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Authors: John Scalzi

Tags: #ciencia ficción

Las Brigadas Fantasma (29 page)

BOOK: Las Brigadas Fantasma
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Los soldados de las Fuerzas Especiales casi nunca estaban solos. Aunque no estuvieran con nadie.

—Dirac —repitió Sagan.

—Hable normalmente —dijo Jared, y se levantó, todavía sin mirarla—. Está siendo descortés.

Hubo una pausa infinitesimal antes de que Sagan respondiera.

—Muy bien —dijo—. Soldado Dirac, es hora de marcharnos. Hacemos falta en la Estación Fénix.

—¿Por qué? —preguntó Jared.

—No voy a hablar de eso delante de él —dijo Sagan, señalando a Cloud—. No se ofenda, teniente.

—No se preocupe —dijo Cloud.

—Dígamelo en voz alta —dijo Jared—. O no iré.

—Le estoy dando una orden.

—Y yo le estoy diciendo que coja sus órdenes y se las meta por el culo —dijo Jared—. De pronto estoy muy cansado de ser parte de las Fuerzas Especiales. Estoy cansado de que me lleven de un sitio a otro. A menos que me diga adonde voy y por qué, creo que voy a quedarme aquí mismo.

Sagan suspiró con fuerza. Se volvió hacia Cloud.

—Créame si le digo que si algo de todo esto sale de sus labios, yo misma le dispararé. A bocajarro.

—Señora, creo hasta la última palabra de lo que dice —dijo Cloud.

—Hace tres horas los obin destruyeron la
Alcotán —
dijo Sagan—. Consiguió lanzar una cápsula de salto antes de ser destruida por completo. Hemos perdido otras dos naves en los dos últimos días; han desaparecido por completo. Creemos que los obin trataron de hacer lo mismo con la
Alcotán
pero no pudieron hacerlo por algún motivo. Tuvimos suerte, si puede llamarse así. Entre estas tres naves y otras cuatro naves de las Fuerzas Especiales que han desaparecido en el último mes, está claro que los obin nos han enfilado.

—¿Por qué? —dijo Jared.

—No lo sabemos —respondió Sagan—. Pero el general Szilard ha decidido que no vamos a esperar a que ataquen más naves. Vamos a ir a por Boutin, Dirac. Actuaremos dentro de doce horas.

—Eso es una locura —dijo Jared—. Todo lo que sabemos es que está en Arist. Es una luna entera donde buscar. Y no importa cuántas naves utilicemos, atacaremos el sistema natal obin.

—Sabemos dónde está en Arist —dijo Sagan—. Y tenemos un plan para llegar hasta él y burlar a los obin.

—¿Cómo?

—Eso no voy a decirlo en voz alta. Es el final de la discusión, Dirac. Ven conmigo o no vengas. Tenemos doce horas hasta que empiece el ataque. Ya me has hecho perder tiempo al venir aquí a buscarte. No me hagas perder más tiempo para regresar.

11

«Maldición, general —pensó Jane Sagan mientras recorría la
Milana,
dirigiéndose a la sala de control de aterrizaje—. Deja de esconderte de mí, capullo estirado.» Tuvo cuidado de no enviar el pensamiento en el modo de conversación de las Fuerzas Especiales. Debido a la similitud que tenían pensar y hablar para los miembros de las Fuerzas Especiales, casi todos ellos en algún momento dudaban de si habían dicho o sólo pensado sus palabras. Y pronunciar ese pensamiento concreto en voz alta habría causado más problemas de los que valía.

Sagan había estado persiguiendo al general Szilard desde el momento en que recibió la orden de recuperar a Jared Dirac de su aventura sin permiso en Fénix. La orden había llegado con el aviso de que Dirac estaba una vez más bajo su mando, y con un grupo de informes clasificados del coronel Robbins detallando los últimos acontecimientos en la vida de Dirac: su viaje a Covell, su súbita descarga de memoria y el hecho de que su pauta de conciencia era ahora decididamente la de Charles Boutin. Además de este material había una nota de Mattson, que Robbins había hecho llegar a Szilard, donde Mattson instaba feacientemente a Szilard a no devolver a Dirac al servicio activo, sugiriendo que fuera retenido al menos hasta que la inminente ronda de hostilidades relativas a los obin se zanjara de un modo u otro.

