Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (91 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Se levantó. Abrió el armario. Tuvo ganas de volver a acostarse. ¿Qué me pasa? ¿Qué me pasa? Pasó una mano por las perchas donde colgaban vaqueros, vestidos, un abrigo, una larga blusa blanca. Las acarició. Vio en el fondo, completamente embutida en una percha, la chaquetita vaquera que le había comprado Gary, un día, en Camden. Paseaban por las calles de Camden cuando habían pasado delante de una tienda de ropa de segunda mano. La chaquetita estaba expuesta en el escaparate. Azul gastado, estrecha, usada, una chaqueta de niña que todavía juega con muñecas. Treinta libras. Hortense se había quedado mirándola. La quería. Estaba hecha para ella. Había abierto el monedero y calculó que no tenía suficiente dinero. Todavía no había pagado su parte del recibo de la luz. Noventa libras... Había acariciado la chaqueta con la mirada, había vuelto la cabeza y echó a andar otra vez con la chaqueta grabada en la memoria. Está hecha para mí, hace meses que busco algo así, es exactamente lo que quiero... Lo pensaba con tanta fuerza que había tropezado. Gary la había sujetado y había dicho ¡eh!, ¡no te separes de mí, no quiero perderte! La había cogido del brazo. Ella se había apoyado en él.

Se habían parado a comer una pizza. Gary había dicho pídeme una cuatro estaciones con mucho queso, me muero de hambre, voy al servicio. Ella le había visto marcharse. Le gustaba su espalda, su forma de caminar, de rodear las mesas y a la gente como si los dejara de lado. Me gusta ese hombre porque no necesita a nadie. Me gusta ese hombre porque no intenta gustarme. Porque se viste de cualquier manera y consigue ser elegante. Me gusta la gente elegante que no calcula, que no pasa horas delante del espejo, me hubiera sentado tan bien esa chaquetita vaquera..., me la hubiese puesto con zapatos rojos de tacón alto y una falda negra o con pantalones negros estrechos y unas Repetto. ¡Ay! ¡Qué ganas tenía de tenerla! Hasta perder la respiración. Pero si no pagaba su parte de la electricidad, el ayatolá le echaría otro discursito y le haría la vida imposible...

Había pedido dos pizzas con mucho queso y dos cafés. Había dibujado en el mantel de papel una chaquetita abandonada en un escaparate. Había añadido dos brazos que se tendían hacia ella... Descolorida hasta el punto justo. ¿Y el cuello? Había tenido tiempo de fijarse en el cuello... Perfecto. Y las mangas también. Perfectas, esas mangas... Podría remangarlas.

Estoy harta de no tener nunca dinero, había murmurado soltando el lápiz, desgarrando el trozo de mantel de papel y convirtiéndolo en confeti que había tirado al suelo.

Pero ¿qué estaba haciendo Gary? ¿Habría cola en el baño? Le gustaría quedarse con su bufanda...

Él había vuelto con una bolsa de papel marrón y la había puesto sobre la mesa. He encontrado esto en el váter, había dicho, mira lo que hay dentro. ¡Pero qué dices!, había respondido ella encogiéndose de hombros, he pedido dos pizzas y dos cafés. Si está muy bien, mira... Ella había abierto la bolsa con la punta de los dedos y expresión de asco. Era la chaquetita vaquera. Sus ojos se habían llenado de lágrimas.

—¡Oh, Gary! ¿Cómo has adivinado que...?

—¿Crees que es de tu talla?

Se la había puesto.

—¿No es un poco pequeña? —había preguntado él.

—¡Es perfecta! ¡Te prohíbo decir nada malo de mi chaqueta!

Se la había dejado puesta toda la tarde y toda la noche.

Y durante semanas, no se la había quitado.

