Read Las aventuras de Huckleberry Finn Online
Authors: Mark Twain
Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico
De vez en cuando matábamos un ave acuática que se levantaba demasiado temprano por las mañanas o no se acostaba lo bastante temprano por las tardes. En general, vivíamos muy bien.
La quinta noche, río abajo de Saint Louis, hubo una gran tormenta después de medianoche, con montones de truenos y de relámpagos, y la lluvia caía como una sábana. Nos quedamos en el wigwam y dejamos que la balsa se manejara sola. Cuando brillaba un relámpago veíamos el río enorme y recto por delante y grandes acantilados a los dos lados. Y una vez voy yo y digo:
—Caray, Jim, ¡mira ahí!
Era un barco de vapor que había naufragado contra una roca. Nosotros íbamos directos hacia él. Con los relámpagos se veía muy claro. Estaba todo escorado, con una parte de la cubierta superior por encima del agua, y se veía cada uno de los cables de la chimenea con toda claridad y una silla junto a la campana grande, con un viejo chambergo que colgaba en el respaldo, cuando llegaban los relámpagos.
Bueno, como era tan tarde, había aquella tormenta y todo parecía tan misterioso, se me ocurrió lo mismo que a cualquier otro chico cuando vi aquel barco embarrancado tan triste y solitario en medio del río. Quería abordarlo y explorarlo un poco a ver lo que tenía dentro. Así que dije:
—Vamos a abordarlo, Jim.
Pero al principio Jim estaba totalmente en contra. Va y dice:
—No quiero andar metiendo las narices en un barco muerto. Nos va muy bien y más vale dejar que siga así, como dice el Libro. Seguro que hay un vigilante en ese barco.
—Vigilante, tu abuelita —dije yo—; no hay nada que vigilar más que la timonera y la camaretas superiores y, ¿te crees que nadie va a arriesgar la vida por una timonera y unas camaretas en una noche así, cuando lo más probable es que se parta en dos y se vaya río abajo en cualquier momento?
Jim no podía responder a aquello, así es que no lo intentó.
—Y además —dije yo—, podríamos tomar algo prestado que mereciese la pena en el camarote del capitán. Seguro que hay puros, de los que cuestan cinco centavos cada uno y en dinero contante. Los capitanes de barco de vapor siempre son ricos y cobran sesenta dólares al mes y les importa un pito lo que cuesten las cosas, ya lo sabes, si les apetecen. Ponte una vela en el bolsillo, Jim; no me puedo aguantar hasta que lo hayamos registrado. ¿Te crees que Tom Sawyer se iría sin más de un sitio así? Ni hablar. Diría que era una aventura, eso es lo que diría, y abordaría ese barco aunque fuera lo último de su vida. Y seguro que lo haría con estilo; o, ¿no te crees que organizaría una de las buenas? Hombre, te creerías que era Cristóbal Colón descubriendo el Otro Mundo. Ojalá estuviera aquí Tom Sawyer.
Jim gruñó un poco, pero cedió. Dijo que no teníamos que hablar más que lo inevitable, y eso en voz muy baja. Los relámpagos volvieron a mostrarnos el barco naufragado justo a tiempo y nos agarramos a la cabria de estribor y amarramos allí.
La cubierta estaba muy alta de aquel lado. Bajamos despacio por la pendiente hacia babor, en la oscuridad, hacia las camaretas altas, tanteando el camino muy despacio con los pies y con los brazos muy abiertos para apartar las cuerdas, porque estaba tan oscuro que no veíamos nada. En seguida llegamos a la parte de delante de la claraboya y nos subimos a ella, y al paso siguiente nos quedamos enfrente de la puerta del capitán, que estaba abierta, y, ¡qué diablos, al otro extremo de las camaretas vimos una luz! ¡Y en el mismo momento pareció que oímos voces bajas a lo lejos!
Jim me susurró que se sentía muy mal y me dijo que nos fuéramos. Yo dije que de acuerdo, e íbamos a volver a la balsa cuando oí una voz que lloriqueaba y decía:
—¡Ay, por favor, no, muchachos! ¡Juro que no lo diré nunca!
