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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (17 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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Él dice que así lo haría, y que es una vergüenza que los irlandeses tiren a la basura millones de pieles de patata todos los días, y que por eso mueren de tisis a miles, y que seguro que la cáscara del huevo tiene alimento, pues el derroche es el octavo pecado capital. Si de él dependiera...

—Pero no depende de ti —dice mamá—. Come.

Papá se come media patata con la piel y vuelve a dejar la otra media en la olla. Come una pequeña loncha de carrillada de cerdo y una hoja de repollo y se deja el resto en el plato para Malachy y para mí. Prepara más té y nos lo tomamos con pan y mermelada, para que nadie pueda decir que no hemos comido un dulce el día de Navidad.

Ya se ha hecho de noche y sigue lloviendo fuera, y el carbón brilla en la chimenea, donde están sentados mamá y papá fumándose sus cigarrillos. Cuando se tienen las ropas mojadas no se puede hacer nada más que volver a la cama, donde se está a gusto y tu padre te puede contar el cuento de cómo se hizo católico Cuchulain, y te quedas dormido y sueñas con el cerdo que está en la cuna en la iglesia de los redentoristas porque el Niño Jesús y Cuchulain y él tenían que hacerse mayores y tenían que morir todos.

El ángel que trajo a Margaret y a los gemelos vuelve a venir y nos trae a otro hermano, Michael. Papá dice que encontró a Michael en el séptimo peldaño de la escalera que sube a Italia. Dice que eso es lo que hay que esperar cuando se pide un niño nuevo, que hay que esperar al Ángel del Séptimo Peldaño.

Malachy pregunta cómo se puede recibir un hermanito nuevo del Ángel del Séptimo Peldaño cuando se vive en una casa sin escaleras, y papá le dice que hacer demasiadas preguntas es una lacra.

Malachy pregunta qué es una lacra.

Una lacra. A mí me gustaría saber qué significa esa palabra. Una lacra. Pero papá dice:

—Och,
hijo, el mundo es una lacra, y todo lo que hay en él también.

Y se pone la gorra y se marcha al hospital Bedford Row para ver a mamá y a Michael. Ella está en el hospital con su dolor de espalda, y tiene al niño consigo para asegurarse de que estaba sano cuando lo dejaron en el séptimo peldaño. Yo no lo comprendo, porque estoy seguro de que los ángeles no dejarían nunca en el séptimo peldaño a un niño enfermo. Es inútil preguntárselo a papá o a mamá. Te dicen:

—Te estás volviendo tan preguntón como tu hermano. Vete a jugar.

Sé que a las personas mayores no les gusta que los niños les hagan preguntas. Ellos pueden hacerte todas las preguntas que quieran: «¿Cómo te va en la escuela?», «¿Eres un niño bueno?», «¿Has rezado tus oraciones?», pero si tú les preguntas si han rezado sus oraciones, pueden pegarte un capón.

Papá trae a casa a mamá con el niño nuevo y ella tiene que quedarse en la cama varios días por el dolor de espalda. Mamá dice que este niño es el vivo retrato de nuestra hermanita que se murió, con el pelo negro y ondulado, los ojos azules encantadores y las cejas preciosas. Eso es lo que dice mamá.

Yo pregunto si el niño es un retrato. También pregunto cuál es el séptimo peldaño, porque la escalera tiene nueve peldaños y quisiera saber si se empieza a contar por abajo o por arriba. A papá no le importa responder a esta pregunta. Dice que los ángeles vienen de arriba, que no suben de cocinas como la nuestra, que son lagos de octubre a abril.

De modo que localizo el séptimo peldaño contando desde arriba.

El niño recién nacido, Michael, tiene un catarro. Tiene la cabeza congestionada y apenas puede respirar. Mamá está preocupada porque es domingo y el dispensario de los pobres está cerrado. Si vas a casa del médico y la doncella ve que eres de clase baja te dice que vayas al dispensario, que es tu sitio. Si le dices que el niño se está muriendo en tus brazos, ella te dirá que el médico está en el campo montando a caballo.

Mamá llora porque el niño está intentando penosamente aspirar por la boca. Intenta despejarle la nariz con un trozo de papel enrollado, pero tiene miedo de meterlo demasiado hondo.

—Eso no hace falta —dice papá—. No hay que meter cosas a los niños por la nariz.

Parece que va a besar al niño. Pero le pone la boca en la naricita y aspira, aspira las cosas malas que tiene Michael dentro de la cabeza. Las escupe en el fuego, Michael da un grito prolongado y se le ve respirar, dar patadas al aire y reír. Mamá mira a papá como si acabara de bajar del cielo, y papá dice:

—Esto es lo que hacíamos en Antrim mucho antes de que hubiera médicos que montasen a caballo.

La llegada de Michael nos da derecho a recibir unos chelines más de subsidio de paro, pero mamá dice que no es suficiente y tiene que ir a pedir comida a la Conferencia de San Vicente de Paúl. Una noche llaman a la puerta y mamá me hace bajar a ver quién es. Son dos hombres de San Vicente de Paúl y quieren ver a mi madre y a mi padre. Yo les digo que mis padres están en Italia, en el piso de arriba.