Cogió la chaqueta vaquera. Hundió la nariz en ella. Recordó aquel día. Habían paseado de la mano, recorriendo las calles pavimentadas de Camden. Habían hurgado en los puestos en busca de un objeto extraño. Una vieja hélice de avión o una maqueta de barco. Gary buscaba un regalo para el cumpleaños de un amigo. ¿Cómo se llamaba? No sé acordaba. Pero recordaba los adoquines brillantes sobre los que resbaló, su mano en la mano de Gary y la chaquetita vaquera que le apretaba un poco en los hombros. Pensó ¿qué estará haciendo ahora? ¿Por qué no me llama? ¿Por qué estamos siempre en guerra? Cogió el vestido negro con cremalleras. Había encargado un prototipo sólo para ella. De una tela elástica que se pegaba mucho. Casi no podía respirar. Se lo puso. Se cepilló la melena, se maquilló con dos largos trazos negros que destacaban el verde de sus ojos, maquillaje blanco, muy blanco, la boca roja, muy roja. Se puso sus sandalias altas rosa. ¿Qué más?, pensó analizándose en el espejo. El detallito que remataría el todo. ¿Dónde estás, detallito? Echó hacia atrás las mangas de la chaqueta, cogió un par de guantes negros de piel que se ceñían a la muñeca y un gran broche de Topshop que se puso en el cuello de la chaqueta. Dio un paso atrás. Perfecto.

Cogió un zurrón enorme. Lo balanceó para calibrar el efecto. Más que perfecto.

Un echarpe largo negro y blanco. Un par de gafas negras.

¡Adelante hacia la gloria!

Se metió en un taxi que la dejó delante del Sketch. Saludó al portero en la entrada que la dejó pasar sin hacer cola y la recibió con un hi, honey! ¡Siempre tan guapa y excitante! Ella le regaló una sonrisa perfecta, la sonrisa del felino que mata de un zarpazo. Tenía razón, estaba guapa, excitante, lo notaba al andar, todo era perfecto esta noche, todo era perfecto salvo que todavía tenía el corazón encogido. Encogido y vacío a la vez. Tengo un 87% y soy proyecto del año, se dijo, para animarse, y dio un golpe de cadera al franquear la puerta, como si quisiera desembarazarse de ese corazón demasiado encogido o demasiado vacío.

Chocó contra un hombre en la entrada. Él se disculpó. Le dijo ¿nos conocemos? Ella respondió un poco viejo, ese truco, ¿no? Él sonrió. La miró de arriba abajo, sin prisa. Volvió a sonreír con una sonrisita seca.

—Me gusta mucho su forma de vestir... ¿Ha encontrado usted todo eso?

Ella le miró, atónita.

—Quiero decir... El vestido negro, la cremallera delante, la cremallera detrás, la chaquetita vaquera corta, los guantes doblados, el broche, el echarpe...

Ella parpadeó.

—Pues... sí. El vestido es una creación mía... Para H&M —mintió con aplomo—. Un proyecto que me pidieron... Esperan que sea la estrella de su colección de invierno.

Él la miró con respeto.

—Y sin embargo es usted muy joven...

—¿Y qué?

—Tiene razón..., es una idiotez por mi parte decir eso...

—Pues sí que lo es...

—Yo trabajo en Banana Republic. Dirijo el departamento de estilismo. Me gusta mucho su aspecto... Le propongo un trato. Venga a pasar dos meses a Banana, usted propone ideas y yo le pago. Le pagaré muy bien...

—¿Tiene usted una tarjeta?

—Sí...

Él le ofreció una tarjeta de visita. Ella leyó su nombre, su cargo, Banana Republic.

—¿Puedo quedármela?

—No me ha contestado...

—Tengo agente, llámele, él le dirá mis condiciones.

—¿Me da su nombre y sus señas? Le llamaré mañana temprano. Hay que empezar en julio. ¿Está libre?

Ella le dio el nombre de Nicholas y su teléfono. Tendría el tiempo justo para avisarle.

—Es él quien se ocupa de mis contratos...

—¿Tiene tiempo para tomar una copa?

