Read Las aventuras de Huckleberry Finn Online
Authors: Mark Twain
Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico
»Me largué zumbando cuesta abajo, con la esperanza de robar un bote en la orilla, en alguna parte por arriba del pueblo, pero todavía había gente despierta, así que me escondí en el taller viejo del tonelero que está medio derrumbado en la orilla, a esperar que se fueran todos. Bueno, allí me pasé la noche. Siempre había alguien. Hacia las seis de la mañana empezaron a pasar botes, y hacia las ocho o las nueve todos los botes que pasaban contaban que tu papá había venido al pueblo a decir que te habían matado. Estos últimos botes estaban llenos de señoras y de caballeros que iban a ver el sitio. A veces amarraban a la orilla para descansar antes de empezar el cruce, y me enteré de tu muerte por lo que decían. Sentí mucho que te hubieran matado, Huck, pero ahora ya no.
»Me quedé allí escondido todo el día, debajo de las virutas y el serrín. Tenía hambre, pero no miedo, porque sabía que la moza vieja y la viuda iban a ir al sermón del campamento poco después del desayuno y faltarían todo el día, y ellas sabían que yo salía con el ganado al amanecer, así que no esperarían verme por la casa y no me echarían de menos hasta después de la oscurecida. Los otros criados tampoco, porque se iban a ir de fiesta en cuanto las viejas no estuvieran en casa.
»Bueno, cuando oscurició subí por la carretera del río, unas dos millas o más hasta donde ya no había casas. Había decidido lo que iba a hacer. O sea, si trataba de escaparme a pie, los perros me encontrarían; si robaba un bote para cruzar, lo echarían de menos, comprendes, y sabrían que iba a dar al otro lado y dónde buscarme la pista. Así que digo: «Lo que necesito es una balsa; eso no deja huellas».
»Vi una luz que pasaba por la punta, así que me metí y empujé un tronco delante de mí y nadé más de la mitad del río y me metí entre el maderamen que bajaba, con la cabeza baja, y como que nadé contracorriente hasta que parició la balsa. Entonces nadé a la popa para agarrarme. Llegaron nubes y estuvo oscuro un rato. Así que me subí a tumbar en las planchas. Los hombres estaban todos en el medio, donde el farol. El río estaba creciendo y había buena corriente, así que pensé que para las cuatro de la mañana estaría veinticinco millas río abajo y entonces volvería al agua antes de echarme otra vez a nadar y meterme en el bosque del lado de Illinois.
»Pero no tuve suerte. Cuando habíamos llegado casi a la punta de la isla un hombre empezó a venir a popa con el farol. Vi que no valía de nada esperar, así que me dejé caer y me eché a nadar hasta la isla. Bueno, creía que podía hacer pie casi en cualquier parte, pero no; la ribera estaba demasiado empinada. Tuve que llegar casi al final de la isla antes de encontrar un buen sitio. Me metí en el bosque y pensé que no volvería a subirme en más balsas mientras siguieran andando por ahí con el farol. Tenía la pipa y un poco de picadura en la gorra que no se habían mojado, así que no había problema.
—¿Así que no has comido ni carne ni pan todo este tiempo? ¿Por qué no buscaste tortugas de río?
—¿Y cómo las iba a agarrar? No se les puede uno echar encima y agarrarlas; y, ¿cómo va uno a matarlas de una pedrada? ¿cómo se hace eso de noche? Y no iba a dejar que me vieran en la orilla de día.
—Bueno, es verdad. Claro, has tenido que seguir en el bosque todo el tiempo. ¿Oíste cómo disparaban el cañón?
—Ah, sí. Sabía que te buscaban a ti. Los vi pasar por aquí... los miré entre los arbustos.
Pasaron unos pajaritos que volaban una yarda o dos cada vez y se volvían a posar. Jim dijo que era señal de que iba a llover. Dijo que eso significaba cuando lo hacían los pollitos, así que pensaba que era lo mismo cuando lo hacían los pajaritos. Yo iba a cazar algunos, pero Jim no me dejó. Dijo que traía la muerte. Dijo que su padre se puso muy enfermo una vez y alguien de su familia atrapó un pájaro y su abuelita dijo que su padre se moriría y eso fue lo que pasó.
