Diez minutos más tarde, Yukawa y Berkeley se habían quedado sin munición, y Jared y Seaborg avistaron a los restantes miembros del Décimo Tercero. A la izquierda, ocho metros por debajo, había dos soldados acampados tras un gran árbol caído: a la derecha, y unos treinta metros más adelante, había otro par tras un puñado de peñascos. Estos soldados mantenían entretenidos a Yukawa y Berkeley mientras el quinto soldado flanqueaba en silencio su posición. Todos estaban de espaldas a Jared y Seaborg.
—Yo me encargo de los que están junto al tronco; encárgate tú de los de los peñascos —dijo Seaborg—. Le diré a Berkeley lo del tipo del flanco, pero que no lo abata hasta que nosotros nos carguemos a los nuestros. No tiene sentido descubrirnos.
Jared asintió. Ahora que Seaborg se sentía confiado, su planificación mejoraba. Jared archivó los datos para considerarlos más tarde, y se reafirmó en su árbol, apoyando la espalda contra el tronco y enganchando el pie izquierdo bajo una rama inferior para sostenerse mejor.
Seaborg se dirigió a una rama inferior del árbol para rodear otra que molestaba su línea de tiro. La rama que pisó, muerta, crujió con fuerza bajo su peso, se desplomó, y cayó del árbol haciendo lo que parecía ser el máximo ruido posible. Seaborg perdió pie, se agarró salvajemente a la rama que tenía debajo y soltó su MR Cuatro soldados se volvieron en el suelo, levantaron la cabeza y lo vieron allí colgando, indefenso. Alzaron sus armas.
—Mierda —dijo Seaborg, y miró a Jared.
Jared disparó en modo estallido automático a los dos soldados de los peñascos. Uno fue alcanzado y cayó; la otra se resguardó tras la roca. Jared se volvió y disparó a los soldados del tronco: no alcanzó a nadie pero los puso lo suficientemente nerviosos para poder cambiar su MP a modo misil teledirigido y disparar al espacio entre los dos soldados. El cohete simulado los roció a ambos de trocitos virtuales de metralla. Cayeron. Jared se volvió justo a tiempo para ver a la soldado que quedaba en el peñasco apuntando. Le lanzó un misil teledirigido mientras ella apretaba el gatillo. Jared sintió que sus costillas se envaraban y le lastimaban al constreñirse su traje de entrenamiento, y sujetó su MP. Le habían alcanzado, pero el hecho de que no se hubiera caído del árbol significaba que todavía seguía con vida.
¡Ejercicios de entrenamiento! Jared estaba tan cargado de adrenalina que pensó que iba a mearse encima.
:::Un poco de ayuda aquí —dijo Seaborg, y extendió la mano izquierda para que Jared tirara de él justo cuando el quinto soldado, que había dado la vuelta, le disparaba en el hombro derecho. Todo el brazo de Seaborg se endureció dentro de su traje; soltó la rama de la que colgaba. Jared lo agarró por la mano izquierda y lo sujetó antes de que su caída ganara impulso. La pierna izquierda de Jared, todavía enganchada bajo la rama por el pie, sintió el dolor del esfuerzo de la carga adicional.
En el suelo, el soldado apuntó. Balas virtuales o no, Jared supo que si le alcanzaba, su traje se endurecería y ello le obligaría a soltar a Seaborg y, probablemente, caer él también. Jared extendió la mano derecha, cogió su cuchillo de combate y lo lanzó con fuerza. El cuchillo se clavó en el muslo izquierdo del soldado, quien se desplomó, gritando y dando manotazos torpes al arma hasta que Berkeley apareció tras él y le disparó para dejarlo inmovilizado.
:::El Octavo gana el juego —oyó Jared decir a Brahe—. Ahora voy a relajar los trajes de entrenamiento para todos los que están aún inmóviles. Los emparejamientos del siguiente juego de guerra, dentro de treinta minutos.
La presión del costado derecho de Jared se relajó de pronto de manera considerable, igual que la tensión del traje de Seaborg. Jared lo aupó y luego los dos descendieron con cuidado hasta el suelo del bosque para recuperar sus armas.
Los miembros no petrificados del Décimo Tercero les estaban esperando. Se separaron de su compañero de escuadrón, que todavía gemía en el suelo.
:::Cabronazo —dijo uno de ellos, plantándose directamente ante la cara de Jared—. Le lanzaste un cuchillo a Charlie. Se supone que no se puede
matar
a nadie. Por eso se
llama juego
de guerra.
Seaborg se interpuso entre Jared y el soldado.
:::Dile esto a tu amigo, gilipollas. Si tu camarada nos hubiera disparado, yo me habría caído desde ocho metros de altura sin ningún modo de controlar la caída. No parecía preocuparle especialmente que
yo
muriera cuando me apuntaba. Al apuñalar a tu amigo, Jared me salvó la vida. Y tu amigo
sobrevivirá.
Así que se vaya al carajo, y tú con él.
Seaborg y el soldado se midieron mutuamente durante unos cuantos segundos más antes de que el otro soldado volviera la cabeza, escupiera al suelo y regresara junto a su compañero de escuadrón.