Hortense reflexionó. El hombre tenía aspecto honesto y la tarjeta de visita parecía seria.

—Aviso a una amiga que me espera y quedamos en el bar.

Se alejó, comprobó que él no la seguía con la mirada, se dio la vuelta, se dirigió a los servicios, se encerró y llamó a Nicholas.

—¡Tengo una propuesta de trabajo para este verano! ¡Lo he encontrado, lo he encontrado! ¡Dos meses en Banana Republic para diseñar modelos! No para ordenar cajas en el sótano ni para pegar etiquetas, ¡sino para encontrar ideas para su colección! ¿No es genial, Nico, no es genial? ¡Y pensar que no tenía ganas de salir esta noche! He estado a punto de quedarme en casa...

Él quiso saber más detalles.

—No sé nada más. Le he dicho que eras mi agente y te llamará mañana por la mañana para discutir precios, condiciones y todo eso. Me llamas en cuanto hayas colgado, ¿de acuerdo? ¡Pellízcame, pellízcame, no puedo creerlo!

—¿Ves, guapa?, no hay que desesperar... Cuando te decía que en este mundo de la moda, todo puede llegar en un abrir y cerrar de ojos...

—Esperemos a que esté firmado... Véndeme como una estrella emergente, hazle babear...

—¡Cuenta conmigo!

Se reunió con el hombre en el bar. Se llamaba Frank Cook. Era alto, enjuto, rasgos finos, cabello ligeramente gris en las sienes, mirada de negociante tenaz. Debía de rondar los cuarenta o cuarenta y cinco años. Llevaba alianza y una chaqueta de tela azul marino.

—No tengo mucho tiempo, tengo una cita —dijo Hortense instalándose en el taburete del bar. Un taburete alto con un respaldo en forma de corazón.

El hombre quedó impresionado por su aplomo y pidió una botella de champaña.

—¿Ha trabajado ya para una gran empresa?

—Quizás soy muy joven, pero tengo experiencia. La última en Harrods. Decoré dos escaparates para ellos sobre el tema del detalle en la moda... Lo hice todo yo, toda la puesta en escena, quedó magnífico. Mi nombre estaba escrito con letras grandes en los escaparates. Hortense Cortès. Estuvieron dos meses expuestos y tuve un montón de propuestas... Estoy estudiándolas con mi agente...

—¡Harrods! —exclamó el hombre—. Voy a tener que revisar mis precios...

Su mirada se iluminó con un resplandor burlón, pero condescendiente.

—Le conviene —dijo Hortense—. No trabajo por un puñado de cacahuetes...

—Estoy seguro de ello... No parece usted una chica que se consigue fácilmente.

—¡Es que nadie me ha conseguido nunca!

—Discúlpeme... ¿Ha estado ya en Nueva York?

—No, ¿por qué?

—Porque nuestras oficinas están en Nueva York y, si nos ponemos de acuerdo, trabajará usted allí... en pleno Manhattan, en nuestro departamento de diseño.

Nueva York. Recibió un puñetazo en el plexo. Encajó el impacto y se apoyó en el respaldo del taburete del bar. Se había quedado sin respiración.

—¿No había dicho usted algo de una copa?

Necesitaba beber para deshacer el nudo que la ahogaba. Nueva York. Nueva York. Central Park, Gary. Las ardillas están tristes los lunes...

—¡Camarero! —le gritó él a un tipo que se movía detrás de la barra—. ¿Viene esa botella o no?

El camarero gritó que ya iba y no tardó en depositar una botella y dos copas ante Hortense y Frank Cook.

—¿Bebemos por nuestro éxito? —preguntó el hombre sirviendo champaña en las copas.

—Bebemos por mi éxito... —corrigió Hortense, que se preguntó si no estaría soñando.

Ya no tenía el corazón ni vacío ni encogido.