Otra voz dijo, muy alta:
—Es mentira, Jim Turner. Ya has hecho lo mismo antes de ahora. Siempre quieres más que tu parte del botín, y siempre te la has llevado, porque juraste que si no nos delatarías. Pero ahora lo has dicho una vez de más. Eres el perro más asqueroso y más traidor de este país.
Para entonces, Jim se había ido a la balsa. Yo estaba hirviendo de curiosidad. Y me dije que Tom Sawyer no se echaría atrás ahora, así que yo tampoco, y que iba a ver lo que pasaba. Así que me puse a cuatro patas en el pasillo y avancé en la oscuridad hasta que no había más que un camarote entre el cruce de las camaretas y yo. Entonces vi un hombre tirado en el suelo y atado de pies y manos y otros dos encima de él, y uno de ellos llevaba una linterna sorda en la mano y el otro tenía una pistola. Éste no hacía más que apuntar la pistola a la cabeza del que estaba en el suelo y decía:
—¡Ya me gustaría, y es lo que tendría que hacer, chivato de porquería!
El hombre del suelo se encogía, diciendo:
—Ay, por favor, no, Bill; no voy a delataros nunca.
Y cada vez que decía aquello el del farol se reía y decía:
—¡Desde luego que no! En tu vida has dicho una verdad mayor, te lo aseguro —y una vez dijo—: ¡Escuchad cómo suplica! Pero si no lo tuviéramos dominado y atado, nos habría matado a los dos. ¿Y por qué? Por nada. Sólo porque defendimos nuestros derechos, por eso. Pero te apuesto, Jim Turner, a que no vas a volver a amenazar a nadie. Deja esa pistola, Bill.
Bill dice:
—No me apetece, Jake Packard. Estoy de acuerdo con matarlo, ¿no mató él al viejo Hatfield así, y no se lo merece?
—Pero yo no quiero matarlo, y tengo mis motivos.
—¡Bendito seas por esas palabras, Jake Packard! ¡No las olvidaré mientras viva! —dice el hombre del suelo, como tartamudeando.
Packard no hizo caso, sino que colgó el farol de un clavo y avanzó hacia donde estaba yo en la oscuridad y le hizo un gesto a Bill para que se le acercara. Yo retrocedí unas dos yardas lo más rápido que pude, pero el barco estaba tan escorado que no podía ir muy deprisa, así que para que no tropezase conmigo y me cogieran me metí en un camarote de la parte alta. El hombre vino a tientas en la oscuridad, y cuando Packard llegó a mi camarote dijo:
—Aquí, ven aquí.
Y allí entró, con Bill detrás. Pero antes de que entrasen ellos yo me había subido a la litera de arriba, arrinconado y lamentando haber ido. Entonces se quedaron allí con las manos en el borde de la litera, hablando. Yo no podía verlos, pero sabía dónde estaban por el olor a whisky que habían tomado. Me alegré de no beber whisky, aunque tampoco habría importado mucho, porque era casi imposible que me olieran porque no respiraba. Estaba demasiado asustado. Y además, uno no podía respirar mientras oía aquello. Hablaban en voz baja y muy serios. Bill quería matar a Turner. Dice:
—Ha dicho que nos delataría y lo hará. Si le diéramos ahora a él nuestras partes, ya no importaría después de la pelea y de lo que le hemos hecho. Puedes estar seguro de que haría de testigo de cargo; ahora, escúchame. Yo soy partidario de quitarle las penas para siempre.
—Y yo también —dijo Packard, muy tranquilo.
—Maldita sea, había empezado a creer que no. Bueno, entonces no hay problema. Vamos con ello.
—Aguarda un momento; todavía no he dicho mi parte. Escúchame. Está bien pegarle un tiro, pero hay formas más discretas si es necesario hacerlo. Pero lo que yo digo es esto: no tiene sentido andar buscando que nos pongan una soga al cuello cuando puede uno conseguir lo mismo y no correr ningún peligro. ¿No es verdad?