Y Jim dijo que no había que contar las cosas que iba uno a cocinar para la cena, porque traía mala suerte. Lo mismo que si se sacudía el mantel después de anochecer. Y dijo que si un hombre tenía una colmena y se moría ese hombre, había que decírselo a las abejas antes de que volviera a salir el sol a la mañana siguiente, porque si no las abejas se ponían enfermas y dejaban de trabajar y se morían. Jim dijo que las abejas no picaban a los idiotas, pero yo no me lo creí, porque me había metido con ellas docenas de veces y a mí nunca me picaban.
Algunas de esas cosas ya las había oído yo decir antes, pero no todas ellas. Jim se sabía montones de señales de ésas. Dijo que se las sabía casi todas. Yo dije que me parecía que todas las señales traían mala suerte, así que le pregunté si había alguna señal de buena suerte. Y va y dice:
—Muy pocas, y no le valen a nadie. ¿Para qué quieres saber cuándo viene la buena suerte? ¿Quieres que no llegue? —y añadió—: Si tienes los brazos peludos y el pecho peludo, es señal de que vas a ser rico. Bueno, eso vale de algo, porque siempre es para dentro de mucho tiempo. Sabes, a lo mejor tienes que ser pobre mucho tiempo antes, y entonces podrías desanimarte y matarte, si no supieras por esa señal que con el tiempo vas a ser rico.
—¿Tú tienes pelos en los brazos y en el pecho?
—¿Y para qué me lo preguntas? ¿No ves que sí?
—Bueno, ¿eres rico?
—No, pero fui rico una vez y voy a volver a serlo. Una vez tuve catorce dólares, pero me dediqué a especular y me arruiné.
—¿En qué especulaste, Jim?
—Bueno, empecé con valores.
—¿Qué clase de valores?
—Bueno, valores de verdad: ya sabes, ganado. Invertí diez dólares en una vaca. Pero no volveré a arriesgar dinero en valores. La vaca fue y se me murió.
—O sea, que perdiste los diez dólares.
—No, no los perdí todos. Sólo unos nueve. Vendí la piel y la cola por un dólar y diez centavos.
—Te quedaban cinco dólares y diez centavos. ¿Seguiste especulando?
—Sí. ¿Te acuerdas de ese negro del viejo señor Bradish que sólo tiene una pierna? Bueno, pues puso un banco y dijo que todo el que depositara un dólar recibiría cuatro dólares más al final del año. Bueno, todos los negros depositaron, pero no tenían mucho. Yo era el único que lo tenía. Así que deposité más de cuatro dólares y dije que si no me daba lo que me tocaba, yo abría mi propio banco. Bueno, claro que aquel negro no quería que yo le hiciera la competencia, porque decía que no había negocio bastante para dos bancos, así que dice que yo podía meter mis cinco dólares y él me pagaría treinta y cinco al final del año.
»Así que eso hice. Después pensé que invertiría los treinta y cinco dólares para que las cosas siguieran moviéndose. Había un negro que se llamaba Bob que tenía una barca plana y su amo no lo sabía, y se la compré y le dije que le daría los treinta y cinco dólares a fin de año; pero alguién robó la barca aquellas noche y al día siguiente el negro cojo dijo que el banco había quebrado, así que todos nos quedamos sin el dinero.
—¿Qué hiciste con los diez centavos, Jim?
—Bueno, iba a gastármelos, pero tuve un sueño y el sueño me dijo que se los diera a un negro que se llama Balum, que lo llaman Asno de Balum; ya sabes, uno de esos medio tontos, pero dicen que tiene suerte, y ya estaba visto que yo no la tenía. El sueño dice que Balum invierta los diez centavos y haga que crezcan. Bueno, pues Balum se llevó el dinero, y cuando estaba en la iglesia oyó que el predicador decía que quien daba a los pobres prestaba al Señor y con el tiempo recibiría el dinero multiplicado por cien. Así que va el Balum y les da los diez centavos a los pobres y se queda esperando a ver qué pasa.
