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Authors: José Emilio Pacheco

Las batallas en el desierto (4 page)

BOOK: Las batallas en el desierto
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Fueron semanas terribles. Sólo Héctor tomaba mi defensa: Te vaciaste, Carlitos. Me pareció estupenda puntada. Mira que meterte a tu edad con esa tipa que es un auténtico mango, de veras está más buena que Rita Hayworth. Qué no harás, pinche Carlos, cuando seas grande. Haces bien lanzándote desde ahora a tratar de coger, aunque no puedas todavía, en vez de andar haciéndote la chaqueta. Qué espléndido que con tantas hermanas tú y yo no salimos para nada maricones. Ora cuídate, Carlitos: no sea que ese cabrón vaya a enterarse y te eche a sus pistoleros y te rompan la madre. Pero, hombre, Héctor, no es para tanto. Nomás le dije que estaba enamorado de ella. Qué tiene de malo. No hice nada de nada. En serio no me explico el escándalo.

Tenía que suceder —se obstinaba mi madre—: por la avaricia de tu papá, que no tiene dinero para sus hijos aunque le sobra para derrocharlo en
otros
gastos, fuiste a caer, pobre niño, en una escuela de pelados. Imagínate: admiten al hijo de una cualquiera. Hay que inscribirte en un lugar donde sólo haya gente de nuestra clase. Y Héctor: Pero, mamá ¿cuál clase? Somos puritito mediopelo, típica familia venida a menos de la colonia Roma: la esencial clase media mexicana. Allí está bien Carlos. Su escuela es nuestro nivel. ¿Adonde va usted a meterlo?

X. La lluvia de fuego

Mi madre insistía en que la nuestra —es decir, la suya— era una de las mejores familias de Guadalajara. Nunca un escándalo como el mío. Hombres honrados y trabajadores. Mujeres devotas, esposas abnegadas, madres ejemplares. Hijos obedientes y respetuosos. Pero vino la venganza de la indiada y el peladaje contra la decencia y la buena cuna. La revolución —esto es, el viejo cacique— se embolsó nuestros ranchos y nuestra casa de la calle de San Francisco, bajo pretexto de que en la familia hubo muchos cristeros. Para colmo mi padre —despreciado, a pesar de su título de ingeniero, por ser hijo de un sastre— dilapidó la herencia del suegro en negocios absurdos como un intento de línea aérea entre las ciudades del centro y otro de exportación de tequila a los Estados Unidos. Luego, a base de préstamos de mis tíos maternos, compró la fábrica de jabón que anduvo bien durante la guerra y se hundió cuando las compañías norteamericanas invadieron el mercado nacional.

Y por eso, no cesaba de repetirlo mi madre, estábamos en la maldita ciudad de México. Lugar infame, Sodoma y Gomorra en espera de la lluvia de fuego, infierno donde sucedían monstruosidades nunca vistas en Guadalajara como el crimen que yo acababa de cometer. Siniestro Distrito Federal en que padecíamos revueltos con gente de lo peor. El contagio, el mal ejemplo. Dime con quién andas y te diré quién eres. Cómo es posible, repetía, que en una escuela que se supone
decente
acepten al bastardo (¿qué es bastardo?), o mejor dicho al máncer de una mujer pública. Porque en realidad no se sabe quién habrá sido el padre entre todos los clientes de esa ramera pervertidora de menores. (¿Qué significa máncer? ¿Qué quiere decir mujer pública? ¿Por qué la llama ramera?)

Mi madre se había olvidado de Héctor. Héctor se vanagloriaba de ser
conejo
de la Universidad. Decía que él fue uno de los militantes derechistas que expulsaron al rector Zubirán y borraron el letrero "Dios no existe" en el mural que Diego Rivera pintó en el Hotel Del Prado. Héctor leía Mi lucha, libros sobre el mariscal Rommel, la Breve historia de México del maestro Vasconcelos, Garañón en el harén, Las noches de la insaciable, Memorias de una ninfómana, novelitas pornográficas impresas en La Habana que se vendían bajo cuerda en San Juan de Letrán y en los alrededores del Tívoli. Mi padre devoraba Cómo ganar amigos e influir en los negocios, El dominio de sí mismo, El poder del pensamiento positivo, La vida comienza a los cuarenta. Mi madre escuchaba todas las radionovelas de la XEW mientras hacía sus quehaceres y a veces descansaba leyendo algo de Hugo Wast o M. Delly.

