Después de cenar, Jared se sentó en los escalones del barracón. Después de una breve introducción de su CerebroAmigo (y de cuidar de almacenar sus exploraciones para no repetir su embarazoso vertido de datos de antes), conectó con la red de datos públicos de Fénix y consiguió un ejemplar de
Frankenstein o el moderno Prometeo,
de Mary Wollstonecraft Shelley, tercera edición revisada, 1831.
Ocho minutos más tarde lo había acabado y se encontró sumido en algo parecido al estado de
shock,
pues intuía (correctamente) por qué Brahe le había hecho leerlo: él y todos los miembros del Octavo (todos los soldados de las Fuerzas Especiales) eran descendientes espirituales de la patética criatura que Victor Frankenstein había formado a partir de los cuerpos de los muertos para luego darle vida. Jared vio cómo Frankenstein se enorgullecía al crear vida, pero cómo temía y rechazaba a la criatura tras haberlo hecho; cómo la criatura se rebelaba, matando a la familia y los amigos del doctor, y cómo creador y criatura finalmente eran consumidos en una pira, sus destinos entrelazados. Las analogías entre el monstruo y las Fuerzas Especiales eran demasiado obvias.
Y, sin embargo, mientras Jared consideraba si el destino de las Fuerzas Especiales era ser incomprendidas y denostadas por los realnacidos igual que lo era el monstruo por su creador, pensó en su breve encuentro con el teniente Cloud. Desde luego, Cloud no parecía aterrorizado ni asqueado por Jared; le había tendido la mano, un gesto que Victor Frankenstein negó decididamente al monstruo que había creado. Jared también consideró el hecho de que aunque Victor Frankenstein era el creador del monstruo, su propia creadora (Mary Shelley) implícitamente sentía compasión y empatía hacia al monstruo. El humano verdadero en esta historia era una persona bastante más compleja que la ficticia, y más inclinada hacia la criatura que su creador en la ficción.
Pensó en eso durante un minuto completo.
Ansiosamente, Jared buscó enlaces con el texto. Rápidamente encontró la famosa versión cinematográfica de 1931 de la historia y la devoró a diez veces su velocidad, sólo para acabar sintiéndose profundamente decepcionado: el elocuente monstruo de Shelley era sustituido por un monstruo triste y tambaleante. Jared probó otras versiones filmadas pero se sintió continuamente decepcionado. El monstruo con el que se identificaba casi no aparecía en ninguna de ellas, ni siquiera en las versiones que pretendían ser fieles al texto original. El monstruo de Frankenstein era un chiste; Jared renunció a las versiones filmadas antes de llegar a fines del siglo XXI.
Probó otra táctica y buscó historias de otros seres creados, y pronto conoció a R. Daneel Olivaw, Data, HAL, Der Machinen-Mensch, Astro Boy, los diversos Terminators, Channa Fortuna, Joe el Robot Bastardo y todo tipo de droides, robots, ordenadores, replicantes, clones y seres fabricados genéticamente que eran tan descendientes espirituales del monstruo de Frankenstein como él. Por curiosidad, Jared retrocedió en el tiempo y, antes de Shelley, encontró a Pigmalión, golems, homúnculos y autómatas mecánicos.
Leyó y vio la tristeza y, a menudo, la carencia de humor de muchas de estas criaturas, y cómo eran convertidas en objetos de compasión y alivio cómico. Ahora comprendió por qué a Brahe le incomodaba el tema del sentido del humor. Implícita en aquella incomodidad estaba la idea de que los realnacidos no comprendían a las Fuerzas Especiales, o eso pensó Jared hasta que se puso a buscar en la literatura o los espectáculos grabados donde los personajes principales pertenecían a las Fuerzas Especiales.
No había nada. La era Colonial rebosaba de ocio sobre las Fuerzas de Defensa Coloniales y sus batallas y hechos militares (la batalla de Armstrong parecía un tema particularmente repetido), pero en ninguna de ellas se insinuaba siquiera la existencia de las Fuerzas Especiales; lo que más se acercaba era una serie de noveluchas publicadas en la colonia de Rama dedicadas a las aventuras de una fuerza secreta de eróticos supersoldados humanos, quienes vencían casi siempre a especies alienígenas ficticias, teniendo sexo enérgico con ellas hasta que se rendían. Jared, que a esas alturas entendía el sexo en un sentido reproductor, se preguntó por qué nadie pensaba que esa era una forma viable de conquistar a los enemigos. Decidió que probablemente se estaba perdiendo algo importante sobre eso del sexo, y lo apartó para poder preguntarle a Brahe más tarde.
Mientras tanto, se encontró con el misterio de por qué, desde el punto de vista de la ficción de las colonias, las Fuerzas Especiales no existían.