—Bueno, y, ¿qué pasó, Jim?
—No pasó nada. No conseguí que me devolviera ese dinero pa na, y Balum tampoco. No voy a volver a prestar más dinero hasta que me den un aval. ¡Y decía el predicador que te devolverían el dinero cien veces! Si me devolviera los diez centavos quedaríamos en paz y yo tan contento.
—Bueno, Jim, de todas maneras no importa, si vas a volver a ser rico tarde o temprano.
—Sí, y ya soy rico ahora si lo piensa uno bien. Soy dueño de mí mismo y valgo ochocientos dólares. Ojalá tuviera el dinero; ya no querría más.
M
E APETECÍA IR
a buscar un sitio que estuviera hacia el centro de la isla y que había visto cuando estaba explorando, así que nos pusimos en marcha y en seguida llegamos, porque la isla sólo medía tres millas de largo y un cuarto de milla de ancho.
Aquel sitio era un cerro bastante largo y empinado, de unos cuarenta pies de alto. Nos costó trabajo llegar arriba, de empinados que eran los lados y espesos los árboles. Anduvimos buscando por todas partes y por fin encontramos una buena caverna en la roca, casi arriba del todo, en el lado que daba a Illinois. La caverna medía tanto como dos o tres habitaciones juntas, y Jim podía estar de pie sin darse en el techo. Era fresca. Jim era partidario de guardar allí nuestras trampas inmediatamente, pero le dije que no nos convenía andar subiendo y bajando todo el tiempo.
Jim dijo que si teníamos la canoa escondida en un buen sitio y teníamos todas las trampas en la caverna, podríamos escondernos a toda prisa en ella si llegaba alguien a la isla, y que sin perros nunca nos encontrarían. Y, además, dijo que los pajaritos habían dicho que iba a llover y, ¿quería yo que se nos mojaran todas las cosas?
Así que volvimos, sacamos la canoa y llegamos frente a donde estaba la caverna y llevamos allí todas las trampas. Después buscamos un sitio cerca donde esconder la canoa, en medio de los grandes sauces. Algunos peces habían picado en los sedales; los cojimos y volvimos a poner el cebo y empezamos a prepararnos para la cena.
La entrada de la caverna era lo bastante grande para meter un barril, y a un lado de la entrada el piso estaba un poco más alto y era liso, o sea, un buen sitio para encender una hoguera. Así que allí la encendimos y preparamos la cena.
Dentro tendimos las mantas para que hicieran de alfombra y para comer allí. Pusimos todo lo demás a mano en la trasera de la cueva. Poco después oscureció y empezó a tronar y relampaguear, o sea, que los pájaros tenían razón. Inmediamente después empezó a llover y a llover con ganas, y nunca he visto un viento soplar así. Fue una de esas buenas tormentas de verano. Estaba tan oscuro que fuera todo parecía de un azul—negro precioso, y la lluvia caía tan densa que los árboles a poca distancia parecían sombras como de telarañas, y llegaban soplidos del viento que doblaban los árboles y hacían levantarse las hojas por el lado pálido de abajo, y después seguía una ráfaga feroz que hacía a las ramas agitar los brazos como si se hubieran vuelto locas, y después, cuando estaba de lo más azul y más negro, ¡fist! Se veía un resplandor como el de la gloria y las copas de los árboles que se agitaban a lo lejos en medio de la tormenta, a centenares de yardas más de distancia de lo que se podía ver antes; volvían a quedar negras como el pecado en un segundo y entonces se oía la vuelta del trueno con un tamborileo espantoso que continuaba gruñendo, rodando y tambaleando por el cielo hacia el otro lado del mundo, como si estuvieran haciendo rodar barriles escaleras abajo, ya sabéis, unas escaleras muy largas, donde los barriles rebotan mucho.
—Jim, esto está muy bien —dije—. No querría estar en ninguna otra parte del mundo. Dame otro trozo de pescado y algo de pan de borona caliente.