* * *

Se había convertido en una costumbre. Los martes y los jueves por la tarde, Joséphine visitaba al señor Boisson en el gran salón de muebles tristes y cortorneados. A las dos de la tarde, la señora Boisson se iba a jugar su partida de bridge, la vía estaba libre. Joséphine llamaba y el señor Boisson la hacía entrar. Había preparado una bandeja con bebidas. Vino blanco, zumo de piña y Martini rojo. Él se servía un bourbon añejo. Una marca extraña que él llamaba «mi yemita».

—No puedo beber cuando está mi mujer. Dice que hay momentos para eso y yo nunca me he atrevido a preguntar cuáles eran esos momentos...

Sonreía. La miraba. Añadía:

—¡Hace casi cincuenta años que no he sonreído!

—Es una pena...

—Con usted me siento aliviado, tengo ganas de decir tonterías, de fumar un cigarrillo, de beber yemita...

Se tumbaba en el canapé Napoleón III a rayas, cogía su vaso de yemita, sus comprimidos, mezclaba el bourbon y las pastillas, perdía el equilibro, se ponía un cojincito detrás de la nuca y hablaba. Hablaba de su infancia, de sus padres, del salón de sus padres y de los muebles que había heredado y que no le gustaban. Joséphine estaba extrañada de la facilidad con la que hablaba. Parecía incluso que experimentaba un auténtico placer.

—Vamos, hágame todas las preguntas que quiera... ¿Qué quiere saber?

—¿Cómo era usted a los diecisiete años?