—¿Cómo dices? —dicen.

—En el piso de arriba, donde está seco. Les avisaré.

Entonces me preguntan qué es el pequeño cobertizo que está junto a nuestra puerta principal. Les digo que es el retrete. Me preguntan por qué no está en la parte trasera de la casa, y yo les digo que es el retrete de todo el callejón y que menos mal que no está en la parte trasera de la casa, porque entonces la gente tendría que estar yendo y viniendo por nuestra cocina con unos cubos que dan asco.

—¿Estás seguro de que hay un solo retrete para toda la calle? —dicen.

—Sí.

—Madre de Dios —dicen ellos.

—¿Quién está allí abajo? —dice mamá en voz alta desde Italia.

—Los hombres.

—¿Qué hombres?

—De San Vicente de Paúl.

Pisan con cuidado al atravesar el lago de la cocina y emiten chasquidos de lengua y ruidos de desaprobación y se dicen el uno al otro: «¿No es una vergüenza?», hasta que llegan a Italia, en el piso de arriba. Dicen a mamá y a papá que lamentan molestarles pero que la Conferencia tiene que asegurarse de que está ayudando a los casos que lo merecen. Mamá les ofrece una taza de té, pero ellos echan una ojeada a su alrededor y dicen que no, gracias. Preguntan por qué vivimos en el piso de arriba. Preguntan acerca del retrete. Hacen preguntas porque las personas mayores pueden hacer todas las preguntas que quieran y anotar las respuestas en libretas, sobre todo cuando llevan cuello, corbata y traje. Preguntan qué edad tiene Michael, cuánto cobra papá de subsidio de paro, cuándo tuvo su último trabajo y por qué no tiene trabajo ahora, y qué tipo de acento es ese que tiene.

Papá les dice que el retrete podría matarnos con enfermedades de todo tipo, que la cocina se inunda en el invierno y que tenemos que mudarnos al piso superior para estar secos. Dice que el río Shannon es el culpable de toda la humedad del mundo y que nos está matando uno a uno.

Malachy les dice que estamos viviendo en Italia, y ellos sonríen.

Mamá les pregunta si sería posible recibir botas para Malachy y para mí, y ellos dicen que tendrá que ir al edificio Ozanam y presentar una solicitud. Ella dice que no se siente bien desde que vino el niño y que no sería capaz de pasar mucho tiempo de pie en una cola, pero ellos dicen que deben tratar a todos por igual, hasta a una mujer del barrio de Irishtown que tuvo trillizos, y «muchas gracias, presentaremos nuestro informe a la Conferencia».

Cuando se marchan, Malachy quiere enseñarles dónde dejó el ángel a Michael, en el séptimo peldaño, pero papá le dice: «Ahora no, ahora no». Malachy llora y uno de los hombres se saca del bolsillo un trozo de
toffee
y se lo da, y yo deseo tener algo por lo que llorar para que también me den un trozo.

Tengo que volver a bajar al piso inferior para enseñar a los hombres dónde tienen que poner los pies para no mojarse. Ellos no dejan de sacudir la cabeza y de decir «Dios Todopoderoso» y «Madre de Dios, esto es desesperado. Lo que tienen arriba no es Italia, es Calcuta».

Arriba, en Italia, papá dice a mamá que nunca debe pedir limosna de esa manera.

—¿Que he pedido limosna? ¿De qué estás hablando?

—¿Es que no tienes orgullo? ¿Cómo pides botas de limosna de esa manera?

—¿Y qué quieres que haga, señor Aires de Grandeza? ¿Quieres que vayan descalzos?

—Prefiero arreglarles los zapatos que tienen.

—Los zapatos que tienen se están cayendo a pedazos.

—Yo los puedo arreglar —dice él.

—Tú no sabes arreglar nada —dice ella—. Eres un inútil.

Al día siguiente vuelve a casa con un neumático de bicicleta viejo. Me envía a la casa de al lado para que pida prestados al señor Hannon una horma y un martillo. Coge el cuchillo afilado de mamá y corta el neumático hasta que consigue varios trozos para ponerlos en las suelas y en los tacones de nuestros zapatos. Mamá le dice que va a destrozar los zapatos del todo, pero él se pone a dar martillazos y a clavar los clavos en los zapatos a través de los trozos de goma.

—Dios del cielo —dice mamá—, si dejaras los zapatos en paz durarían hasta la Pascua de Resurrección, por lo menos, y podríamos recibir las botas de San Vicente de Paúl.

Pero él no lo deja hasta que las suelas y los tacones están cubiertos de cuadrados de goma de neumático que sobresalen por los lados de los zapatos y que aletean por delante y por detrás. Nos hace ponernos los zapatos y nos dice que tendremos los pies bien calientes, pero nosotros ya no queremos ponérnoslos porque los trozos de neumático tienen tantos bultos que nos tropezamos cuando andamos por Italia. Me envía a devolver la horma y el martillo al señor Hannon, y la señora Hannon dice:

—Dios del cielo, ¿qué tienes en los zapatos?