:::Gracias —le dijo Jared a Seaborg.
Seaborg miró a Jared, y luego a Yukawa y Berkeley.
:::Salgamos de aquí —dijo—. Tenemos otro juego de guerra.
Se puso en marcha. Los otros tres le siguieron.
Mientras caminaban, Seaborg volvió junto a Jared.
:::Fue buena idea usar los árboles —dijo—. Y me alegro de que me sujetaras antes de que me cayese. Gracias.
:::No hay de qué —respondió Jared.
:::Sigues sin gustarme mucho —dijo Seaborg—. Pero no voy a tener más problemas contigo.
:::Eso espero. Es un comienzo, al menos.
Seaborg asintió y avivó el paso. Guardó silencio el resto del camino.
* * *
—Vaya, mira a quién tenemos aquí —dijo el teniente Cloud cuando Jared entró en la lanzadera con los otros antiguos miembros del Octavo. Regresaban a la Estación Fénix para recibir sus primeros destinos—. Es mi amigo Jared.
—Hola, teniente Cloud. Me alegro de volver a verlo.
—Llámame Dave —dijo Cloud—. Ya veo que has acabado con la instrucción. Maldición, ojalá mi instrucción hubieran sido sólo dos semanas.
—Seguimos abarcando muchas cosas —dijo Jared.
—No lo dudo lo más mínimo. ¿Cuál es tu destino, soldado Dirac? ¿Sabes ya adonde te envían?
—Me han enviado a la
Milana —
contestó Jared—. A mí y a dos de mis amigos, Sarah Pauling y Steven Seaborg.
Jared señaló a Pauling, que ya se había sentado; Seaborg todavía no había subido a la lanzadera.
—He visto la
Milana —
dijo Cloud—. Una nave nuevecita. Líneas preciosas. Nunca he estado en ella, claro. Vosotros los de las Fuerzas Especiales os la habéis quedado.
—Es lo que me han dicho —dijo Jared. Andrea Gell-Mann subió a bordo, y chocó levemente con Jared. Le envió un toque de disculpas; Jared la miró y sonrió.
—Parece que el vuelo va a estar completito —dijo Cloud—. Puedes sentarte de nuevo en el asiento de copiloto si quieres.
—Gracias —respondió Jared, y miró a Pauling—. Pero creo que esta vez me sentaré con mis compañeros.
Cloud miró a Pauling.
—Es completamente comprensible —dijo—. Aunque recuerda que me debes algunos chistes nuevos. Espero que en todos esos entrenamientos os dieran algún tiempo para trabajar vuestro sentido del humor.
Jared hizo una pausa, recordando su primera conversación con Gabriel Brahe.
—Teniente Cloud, ¿ha leído alguna vez
Frankenstein?
—La verdad es que no. Conozco la historia. Vi la película más reciente no hace mucho. El monstruo hablaba y, según me han dicho, eso se acerca más al libro.
—¿Qué le pareció? —dijo Jared.
—No estaba mal. La actuación un poquito exagerada. Me dio lástima el monstruo. Y el personaje del doctor Frankenstein era un poquito gilipollas. ¿Por qué lo preguntas?
—Por curiosidad —dijo Jared, e indicó el compartimento de pasajeros, que ahora estaba completamente lleno—. Todos lo hemos leído. Nos ha dado mucho que pensar.
—Ah. Ya veo. Jared, permíteme compartir contigo mi filosofía sobre los seres humanos. Puede resumirse en cinco palabras: me gustan las buenas personas. Tú pareces buena persona. No puedo decir que eso sea lo que le importa a todo el mundo, pero es lo que me importa a mí.
—Es bueno saberlo —dijo Jared—. Creo que mi filosofía va por el mismo camino.
—Bien, entonces vamos a llevarnos bien. ¿Tienes algún chiste nuevo?
—Puede que tenga unos cuantos —dijo Jared.
—Hablaremos en voz alta, si no le importa —le dijo el general Szilard ajane Sagan—. Los camareros se ponen nerviosos al ver a dos personas mirarse intensamente sin hacer ningún sonido. Si no ven que estamos hablando, vienen cada dos minutos para ver si necesitamos algo. Es una lata.
—Como usted quiera —dijo Sagan.
Los dos se encontraban en el comedor de generales, con Fénix girando sobre ellos. Sagan contempló el planeta. Szilard siguió su mirada.
—Es sorprendente, ¿verdad?
—Sí que lo es —contestó Sagan.
—Se puede ver el planeta desde cualquier portilla de la estación, al menos parte del tiempo. Nadie mira nunca —dijo Szilard—. Y luego viene uno aquí y no puede dejar de mirarlo. Yo no puedo, al menos —señaló la cúpula de cristal que los cubría—. Esta cúpula fue un regalo, ¿lo sabía?
Sagan negó con la cabeza.
—Los ala nos la dieron cuando construíamos esta estación. Todo esto es de diamante. Dijeron que era un diamante natural que habían tallado de un cristal aún más grande que extrajeron del núcleo de uno de los gigantes gaseosos de su sistema. He leído que los ala eran unos ingenieros sorprendentes. Puede que la historia incluso sea cierta.