—Seguro que sí. Pero, ¿cómo te las vas a arreglar esta vez?
—Bueno, he pensado lo siguiente: buscamos por todas partes y recogemos lo que se nos haya olvidado en los camarotes, nos vamos a la orilla y escondemos el botín. Después esperamos. Yo digo que no van a pasar más de dos horas antes de que esta ruina se parta en dos y baje flotando río abajo. ¿Entiendes? Se ahogará y no podrá denunciar a nadie. Me parece que es mucho mejor que matarlo. Yo no soy partidario de matar a alguien mientras se pueda evitar; no tiene sentido y no es moral. ¿Tengo razón o no?
—Supongo que sí. Pero, ¿y si no se rompe y baja flotando?
—Bueno, de todas formas podemos esperar dos horas a ver qué pasa, ¿no?
—Está bien; vamos.
Así que se pusieron en marcha y yo me largué, empapado de sudor frío, tambaleándome hasta la proa. Estaba oscuro como boca de lobo pero dije en una especie de susurro ronco: « Jim!» Respondió justo a mi lado con una especie de gemido y dije:
—Rápido, Jim, no hay tiempo que perder con quejidos; ahí hay una banda de asesinos, y si no encontramos su bote y lo echamos al río para que no se puedan marchar del barco, uno de ellos va a pasarlo muy mal. Pero si encontramos el bote podemos dejarlos a todos muy mal: los va a encontrar el sheriff. ¡Rápido... aprisa! Yo busco por el lado de babor y tú por el de estribor. Empieza por la balsa, y...
—Ay, señor mío, señor mío. ¿Balsa? Ya no queda balsa. ¡Se ha roto o ha desaparecido! ¡Y nosotros aquí!
B
UENO
, pegué un respingo y me desmayé. ¡Encerrados en un barco naufragado con una banda de asesinos! Pero no quedaba tiempo para andar con lloriqueos. Ahora teníamos que encontrar el bote y quedarnos nosotros con él. Bajamos temblando y tiritando por el lado de estribor y tardamos mucho: pareció que pasaba una semana antes de llegar a popa. No se veía ni señal del bote. Jim dijo que él no creía tener fuerzas para seguir: tenía tanto miedo que ya no podía más, dijo. Pero yo le dije: «Adelante, si nos quedamos aquí, seguro que lo pasamos mal». Así que seguimos buscando. Fuimos a la popa de la cubierta superior y lo encontramos; luego subimos como pudimos por la claraboya, agarrándonos a cada hierro, porque el borde de la claraboya ya estaba metido en el agua. Cuando estábamos bastante cerca del vestíbulo encontramos el bote, ¡por fin! Yo apenas si lo vi. Me sentí muy contento. Un segundo más y me habría subido a bordo, pero justo entonces se abrió la puerta. Uno de los hombres asomó la cabeza a sólo un par de pies de mí y creí que había llegado mi hora final, pero volvió a meterla y va y dice:
—¡Bill, esconde ese maldito farol!
Tiró al bote un saco con algo y después se subió y se sentó. Era Packard. Entonces salió Bill y se metió en el bote. Packard va y dice:
—Listos... ¡empuja!
Yo apenas si me podía agarrar a los hierros, de débil que me sentía. Pero Bill va y dice:
—Espera... ¿le has registrado?
—No. ¿Y tú?
—No. O sea que todavía tiene su parte de dinero.
—Bueno, pues vamos allá. No tiene sentido llevarnos las cosas y dejar el dinero.
—Oye, ¿no sospechará lo que estamos preparando?
—A lo mejor, no.
Así que desembarcaron y volvieron a entrar. La puerta se cerró de un portazo porque estaba del lado escorado y al cabo de medio segundo yo me encontraba en el bote y Jim se metió a tumbos detrás de mí. Saqué la navaja, corté la cuerda, ¡y nos fuimos!
