—Sí, es verdad, desde luego, señor Kane, mucha pereza.
El señor Creagh recibe su volante para la consulta del médico, la cola avanza y el señor Kane atiende a mamá.
—¿La asistencia pública, es eso lo que quiere, señora, la beneficencia?
—Eso es, señor Kane.
—¿Y dónde está su marido?
—Ah, está en Inglaterra, pero...
—¿En Inglaterra, eh? Y ¿qué hay del telegrama semanal, de las cinco librazas?
—No nos ha enviado ni un penique en varios meses, señor Kane.
—¿Ah, sí? Bueno, ya sabemos por qué, ¿no es verdad? Sabemos a qué se dedican en Inglaterra los hombres de Irlanda. Sabemos que a algún que otro hombre de Limerick se le ha visto paseándose con una zorra de Picadilly, ¿no es verdad?
Mira a los que esperan en la cola y éstos saben que deben decir «Sí, señor Kane», y saben que deben sonreír y reírse o les irá mal cuando lleguen a la plataforma. Saben que puede pasárselos al señor Coffey, que tiene fama de negarlo todo.
Mamá dice al señor Kane que papá está en Coventry y que está bien lejos de Picadilly, y el señor Kane se quita las gafas y la mira fijamente.
—¿Qué es esto? ¿Es que me quiere llevar la contraria?
—Oh, no, señor Kane. No, por Dios.
—Entérese, mujer, de que aquí seguimos la política de no conceder beneficencia a las mujeres que tienen a sus maridos en Inglaterra. Entérese de que está quitando el pan de la boca a personas que lo merecen más, que se han quedado en este país para hacer su parte.
—Sí, señor Kane.
—¿Y cómo se llama?
—McCourt, señor.
—Ese apellido no es de Limerick. ¿De dónde ha sacado ese apellido?
—De mi marido, señor. Es del Norte.
—Es del Norte y la deja aquí para que reciba la beneficencia del Estado Irlandés Libre. ¿Para eso hemos luchado? ¿Para eso?
—No lo sé, señor.
—¿Por qué no se va a Belfast, a ver si le ayudan los hombres de Orange?, ¿eh?
—No lo sé, señor.
—No lo sabe. Claro que no lo sabe. Hay mucha ignorancia en el mundo.
Mira a la gente.
—He dicho que hay mucha ignorancia en el mundo —repite, y la gente asiente con la cabeza y afirma que hay mucha ignorancia en el mundo.
Habla en voz baja con el señor Coffey y miran a mamá y después nos miran a nosotros. Por fin, dice a mamá que le darán la asistencia pública pero que si recibe un solo penique de su marido deberá cancelar su solicitud y tendrá que devolver todo el dinero al dispensario. Ella lo promete así, y nos marchamos.
La seguimos hasta la tienda de Kathleen O'Connell, donde compramos té, pan y unos trozos de turba para el fuego. Subimos las escaleras hasta Italia y encendemos el fuego, y cuando nos tomamos el té hay un ambiente acogedor. Todos estamos muy callados, hasta Alphie, que es un niño de pecho, porque sabemos lo que ha hecho el señor Kane a nuestra madre.
Abajo, en Irlanda, hace frío y hay humedad, pero nosotros estamos arriba, en Italia. Mamá dice que deberíamos subir al pobre Papa para colgarlo en la pared ante la ventana. Al fin y al cabo, es un amigo del obrero y es italiano, y los italianos son gente de clima cálido. Mamá se sienta junto al fuego, tiritando, y cuando vemos que no le apetece fumarse un cigarrillo sabemos que le pasa algo. Dice que le parece que tiene un principio de resfriado y que le encantaría tomarse una bebida un poco ácida, una gaseosa de limón. Pero en la casa no hay dinero, ni siquiera para comprar pan a la mañana siguiente. Se toma un té y se acuesta.
Ella se mueve y da vueltas en la cama, que cruje toda la noche, y no nos deja dormir pidiendo agua a suspiros. A la mañana siguiente se queda en la cama, tiritando todavía, y nosotros nos quedamos callados. Si se queda dormida el tiempo suficiente, Malachy y yo nos levantaremos demasiado tarde para ir a la escuela. Pasan las horas y sigue sin moverse, y cuando sé que ha pasado de sobra la hora de ir a la escuela enciendo el fuego para poner la tetera. Ella se mueve y pide una gaseosa, pero yo le doy un tarro de mermelada lleno de agua. Le pregunto si le apetece un té y ella se comporta como si estuviera sorda. Tiene la cara encendida, y es raro que ni siquiera hable de los cigarrillos.
