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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (44 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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Camino de casa me veo reflejado en el cristal de un escaparate, todo negro del carbón, y siento que soy un hombre, un hombre que lleva un chelín en el bolsillo, un hombre que se ha tomado una gaseosa en una taberna con dos carboneros y un calero. Ya no soy un niño, y bien podría dejar de ir a la Escuela Leamy para siempre. Podría trabajar todos los días con el señor Hannon, y cuando éste tuviera demasiado mal las piernas podría hacerme cargo de la carreta y repartir el carbón a los ricos durante el resto de mi vida, y mi madre no tendría que ir a pedir limosna a la residencia de los Redentoristas.

La gente que va por la calle me dirige miradas de curiosidad. Los niños y las niñas se ríen y me dicen a gritos:

—Allí va el deshollinador. ¿Cuánto quieres por limpiarnos la chimenea? ¿Te has caído a una carbonera? ¿Te ha quemado la oscuridad?

Son unos ignorantes. No saben que me he pasado el día repartiendo quintales de carbón y de turba. No saben que soy un hombre.

Mamá está dormida arriba, en Italia, con Alphie, y hay un abrigo colocado sobre la ventana para que la habitación esté a oscuras. Le digo que me he ganado un chelín y ella me dice que puedo irme al Lyric, que me lo merezco. Me dice que me quede dos peniques y que deje el resto del chelín en la repisa de la chimenea del piso de abajo para que ella pueda mandar a comprar una hogaza de pan para el té. De pronto se cae el abrigo de la ventana y la habitación se llena de luz. Mamá me mira.

—Dios del cielo, hay que ver cómo tienes los ojos. Ve abajo y yo bajaré dentro de un momento para lavártelos.

Calienta agua en la tetera y me lava los ojos con polvos de ácido bórico y me dice que no puedo ir al cine Lyric, ni hoy ni nunca, hasta que se me curen los ojos, aunque sabe Dios cuándo se me curarán.

—No puedes repartir carbón tal como tienes los ojos —dice—. El polvo te los destrozará, seguro.

—Yo quiero hacer ese trabajo. Quiero traer a casa el chelín. Quiero ser un hombre.

—Puedes ser un hombre sin traer a casa un chelín. Ve arriba y acuéstate y descansa los ojos, o serás un hombre, pero ciego.

Yo quiero hacer ese trabajo. Me lavo los ojos tres veces al día con los polvos de ácido bórico. Recuerdo lo que me dijo Seamus en el hospital de cómo se curó su tío los ojos con el ejercicio de parpadear y procuro pasarme sentado parpadeando una hora cada día. Seamus dijo que no había cosa mejor que parpadear para tener los ojos fuertes. Y ahora yo parpadeo sin parar hasta que Malachy va corriendo a mi madre, que está hablando en el callejón con la señora Hannon.

—Mamá, a Frankie le pasa algo, está arriba parpadeando sin parar.

Ella sube corriendo.

—¿Qué te pasa?

—Estoy haciendo el ejercicio para tener los ojos fuertes.

—¿Qué ejercicio?

—Parpadear.

—Parpadear no es ningún ejercicio.

—Seamus, el del hospital, dice que no hay cosa mejor que parpadear para tener los ojos fuertes. Su tío tenía los ojos muy sanos porque parpadeaba.

Ella dice que me estoy volviendo raro y vuelve al callejón y a su charla con la señora Hannon y yo parpadeo y me baño los ojos con los polvos de ácido bórico disueltos en agua tibia. Oigo por la ventana a la señora Hannon:

—Tu pequeño Frankie viene a John como caído del cielo, pues lo que le estaba estropeando del todo las piernas era tanto subirse y bajarse de la carreta.

Mamá no dice nada, y eso significa que le da tanta lástima el señor Hannon que me dejará que le vuelva a ayudar el día del reparto fuerte, que es el jueves. Me lavo los ojos tres veces al día y parpadeo hasta que me duelen las cejas. Parpadeo en la escuela cuando el maestro no mira y todos los chicos de mi clase me llaman «Guiños» y añaden este mote a la lista:

«Guiños» McCourt,

hijo de la mendiga,

legañoso,

llorica,

bailarín,

japonés.

A mí ya no me importa lo que me llamen mientras se me vayan curando los ojos y mientras tenga un trabajo fijo que consiste en levantar quintales de carbón en una carreta. Ojalá me hubieran visto el jueves, después de clase, cuando salgo con la carreta y el señor Hannon me entrega las riendas para poder fumarse a gusto su pipa.

—Toma, Frankie, con suavidad y con delicadeza, que éste es un buen caballo y no hace falta darle tirones.

Me entrega también el látigo, pero con este caballo no hace falta usar nunca el látigo. Se lleva sólo para guardar las apariencias, y yo me limito a hacerlo restallar en el aire como hace el señor Hannon o a veces quito una mosca de la gran grupa dorada del caballo que se balancea entre las varas.

