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Authors: José Emilio Pacheco

Las batallas en el desierto (5 page)

BOOK: Las batallas en el desierto
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No contesté. Rosales siguió comiendo en silencio. De pronto alzó la vista y me miró: Yo no quería decirte, Carlitos, pero eso no es lo peor. No, que otro te diga. Déjame acabarme mis tortas. Están riquísimas. Llevo un día sin comer. Mi mamá se quedó sin trabajo porque trató de formar un sindicato en el hospital. Y el tipo que ahora vive con ella dice que, como no soy hijo suyo, él no está obligado a mantenerme. Rosales, de verdad lo siento; pero eso no es asunto mío y no tengo por qué meterme. Come lo que quieras y cuanto quieras —yo pago— pero dime qué es lo peor.

Bueno, Carlitos, es que me da mucha pena, no sabes. Anda ya de una vez, no me chingues, Rosales; habla, di lo que me ibas a decir. Es que mira, Carlitos, no sé cómo decirte: la mamá de Jim murió.

¿Murió? ¿Cómo que murió? Sí, sí: Jim ya no está en la escuela: desde octubre vive en San Francisco. Se lo llevó su verdadero papá. Fue espantoso. No te imaginas. Parece que hubo un pleito o algo con el Señor ése del que Jim decía que era su padre y no era. Estaban él y la señora —se llamaba Mariana ¿no es cierto?— en un cabaret, en un restorán o en una fiesta muy elegante en Las Lomas. Discutieron por algo que ella dijo de los robos en el gobierno, de cómo se derrochaba el dinero arrebatado a los pobres. Al Señor no le gustó que le alzara la voz allí delante de sus amigos poderosísimos: ministros, extranjeros millonarios, grandes socios de sus enjuagues, en fin. Y la abofeteó delante de todo el mundo y le gritó que ella no tenía derecho a hablar de honradez porque era una puta.

Mariana se levantó y se fue a su casa en un libre y se tomó un frasco de Nembutal o se abrió las venas con una hoja de rasurar o se pegó un tiro o hizo todo esto junto, no sé bien cómo estuvo. El caso es que al despertar Jim la encontró muerta, bañada en sangre. Por poco él también se muere del dolor y del susto. Como no estaba el portero del edificio, Jim fue a avisarle a Mondragón: no tenía a nadie más. Y ya ni modo: se enteró toda la escuela. Hubieras visto el montonal de curiosos y la Cruz Verde y el agente del ministerio público y la policía.

No me atreví a verla muerta, pero cuando la sacaron en camilla las sábanas estaban todas llenas de sangre. Para todos nosotros fue lo más horrible que nos ha pasado en la vida. Su mamá le dejó a Jim una carta en inglés, una carta muy larga en que le pedía perdón y le explicaba lo que te conté. Creo que también escribió otros recados —a lo mejor había uno para ti, cómo saberlo— aunque se hicieron humo, pues el Señor de inmediato le echó tierra al asunto y nos prohibieron hacer comentarios entre nosotros y sobre todo en nuestras casas. Pero ya ves cómo vuelan los chismes y qué difícil es guardar un secreto. Pobre Jim, pobre cuate, tanto que lo fregamos en la escuela. De verdad me arrepiento.

Rosales, no es posible. Me estás vacilando. Todo eso que me cuentas lo inventaste. Lo viste en una pinche película mexicana de las que te gustan. Lo escuchaste en una radionovela cursi de la XEW. Esas cosas no pueden pasar. No me hagas bromas así por favor.

Es la verdad, Carlitos. Por Dios Santo te juro que es cierto. Que se muera mi mamá si te he dicho mentiras. Pregúntale a quien quieras de la escuela. Habla con Mondragón. Todos lo saben aunque no salió en los periódicos. Me extraña que hasta ahora te enteres. Conste que yo no quería ser el que te lo dijera: por eso me escondí, no por los chicles. Carlitos, no pongas esa cara: ¿estás llorando? Ya sé que es muy terrible y espantoso lo que pasó. A mí también me impresionó como no te imaginas. Pero no me vas a decir que, en serio, a tu edad, estabas enamorado de la mamá de Jim.

En vez de contestar me levanté, pagué con un billete de diez pesos y salí sin esperar el cambio ni despedirme. Vi la muerte por todas partes: en los pedazos de animales a punto de convertirse en tortas y tacos entre la cebolla, los tomates, la lechuga, el queso, la crema, los frijoles, el guacamole, los chiles jalapeños. Animales vivos como los árboles que acababan de talarle a Insurgentes. Vi la muerte en los refrescos: Mission Orange, Spur, Ferroquina. En los cigarros: Belmont, Gratos, Elegantes, Casinos.