Nos quedamos sentados junto al fuego en silencio Malachy, Michael, Alphie y yo. Nos tomamos el té mientras Alphie mastica el último trozo de pan untado con azúcar. Nos hace reír el modo en que se embadurna de azúcar toda la cara y nos sonríe con sus mofletes pringosos. Pero no podemos reírnos demasiado, o mamá saltará de la cama y nos mandará a Malachy y a mí a la escuela, donde nos harán polvo por llegar tarde. No nos reímos mucho tiempo, ya no queda pan y los cuatro tenemos hambre. Ya no podemos pedir nada fiado en la tienda de O'Connell. Tampoco podemos acercarnos a la abuela. Siempre nos chilla porque papá es del Norte y nunca envía a su casa dinero desde Inglaterra, donde trabaja en una fábrica de municiones. La abuela dice que por lo que a ella respecta podemos morirnos todos de hambre. Así aprenderá mamá a lo que conduce casarse con un hombre del Norte con la tez amarillenta, un aire raro y aspecto de presbiteriano.
Con todo, tendré que probar suerte una vez más en casa de Kathleen O'Connell. Le diré que mi madre está enferma en cama, en el piso de arriba, que mis hermanos tenemos hambre y que todos nos vamos a morir por falta de pan.
Me pongo los zapatos y voy corriendo aprisa por las calles de Limerick para calentarme en el aire helado de febrero. Se puede asomar uno por las ventanas de la gente y ver lo acogedoras que son sus cocinas con los fuegos encendidos o los fogones negros y calientes todo reluciente a la luz eléctrica tazas y platillos en las mesas con platos de rebanadas de pan libras enteras de mantequilla tarros de mermelada el olor de los huevos fritos y de la panceta que sale por las ventanas es suficiente para que a uno se le haga la boca agua y las familias allí sentadas atacando la comida todos sonrientes la madre lozana y limpia con su delantal todos lavados y el Sagrado Corazón de Jesús contemplándolos desde la pared sufriendo y triste pero aun así feliz por toda esa comida y esa luz y con los buenos católicos que toman el desayuno.
Yo intento encontrar música dentro de mi cabeza, pero no encuentro más que a mi madre, que suspira por una gaseosa.
Gaseosa. Una furgoneta se aleja de la taberna de South, ante la cual ha dejado unas cajas de cervezas y de gaseosas, y en la calle no hay un alma. En un segundo me meto dos botellas de gaseosa bajo el jersey y me alejo con paso tranquilo y procurando poner cara de inocente.
Hay una furgoneta de reparto de pan detenida ante la tienda de Kathleen O'Connell. La portezuela trasera está abierta y deja ver los estantes llenos de pan humeante, recién hecho. El conductor de la furgoneta está dentro de la tienda tomándose un té y un bollo con Kathleen, y a mí no me resulta difícil hacerme con una hogaza. No está bien que robe a Kathleen con lo buena que es siempre con nosotros, pero si entro a pedirle pan se molestará y me dirá que le estoy fastidiando la taza de té de la mañana y que preferiría tomársela tranquilamente, en paz y a gusto, si no me importa. Es más fácil meterme el pan bajo el jersey con la gaseosa y prometerme contarlo todo cuando me confiese.
Mis hermanos han vuelto a meterse en la cama y están jugando bajo los abrigos, pero se levantan de un salto cuando ven el pan. Nos comemos la hogaza haciéndola pedazos con las manos, porque tenemos demasiada hambre para cortarla en rebanadas, y hacemos té con las hojas usadas de la mañana. Cuando mi madre se despierta, Malachy le lleva a los labios la botella de gaseosa y ella se la bebe entera sin respirar. Si le gusta tanto, tendré que buscar más gaseosa.
Echamos al fuego los últimos trozos de carbón que nos quedan y nos sentamos a su alrededor contándonos cuentos que nos inventamos como hacía papá. Cuento a mis hermanos mis aventuras con la gaseosa y con el pan y me invento aventuras, les cuento que me persiguieron los dueños de las tabernas y los tenderos y que yo me refugié en la iglesia de San José, donde nadie puede entrar a perseguirte si eres un delincuente, aunque hayas matado a tu madre. Malachy y Michael ponen cara de susto cuando les cuento cómo he conseguido el pan y la gaseosa, pero después Malachy dice que no era más que lo que habría hecho Robin Hood, robar a los ricos para dárselo a los pobres. Michael dice que soy un forajido y que si me atrapan me ahorcarán del árbol más alto del Parque del Pueblo, como ahorcan a los forajidos en las películas del cine Lyric. Malachy dice que debo procurar estar en gracia de Dios, porque a lo mejor es difícil encontrar a un cura cuando me vayan a ahorcar. Yo le digo que tendría que venir obligatoriamente un cura cuando me fueran a ahorcar. Para eso están los curas. Roddy McCorley tuvo a un cura, y Kevin Barry lo mismo. Malachy dice que cuando ahorcaron a Roddy McCorley y a Kevin Barry no había curas, porque las canciones no dicen nada de eso, y se pone a cantar las canciones para demostrarlo, hasta que mi madre se queja en la cama y dice que nos callemos.
Alphie, el pequeño, está dormido en el suelo junto al fuego. Lo metemos en la cama con mamá para que tenga calor, aunque no queremos que se contagie de la enfermedad de ella y se muera. Si ella se despierta y se lo encuentra muerto en la cama a su lado sus lamentos serán interminables, y encima me echará la culpa a mí.