Sin duda, todo el mundo me mira y admira el modo en que sigo el traqueteo de la carreta, la tranquilidad con que manejo las riendas y el látigo. Ojalá tuviera una pipa, como el señor Hannon, y una gorra de
tweed.
Ojalá pudiera ser un carbonero de verdad, con la piel negra como el señor Hannon y como el tío Pa Keating, para que la gente dijera:

—Ése que va por allí es Frankie McCourt, el que reparte todo el carbón de Limerick y se bebe su pinta en la taberna de South.

No me lavaría nunca la cara. Estaría negro todos los días del año, hasta el día de Navidad, cuando todos esperan que te laves bien para celebrar la venida del Niño Jesús. Sé que a Él no le importaría, porque he visto a los tres Reyes Magos en el Nacimiento de la iglesia de los redentoristas y uno de ellos era más negro que el tío Pa Keating, que es el hombre más negro de Limerick, y si un Rey Mago es negro eso significa que en cualquier sitio del mundo donde vayas te encontrarás con alguien que reparte carbón.

El caballo levanta la cola y le caen del trasero grandes montones de mierda amarilla y humeante. Yo me dispongo a tirarle de las riendas para que pueda pararse y aliviarse a gusto, pero el señor Hannon me dice:

—No, Frankie, déjalo que siga trotando. Siempre cagan al trote. Es una de las ventajas que tienen los caballos, cagan al trote, y tampoco son sucios ni apestan como la raza humana, en absoluto, Frankie. No hay nada peor en el mundo que entrar en un retrete después de un hombre que ha comido manitas de cerdo y se ha pasado la noche bebiendo pintas. La peste que echa eso podría retorcer la nariz a un hombre fuerte. Los caballos son diferentes. No comen más que avena y heno, y lo que echan es limpio y natural.

Trabajo con el señor Hannon después de clase los martes y los jueves y la media jornada de la mañana del sábado y así me gano tres chelines para mi madre, aunque ella está siempre preocupada por mis ojos. En cuanto llego a casa me los lava y me hace descansarlos durante media hora.

El señor Hannon me dice que los jueves me esperará cerca de la Escuela Leamy después de hacer el reparto en la calle Barrington. Ahora me verán los chicos. Ahora sabrán que soy un trabajador y que soy algo más que un legañoso llorica bailarín y japonés.

—Arriba —dice el señor Hannon—, y yo me subo a la carreta como cualquier trabajador. Miro a los chicos que me contemplan boquiabiertos. Boquiabiertos. Digo al señor Hannon que si quiere fumarse la pipa a gusto yo tomaré las riendas, y cuando me las pasa estoy seguro de que los oigo resoplar de asombro. Digo al caballo «tira por ahí», como le dice el señor Hannon. Nos alejamos al trote y sé que hay docenas de chicos de la Escuela Leamy que están cometiendo el pecado capital de la envidia. Vuelvo a decir al caballo «tira por ahí», para asegurarme de que todos lo han oído, para asegurarme de que se enteren de que soy yo el que conduce esta carreta y nadie más, para asegurarme de que no se les olvide que fue a mí a quien vieron en esa carreta con las riendas y con el látigo. Es el día mejor de mi vida, mejor que el día de mi Primera Comunión que echó a perder la abuela, mejor que el día de mi Confirmación cuando me dio el tifus.

Ya no me ponen motes. Ya no se ríen de mis ojos legañosos. Me preguntan cómo he encontrado un trabajo tan bueno a los once años, y cuánto me pagan, y si voy a tener ese trabajo para siempre. Me preguntan si hay otros trabajos buenos en los almacenes de carbón y si podría darles una recomendación.

También hay chicos mayores, de trece años, que se encaran conmigo y me dicen que son ellos los que deberían tener ese trabajo, porque son más grandes y yo no soy más que un enano esmirriado y no tengo hombros. Que digan lo que quieran. El trabajo lo tengo yo, y el señor Hannon me dice que soy fantástico.

Algunos días tiene tan mal las piernas que apenas puede andar y se advierte que la señora Hannon está preocupada. Me da un tazón de té y yo la observo mientras le remanga las perneras del pantalón y le despega las vendas sucias. Las llagas están rojas y amarillas y enlodadas con polvo de carbón. Se las lava con agua jabonosa y se las unta con un ungüento amarillo. Le pone las piernas en alto apoyándolas en una silla y él se queda así toda la noche, leyendo el periódico o un libro de la estantería que tiene sobre la cabeza.

Las piernas se le están poniendo tan mal que tiene que levantarse una hora antes por la mañana para desentumecérselas, para ponerse otro vendaje. Una mañana de sábado, cuando todavía es de noche, la señora Hannon llama a nuestra puerta y me pregunta si puedo ir a casa de un vecino y pedirle prestada la carretilla para llevarla en la carreta, pues ese día el señor Hannon no será capaz de llevar a cuestas los sacos, y quizás pudiera yo llevárselos en la carretilla. Tampoco podrá llevarme en la bicicleta, así que yo puedo esperarlo en el almacén con la carretilla.

—Lo que sea si es para el señor Hannon, que Dios lo bendiga —dice el vecino.

Lo espero en la puerta del almacén de carbón y lo veo venir hacia mí en bicicleta, más despacio que nunca. Está tan rígido que apenas es capaz de bajarse de la bicicleta, y me dice:

—Eres un gran hombre, Frankie.