—No estoy familiarizada con los ala.
—Se extinguieron —dijo Szilard—. Hace ciento cincuenta años entraron en guerra con los obin por la disputa de una colonia. Tenían un ejército de clones y los medios para crear esos clones rápidamente, y durante algún tiempo pareció que iban a derrotar a los obin. Entonces los obin crearon un virus sintonizado con la genética de los clones. Inicialmente era inofensivo y se transmitía por el aire, como la gripe. Nuestros científicos calcularon que se extendió por todo el ejército alaíta en cosa de un mes, y que un mes más tarde el virus maduró y empezó a atacar el ciclo de reproducción celular de todos los clones militares ala. Las víctimas se disolvieron literalmente.
—¿Todos a la vez? —preguntó Sagan.
—Tardaron aproximadamente un mes —contestó Szilard—. Por eso nuestros científicos calcularon que tardaron ese tiempo en infectar al ejército entero en primer lugar. Con el ejército alaíta eliminado, los obin aniquilaron a toda la población civil poco después. Fue un genocidio rápido y brutal. Los obin no son una especie compasiva. Ahora todos los planetas alaítas pertenecen a los obin, y la Unión Colonial aprendió dos cosas. La primera, que los ejércitos de clones son muy mala idea. La segunda, que hay que apartarse del camino de los obin. Cosa que hemos hecho, hasta ahora.
Sagan asintió. El crucero de batalla
Milana
de las Fuerzas Especiales y su tripulación acababa de iniciar una serie de incursiones de reconocimiento secretas en territorio obin, para calibrar la fuerza y la capacidad de respuesta de los obin. Era un trabajo peligroso, ya que los obin y la Unión Colonial no habían desarrollado hostilidades hasta el momento. El conocimiento de la alianza obin-raey-eneshana era un secreto bien guardado; la mayor parte de la Unión Colonial y las FDC no conocía la alianza ni la amenaza que representaba para los humanos. Los eneshanos incluso mantenían presencia diplomática en Fénix, en la capital colonial de Fénix City. Estrictamente hablando, eran aliados.
—¿Quiere hablar de las incursiones obin? —dijo Sagan. Además de ser líder de escuadrón en la
Milana,
era la oficial de inteligencia de la nave, encargada de la evaluación de fuerzas. La mayoría de los oficiales de las Fuerzas Especiales tenían más de un puesto y también dirigían escuadrones de combate; eso reducía las tripulaciones, y hacía que los oficiales en puestos de combate apelaran al sentido de misión de las Fuerzas Especiales. Cuando naces para proteger a la humanidad, nadie se libra de combatir.
—Ahora no —dijo Szilard—. Éste no es el lugar adecuado. Quería hablar con usted sobre uno de sus nuevos soldados. La
Milana
tiene tres nuevos reclutas, y dos de ellos estarán a sus órdenes.
Sagan se envaró.
—Eso harán, y ahí está el problema. Sólo tenía un hueco en mi escuadrón, pero tengo dos reemplazos. Se lleva usted a uno de mis veteranos para hacerles sitio.
Sagan recordó la expresión de asombro de Will Lister cuando llegó la orden de su traslado al
Halcón Peregrino.
—El
Halcón Peregrino
es una nave nueva y necesita gente experimentada —contestó Szilard—. Le aseguro que hay otros líderes de escuadrón de otras naves tan irritados como usted. La
Milana
tenía que renunciar a uno de sus veteranos, y da la casualidad de que había un recluta que quería poner bajo sus órdenes. Así que hice que la
Peregrino
se llevara a uno de los suyos.
Sagan abrió la boca para volver a quejarse, pero lo pensó mejor y se calló, malhumorada. Szilard contempló el juego de emociones en su rostro. La mayoría de los soldados de las Fuerzas Especiales habrían dicho lo primero que se les pasara por la cabeza, una secuela de no haber aprendido las sutilezas sociales a lo largo de la infancia y la adolescencia. El autocontrol de Sagan era uno de los motivos por los que había llamado la atención de Szilard: ése y otros factores.
—¿De qué recluta estamos hablando? —dijo por fin Sagan.
—De Jared Dirac.
—¿Qué tiene de especial?
—Tiene el cerebro de Charles Boutin —dijo Szilard, y de nuevo vio cómo Sagan combatía una respuesta visceral inmediata.
—Y piensa que eso es una buena idea —fue lo que al final acabó por salir por su boca.
—La cosa mejora todavía —dijo Szilard, y envió todo el archivo clasificado de Dirac, junto con material técnico. Sagan permaneció sentada en silencio, digiriendo el material. Szilard contempló a la oficial. Después de un minuto uno de los camareros se acercó a la mesa y preguntó si necesitaban algo. Szilard ordenó té. Sagan ignoró al camarero.
—Muy bien, picaré —dijo Sagan tras concluir su examen—. ¿Por qué me carga con un traidor?
—El traidor es Boutin —dijo Szilard—. Dirac tan sólo tiene su cerebro.
—Un cerebro que han intentado imprimir con la conciencia de un traidor.
—Sí.
—Le refiero la pregunta una vez más —dijo Sagan.