Pero eso debería dejarlo para otra noche, tal vez. Jared estaba ansioso por compartir sus exploraciones con sus compañeros de escuadrón. Abrió sus hallazgos y los envió a los demás. Al hacerlo, fue consciente de que no era el único que compartía descubrimientos; Brahe había asignado tareas a la mayor parte del Octavo, y estas exploraciones vinieron a inundar su percepción. Entre ellas, la etiqueta y la psicología de la resolución de conflictos por parte de Seaborg (a quien Jared pudo sentir poniendo los ojos en blanco ante casi todo el material que él enviaba); las batallas principales de las Fuerzas de Defensa Coloniales por parte de Brian Michaelson; dibujos animados de un recluta llamado Jerry Yukawa; psicología humana de Sarah Pauling. Jared tomó nota para burlarse de ella por haberse metido antes con él por su propio encargo. Su CerebroAmigo empezó alegremente a desplegar todo lo que habían aprendido sus compañeros. Jared se apoyó en los escalones y contempló la puesta de sol mientras la información se esparcía y expandía.
El sol de Fénix ya se había puesto del todo cuando Jared terminó de desplegar todo su nuevo aprendizaje; se quedó sentado dentro del pequeño charco de luz que iluminaba los barracones y contempló a unos bichos, que equivalían a los insectos de Fénix, zumbar alrededor de la luz. Una de las criaturas más ambiciosas se posó en el brazo de Jared y le clavó en la carne una proboscis parecida a una aguja para sorber sus fluidos. Unos cuantos segundos más tarde estaba muerta. Los nanobots de la SangreSabia de Jared, alterados por el CerebroAmigo de la situación, se autoinmolaron dentro del diminuto animal, usando el oxígeno que llevaban como agente combustible. La pobre criatura se asó desde dentro; minúsculas y casi invisibles columnas de humo salieron de sus espículas. Jared se preguntó quién había programado ese tipo de respuesta defensiva en su CerebroAmigo y SangreSabia; parecía odiar la vida.
«Tal vez los realnacidos tienen razón al temernos», pensó.
Dentro de los barracones, Jared podía percibir a sus compañeros de escuadrón discutiendo sobre lo que habían aprendido esa noche; Seaborg acababa de declarar que el monstruo de Frankenstein era un aburrimiento. Jared se lanzó al interior para defender el honor del monstruo.
* * *
Durante las mañanas y las tardes de la primera semana, el Octavo aprendió a luchar, defender y matar. Por las noches aprendían todo lo demás, incluidas algunas cosas que Jared sospechaba eran de valor cuestionable.
A primeras horas de la noche del segundo día, Andrea Gell-Mann presentó al Octavo el concepto de obscenidad, que había aprendido en el almuerzo y compartió justo antes de cenar. Durante la cena los miembros del Octavo se dijeron entusiásticamente que pasaran la jodida sal, puñetero montón de mierda, hasta que Brahe les dijo que dejaran esa puta gilipollez, mamones, porque cansaba hasta los cojones la mar de pronto, joder. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que Brahe tenía razón, hasta que Gell-Man enseñó al escuadrón a maldecir en árabe.
Al tercer día, los miembros del Octavo pidieron, y recibieron, permiso para entrar en las cocinas y usar los hornos y ciertos ingredientes. A la mañana siguiente regalaron a los otros escuadrones de instrucción del Campamento Carson suficientes galletas dulces para cada recluta (y sus oficiales superiores).
Al cuarto día los miembros del Octavo intentaron contarse los chistes que habían encontrado en la red de datos de Fénix, y casi todos fracasaron: para cuando sus CerebroAmigos desplegaban el contexto del chiste, éste ya no tenía gracia. Sólo Sarah Pauling parecía reírse casi todo el tiempo, y al final acabaron por concluir que se reía porque consideraba gracioso que ninguno de los demás supiera contar un chiste. Nadie más pensó que eso fuera gracioso, por lo que Pauling se rió con tantas ganas que se cayó del jergón.
Todos estuvieron de acuerdo en que eso
sí
fue gracioso.
Además, las puyas estuvieron bien.
Durante el quinto día, pasaron la tarde en una sesión informal sobre la disposición de las colonias humanas y su relación con otras especies inteligentes (siempre mala), y el Octavo evaluó críticamente la ficción especulativa y el entretenimiento de la era precolonial sobre las guerras interestelares contra alienígenas. Los veredictos fueron razonablemente consistentes.
La guerra de los mundos
fue aprobada hasta el final, que al Octavo le pareció un truco barato.
Tropas del espacio
tenía algunas buenas escenas de acción pero requería desplegar demasiadas ideas filosóficas; les gustó más la novela, aunque reconocieron que era mas tonta.
La guerra interminable
hizo que el Octavo se sintiera inexplicablemente triste; la idea de que una guerra pudiera durar tanto era casi imposible de entender para un grupo de personas que tenían una semana de edad. Después de ver
La guerra de las galaxias
todos quisieron un sable de luz y les irritó que la tecnología para fabricarlos no existiera realmente. Todos estuvieron también de acuerdo en que los ewoks se merecían la muerte.