Héctor, quién lo viera ahora. El industrial enjuto, calvo, solemne y elegante en que se ha convertido mi hermano. Tan grave, tan serio, tan devoto, tan respetable, tan digno en su papel de hombre de empresa al servicio de las transnacionales. Caballero católico, padre de once hijos, gran señor de la extrema derecha mexicana. (En esto al menos ha sido de una coherencia a toda prueba.)

Pero en aquella época: sirvientas que huían porque "el joven" trataba de violarlas (guiado por la divisa de su pandilla: "Carne de gata, buena y barata", Héctor irrumpía a medianoche, desnudo y erecto, enloquecido por sus novelitas, en el cuarto de la azotea; forcejeaba con las muchachas y durante los ataques y defensas Héctor eyaculaba en sus camisones sin lograr penetrarlas: los gritos despertaban a mis padres; subían; mis hermanas y yo observábamos todo agazapados en la escalera de caracol; regañaban a Héctor, amenazaban con echarlo de la casa y a esas horas despedían a la criada, aún más culpable que "el joven" por andar
provocándolo);
enfermedades venéreas que le contagiaban las putas de Meave o bien las del 2 de Abril; un pleito de bandas rivales en los bordes del río de La Piedad: a Héctor de una pedrada le rompieron los incisivos; él con una varilla le fracturó el cráneo a un cerrajero; una visita a la delegación porque Héctor se endrogó con sus amigos del parque Urueta e hizo destrozos en un café de chinos; mi padre tuvo que pagar la multa y los daños y mover influencias en el gobierno para que Héctor no fuera a la cárcel. Cuando escuché que se había endrogado creí que Héctor debía dinero, pues en mi casa siempre se les llamó drogas a las deudas. (En este sentido mi padre era el perfecto drogadicto.) Más tarde Isabel, mi hermana mayor, me explicó de qué se trataba. Era natural que Héctor simpatizara conmigo: por un momento le había quitado su lugar como oveja negra.

XI. Espectros

También hubo líos a principios de año cuando Isabel se hizo novia de Esteban. En los treinta había sido famoso como actor infantil. Al crecer perdió su vocecita y su cara de inocencia. Ya no le dieron papeles en cine ni en teatro: Esteban se ganaba la vida leyendo chistes en la XEW, bebía como loco, estaba empeñado en casarse con Isabel e ir a probar suerte en Hollywood aunque no sabía una palabra de inglés. Llegaba a verla borracho, sin corbata, oliendo a rayos, con el traje manchado y los zapatos sucios.

Nadie se lo explicaba. Pero Isabel era aficionada fanática. Esteban le parecía maravilloso porque Isabel lo vio en su época de oro y, a falta de Tyrone Power, Errol Flynn, Clark Gable, Robert Mitchum o Cary Grant, Esteban representaba su única posibilidad de besar a un artista de cine. Aunque fuera de cine mexicano, tema predilecto de las burlas familiares, casi tan socorrido por nosotros como el régimen de Miguel Alemán. ¿Ya viste qué cara de chofer tiene el tal Pedro Infante? Sí claro, con razón les encanta a las gatas.

Una noche mi padre sacó a Esteban a gritos y empujones: al llegar tardísimo de su clase de inglés, lo encontró en la sala a media luz con la mano metida bajo la falda de Isabel. Héctor lo golpeó en la calle, lo derribó y lo siguió pateando hasta que Esteban pudo levantarse ensangrentado y huir como un perro. Isabel le retiró la palabra a Héctor y se dedicó a hostilizarme por cualquier motivo, si bien yo había tratado de frenar a mi hermano cuando pateaba en el suelo al pobre de Esteban. Isabel y Esteban no volvieron a encontrarse jamás: poco después, aniquilado por el fracaso, la miseria y el alcoholismo, Esteban se ahorcó en un ínfimo hotel de Tacubaya. A veces pasan por televisión sus viejas películas y me parece que contemplo a un fantasma.