—Bueno, pues no estarías aquí si no fuera por Jim. Estarías ahí fuera en el bosque y encima casi ahogado; te lo aseguro, mi niño. Las gallinas saben cuándo va a llover y los pájaros también, niño.
El río siguió creciendo diez o doce días hasta que empezó a inundar las riberas. El agua tenía tres o cuatro pies de profundidad en la isla en los sitios bajos y en la ribera de Illinois. Por aquella parte medía muchas millas de ancho, pero del lado de Missouri era la misma distancia de siempre —media milla—, porque la costa de Missouri era como una muralla de acantilados.
De día dábamos la vuelta a la isla remando en la canoa. En medio del bosque hacía mucho fresco y siempre había sombra, auque fuera nos quemara el sol. íbamos dando vueltas entre los árboles y a veces las lianas caían tan gruesas que teníamos que retroceder y seguir otro camino. Bueno, en cada viejo árbol hendido se veían conejos y serpientes y esas cosas, y cuando la isla llevaba uno o dos días inundada estaban tan mansos, del hambre que tenían, que se podía llegar adonde estaban y acariciarlos si quería uno, pero no a las serpientes ni las tortugas, que se deslizaban por el agua. El cerro en el que estaba nuestra cueva estaba lleno de ellas. Podríamos haber tenido mascotas de sobra si hubiéramos querido.
Una noche cogimos un trozo de una balsa de troncos: buenos troncos de pino. Medía doce pies de ancho y quince o dieciséis de largo, y la parte más alta estaba a seis o siete pulgadas por encima del agua: una superficie sólida y nivelada. A veces veíamos cómo pasaban troncos aserrados a la luz del día, pero los dejábamos pasar, pues de día nunca salíamos.
Otra noche, cuando estábamos en la punta de la isla, justo antes de amanecer, apareció una casa de madera del lado del oeste. Tenía dos pisos y estaba muy inclinada. Fuimos remando y subimos a bordo: nos metimos por una de las ventanas de arriba. Pero todavía estaba demasiado oscuro para ver, así que amarramos la canoa y nos quedamos sentados a esperar el amanecer.
Empezó a llegar la luz antes de que alcanzáramos el otro extremo de la isla. Entonces miramos por la ventana. Vimos una cama y una mesa y dos sillas viejas y montones de cosas tiradas por el suelo, y había ropa colgada junto a la pared. En el piso del rincón más alejado había algo que parecía un hombre. Así que Jim dice:
—¡Eh, tú!
Pero no se movió. Así que volví a gritar yo, y después Jim dice:
—Ése no está dormido: está muerto. Tú quédate ahí, voy a ver.
Se acercó, se agachó a mirar y dijo:
—Está muerto. Sí, señor; y desnudo. Le han pegado un tiro por la espalda. Calculo que lleva muerto dos o tres días. Ven, Huck, pero no le mires a la cara. Es demasiado horrible.
No miré en absoluto. Jim le echó unos trapos viejos encima, pero no hacía falta; yo no quería verlo. Por todo el piso estaban tirados montones de cartas de baraja viejas y grasientas, y viejas botellas de whisky y un par de máscaras hechas de paño negro, y las paredes estaban llenas de letreros y dibujos de lo más torpe, hechos a carbón. Había dos viejos vestidos de calicó sucio y un bonete y algo de ropa interior de mujer colgado junto a la pared, y también ropa de hombre. Lo metimos todo en la canoa: podía servir de algo. En el suelo encontré un viejo sombrero de paja para muchacho; también lo recogí. Y además había una botella con leche y un tapón de trapo para que mamara un niño. Nos habríamos llevado la botella, pero estaba rota. Había una cómoda vieja y estropeada y un baúl viejo con las cerraduras rotas. Estaban abiertos, pero no quedaba nada que mereciese la pena. Por la forma en que estaban tiradas las cosas calculamos que la gente se había ido a toda prisa, sin tiempo para llevarse la mayor parte de sus cosas.