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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (41 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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El despertador nos arranca del sueño con un susto. La tía Aggie dice desde la cama:

—Los tres tenéis que levantaros e ir a misa. ¿Me habéis oído? Arriba. Lavaos las caras e id a los Jesuitas.

Su patio trasero es todo escarcha y hielo y nos escuecen las manos con el agua helada. Nos echamos un poco de agua en las caras y nos secamos con la toalla, que sigue húmeda desde ayer. Malachy susurra que nos hemos lavado sólo por encima, como los gatos, como diría mamá.

Las calles también están llenas de escarcha y de hielo, pero la iglesia de los jesuitas está caldeada. Debe de ser estupendo ser jesuita, dormir en una cama con sábanas, mantas, almohadas, tener la casa caldeada al levantarse e ir a una iglesia caldeada donde no hay que hacer nada más que decir misa, confesar y reñir a la gente a gritos por sus pecados, que te suban la comida y leer los oficios en latín antes de acostarte. A mí me gustaría ser jesuita algún día, pero no hay esperanzas de serlo cuando uno se ha criado en un callejón. Los jesuitas son muy exigentes. No les gustan los pobres. Les gusta la gente que tiene automóvil, que estira el meñique al levantar la taza de té.

La iglesia está abarrotada de gente que asiste a la misa de siete y que recibe la ceniza en la frente. Malachy susurra que Michael no debe recibir la ceniza porque no va a hacer la Primera Comunión hasta el mes de mayo y sería pecado. Michael se echa a llorar:

—Quiero la ceniza, quiero la ceniza.

Una mujer vieja que está detrás de nosotros nos dice:

—¿Qué estáis haciendo a ese niño precioso?

Malachy le explica que el niño precioso no ha hecho la Primera Comunión y que no está en gracia de Dios. Malachy se está preparando para la Confirmación y siempre está alardeando de lo bien que se sabe el catecismo, siempre está hablando de la gracia de Dios. No quiere reconocer que yo ya sabía todo lo de la gracia de Dios hace un año, hace tanto tiempo que ya empiezo a olvidarlo. La vieja dice que no es necesario estar en gracia de Dios para que te pongan unas cenizas en la frente y dice a Malachy que deje de atormentar a su pobre hermanito. Da a Michael una palmadita en la frente y le dice que es un niño muy rico y que vaya a que le impongan las cenizas. Él se acerca corriendo al altar y, cuando vuelve, la mujer le da un penique como regalo por haber recibido las cenizas.

La tía Aggie sigue en la cama con Alphie. Dice a Malachy que llene de leche el biberón de Alphie y que se lo lleve. A mí me dice que encienda el fuego en el fogón, que hay papeles y leña en una caja y carbón en el cubo del carbón.

—Si no se enciende el fuego, échale un poco de queroseno.

El fuego tarda en encenderse y humea, y yo vierto por encima el queroseno y sale una llamarada, fus, que casi me quema las cejas. Hay humo por todas partes y la tía Aggie entra corriendo en la cocina. Me aparta del fogón de un empujón.

—Jesús bendito, ¿es que todo lo tienes que hacer mal? Tienes que abrir el tiro, idiota.

Yo no entiendo nada de tiros. En nuestra casa tenemos una chimenea abajo, en Irlanda, y otra chimenea en Italia, arriba, y no hay tiros por ninguna parte. Y vas a casa de tu tía y tienes que entender de tiros. Es inútil que le digas que es la primera vez que enciendes el fuego en un fogón. Te volvería a dar un golpe en la cabeza que te haría volar. Es difícil saber por qué se enfadan tanto los mayores por cosas pequeñas como son los tiros. Cuando yo sea hombre no voy a dar golpes en la cabeza a los niños pequeños por los tiros ni por ninguna otra cosa. Ahora me grita:

—Mira a don Mugre ahí parado. ¿Se te ocurriría abrir la ventana para que se marche el humo? Claro que no. Tienes una cara como la de tu padre del Norte. Y ahora, ¿crees que podrás hervir el agua para el té sin quemar la casa?