Pero en aquel momento la única ventaja fue quedarme con un cuarto propio. Hasta entonces había dormido en camas gemelas con Estelita, mi hermana menor. Cuando me declararon perverso, mi madre juzgó que la niña corría peligro. La cambiaron a la pieza de las mayores, con gran disgusto de Isabel, que estudiaba en la Preparatoria, y de Rosa María que acababa de recibirse de secretaria en inglés y español.

Héctor pidió que compartiéramos la habitación. Mis padres se negaron. A raíz de sus hazañas policiales y su último intento de forzar a una criada, Héctor dormía bajo candado en el sótano. Sólo le daban cobijas y un colchón viejo. Su antigua recámara la utilizaba mi padre para guardar la contabilidad secreta de la fábrica y repetir mil veces cada lección de sus discos. At what time did you go to bed last night, that you are not yet up? I went to bed very late, and I overslept myself. I could not sleep until four o'clock in the morning. My servant did not call me, therefore I did not wake up. No conozco otra persona adulta que en efecto haya aprendido a hablar inglés en menos de un año. No le quedaba otro remedio.

Escuché sin ser visto una conversación entre mis padres. Pobre Carlitos. No te preocupes, se le pasará. No, esto lo va a afectar toda su vida. Qué mala suerte. Cómo pudo ocurrirle a nuestro hijo. Fue un accidente, como si lo hubiera atropellado un camión, haz de cuenta. Dentro de unas semanas ya ni se acordará. Si hoy le parece injusto lo que hemos hecho, cuando crezca comprenderá que ha sido por su bien. Es la inmoralidad que se respira en este país bajo el más corrupto de los regímenes. Ve las revistas, el radio, las películas: todo está hecho para corromper al inocente.

Así pues, estaba solo, nadie podía ayudarme. El mismo Héctor consideraba todo una travesura, algo divertido, un vidrio roto por un pelotazo. Ni mis padres ni mis hermanos ni Mondragón ni el padre Ferrán ni los autores de los tests se daban cuenta de nada. Me juzgaban según leyes en las que no cabían mis actos.

Entré en la nueva escuela. No conocía a nadie. Una vez más fui el intruso extranjero. No había árabes ni judíos ni becarios pobres ni batallas en el desierto —aunque sí, como siempre, inglés obligatorio. Las primeras semanas resultaron infernales. Pensaba todo el tiempo en Mariana. Mis padres creyeron que me habían curado el castigo, la confesión, las pruebas psicológicas de las que nunca pude enterarme. Sin embargo, a escondidas y con gran asombro del periodiquero, compraba Vea y Vodevil, practicaba los malos tactos sin conseguir el derrame. La imagen de Mariana reaparecía por encima de Tongolele, Kalantán, Su Muy Key. No, no me había curado: el amor es una enfermedad en un mundo en que lo único natural es el odio.

Desde luego no volví a ver a Jim. No me atrevía a acercarme a su casa ni a la antigua escuela. Al pensar en Mariana el impulso de ir a su encuentro se mezclaba a la sensación de molestia y ridículo. Qué estupidez meterme en un lío que pude haber evitado con sólo resistirme a mi imbécil declaración de amor. Tarde para arrepentirme: hice lo que debía y ni siquiera ahora, tantos años después, voy a negar que me enamoré de Mariana.

XII. Colonia Roma

Hubo un gran temblor en octubre. Apareció un cometa en noviembre. Dijeron que anunciaba la guerra atómica y el fin del mundo o cuando menos otra revolución en México. Luego se incendió la ferretería La Sirena y murieron muchas personas. Al llegar las vacaciones de fin de año todo era muy distinto para nosotros: mi padre había vendido la fábrica y acababan de nombrarlo gerente al servicio de la empresa norteamericana que absorbió sus marcas de jabones. Héctor estudiaba en la Universidad de Chicago y mis hermanas mayores en Texas.