No tocamos ni un remo ni hablamos ni susurramos, y casi ni siquiera respiramos. Bajamos deslizándonos muy rápido, en total silencio, más allá del tambor de la rueda y de la popa, y después, en un segundo o dos más, estábamos cien yardas por debajo del barco y la oscuridad lo escondió sin que se pudiera ver ni señal de él; estábamos a salvo y lo sabíamos.
Cuando nos encontrábamos a trescientas o cuatrocientas yardas río abajo vimos la linterna como una chispita en la puerta de la cubierta superior durante un segundo y supimos por eso que los bandidos habían visto que se habían quedado sin el bote y empezaban a comprender que ellos mismos tenían tantos problemas como Jim Turner.
Después Jim se puso a los remos y comenzamos a buscar nuestra balsa. Fue entonces cuando empecé a preocuparme por los hombres: calculo que antes no había tenido tiempo. Empecé a pensar lo terrible que era, incluso para unos asesinos, estar en una situación así. Me dije que no sabía si yo mismo llegaría alguna vez a ser un asesino y entonces qué me parecería. Así que voy y le digo a Jim:
—La primera luz que veamos, desembarcamos cien yardas por debajo o por encima de ella, en un sitio donde os podáis esconder bien tú y el bote, y después yo iré a contarles algún cuento y conseguir que alguien vaya a buscar a esa banda y sacarlos de su situación, para que puedan ahorcarlos cuando llegue el momento.
Pero la idea fracasó, porque la tormenta volvió a empezar en seguida, y aquella vez peor que antes. La lluvia caía a chuzos y no se veía ni una luz; calculo que todo el mundo estaría en la cama. Bajamos por el río buscando luces y atentos a nuestra balsa. Al cabo de mucho rato, escampó la lluvia pero continuó nublado y seguían viéndose relámpagos, y uno de ellos nos indicó algo negro que flotaba por delante y nos dirigimos allí.
Era la balsa, y nos alegramos mucho de volver a subir a ella. Entonces vimos una luz hacia abajo, en la orilla, a la derecha. Así que dije que fuéramos allí. El bote estaba medio lleno del botín que había robado aquella banda en el barco naufragado. Lo pusimos en la balsa todo amontonado y le dije a Jim que bajara a la deriva y sacara una luz cuando creyera que había recorrido dos millas y la tuviera encendida hasta que llegara yo; después me puse a los remos y fui hacia la luz. Cuando me acerqué vi tres o cuatro más en un cerro. Era un pueblo. Fui derecho a la luz de la orilla, dejé de remar y seguí flotando. Al pasar vi que era un farol que colgaba del mástil de un transbordador de doble casco. Me puse a buscar al vigilante, preguntándome dónde dormiría, y al cabo de un rato lo vi recostado en el bitón de proa, con la cabeza apoyada en las rodillas. Le di dos o tres golpecitos en el hombro y empecé a llorar.
Se empezó a desperezar como alarmado, pero cuando vio que era sólo yo, bostezó y se estiró bien y después dice:
—Eh, ¿qué pasa? No llores, chico. ¿Qué te pasa?
Y yo digo:
—Padre y madre y mi hermanita...
Y volví a echarme a llorar. Va él y dice:
—Vamos, dita sea, no te pongas así; todos tenemos nuestros problemas y éste ya se arreglará. ¿Qué les pasa?
—Están... están... ¿es usted el vigilante del barco?
—Sí —dice, con un aire muy satisfecho—. Soy el capitán y el propietario y el segundo y el piloto y el vigilante y el marinero jefe, y a veces soy la carga y los pasajeros. No soy tan rico como Jim Hornback y no puedo ser tan generoso con todo el mundo y tirar el dinero como él, pero le he dicho muchas veces que no me cambiaría por él; porque, digo yo, lo mío es la vida de marinero, y que me cuelguen si iba a vivir a dos millas del pueblo, donde nunca pasa nada, con todos sus dineros y muchos más que tuviera. Digo yo...