Sagan pensaba que el general Mattson era un gilipollas, pero tenía que admitir que había dado en el clavo. Nunca se había sentido cómoda con Dirac bajo su mando. Había sido un soldado bueno y competente, pero saber que tenía una segunda conciencia en su cráneo, esperando a saltar y contaminar la primera, la hacía recelar y ser consciente de la posibilidad de que él se viniera abajo en la misión y matara a alguien, además de a sí mismo. Sagan consideraba una suerte que cuando eso sucedió aquel día en el paseo comercial de la Estación Fénix, él estuviera de permiso. Y no fue hasta que Mattson apareció para liberarla de su responsabilidad hacia Dirac que se permitió sentir lástima hacia él, y reconocer que hasta el momento nada había justificado los recelos que sentía.

«Eso fue entonces», pensó Sagan. Ahora Dirac había vuelto y estaba claramente al otro lado. Había necesitado toda su fuerza de voluntad para no abrirle un nuevo agujero en el culo cuando se le insubordinó en Fénix; si hubiera tenido la pistola aturdidora que usó con él cuando se vino abajo, le habría disparado a la cabeza por segunda vez sólo para recalcar que su actitud trasplantada no le impresionaba. De modo que apenas pudo mostrarse amable con él en el camino de regreso, esta vez por lanzadera correo, directamente a la bodega de atraque de la
Milana.
Szilard estaba a bordo, reunido con el mayor Crick. El general había ignorado las llamadas anteriores de Sagan, cuando ella estaba en la
Milana
y él se encontraba en la Estación Fénix, pero ahora que los dos se hallaban en la misma nave, estaba dispuesta a cerrarle el paso hasta que pudiera decirle lo que tenía que decirle. Se dirigió a la escalera, subió de dos en dos los escalones y abrió la puerta de la sala de control.

—Sabía que venía de camino —le dijo Szilard, cuando ella entraba por la puerta. Estaba sentado delante del panel de control que manipulaba la bodega. El oficial que la manejaba podía hacer casi todas sus tareas a través del CerebroAmigo, naturalmente, y lo hacía de manera habitual. El panel de control estaba allí como salvaguarda. En el fondo, todos los controles de las naves eran esencialmente salvaguardias de CerebroAmigo.

—Pues claro que sabía que venía —dijo Sagan—. Es usted comandante de las Fuerzas Especiales. Puede localizar a cualquiera de nosotros por la señal de nuestro CerebroAmigo.

—No es por eso —dijo Szilard—. Es que sé quién es usted. La posibilidad de que no viniera a buscarme, después de haber puesto otra vez a Dirac bajo sus órdenes, ni siquiera se me pasó por la cabeza. —Szilard volvió ligeramente su silla y estiró las piernas—. Estaba tan seguro de que vendría que incluso despejé la sala para que pudiéramos tener algo de intimidad. Y aquí estamos.

—Permiso para hablar libremente —dijo Sagan.

—Por supuesto.

—Está usted como una jodida cabra, señor —dijo Sagan.

Szilard soltó una carcajada.

—No esperaba que hablara tan libremente, teniente.

—Ha visto usted los mismos informes que yo —dijo Sagan—. Sabe hasta qué punto Dirac es ahora como Boutin. Incluso su cerebro funciona igual. Y sin embargo, quiere usted meterlo en una misión para encontrar a Boutin.

—Sí —dijo Szilard.

—¡Cristo! —dijo Sagan, en voz alta. El habla de las Fuerzas Especiales era rápida y eficaz, pero no era muy buena para las exclamaciones. Sin embargo, Sagan se reafirmó, enviando una oleada de frustración e irritación hacia el general Szilard, que él aceptó sin decir palabra.