Corrí por la calle de Tabasco diciéndome, tratando de decirme: Es una chingadera de Rosales, una broma imbécil, siempre ha sido un cabrón. Quiso vengarse de que lo encontré muertodehambre con su cajita de chicles y yo con mi raqueta de tenis, mi traje blanco, mi Perry Mason en inglés, mis reservaciones en el Plaza. No me importa que abra la puerta Jim. No me importa el ridículo. Aunque todos vayan a reírse de mí quiero ver a Mariana. Quiero comprobar que no está muerta Mariana.

Llegué al edificio, me sequé las lágrimas con un clínex, subí las escaleras, toqué el timbre del departamento cuatro. Salió una muchacha de unos quince años. ¿Mariana? No, aquí no vive ninguna señora Mariana. Esta es la casa de la familia Morales. Nos cambiamos hace dos meses. No sé quién habrá vivido antes aquí. Mejor pregúntale al portero.

Mientras hablaba la muchacha pude ver una sala distinta, sucia, pobre, en desorden. Sin el retrato de Mariana por Semo ni la foto de Jim en el Golden Gate ni las imágenes del Señor
trabajando al
servicio de México
en el equipo del Presidente. En vez de todo aquello, La Ultima Cena en relieve metálico y un calendario con el cromo de La Leyenda de los Volcanes.

También el portero estaba recién llegado al edificio. Ya no era don Sindulfo, el de antes, el viejo excoronel zapatista que se volvió amigo de Jim y a veces nos contaba historias de la revolución y hacía la limpieza en su casa porque a Mariana no le gustaba tener sirvienta. No, niño: no conozco a ningún don Sindulfo ni tampoco a ese Jim que me dices. No hay ninguna señora Mariana. Ya no molestes, niño; no insistas. Le ofrecí veinte pesos. Ni mil que me dieras, niño: no puedo aceptarlos porque no sé nada de nada.

Sin embargo, tomó el billete y me dejó continuar la búsqueda. En ese momento me pareció recordar que el edificio era propiedad del Señor y tenía empleado a don Sindulfo porque su padre —al que Jim llamaba "mi abuelito" había sido amigo del viejo cuando ambos pelearon en la revolución. Toqué a todas las puertas. Yo tan ridículo con mi trajecito blanco y mi raqueta y mi Perry Mason, preguntando, asomándome, a punto de llorar otra vez. Olor a sopa de arroz, olor a chiles rellenos. En todos los departamentos me escucharon casi con miedo. Qué incongruencia mi trajecito blanco. Era la casa de la muerte y no una cancha de tenis.

Pues no. Estoy en este edificio desde 1939 y, que yo sepa, nunca ha vivido aquí ninguna señora Mariana. ¿Jim? Tampoco lo conocemos. En el ocho hay un niño más o menos de tu edad pero se llama Everardo. ¿En el departamento cuatro? No, allí vivía un matrimonio de ancianitos sin hijos. Pero si vine un millón de veces a casa de Jim y de la señora Mariana. Cosas que te imaginas, niño. Debe de ser en otra calle, en otro edificio. Bueno, adiós; no me quites más tiempo. No te metas en lo que no te importa ni provoques más líos. Ya basta, niño, por favor. Tengo que preparar la comida; mi esposo llega a las dos y media. Pero, señora... Vete, niño, o llamo a la patrulla y te vas derechito al Tribunal de Menores.

Regresé a mi casa y no puedo recordar qué hice después. Debo de haber llorado días enteros. Luego nos fuimos a Nueva York. Me quedé en una escuela en Virginia. Me acuerdo, no me acuerdo ni siquiera del año. Sólo estas ráfagas, estos destellos que vuelven con todo y las palabras exactas. Sólo aquella cancioncita que no volveré a escuchar nunca. Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo.

Qué antigua, qué remota, qué imposible esta historia. Pero existió Mariana, existió Jim, existió cuanto me he repetido después de tanto tiempo de rehusarme a enfrentarlo. Nunca sabré si el suicidio fue cierto. Jamás volví a ver a Rosales ni a nadie de aquella época. Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola. Nunca sabré si aún vive Mariana. Si hoy viviera tendría ya ochenta años.

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