—Un burguesito triste. Mezquino. En blazer azul marino, pantalón gris, corbata y unos jerséis de lana que mi madre tejía... Unos jerséis horribles. Grises o azul marino. No puede imaginarse usted lo que era Francia y el mundo en aquellos años... En fin..., la idea que yo me hacía de ellos emboscado en mi casa... Había gente que se divertía mucho, creo, pero, visto desde mi salón, todo era soso, afectado. Era muy distinto de hoy en día. Francia continuaba viviendo como en el siglo diecinueve. Había un gran aparato de radio en el comedor y escuchábamos las noticias en la mesa. Yo no estaba autorizado a hablar. Escuchaba. Me preguntaba qué interés tenía todo eso para mí. Tenía la impresión de que no contaba para nada. No tenía ni ideas ni opiniones. Era una especie de mono sabio, repetía lo que decían mis padres, y no era nada original... Se acababan de firmar los acuerdos de Évian y se acabó la guerra de Argelia. Yo no sabía si eso estaba bien o no... Pompidou era primer ministro y el general De Gaulle había estado a punto de ser asesinado en Petit-Clamart... Recuerdo el nombre de Bastien-Thiry, el organizador del atentado, un partidario de la Argelia francesa. Le fusilaron el 11 de marzo de 1963. El general De Gaulle le había negado el perdón. Mis padres eran gaullistas fervientes, y pensaban que el general había actuado correctamente. Bastien-Thiry era responsable y culpable. El ministro de cultura se llamaba André Malraux. Paseaba La Gioconda por el mundo entero. Mi padre decía que aquello costaba millones al contribuyente francés... La guerra de Vietnam no había empezado aún, John Kennedy era presidente de los Estados Unidos y Jacky, un icono. Todas las mujeres llevaban su famoso sombrerito y faldas estrechas, muy apretadas. Las mujeres, en aquella época, o eran madres, o eran secretarias. Llevaban faja y sujetadores puntiagudos como obuses. Lyndon Johnson era vicepresidente. Hubo la crisis de los misiles en Cuba. Jruschov se quitó el zapato en la sede de la ONU en Nueva York y golpeó la mesa con él... Lo vimos en la tele. En blanco y negro con una imagen que parpadeaba. Estábamos en plena guerra fría y el mundo entero contenía la respiración. En el instituto, nos hablaban de conflicto mundial, de guerra atómica, nos decían que había que prepararse para lo peor. Los jóvenes no existían, los pantalones vaqueros no existían, la música de los adolescentes era la misma que la de los padres: Brassens, Brel, Aznavour, Trenet, Piaf. En las revistas se veían los primeros anuncios de medias para chicas y mi madre decía que era asqueroso. ¿Por qué? No lo sé... ¡Todo lo que era nuevo era asqueroso! Los padres leían
Le Figaro, Paris Match
y
Jours de France
. Yo, de niño, tenía permiso para leer la revista
Mickey
y después, nada... Era un mundo construido exclusivamente para los adultos. Apenas teníamos dinero en el bolsillo, los jóvenes no tenían ningún poder adquisitivo. Obedecíamos. A los profesores, a los padres... Y sin embargo, aquello comenzaba a moverse. Había a la vez unas ganas furiosas de vivir y la idea de que nunca cambiaba nada. La gente fumaba como carreteros, no se sabía que era peligroso para la salud. Yo me atiborraba de caramelos Kréma, de bolas de coco y de caramelos de colores. Cuando los padres recibían amigos, ponían discos, los llamaban elepés... También había singles. Yo había comprado uno de Ray Charles
, Hit the Road
, Jack, sólo para fastidiar a mis padres. Mi madre decía que Ray Charles era un negro meritorio ¡porque era ciego! Yo escuchaba escondido detrás de la puerta. A veces bailaban..., las mujeres llevaban moño, twin-set y tacones de aguja. Mi padre había comprado un Panhard. Los domingos bajábamos por los Campos Elíseos en coche. Malraux había empezado a renovar las negras fachadas de París y la gente estaba escandalizada. Yo estaba dividido entre el mundo convencional de mis padres y el que adivinaba que estaba naciendo pero del que yo no formaba parte. Johnny Hallyday era un ídolo, se bailaba
Retiens la nuit
, Claude François cantaba
Belles, belles, belles
, los Beatles triunfaban con
Love me do
y actuaban en el Olympia como teloneros de Sylvie Vartan con Trini Lopez. No me dejaron ir... Yo escuchaba Salut les Copains en mi habitación con el volumen muy bajo. Escondía mi transistor detrás de un enorme diccionario Gaffiot por si mi madre entraba. Mamá seguía el culebrón
Ça va bouillir!
, de Zappy Max en Radio Luxemburgo, ¡pero no lo hubiese reconocido por nada del mundo! Íbamos al cine a ver
West Side Story
,
Lawrence de Arabia, Jules y Jim
. Truffaut, con su historia de amor a tres, ¡era considerado un subversivo! Eran los años Bardot, a mí me parecía tan guapa... Despreocupada y frívola. Me decía que ella era libre, libre y feliz, tenía un montón de amantes y se paseaba desnuda, y luego me enteré de que había intentado suicidarse... Marilyn murió el 5 de agosto de 1962. Lo recuerdo porque produjo mucha impresión... Era sexy y triste a la vez. Por eso la gente la adoraba, creo. Yo vivía todo aquello intensamente, pero de lejos... Las ondas de la vida exterior no alcanzaban nuestro salón. Yo era hijo único y me asfixiaba... Era un estudiante brillante, había aprobado el bachillerato con mención y papá había anunciado que estudiaría en la Politécnica. Como él... Yo no tenía novia y me quedaba apartado en las fiestas... Recuerdo mi primer guateque, un amigo me llevó sentado detrás en su motocicleta, llovía a cántaros y llegué empapado. El primer disco que oí al entrar era
I Get Around
de los Beach Boys y sentí unas ganas locas de bailar. Pero no me atreví... Se lo repito, no era nada atrevido... Y después un amigo de mis padres me propuso hacer unas prácticas en el rodaje de
Charada
y entonces, no sé porqué, mis padres dijeron que sí. Creo que a mi madre le gustaba mucho Audrey Hepburn, le parecía elegante, refinada, deliciosa. Le hubiese gustado parecerse a ella... Y así fue como le conocí.

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