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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (38 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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A la mañana siguiente tengo que ir al piso de abajo a que me pongan unas gotas. La enfermera me dice:

—Siéntate en este taburete y toma un caramelo muy rico.

El médico tiene una botella llena de un líquido pardo. Me dice que eche la cabeza hacia atrás.

—Así; ahora abre, abre los ojos.

Y me vierte el líquido en el ojo derecho, y es como si una llama me atravesase el cráneo.

—Abre el otro ojo —dice la enfermera—, vamos, sé bueno.

Y tiene que abrirme los párpados a la fuerza para que el médico pueda prenderme fuego al otro lado del cráneo. La enfermera me seca las mejillas y me dice que me vuelva al piso de arriba, pero yo apenas veo y tengo ganas de meter la cara en un arroyo helado.

—Vamos —dice el médico—, pórtate como un hombre, sé un buen soldado.

El mundo entero se ha vuelto pardo y borroso cuando subo por las escaleras. Los demás pacientes están sentados junto a sus camas con sus comidas en bandejas y la mía también está allí, pero con el dolor furioso que tengo dentro de la cabeza no me apetece. Me siento junto a mi cama y un chico de las camas de enfrente me dice:

—Oye, ¿no quieres tu comida? Entonces, me la comeré yo.

Y viene a recogerla.

Intento acostarme en la cama, pero una enfermera me dice:

—Vamos, vamos, nada de acostarse en la cama en pleno día. Tú no estás tan grave.

Tengo que quedarme sentado con los ojos cerrados mientras todo se pone pardo y negro, negro y pardo, y estoy seguro de que debo de estar soñando porque oigo decir:

—Dios del cielo, si es el muchachito del tifus, el pequeño Frankie; «la luna era un galeón espectral azotado por mares turbulentos», ¿eres tú, Frankie? A mí me han ascendido y me han sacado del Hospital de Infecciosos, gracias a Dios, porque allí hay enfermedades de todas clases y no sabes nunca qué microbios estás llevando a casa y a tu mujer con la ropa; ¿y qué te pasa a ti, Frankie, que se te han vuelto pardos los ojos?

—Tengo una infección, Seamus.

—Yerra,
lo habrás superado antes de casarte, Frankie. Los ojos necesitan ejercicio. Parpadear es muy bueno para los ojos. Un tío mío tenía malos los ojos y los salvó a base de parpadear. Todos los días se pasaba una hora entera sentado parpadeando, y al final le sirvió. Acabó con unos ojos muy sanos, vaya que sí.

Yo quiero preguntarle más cosas sobre lo de parpadear y los ojos fuertes, pero él me dice:

—¿Te acuerdas de la poesía, Frankie, de aquella poesía tan bonita de Patricia?

De pie en el pasillo entre las dos camas con el cubo y la fregona recita la poesía del bandolero, y todos los pacientes dejan de quejarse y las monjas y las enfermeras se quedan quietas y lo escuchan, y Seamus sigue y sigue recitando hasta que llega al final y todos lo aplauden como locos y lo vitorean, y él dice a todo el mundo que le encanta esa poesía, que la llevará siempre en la cabeza vaya donde vaya y que si no hubiera sido por Frankie McCourt, aquí presente, con su tifus, y por la pobre difunta Patricia Madigan, que Dios tenga en su gloria, con su difteria, él no se habría aprendido la poesía, y yo me hago famoso en la sala de oftalmología del Hospital del Asilo Municipal, y todo gracias a Seamus.

Mamá no puede venir a visitarme todos los días, está muy lejos, no siempre tiene dinero para el autobús y la caminata es dura para sus callos. Le parece que mis ojos tienen mejor aspecto, aunque es difícil saberlo con ese líquido pardo que parece yodo y que huele a yodo, y que si tiene algo que ver con el yodo debe de escocer. Pero dicen que cuanto más amarga es la medicina antes cura. Pide permiso para llevarme de paseo por los jardines del hospital cuando haga buen tiempo, y allí me encuentro con un espectáculo extraño, con el señor Timoney, que está de pie, apoyado en la pared en la parte de los viejos, con los ojos levantados al cielo. Quiero hablar con él, y tengo que pedir permiso a mamá, porque en un hospital nunca se sabe lo que se puede hacer y lo que no.

—Señor Timoney.

—¿Quién es? ¿A quién tenemos aquí?

—Soy Frank McCourt, señor.

—Francis, ay, Francis.

—Yo soy su madre, señor Timoney —dice mamá.

—Vaya, benditos sean los dos. Yo no tengo amigos ni parientes, ni a mi perra Macushla. ¿Y qué haces aquí, Francis?

—Tengo una infección en los ojos.

—Ay, Jesús, Francis, los ojos no, los ojos no. Madre de Dios, eres muy joven para eso.

—¿Quiere que le lea algo, señor Timoney?

—¿Teniendo así los ojos, Francis? No, hijo. Cuídate los ojos. Yo ya no estoy para lecturas. Todo lo que necesito lo tengo en la cabeza. De joven tuve la prudencia de meterme cosas en la cabeza, y ahora llevo dentro una biblioteca. Los ingleses mataron a mi mujer a tiros. Los irlandeses sacrificaron a mi pobre e inocente Macushla. ¿No es verdad que este mundo es una broma?