Me deja que prepare el caballo, aunque todavía me cuesta trabajo ponerle los arreos. Me deja guiar la carreta hasta la salida del almacén y por las calles heladas, y a mí me gustaría seguir guiándola para siempre y no volver nunca a casa. El señor Hannon me enseña a arrastrar los sacos al borde de la carreta y a dejarlos caer al suelo para poder arrastrarlos a la carretilla y llevarlos a las casas. Me enseña a levantar los sacos y a empujarlos sin hacer esfuerzo, y a mediodía ya hemos repartido los dieciséis sacos.

Me gustaría que me vieran ahora los chicos de la Escuela Leamy, cómo guío al caballo y muevo los sacos, cómo lo hago todo mientras el señor Hannon descansa las piernas. Me gustaría que me vieran empujar la carretilla hasta la taberna de South y tomarme la gaseosa, donde el señor Hannon, el tío Pa y yo mismo estamos todos negros y Bill Galvin está todo blanco. Me gustaría enseñar a todo el mundo las propinas que me deja quedarme el señor Hannon, cuatro chelines, y el chelín que me da por el trabajo de la mañana, cinco chelines en total.

Mamá está sentada junto al fuego, y cuando le entrego el dinero me mira, lo deja caer en su regazo y llora. Yo estoy confuso, porque lo normal es que el dinero alegre a la gente.

—Mírate los ojos —dice—. Acércate a ese espejo y mírate los ojos.

Tengo la cara negra, y los ojos están peor que nunca. El blanco del ojo y los párpados están rojos, y el líquido amarillo mana por las comisuras y sale por encima de los párpados inferiores. Cuando el líquido deja de manar un rato, forma una costra que hay que retirar con la mano o lavándola.

Mamá dice que es la última vez. Se acabó el señor Hannon. Yo intento explicarle que el señor Hannon me necesita. Ya casi no puede andar. Esta mañana he tenido que hacerlo todo, guiar la carreta, llevar la carretilla con los sacos, sentarme en la taberna, tomarme la gaseosa, escuchar a los parroquianos que discutían quién era mejor, Rommel o Montgomery.

Dice que lamenta los problemas del señor Hannon, pero que nosotros tenemos nuestros propios problemas y que lo que menos necesita ella en estos momentos es tener un hijo ciego que vaya a tientas por las calles de Limerick.

—Ya fue bastante malo que estuvieras a punto de morirte del tifus. ¿Quieres quedarte ciego encima?

Y yo ya no puedo dejar de llorar, porque ésta era mi única oportunidad de ser hombre y de traer a casa el dinero que no trajo nunca el chico de telégrafos de parte de mi padre. No puedo dejar de llorar porque no sé qué va a hacer el señor Hannon el lunes por la mañana cuando no tenga a nadie que le ayude a arrastrar los sacos hasta el borde de la carreta, a llevar los sacos a las casas. No puedo dejar de llorar cuando pienso en cómo trata a ese caballo al que llama «Cariño», cuando pienso en lo bondadoso que es él y en qué va a hacer el caballo si no está el señor Hannon para sacarlo, si no estoy yo para sacarlo. ¿Se caerá de hambre ese caballo por falta de avena y de heno y de alguna manzana de vez en cuando?

Mamá dice que no debo llorar, que es malo para los ojos.

—Ya veremos —dice—. No puedo decirte otra cosa ahora mismo. Ya veremos.

Me lava los ojos y me da seis peniques para que vaya con Malachy al Lyric a ver
El hombre al que no pudieron ahorcar,
de Boris Karloff, y nos tomemos dos trozos de
toffee
Cleves. Me cuesta trabajo ver la pantalla con el líquido amarillo que me mana de los ojos, y Malachy tiene que contarme lo que pasa. Los espectadores que están a nuestro alrededor le dicen que se calle, que quieren oír lo que dice Boris Karloff, y cuando Malachy les responde y les dice que lo único que hace es ayudar a su hermano ciego, avisan al acomodador, Frank Goggin, y éste dice que como oiga decir una sola palabra más a Malachy nos echa a los dos.

A mí me da igual. Encuentro el modo de apretarme un ojo para extraer el líquido y despejar el ojo y veo la pantalla mientras se llena el otro ojo y voy cambiando de ojo, aprieto, miro, aprieto, miro, y lo veo todo amarillo.

El lunes por la mañana la señora Hannon vuelve a llamar a nuestra puerta. Pregunta a mamá si Frank tendría la bondad de bajar al almacén de carbón y decir al hombre de la oficina que el señor Hannon no puede ir hoy, que tiene que ir al médico por las piernas, que irá mañana con toda seguridad y que lo que no pueda repartir hoy lo repartirá mañana. La señora Hannon ya me llama siempre Frank. A una persona que reparte quintales de carbón no se le llama Frankie.

El hombre de la oficina dice:

—Hum, creo que tenemos mucha paciencia con Han non. Tú, ¿cómo te llamas?

—McCourt, señor.

—Di a Hannon que tendrá que traernos una nota del médico. ¿Lo has entendido?

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