no valgo nada? ¡Que no le llego ni a la suela del zapato! ¡Que él es tan bueno conservándome a su lado, haciéndome un pequeño sitio en su cama! Yo lo he cambiado todo para gustarle. ¡Todo! He aprendido a apreciar los buenos cuadros, las palabras adecuadas, los cubiertos de pescado, la espalda recta, el vestido negro para ir a un concierto, los aplausos con las yemas de los dedos, la sonrisa educada ¡y no es bastante! ¿Qué es lo que quiere? ¿Qué es lo que quiere? ¡Sólo tiene que decírmelo y se lo daré! Se lo daría todo para que me llevase con él. Quiero que me ame, Becca, ¡quiero que me ame!

—Esas cosas no se deciden. Te quiere mucho...

—Pero no me ama. No me ama...

Becca puso en su sitio las manzanas, recogió la harina y el azúcar, se enjuagó las manos y los antebrazos bajo el grifo y se secó con el trapo colgado de la barra del horno.

—Así que voy a tener que volver a mi casa... Sola... ¡Ay! Qué poco me gusta la idea... Ese instante en el que voy a encontrarme en mi pequeño apartamento sin él, sin vosotros. En el que encenderé la luz al volver por la noche y no habrá nadie... Me sentía tan feliz aquí...

Se sentó y lloró sin hacer ruido, la nariz aplastada contra la mano, los hombros caídos.

Becca hubiese querido ayudarla, pero sabía que no cambiaría el curso del deseo y el deseo no quería saber nada de Dottie.

Le tendió un cuchillo.

—Ayúdame. Pela las manzanas, córtalas en cubos grandes... Cuando el corazón flaquea hay que ocupar las manos. Es el método más eficaz de aliviar la tristeza.

—Tendrás que llevar un aparato, ¿te molesta mucho? —preguntó Philippe a Alexandre cuando volvían a casa en coche.

—Tengo que hacerlo... —suspiró Alexandre, observando el perfil de su padre—. ¿Tú llevaste uno?

—No.

—¿Y mamá?

—No creo... Nunca se lo pregunté...

—¿No se hacía en vuestra época?

—¿Quieres decir hace cien años?

—No he querido decir eso... —protestó Alexandre.

—Lo sé. Estaba bromeando...

—Mamá será joven para siempre, ahora...

—Le hubiese gustado esa idea...

—¿Cuál es tu mejor recuerdo de ella?

—El día que naciste...

—Ah... ¿y cómo fue?

—Estábamos tu madre y yo en la habitación de la clínica. Habíamos puesto el colchón en el suelo y habíamos pasado la primera noche los dos abrazados y tú en medio. Teníamos mucho cuidado de no aplastarte, nos apartábamos para hacerte sitio y sin embargo nunca estuvimos tan cerca. Esa noche supe precisamente lo que significaba «ser feliz».

—¿Tan bien te sentías? —preguntó Alexandre.

—Me hubiese gustado que esa noche durase eternamente...

—Eso quiere decir que nunca serás tan feliz como entonces...

—Eso quiere decir que seré feliz de forma distinta... pero que esa felicidad permanecerá en la cumbre de todas mis felicidades...

—Me alegro de formar parte de ella, aunque no lo recuerde...

—A lo mejor sí que lo recuerdas y no lo sabes... ¿Y tú? —se atrevió a preguntar Philippe—. ¿Cuál ha sido tu mayor felicidad?

Alexandre reflexionó mordisqueándose el cuello de la camisa. Era una costumbre que había adoptado recientemente.

—Hay varios momentos felices, todos diferentes...

—¿El último, por ejemplo?

—Cuando besé a Annabelle en el semáforo, al volver del liceo... Fue mi primer beso de verdad y creo que, yo también, me sentí el rey del mundo...

Philippe no dijo nada. Esperaba que Alexandre precisara quién era Annabelle.

—Cuando besé a Phoebe, no fue tan fuerte, y con Kris estuvo bien pero también diferente... ¿Crees que podré besar a una chica con el aparato? ¿No le molestarán todos esos hierros en los dientes?

—Te besará por tu forma de escucharla, de mirarla, de contarle historias, por un montón de cosas que verá en ti... y que, a lo mejor, tú ni siquiera sabes...

—Ah... —dijo Alexandre, asombrado.

Se calló. La respuesta de su padre provocó mil preguntas en su cabeza.

Philippe pensó que nunca había tenido una conversación tan larga, tan íntima con su hijo, y se sintió feliz. Un poco como sobre aquel colchón en el suelo de la clínica cuando, durante una noche, había sido el rey del mundo.

Hortense Cortès se odiaba.

Tenía ganas de abofetearse, de clavarse en la picota, de no volver a dirigirse la palabra. De mofarse de una estúpida llamada... Hortense Cortès.

Acababa de dejar pasar la oportunidad de su vida.

Y era totalmente culpa suya.

Nicholas la había llevado a París a ver el desfile de Chanel. ¡Chanel!, había gritado ella, ¿Chanel de verdad? ¿Y el auténtico Karl Lagerfeld en el escenario?

—Y la oportunidad de conocer a Anna Wintour —había añadido Nicholas colocándose su corbata pomelo y rosa—, yo estoy invitado al cóctel después del espectáculo y tú vendrás también...

—¡Oh, Nicholas! —había balbuceado Hortense—. Nicholas, Nicholas... ¿Cómo agradecértelo?