—No quiero ser responsable de él —dijo Sagan finalmente.

—No recuerdo haberle preguntado si quería la responsabilidad —dijo Szilard.

—Es un peligro para los otros soldados de mi pelotón —dijo Sagan—. Y es un peligro para la misión. Sabe lo que significará si no tenemos éxito. No necesitamos un riesgo adicional.

—No estoy de acuerdo —dijo Szilard.

—Por el amor de Dios —dijo Sagan—. ¿Por qué?

—«Mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos más cerca todavía» —dijo Szilard.

—¿Qué? —dijo Sagan. De repente recordó una conversación con Cainen, meses antes, en la que le dijo lo mismo.

Szilard repitió el dicho, y luego añadió:

—Tenemos al enemigo tan cerca como es posible. Está en nuestras filas, y no sabe que es el enemigo. Dirac cree que es uno de nosotros porque, por lo que sabe, lo es. Pero ahora piensa como piensa nuestro enemigo y actúa como actúa nuestro enemigo, y nosotros sabremos todo lo que sabe. Eso es increíblemente útil y merece la pena correr el riesgo.

—A menos que se vuelva contra nosotros —dijo Sagan.

—Si lo hace, usted lo sabrá. Está integrado con todo su pelotón. En el momento que actúe contra sus intereses, usted lo sabrá y lo sabrán todos los demás componentes de la misión.

—La integración no permite leer las mentes —dijo Sagan—. Sólo lo sabremos después de que empiece a hacer algo. Eso significa que podría matar a uno de mis soldados o revelar nuestras posiciones o cualquier otra cosa. Incluso con la integración, supone un verdadero peligro.

—Tiene razón en una cosa, teniente —dijo Szilard—. La integración no permite leer las mentes. A menos que tenga la onda adecuada.

Sagan sintió un toque en su cola de comunicación: una actualización en su CerebroAmigo. Antes de que pudiera dar permiso, empezó a desplegarse. Sagan sintió una desagradable sacudida mientras la actualización se propagaba, causando una inundación momentánea en las pautas eléctricas de su cerebro.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Sagan.

—Es la actualización para leer mentes —dijo Szilard—. Normalmente sólo los generales y ciertos investigadores militares muy especializados la tienen, pero en su caso, creo que es de rigor. Para esta misión, al menos. Cuando regrese tendremos que retirársela, y si alguna vez se lo cuenta a alguien tendremos que destinarla a algún lugar muy pequeño y muy lejano.

—No comprendo cómo esto es posible —dijo Sagan.

Szilard hizo una mueca.

—Piénselo, teniente. Piense en cómo nos comunicamos. Estamos pensando y nuestro CerebroAmigo interpreta lo que elegimos decirle a alguien cuando lo hacemos. Aparte de la intención, no hay ninguna diferencia significativa entre nuestros pensamientos públicos y los privados. Lo que sería notable es que no pudiéramos leer mentes. Se supone que eso es lo que hace el CerebroAmigo.

—Pero la gente no lo sabe —dijo Sagan.

Szilard se encogió de hombros.

—Nadie quiere saber que no tiene intimidad ni siquiera dentro de su propia cabeza.

—Así que puede usted leer mis pensamientos privados —dijo Sagan.

—¿Quiere decir, como cuando me llamó capullo engreído? —preguntó Szilard.

—Había un contexto para eso.

—Siempre lo hay. Relájese, teniente. Sí, puedo leer sus pensamientos. Puedo leer los pensamientos de todo el que esté dentro de mi estructura de mando. Pero normalmente no lo hago. No es necesario y la mayor parte de las veces es completamente inútil de todas formas.

—Pero puede leer los pensamientos de la gente —dijo Sagan.