Los tres volvemos a meternos en nuestra cama, nos acurrucamos bajo los abrigos y procuramos no caernos al hoyo que tiene el colchón. Allí estamos a gusto hasta que Michael empieza a preocuparse porque Alphie puede contagiarse de la enfermedad de mamá y a mí me pueden ahorcar por forajido. Dice que eso no es justo porque así se quedaría con sólo un hermano mientras que todo el mundo tiene un montón de hermanos. La preocupación lo deja dormido, y al poco rato Malachy se adormece también y yo sigo acostado despierto pensando en la mermelada. Sería estupendo tener otra hogaza de pan y un tarro de mermelada de fresa o de cualquier clase. Yo no recuerdo haber visto nunca una furgoneta de reparto de mermelada, y no me gustaría hacer como Jesse James, entrar a tiros en una tienda exigiendo que me diesen la mermelada. Así es seguro que me ahorcarían.
Entra un sol frío por la ventana y yo estoy seguro de que fuera hará más calor, y qué sorpresa se llevarían mis hermanos si cuando se despertasen me encontrasen con más pan y mermelada. Se lo zamparían todo y después volverían a hablar de mis pecados y de que me iban a ahorcar.
Mamá sigue dormida, aunque tiene la cara roja, y cuando ronca hace un ruido como si se ahogara.
Tengo que ir por la calle con cuidado porque es día de escuela y si me ve el guardia Dennehy me llevará a rastras a la escuela y el señor O'Halloran me correrá a golpes por toda el aula. Ese guardia se ocupa de la asistencia a la escuela, y le encanta perseguirte en bicicleta y llevarte a rastras de la oreja a la escuela.
Hay una caja ante la puerta de una de las casas grandes de la calle Barrington. Finjo llamar a la puerta para ver lo que hay en la caja: una botella de leche, una hogaza de pan, queso, tomates y, Dios, un tarro de mermelada. No puedo meterme todo eso debajo del jersey. Dios. ¿Debo llevarme toda la caja? La gente que pasa no me presta atención. Bien puedo llevarme toda la caja. Mi madre diría que preso por mil, preso por mil y quinientos. Levanto la caja y procuro parecer un recadero que lleva una entrega, y nadie me dice ni una palabra.
Malachy y Michael no caben en sí de gozo cuando ven lo que hay en la caja, y pronto están zampándose gruesas rebanadas de pan untadas de mermelada dorada. Alphie tiene la cara y el pelo cubiertos de mermelada, y también tiene bastante en las piernas y en la tripa. Bajamos la comida con té frío, porque no tenemos fuego para calentarlo.
Mamá vuelve a pedir gaseosa entre dientes y yo le doy la mitad de la segunda botella para hacerla callar. Pide más, y yo la mezclo con agua para estirarla porque no puedo pasarme la vida corriendo de aquí para allá robando gaseosa de las tabernas. Lo estamos pasando bien, hasta que mamá empieza a desvariar en la cama hablando de su hijita preciosa que le quitaron y de sus dos gemelos que perdió antes de que cumplieran tres años, y dice que por qué no se puede llevar Dios a los ricos para variar y pregunta si hay gaseosa en casa. Michael pregunta si se va a morir mamá, y Malachy le dice que uno no se puede morir hasta que llegue un cura. Después Michael se pregunta si volveremos a tener alguna vez fuego y té caliente, porque se está helando en la cama, a pesar de los abrigos que quedaron de tiempos antiguos. Malachy dice que deberíamos salir a pedir turba, carbón y leña de casa en casa y que podríamos llevar la carga en el cochecito de Alphie. Deberíamos llevarnos a Alphie porque es pequeño y sonríe, y la gente lo verá y tendrán lástima de él y de nosotros. Intentamos lavarle toda la suciedad, la pelusa, las plumas y la mermelada pringosa, pero cuando lo tocamos con agua suelta un aullido. Michael dice que volverá a mancharse igual en el cochecito, y que para qué lavarlo. Michael es pequeño, pero siempre está diciendo cosas que llaman la atención como ésta.
Llevamos el cochecito por las avenidas y por los paseos de los ricos, pero cuando llamamos a las puertas las doncellas nos dicen que nos marchemos o llamarán a las autoridades pertinentes y que es una vergüenza que estemos llevando de un lado a otro a un niño pequeño en un cochecito destrozado que echa una peste que clama al cielo, en un cacharro asqueroso que no serviría ni para llevar a un cerdo al matadero, y que éste es un país católico donde hay que cuidar bien a los niños pequeños para que vivan y transmitan la fe de generación en generación. Malachy dice a una doncella que le bese el culo y ella le da un coscorrón tan grande que a él se le saltan las lágrimas y dice que no volverá a pedir en su vida nada a los ricos. Dice que es inútil seguir pidiendo, que lo que tenemos que hacer es ir por la parte trasera de las casas, saltar los muros y coger lo que queramos. Michael puede llamar a las puertas principales para distraer a las doncellas mientras Malachy y yo tiramos trozos de carbón y de turba por encima de los muros y rellenamos el cochecito alrededor de Alphie.