—Es un mundo terrible —dice mamá—, pero Dios es bueno.

—En efecto, señora. Dios hizo el mundo, el mundo es terrible, pero Dios es bueno. Adiós, Francis. Descansa los ojos y después lee hasta que se te caigan de la cara. Pasamos buenos ratos con el amigo Jonathan Swift, ¿verdad, Francis?

—Sí, señor Timoney.

Mamá vuelve a llevarme a la sala de oftalmología.

—No vayas a llorar por el señor Timoney —me dice—, ni siquiera es tu padre. Además, te estropearás los ojos.

Seamus viene a la sala tres veces por semana y se trae aprendidas poesías nuevas.

—Pusiste triste a Patricia, Frankie —me dice—, cuando no te gustó la del búho y la gatita.

—Lo siento, Seamus.

—La traigo aprendida, Frankie, y te la recitaré si no dices que es una tontería.

—No lo diré, Seamus.

Recita la poesía y a todos los que están en la sala les encanta. Quieren aprendérsela, y él la recita tres veces más hasta que toda la sala está recitando:

El búho y la gatita se hicieron a la mar

En una bella barquita de color verde guisante.

Se llevaron miel y mucho dinero

Envuelto en un billete de cinco libras.

El búho alzó la vista a las estrellas

Y cantó con una guitarrilla:

Gatita encantadora, gatita de mi amor,

Qué hermosa gatita eres tú,

Eres tú,

Eres tú.

Qué hermosa gatita eres tú.

La recitan ahora con Seamus y, cuando termina, todos lo vitorean y lo aplauden y Seamus se ríe, satisfecho de sí mismo. Cuando se ha marchado con su cubo y su fregona se les oye repetir a todas horas del día y de la noche:

Gatita encantadora, gatita de mi amor,

Qué hermosa gatita eres tú,

Eres tú,

Eres tú.

Qué hermosa gatita eres tú.

Un día se presenta Seamus sin cubo ni fregona y yo me temo que lo hayan despedido por las poesías, pero él sonríe y me dice que se va a Inglaterra a trabajar en una fábrica para ganar un sueldo razonable para variar. Cuando lleve dos meses trabajando se llevará consigo a su mujer, y tal vez Dios se sirva mandarles hijos, pues algo tiene que hacer él con todas las poesías que tiene en la cabeza, y qué mejor que recitárselas a los pequeños en recuerdo de la dulce Patricia Madigan, que murió de difteria.

—Adiós, Francis. Si tuviera buena letra, te escribiría yo mismo, pero le encargaré a mi mujer que te escriba cuando ella esté allá. A lo mejor aprendo yo también a leer y a escribir para que el niño que llegue no tenga un padre tan bruto.

A mí me dan ganas de llorar, pero en la sala de oftalmología no se puede llorar cuando se tiene líquido pardo en los ojos y las enfermeras dicen «qué es eso, qué es eso, pórtate como un hombre», y las monjas repiten «ofréceselo a Dios, piensa en los sufrimientos de Nuestro Señor en la cruz, la corona de espinas, la lanzada en el costado, las manos y los pies destrozados por los clavos».

Paso un mes en el hospital y los médicos dicen que puedo volver a casa aunque todavía tengo algo de infección, pero que si me limpio bien los ojos con jabón y toallas limpias y me fortalezco con comida nutritiva, mucha carne y huevos, tendré en poco tiempo un par de ojos relucientes. Ja, ja.

El señor Downes, el de la casa de enfrente, vuelve de Inglaterra para asistir al entierro de su madre. Cuenta a la señora Downes lo que hace mi padre. Ésta se lo cuenta a Bridey Hannon, y Bridey se lo cuenta a mi madre. El señor Downes dice que Malachy McCourt está completamente enloquecido por la bebida, que derrocha su sueldo por todas las tabernas de Coventry, que canta canciones independentistas irlandesas, cosa que a los ingleses no les importa porque están acostumbrados a que los irlandeses estén siempre con el tema de sus cientos de años de sufrimientos, pero lo que no toleran es que un hombre se plante en medio de una taberna e insulte al rey y a la reina de Inglaterra, a sus dos hijas encantadoras y a la propia reina madre. Insultar a la reina madre es el colmo de los colmos. ¿Qué mal ha hecho a nadie esa pobre señora mayor? Malachy se bebe una y otra vez el dinero del alojamiento y acaba durmiendo en los parques cuando el casero lo echa a la calle. Es una verdadera vergüenza, eso es lo que es, y el señor Downes se alegra de que McCourt no sea de Limerick y no manche el nombre de esta antigua ciudad. Los alguaciles de Coventry están perdiendo la paciencia, y si Malachy McCourt no deja de hacer el gilipollas, lo expulsarán del país a patadas.