Corta tres rebanadas de una hogaza, nos las unta de margarina y se vuelve a acostar. Nos tomamos el té y el pan y esa mañana nos alegramos de ir a la escuela, donde hace calor y no hay tías que griten.

A la vuelta de la escuela me hace sentarme a la mesa y escribir una carta a mi padre contándole que mamá está en el hospital y que todos estamos en casa de la tía Aggie hasta que mamá vuelva a casa. Tengo que decirle que todos estamos felices y con buena salud, que envíe dinero, que la comida está muy cara, que los niños comen mucho cuando están creciendo, ja, ja, que el pequeño, Alphie, necesita ropa y pañales.

No sé por qué está enfadada siempre. Su piso es cálido y seco. Tiene luz eléctrica en la casa y un retrete propio en el patio trasero. El tío Pa tiene trabajo fijo y trae a casa su sueldo todos los viernes. Se toma sus pintas en la taberna de South, pero nunca llega a casa cantando canciones sobre la larga y triste historia de Irlanda. Dice «malditas sean todas sus casas», y dice que lo más gracioso del mundo es que todos tenemos culos que tienen que limpiarse y que nadie se libra de eso. En cuanto un político o un Papa empieza a decir disparates, el tío Pa se lo imagina limpiándose el culo. Hitler, Roosevelt y Churchill se limpian todos el culo. De Valera también. Dice que los únicos de los que se puede fiar uno en ese sentido es de los mahometanos, porque comen con una mano y se limpian con la otra. La mano humana es un bicho traicionero y nunca se sabe dónde ha estado metida.

Pasamos buenos ratos con el tío Pa cuando la tía Aggie va al Instituto de Mecánicos a jugar a las cartas, a las cuarenta y cinco. El tío dice:

—¡A la porra los resentidos!

Se trae dos botellas de cerveza negra de la taberna de South, seis bollos y media libra de jamón de la tienda de la esquina. Prepara té y nos sentamos junto a la estufa bebiéndolo, comiéndonos nuestros emparedados de jamón y nuestros bollos y nos reímos con el tío Pa y las cosas que dice del mundo. Dice:

—Respiré los gases, me bebo la pinta, me importa un pedo de violinista el mundo y sus aledaños.

Si el pequeño Alphie se cansa, se pone de mal humor y llora, el tío Pa se abre la camisa y le dice:

—Toma, teta de mami.

Cuando Alphie ve ese pecho tan plano con la tetilla se impresiona y vuelve a portarse bien.

Antes de que vuelva a casa la tía Aggie tenemos que lavar los tazones y limpiarlo todo para que no se entere de que nos hemos estado atiborrando de bollos y de emparedados de jamón. Si se enterase se pasaría un mes riñendo al tío Pa, y eso es lo que yo no entiendo. ¿Por qué le deja que le riña así? Fue a la Gran Guerra, respiró gases, es mayor, tiene trabajo, hace reír a todo el mundo. Es un misterio. Es lo que te dicen los curas y los maestros, que todo es un misterio y que tienes que creerte lo que te dicen.

De buena gana tendría por padre al tío Pa. Pasaríamos ratos estupendos sentados junto al fuego del fogón, tomando té y riéndonos cuando él se tira un pedo y dice:

—Enciende una cerilla. Es un regalo de los alemanes.

La tía Aggie me atormenta constantemente. Me llama «legañoso». Dice que soy el vivo retrato de mi padre. Tengo un aire raro, tengo un aspecto solapado como los presbiterianos del Norte, de mayor seguramente levantaré un altar al propio Oliver Cromwell, me escaparé de casa y me casaré con una zorra inglesa y llenaré la casa de retratos de la familia real.