Un mediodía yo regresaba de jugar tenis en el Júnior Club. Iba leyendo una novelita de Perry Mason en la banca transversal de un Santa María cuando, en la esquina de Insurgentes y Álvaro Obregón, Rosales pidió permiso al chofer y subió con una caja de chicles Adams. Me vio. A toda velocidad bajó apenadísimo a esconderse tras un árbol cerca de "Alfonso y Marcos", donde mi madre se hacía permanente y maniquiur antes de tener coche propio y acudir a un salón de Polanco.

Rosales, el niño más pobre de mi antigua escuela, hijo de la afanadora de un hospital. Todo ocurrió en segundos. Bajé del Santa María ya en movimiento, Rosales intentó escapar, fui a su alcance. Escena ridícula: Rosales, por favor, no tengas pena. Está muy bien que trabajes (yo que nunca había trabajado). Ayudar a tu mamá no es ninguna vergüenza, todo lo contrario (yo en el papel de la Doctora Corazón desde su Clínica de Almas). Mira, ven, te invito un helado en La Bella Italia. No sabes cuánto gusto me da verte (yo el magnánimo que a pesar de la devaluación y de la inflación tenía dinero de sobra). Rosales hosco, pálido, retrocediendo. Hasta que al fin se detuvo y me miró a los ojos.

No, Carlitos, mejor una torta, si eres tan amable. No me he desayunado. Me muero de hambre. Oye ¿no me tienes coraje por nuestros pleitos? Qué va, Rosales, los pleitos ya qué importan (yo el generoso, capaz de perdonar porque se ha vuelto invulnerable). Bueno, muy bien, Carlitos: vamos a sentarnos y conversamos.

Cruzamos Obregón, atravesamos Insurgentes. Cuéntame: ¿Pasaste de año? ¿Cómo le fue a Jim en los exámenes? ¿Qué dijeron cuando ya no regresé a clases? Rosales callado. Nos sentamos en la tortería. Pidió una de chorizo, dos de lomo y un Sidral Mundet. ¿Y tú, Carlitos: no vas a comer? No puedo: me esperan en mi casa. Hoy mi mamá hizo rosbif que me encanta. Si ahora pruebo algo, después no como. Tráigame por favor una coca bien fría.

Rosales puso la caja de chicles Adams sobre la mesa. Miró hacia Insurgentes: los Packards, los Buicks, los Hudsons, los tranvías amarillos, los postes plateados, los autobuses de colores, los transeúntes todavía con sombrero: la escena y el momento que no iban a repetirse jamás. En el edificio de enfrente, General Electric, calentadores Helvex, estufas Mabe. Largo silencio, mutua incomodidad. Rosales inquietísimo, esquivando mis ojos. Las manos húmedas repasaban el gastado pantalón de mezclilla.

Trajeron el servicio. Rosales mordió la torta de chorizo. Antes de masticar el bocado tomó un trago de sidral para humedecerlo. Me dio asco. Hambre atrasada y ansiedad: devoraba. Con la boca llena me preguntó: ¿Y tú? ¿Pasaste de año a pesar del cambio de escuela? ¿Te irás de vacaciones a algún lado? En la sinfonola terminó La Múcura y empezó Riders in the Sky. En Navidad vamos a reunimos con mis hermanos en Nueva York. Tenemos reservaciones en el Plaza. ¿Sabes lo que es el Plaza? Pero oye: ¿Por qué no me contestas lo que te pregunté?

Rosales tragó saliva, torta, sidral. Temí que se asfixiara. Bueno, Carlitos, es que, mira, no sé cómo decirte: en nuestro salón se supo todo. ¿Qué es todo? Eso de la mamá. Jim lo comentó con cada uno de nosotros.
Te odia.
Nos dio mucha risa lo que hiciste. Qué loco. Para colmo, alguien te vio en la iglesia confesándote después de tu declaración de amor. Y en alguna forma se corrió la voz de que te habían llevado con el loquero.

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