Se ríe, y el señor Hannon sacude la cabeza y a mí me da vergüenza. Al día siguiente no quiero ir a la escuela y finjo estar enfermo, pero papá nos hace levantarnos y nos da nuestro pan frito y nuestro té y nos dice que debemos dar gracias de tener zapatos siquiera, que en la Escuela Nacional Leamy hay niños que van a la escuela descalzos los días de helada. Cuando vamos a la escuela, los niños de la Escuela Leamy se ríen de nosotros porque los trozos de neumático son tan gruesos que nos hacen parecer varias pulgadas más altos y los niños dicen: «¿Qué tal aire hace por ahí arriba?». En mi clase hay seis o siete niños descalzos que no dicen nada, y yo me pregunto qué es mejor: tener zapatos con gomas de neumático que te hacen tropezar y caerte, o ir descalzo. Si no tienes zapatos de ninguna clase tienes de tu parte a todos los niños descalzos. Si tienes zapatos con gomas de neumático, estás solo con tu hermano y tienes que defenderte por tu cuenta. Me siento en un banco en el cobertizo del patio de la escuela y me quito los zapatos y los calcetines, pero cuando entro en la clase el maestro me pregunta dónde están mis zapatos. Sabe que yo no soy uno de los niños descalzos, y me hace volver al patio, traer los zapatos y ponérmelos. Después, dice a la clase:

—Aquí hay mofas. Aquí hay befas por las desventuras de los demás. ¿Hay en esta clase alguien que se crea perfecto? Que levante la mano.

Nadie levanta la mano.

—¿Hay en esta clase alguien que pertenezca a una familia rica a la que le sobre el dinero para comprar zapatos? Que levante la mano.

Nadie levanta la mano.

—Aquí hay niños que tienen que remendarse los zapatos como pueden —dice—. Aquí hay niños que ni siquiera tienen zapatos. No es culpa suya, y no es una vergüenza. Nuestro Señor no tenía zapatos. Murió sin zapatos. ¿Veis que luzca unos zapatos clavado en la cruz? ¿Lo veis, niños?

—No, señor.

—¿Qué es lo que no veis?

—Que Nuestro Señor luzca unos zapatos clavado en la cruz, señor.

—Ahora bien, si oigo decir que un niño de esta clase se mofa y se befa de McCourt o de su hermano por sus zapatos, saldrá a relucir la vara. ¿Qué saldrá a relucir, niños?

—La vara, señor.

—La vara escocerá, niños. La palmeta de fresno silbará por el aire, caerá en el trasero del niño que se mofa, del niño que se befa. ¿Dónde caerá, niños?

—En el niño que se mofa, señor.

—¿Y...?

—En el niño que se befa, señor.

Los niños no nos molestan más y llevamos los zapatos con las gomas de neumático durante varias semanas, hasta que llega la Pascua de Resurrección y la Conferencia de San Vicente de Paúl nos regala unas botas.

Cuando tengo que levantarme en plena noche para mear en el cubo voy a lo alto de la escalera y miro hacia abajo para ver si está el ángel en el séptimo peldaño. A veces estoy seguro de que veo allí una luz, y si todos duermen me siento en el peldaño por si el ángel trae a otro niño o por si viene sólo de visita. Pregunto a mamá si el ángel se limita a traer a los niños y se olvida de ellos después.

—Claro que no —dice—: el ángel no se olvida nunca de los niños y vuelve para asegurarse de que el niño es feliz.

Yo podría hacer al ángel preguntas de todo tipo, y estoy seguro de que me respondería, a no ser que fuera una angelita. Pero estoy seguro de que las angelitas también responderían a las preguntas. Nunca he oído decir a nadie lo contrario.

Paso mucho tiempo sentado en el séptimo peldaño, y estoy seguro de que el ángel está allí. Le cuento todas las cosas que uno no puede contar a su madre ni a su padre por miedo a que le den un capón o a que lo manden a jugar. Le cuento todo lo de la escuela, y el miedo que tengo al maestro y a su vara cuando nos da voces en irlandés y yo todavía no sé de qué habla, porque cuando yo vine de América los demás niños ya llevaban un año aprendiendo irlandés.

Me quedo en el séptimo peldaño hasta que hace demasiado frío o hasta que papá se levanta y me dice que vuelva a la cama. Al fin y al cabo, fue él quien me dijo que el ángel viene al séptimo peldaño, y debería saber por qué estoy allí sentado. Una noche le dije que estaba esperando al ángel, y él dijo:

—Och,
vamos, Francis, eres un poco soñador.

Vuelvo a la cama, pero oigo que susurra a mi madre:

—El pobre muchachito estaba sentado en las escaleras charlando con un ángel.

Se ríe, y mi madre se ríe, y yo pienso que es curioso cómo se ríen los mayores del ángel que les ha traído a un niño nuevo.

Antes de la Pascua de Resurrección volvemos a mudarnos al piso bajo, a Irlanda. La Pascua de Resurrección es mejor que la Navidad porque el aire está más templado, las paredes no gotean humedad y la cocina ya no es un lago, y si nos levantamos temprano podemos ver un rayo de sol oblicuo que entra durante un momento por la ventana de la cocina.

BOOK: Las cenizas de Ángela
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