Mamá dice a Bridey que no sabe qué hacer cuando le cuentan esas cosas de Inglaterra y que no ha estado tan desesperada en toda su vida. Comprende que Kathleen O'Connell no quiera fiarle más en la tienda, y su propia madre le contesta de mala manera cuando ella le pide prestado un chelín, y los de la Conferencia de San Vicente de Paúl le preguntan cuándo dejará de pedir ayuda benéfica, sobre todo ahora que tiene al marido en Inglaterra. Se avergüenza del aspecto que tenemos, con las camisas viejas, sucias y rasgadas, con los jerseys hechos trizas, con los zapatos rotos, con agujeros en los calcetines. Pasa las noches en vela pensando que lo más piadoso sería dejar a los cuatro niños en un orfanato para poderse ir ella misma a Inglaterra y buscar allí algún trabajo, y al cabo de un año podernos llevar a todos para tener una vida mejor. Puede que haya bombas, pero prefiere sin dudarlo las bombas a la vergüenza de estar pidiendo limosna aquí y allá.

No, pase lo que pase no soporta la idea de dejarnos en el orfanato. Eso podría pasar si aquí tuviésemos algo parecido a la Ciudad de los Muchachos que hay en América, con un sacerdote agradable como Spencer Tracy, pero una no se puede fiar de los Hermanos de las Escuelas Cristianas de Glin, que para hacer ejercicio se entretienen pegando a los niños y los matan de hambre.

Mamá dice que no le queda más que el dispensario y la asistencia pública, la beneficencia, y se muere de vergüenza de ir a solicitarlo. Eso significa que estás en las últimas, y quizás a un paso de los gitanos, de los traperos y de los mendigos callejeros en general. Significa que te tienes que arrastrar ante el señor Coffey y el señor Kane, y gracias a Dios que el dispensario está en la otra punta de Limerick y así la gente de nuestro callejón no se enterará de que estamos viviendo de la beneficencia.

Sabe por otras mujeres que es aconsejable llegar allí a primera hora de la mañana, cuando el señor Coffey y el señor Kane pueden estar de buen humor. Si llegas a última hora de la mañana, es probable que estén irritables después de haber visto a centenares de mujeres y de niños enfermos y que piden ayuda. Nos llevará consigo para demostrar que tiene cuatro niños que alimentar. Se levanta temprano y nos dice, por una vez en la vida, que no nos lavemos la cara, que no nos peinemos, que nos pongamos cualquier trapo. Me dice que me frote a fondo los ojos irritados y los deje tan rojos como pueda, pues cuanto peor aspecto tengas en el dispensario más lástima causas, y más fácil es que te den la asistencia pública. Se queja de que Malachy, Michael y Alphie tienen un aspecto demasiado sano, y dice que ya es mala suerte que en este día, precisamente, no tengan las habituales costras en las rodillas o algún que otro corte, cardenal o un ojo morado. Dice que si nos encontramos con alguien por las calles de Limerick no debemos decir adónde vamos. Ya sufre bastante vergüenza como para tener que contárselo además a todo el mundo, y habrá que oír a su madre cuando se entere.

Ya se ha formado una cola ante el dispensario. Hay mujeres como mamá que llevan a niños en brazos, niños de pecho como Alphie, y hay niños que juegan en la acera. Las mujeres protegen del frío a los niños y gritan a los que juegan para que no bajen a la calzada y los atropelle un automóvil o una bicicleta. Hay viejos y mujeres acurrucados contra la pared, que hablan solos o no hablan en absoluto. Mamá nos advierte que no nos separemos de ella y pasamos media hora esperando a que se abra la puerta grande. Un hombre nos dice que entremos en orden y que formemos cola ante la tarima, que el señor Coffey y el señor Kane llegarán dentro de un momento cuando terminen de tomarse el té en la habitación contigua. Una mujer se queja de que sus hijos se están helando de frío y dice que Coffey y Kane podían terminarse el té de una puñetera vez. El hombre le dice que es una agitadora, que por esta vez no le tomará el nombre en consideración al frío que hace esa mañana, pero que si vuelve a abrir la boca lo lamentará.

El señor Coffey y el señor Kane suben a la tarima y no prestan atención a la gente. El señor Kane se pone las gafas, se las quita, las limpia, se las pone, mira al techo. El señor Coffey lee papeles, escribe algo, pasa papeles al señor Kane. Hablan en voz baja entre sí. No se dan prisa. No nos miran.

Por fin, el señor Kane llama a la tarima al primer viejo.

—¿Cómo se llama?

—Timothy Creagh, señor.

—Creagh, ¿eh? Tiene un bonito apellido antiguo de Limerick.

—Sí señor. Es verdad.

—¿Y qué quiere, Creagh?

—Ay, mire, es que vuelvo a tener dolores de estómago y quisiera que me viese el doctor Feeley.

—Vaya, Creagh, ¿no será que le sientan mal para el estómago las pintas de cerveza oscura?

—Ay, no, desde luego que no, señor. La verdad es que ya no me tomo casi ninguna pinta por los dolores. Mi mujer está en casa en cama y también tengo que ocuparme de ella.

—Hay mucha pereza en el mundo, Creagh.

Y el señor Kane dice a la gente de la cola:

—¿Lo han oído, señoras? Hay mucha pereza, ¿no es verdad?

Y las mujeres responden:

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