Quiero alejarme de ella y sólo se me ocurre un modo de conseguirlo: ponerme enfermo y que me lleven al hospital. Me levanto en plena noche y salgo a su patio trasero. Puedo fingir que voy al retrete. Me quedo de pie al aire libre, con un tiempo helado, esperando coger una pulmonía o la tisis galopante para poder ir al hospital, donde hay buenas sábanas limpias y te llevan la comida a la cama y la muchacha del vestido azul te trae libros. A lo mejor conozco a otra Patricia Madigan y me aprendo una poesía larga. Paso un rato larguísimo en el patio trasero, en camisa y descalzo, mirando a la luna, que es un galeón espectral azotado por mares turbulentos, y vuelvo a la cama tiritando y con la esperanza de despertarme a la mañana siguiente con una tos terrible y con las mejillas enrojecidas. Pero no es así. Me siento fresco y animado, y estaría en muy buena forma si pudiera estar en casa con mi madre y con mis hermanos.

Algunos días la tía Aggie nos dice que no nos aguanta un minuto más.

—Largaos de aquí. Tú, legañoso, llévate a Alphie en el cochecito, llévate a tus hermanos, marchaos al parque a jugar, haced lo que queráis y no volváis hasta la hora del té, cuando toquen al ángelus, ni un minuto más tarde, ¿me oís?, ni un minuto más tarde.

Hace frío, pero a nosotros no nos importa. Subimos el cochecito por la avenida O'Connell hasta Ballinacurra o por la carretera de Rosbrien. Dejamos a Alphie gatear por los campos para que vea las vacas y las ovejas, y nos reímos cuando las vacas lo tocan con el morro. Yo me meto debajo de las vacas y echo chorros de leche a la boca de Alphie hasta que éste está lleno y la vomita. Los granjeros nos persiguen hasta que se dan cuenta de lo pequeños que son Michael y Alphie. Malachy se ríe de los granjeros. Les dice:

—Pégueme, ahora que llevo al niño en brazos.

Después tiene una gran idea. ¿Por qué no podemos ir a nuestra propia casa y jugar un rato? Recogemos palos y trozos de leña en los campos y vamos corriendo al callejón Roden. En la chimenea de Italia hay cerillas, y encendemos un buen fuego en un momento. Alphie se queda dormido y los demás tardamos poco rato en adormecernos hasta que se escucha el toque del ángelus en la iglesia de los redentoristas y sabemos que tendremos problemas con la tía Aggie por llegar tarde.

Nos da igual. Podrá gritarnos todo lo que quiera, pero hemos pasado un rato estupendo en el campo con las vacas y con las ovejas, y después con el buen fuego allí arriba, en Italia.

Bien se ve que ella nunca pasa ratos estupendos como éstos. Tendrá luz eléctrica y retrete, pero no pasa ratos estupendos.

La abuela viene a buscarla los jueves y los domingos y cogen el autobús para visitar a mamá en el hospital. Nosotros no podemos ir porque no dejan entrar a los niños, y si les preguntamos «¿cómo está mamá?» ponen cara de mal humor y nos dicen que está bien, que saldrá de ésta. Nos gustaría saber cuándo va a salir del hospital para que todos podamos volver a casa, pero nos da miedo abrir la boca.

Malachy dice un día a la tía Aggie que tiene hambre y le pregunta si puede comerse un trozo de pan. Ella le pega con un
Pequeño Mensajero del Sagrado Corazón
enrollado y a él se le llenan de lágrimas las pestañas. Al día siguiente no vuelve a casa a la salida de la escuela y no ha aparecido todavía a la hora de acostarnos. La tía Aggie dice:

—Bueno, supongo que se ha escapado. Me alegro de perderlo de vista. Si tuviera hambre, volvería. Que esté cómodo en una zanja.

Al día siguiente, Michael entra corriendo de la calle, gritando:

—Ha llegado papá, ha llegado papá.

Y vuelve a salir y allí está papá sentado en el suelo del vestíbulo abrazando a Michael, diciendo con voz llorosa «vuestra pobre madre, vuestra pobre madre», y le huele el aliento a alcohol.

—Ah, has llegado —dice la tía Aggie, sonriendo, y prepara té, huevos y salchichas. A mí me manda a comprar una botella de cerveza negra para papá, y yo me pregunto por qué está tan agradable y generosa de repente.