—No me lo agradezcas. Si te doy un empujón hacia delante, es porque sé que puedo hacer algo de ti y que, un día u otro, me aprovecharé de ello...

—¡Mentiroso! ¡Es porque estás locamente enamorado de mí!

—Eso es precisamente lo que decía...

Cogieron un Eurostar a París a las siete y doce de la mañana. Se habían levantado a las cinco para analizar su atuendo y estar a la altura del acontecimiento. Saltaron dentro de un taxi en la estación del Norte. ¡Rápido! ¡Al Grand Palais!

Hortense, el ojo pegado al espejo de su polvera Sisheido azul, preguntó diez veces a Nicholas ¿qué tal estoy? ¿Qué tal estoy?

Diez veces él respondió divina, divina...

Se lo preguntó por undécima vez.

Enseñaron su invitación a la entrada del Grand Palais.

Hicieron cola para colocarse en la gran sala bajo la enorme vidriera, girando la cabeza a un lado y a otro para no perderse nada del decorado y de las personalidades presentes. Había tantas que Hortense renunció a reconocerlas. El desfile fue deslumbrante. El decorado representaba la tienda de la calle Cambon, reducida a las medidas de un quiosco de música. Réplicas gigantes de bolsos acolchados, de botones, de lazos, de sombreros Chanel, de collares de perlas colgaban de las paredes del quiosco. Todo era blanco, elegante; las modelos desfilaban, impecables.

Hortense había aplaudido a rabiar.

Nicholas se había inclinado hacia ella y había murmurado:

—Modera tu entusiasmo, querida, van a pensar que he traído a mi prima la del pueblo...

Ella había adoptado inmediatamente un aire de desgana y había bostezado abanicándose con su invitación.

Durante el cóctel, se había abierto paso a codazos y había llegado a la altura de Anna Wintour. Había que actuar deprisa. Anna Wintour no se quedaría allí mucho tiempo, no se mezclaba demasiado con el
vulgum pecus
.

Hortense había franqueado la barrera de seguridad que formaban los dos guardaespaldas. Se había presentado como periodista y había declarado:

—Me gustaría saber si piensa que la recesión va a influir en los desfiles de esta semana de París o, para ser más explícita, si la crisis financiera puede arruinar no sólo el volumen de pedidos de las casas de moda, sino también la moral y la imaginación de los diseñadores.

Estaba muy orgullosa de su pregunta.

Anna Wintour había vuelto hacia ella su mirada ciega tras sus gruesas gafas negras.

—Mmmm... Déjeme pensar... Le responderé cuando esté lo suficientemente segura de haberla entendido...

Y le había dado la espalda haciendo una señal a sus guardaespaldas para que la librasen de esa pesada.

Hortense se había quedado con la boca abierta y una sonrisa idiota en los labios. Humillada. Había sido humillada por Anna Wintour. Su pregunta era estúpida. Larga, pretenciosa, artificial.

Acababa de quedar en ridículo delante de la única persona en el mundo a la que hubiese querido impresionar. Pensó que eso era exactamente «ser ridículo»: querer ser más amable, más original, más inteligente cuando no se tienen los medios, y quedar en evidencia delante de todo el mundo.

El mes de mayo llegaba a su fin, Liz se marcharía a Los Ángeles y a Gary no le desagradaba la idea. Era el tipo de chica que clamaba por su independencia, rechazaba el dominio del macho, tiraba los ramos de flores a la basura, sacaba su lengua perforada si le sostenían la puerta, pero también empleaba el «nos» conyugal sin parar, había, crimen supremo, colocado el cepillo de dientes cerca del suyo y había llevado la parte de arriba de su pijama a su casa.

¿La de abajo? No llevaba.

Él contaba los días que faltaban para el 27 de mayo.

Ese día, la metió en un taxi al aeropuerto, cerró la puerta, esperó a que el vehículo amarillo hubiese girado al final de la calle 74 y lanzó un grito de alegría que hizo que más de un peatón se volviese a mirarle.

Esa misma noche, era viernes, fue a festejarlo con Caillebotte, así era como llamaba a Jérôme. En el Village Vanguard conoció a una mujer magnífica. Una auténtica mujer con patas de gallo y grandes ojos tristes. Morena, hastiada, alta, que bebía whisky a palo seco y llevaba brazaletes de colgantes. La llevó a su casa y la metió en su cama. Aquello provocó un ruido de cascabeles y suspiros. Abrieron los ojos hacia las doce. Ella le gustaba mucho. Había en su mirada un velo de tristeza que la llenaba de misterio. Le confesó que tenía algunos años más que él, él respondió que le parecía bien, que estaba cansado de ser joven. Fornicaron hasta las cuatro de la tarde. Ella le gustaba cada vez más. Se imaginaba besos crápulas, cenas con velas, reflexiones sobre el amor y el deseo, la libertad y la facultad de elegir sus obligaciones, el hombre que lo sabe todo y no comprende nada, el hombre que no sabe nada y lo comprende todo... Hasta que ella le preguntó, mientras se abrochaba el sujetador, si podía acompañarla: tenía que ir a buscar a sus hijos a sus clases de judo. Gary se cayó desde muy alto.

Other books

Thrice upon a Time by James P. Hogan
Jane Vejjajiva by Unknown
Famous Last Words by Jennifer Salvato Doktorski
A Little Wild by Kate St. James
Chaos in Kabul by Gérard de Villiers
The Darkness Knows by Cheryl Honigford
At Empire's Edge by William C. Dietz
Four Strange Women by E.R. Punshon