—Sí, pero la mayor parte de la gente es
aburrida —
dijo Szilard—. La primera vez que recibí la ampliación, después de que me pusieran al mando de las Fuerzas Especiales, me pasé un día entero escuchando los pensamientos de la gente. ¿Sabe qué piensa la inmensa mayoría de la gente la inmensa mayoría del tiempo? Piensan, tengo hambre. Oh, me estoy cagando. Oh, quiero follarme a ese tío. Y luego vuelta a tengo hambre. Y luego repiten la secuencia hasta que se mueren. Confíe en mí, teniente. Un día con esta capacidad, y su opinión sobre la complejidad y la maravilla del cerebro humano sufrirá un irreversible declive.

Sagan sonrió.

—Si usted lo dice…

—Yo lo digo. Sin embargo, en su caso esta capacidad resultará útil, porque podrá oír los pensamientos de Dirac y sentir sus emociones privadas sin que él sepa que está siendo observado. Si piensa en traicionarnos, usted lo sabrá casi antes que él. Podrá reaccionar antes de que Dirac mate a uno de sus soldados o comprometa la misión. Creo que es una compensación suficiente al riesgo de llevarlo.

—¿Y qué debo hacer si se vuelve contra nosotros? —preguntó Sagan—. ¿Si se convierte en traidor?

—Entonces tendrá que matarlo, naturalmente —dijo Szilard—. No vacile. Pero asegúrese, teniente. Ahora sabe que puedo meterme dentro de su cabeza, así que confío en que se abstenga de volarle los sesos sólo porque se siente quisquillosa.

—Sí, general —dijo Sagan.

—Bien. ¿Dónde está Dirac ahora?

—Está con el pelotón, preparándose, allá abajo en la bodega. Le comuniqué nuestras órdenes mientras veníamos.

—¿Por qué no comprueba lo que hace? —preguntó Szilard.

—¿Con la ampliación? —preguntó Sagan.

—Sí. Aprenda a usarla antes de la misión. No tendrá tiempo para juguetear con ella más tarde.

Sagan accedió al nuevo recurso, encontró a Dirac, y escuchó.

* * *

—Esto es una locura —pensó Jared para sí.

—Tienes toda la razón —dijo Steven Seaborg. Se había unido al Segundo Pelotón mientras Jared estuvo fuera.

—¿Lo he dicho en voz alta? —preguntó Jared.

—No, leo las mentes, capullo —dijo Seaborg, y envió un toque de diversión hacia Jared. Lo que había habido entre ellos desapareció tras la muerte de Sarah Pauling: los celos de Seaborg, o lo que fuesen, habían sido superados por la mutua sensación de pérdida. Jared vacilaría en llamarlo amigo, pero el lazo que compartían era más que camaradería, reforzado por su adicional lazo de integración.

Jared contempló las dos docenas de trineos de impulsión de salto que había en la bodega: la flota total de trineos producida hasta el momento. Miró a Seaborg, que se subía a uno para comprobar cómo era.

—Así que esto es lo que vamos a utilizar para atacar un planeta entero —dijo Seaborg—. Un par de docenas de soldados de las Fuerzas Especiales, cada uno en su propia jaula de hámsteres espacial.

—¿Has visto alguna vez una jaula de hámsteres?

—Pues claro que no. Ni siquiera he visto a un hámster. Pero he visto imágenes, y eso es lo que me parece. ¿Qué tipo de idiota viajaría en uno de estos cacharros?

—Yo he viajado en uno —dijo Jared.

—Eso lo responde todo. ¿Y cómo es?

—Me sentí vulnerable —dijo Jared.

—Maravilloso —contestó Seaborg, y puso los ojos en blanco.

Jared sabía cómo se sentía, pero también veía la lógica que habría tras un ataque de ese tipo. Casi todas las criaturas usaban naves para pasar de un punto a otro en el espacio; los sistemas de defensa y detección planetaria disponían de la energía y los recursos para detectar los grandes objetos que solían ser las naves espaciales. La red de defensa obin en torno a Arist no era diferente. Una nave de las Fuerzas Especiales sería localizada y atacada en un instante; un objeto diminuto de alambre apenas mayor que un hombre, no.

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