—¿Vamos a volver a nuestra casa, papá? —dice Michael.

—Sí, hijo.

Alphie vuelve al cochecito con los tres abrigos viejos y con carbón y leña para el fuego. La tía Aggie sale a despedirnos a la puerta y nos dice que seamos buenos, que volvamos a tomar el té cuando queramos, y a mí me vienen a la cabeza unas palabras malas dirigidas a ella, vieja perra. Las tengo en la cabeza y no puedo evitarlo, y tendré que decírselo al cura cuando me confiese.

Malachy no está en una zanja, está allí, en nuestra propia casa, comiendo pescado frito con patatas fritas que dejó caer un soldado borracho en la puerta del cuartel de Sarsfield.

Mamá vuelve a casa a los dos días. Está débil y pálida y camina despacio.

—El médico me ha dicho que esté al calor, que descanse mucho y que coma cosas nutritivas, carne y huevos tres veces por semana —dice—. Dios nos asista, esos pobres médicos no tienen idea de lo que es no tener.

Papá prepara el té y tuesta pan para ella en el fuego. Fríe pan para el resto de nosotros y pasamos una noche agradable allí arriba, en Italia, donde hace calor. Dice que no puede quedarse para siempre, que tiene que volver a trabajar a Coventry. Mamá le pregunta cómo va a volver a Coventry sin un penique en el bolsillo. Él se levanta temprano el Sábado Santo y yo tomo té con él junto al fuego. Fríe cuatro rebanadas de pan, las envuelve con páginas del
Limerick Chronicle
y se mete dos rebanadas en cada bolsillo del abrigo. Mamá sigue en la cama y él le dice en voz alta desde abajo, por las escaleras:

—Ya me voy.

—Está bien —dice ella—. Escribe cuando desembarques.

Mi padre se va a Inglaterra y ella ni siquiera se levanta de la cama. Yo pregunto si puedo acompañarlo hasta la estación de ferrocarril.

—No, no va allí. Va a la carretera de Dublín a ver si alguien lo lleva.

Papá me da unas palmaditas en la cabeza, me dice que cuide de mi madre y de mis hermanos y sale por la puerta. Lo veo subir por el callejón hasta que dobla la esquina. Subo corriendo el callejón para verlo bajar la colina del Cuartel y la calle Saint Joseph. Bajo la colina corriendo y lo sigo todo lo que puedo. Debe de darse cuenta de que lo estoy siguiendo, porque se vuelve y me grita:

—Vuelve a casa, Francis. Vuelve a casa con tu madre.

Al cabo de una semana llega una carta en la que dice que llegó bien, que tenemos que ser buenos, cumplir nuestros deberes religiosos y, sobre todo, obedecer a nuestra madre. Al cabo de otra semana llega un giro telegráfico de tres libras y estamos en la gloria. Seremos ricos, comeremos pescado frito con patatas fritas, gelatina con natillas, veremos películas todos los sábados en el Lyric, en el Coliseum, en el Carlton, en el Atheneum, en el Central y en el más elegante de todos, en el Savoy. Quizás acabemos tomando té y bollos en el café Savoy con la gente fina y distinguida de Limerick. No olvidaremos estirar los meñiques cuando levantemos las tazas.

Al sábado siguiente no llega ningún telegrama, ni al otro sábado, ni ningún otro sábado. Mamá vuelve a pedir limosna en la Conferencia de San Vicente de Paúl y sonríe en el dispensario cuando el señor Coffey y el señor Kane hacen sus bromitas diciendo que papá tendrá una zorra en Picadilly. Michael pregunta qué es una zorra y ella le dice que es la hembra del zorro. Mamá pasa casi todo el día sentada junto al fuego con Bridey Hannon, fumándose sus Woodbines, tomando té flojo. Cuando volvemos a casa de la escuela, las migas de pan de la mañana siguen en la mesa. Nunca lava los tarros de mermelada ni los tazones y hay moscas en el azúcar y en todo lo que está dulce.

BOOK: Las cenizas de Ángela
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