Dos clásicos les llamaron la atención.
El juego de Ender
les encantó a todos; aquí había soldados igual que ellos, aunque más pequeños. El personaje principal incluso había sido creado para combatir especies alienígenas, también como ellos. Al día siguiente los miembros del Octavo se saludaron unos a otros diciendo «Ho, Ender», hasta que Brahe les dijo que se dejaran de chorradas y prestaran atención.
El otro era
La vuelta a casa de Charlie,
uno de los últimos libros antes de que empezara la era Colonial, y, por tanto, uno de los últimos libros, capaces de imaginar un universo distinto al que era: un universo donde las especies alienígenas que la humanidad encontraba les daban la bienvenida con una sonrisa en vez de con un arma. El libro acabó siendo convertido en película; a estas alturas ya estaba claro que no era ciencia ficción, sino fantasía, y bastante amarga. Fue un fracaso. Los miembros del Octavo se quedaron entusiasmados, tanto con el libro como con la película, cautivados por un universo que nunca podrían tener, y que nunca los habría tenido a ellos, porque no serían necesarios.
Al sexto día, Jared y el resto del Octavo descubrieron de qué iba todo aquello del sexo.
Al séptimo día, y como consecuencia directa del sexto día, descansaron.
—No tienen ningún valor cuestionable —le dijo Pauling a Jared, hablando de las cosas que habían aprendido, mientras yacían juntos en la cama de ella el séptimo día, bien tarde, íntimos pero no sexuales—. Tal vez todas estas cosas no son útiles en sí mismas, pero nos unen a todos.
—Ya estamos bastante unidos —reconoció Jared.
—No así —Pauling se apretujó brevemente contra Jared, y luego se soltó—. Más unidos como personas. Como grupo. Todas esas cosas que mencionaste son tontas. Pero nos están entrenando para ser humanos.
Ahora fue Jared quien se apretujó contra Pauling, arrebujándose contra su pecho.
—Me gusta ser humano —dijo.
—A mí también me gusta que seas humano —dijo Pauling, y luego se rió con ganas.
—Joder con vosotros dos, coño —dijo Seaborg—. Estoy intentando dormir.
—Capullo —replicó Pauling. Miró a Jared para ver si iba a añadir algo, pero él se había quedado dormido. Lo besó suavemente en la coronilla y se durmió también.
* * *
—En vuestra primera semana, os entrenáis físicamente para hacer todas las cosas que pueden hacer los soldados realnacidos —dijo Brahe—. Ahora es el momento de entrenaros para que hagáis las cosas que sólo vosotros podéis hacer.
El Octavo se encontraba al principio de una larga pista de obstáculos.
—Ya hemos corrido por esta pista —dijo Luke Gullstrand.
—Me alegro de que te des cuenta, Gullstrand —respondió Brahe—. Por tu capacidad de observación, serás el primero en recorrerla hoy. Quédate aquí. Los demás desplegaos por toda la pista, por favor, de la manera más regular posible.
Al momento los miembros del Octavo se repartieron por toda la pista. Brahe se volvió hacia Gullstrand.
—¿Ves la pista? —preguntó.
—Sí —respondió Gullstrand.
—¿Crees que podrías correr por ella con los ojos cerrados?
—No —contestó Gullstrand—. No recuerdo dónde está todo. Tropezaré con algo y me mataré.
—¿Estáis todos de acuerdo? —Preguntó Brahe. Hubo toques afirmativos—. Y sin embargo, todos vosotros correréis por esta pista con los ojos cerrados antes de que nos marchemos de aquí hoy. Porque tenéis una habilidad que os permitirá hacerlo: vuestra integración con los miembros del escuadrón.
De todo el escuadrón llegaron diversas muestras de escepticismo.
—Usamos nuestra integración para hablar y compartir datos —dijo Brian Michaelson—. Esto es algo completamente diferente.
—No. En absoluto —respondió Brahe—. Las tareas nocturnas de la semana pasada no fueron sólo castigos y frivolidad. Ya sabíais lo suficiente por vuestros CerebroAmigos y vuestro acondicionamiento prenatal para poder aprender rápidamente
vosotros solos.
En la última semana, sin daros cuenta, habéis aprendido a compartir y absorber inmensas cantidades de información
entre vosotros.
No hay ninguna diferencia entre esa información y
esto.
Prestad atención.
Jared jadeó audiblemente, igual que los otros miembros del Octavo. Su cabeza contenía no sólo la presencia de Gabriel Brahe, sino una sensación íntima de su presencia física y su situación personal, superpuesta a la propia conciencia de Jared.
—Mirad a través de mis ojos —dijo Brahe. Jared se concentró en la orden y luego experimentó una mareante sensación de vértigo cuando su perspectiva cambió desde su propio punto de observación al de Brahe. Brahe movió la cabeza de izquierda a derecha y Jared se vio a sí mismo, mirando a Brahe. Brahe desapareció de la vista.