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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (36 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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—Con Alphie ya basta —dice mamá—. Estoy agotada. Se acabó. No hay más niños.

—La buena esposa católica debe cumplir sus deberes conyugales y someterse a su esposo. Si no, puede condenarse eternamente —dice papá.

—Me parece bastante apetecible condenarme eternamente siempre que no tenga más niños —dice mamá.

¿Qué va a hacer papá? Hay guerra. Hay agentes ingleses que reclutan a los irlandeses para que trabajen en sus fábricas de municiones; el sueldo es bueno, en Irlanda no hay trabajo y si la mujer te da la espalda no faltan mujeres en Inglaterra, donde los hombres sanos se han ido a luchar contra Hitler y Mussolini y uno puede hacer lo que quiera mientras no se olvide de que es irlandés y de clase baja y no intente moverse por encima de su nivel social.

Las familias de todo el callejón están recibiendo giros telegráficos de sus padres que están en Inglaterra. Corren a la oficina de correos para cobrar los giros postales y poder salir de compras y mostrar al mundo su buena suerte el sábado por la noche y el domingo por la mañana. Los niños se cortan el pelo los sábados, las mujeres se rizan el pelo con tenacillas que calientan a la lumbre. Ahora son muy espléndidos, pagan seis peniques o hasta un chelín de entrada para ir al cine Savoy, donde va gente de mejor clase que el público de clase baja que llena las localidades de dos peniques del gallinero del cine Lyric y que no se cansan nunca de gritar a la pantalla; gente que es capaz, nada menos, de aplaudir a los africanos cuando tiran lanzas a Tarzán o a los indios cuando cortan la cabellera a la caballería de los Estados Unidos. Los nuevos ricos vuelven a sus casas muy ufanos a la salida de la misa del domingo y se hinchan de carne con patatas, de dulces y bollos a discreción, y no dudan en tomarse el té en tacitas delicadas puestas en platillos para recoger el té que rebosa, y cuando levantan las tacitas estiran el dedo meñique para mostrar lo refinados que son. Algunos dejan de frecuentar del todo las freidurías de pescado y patatas, porque en esos sitios no se ven más que soldados borrachos y mujeres de mala vida y hombres que se han bebido el paro y sus esposas que les chillan para que vuelvan a casa. Se ve a los felices nuevos ricos en el restaurante Savoy o en el Stella tomando el té, comiendo bollitos, dándose golpecitos en los labios con servilletas, nada menos, volviendo a sus casas en autobús y quejándose de que el servicio ya no es lo que era. Ahora tienen electricidad en sus casas y pueden ver cosas que no vieron hasta ahora, y cuando se hace de noche encienden sus radios nuevas para enterarse de cómo marcha la guerra. Dan gracias a Dios de que exista Hitler, porque si no hubiera invadido toda Europa los hombres de Irlanda seguirían en sus casas rascándose el culo en la cola de la oficina de empleo.

Algunas familias cantan:

Yip ei aidi ei ay ei oh,

Yip ei aidi ei ay,

No nos importan Inglaterra ni Francia,

Sólo queremos que Alemania avance.

Si hace frío encienden la estufa eléctrica para estar a gusto y se sientan en sus cocinas escuchando las noticias y diciendo que sienten mucho que mueran las mujeres y los niños ingleses bajo las bombas alemanas, pero que hay que ver cómo nos trató Inglaterra durante ochocientos años.

Las familias que tienen al padre en Inglaterra pueden darse humos ante las familias que no lo tienen. A la hora de la comida y a la hora del té las madres nuevas ricas salen a las puertas de sus casas y llaman a sus hijos:

—Mikey, Kathleen, Paddy..., venid a comer. Venid a comeros la rica pierna de cordero, los hermosos guisantes verdes y las patatas blancas y harinosas.

—Sean, Josie, Peggy, venid a tomar el té, venid en seguida a comeros el pan tierno con mantequilla y el hermoso huevo azul de pato que nadie más del callejón se va a comer.

—Brendan, Annie, Patsy, venid a comeros la morcilla frita, las salchichas calentitas y el rico bizcocho borracho hecho con el mejor jerez español.

En estas ocasiones mamá nos hace quedarnos en casa. Nosotros no tenemos más que pan y té, y ella no quiere que los vecinos despiadados nos vean con la lengua colgando y sufriendo por los olores deliciosos que flotan por el callejón. Dice que al ver cómo presumen de todo se advierte claramente que no están acostumbrados a no tener nada. Sólo una persona de mentalidad de franca clase baja se asomaría a la puerta a decir a todo el mundo lo que van a cenar. Dice que así es como nos hacen rabiar porque papá es un extranjero del Norte y no quiere tener nada que ver con ninguno. Papá dice que toda esa comida viene del dinero inglés y que los que lo han aceptado acabarán mal, pero qué iba a esperar uno de Limerick al fin y al cabo, de gente que se aprovecha de la guerra de Hitler, de gente capaz de trabajar para los ingleses y de luchar por ellos. Dice que él no irá allí jamás a ayudar a Inglaterra a ganar una guerra.

—No —dice mamá—, tú te quedarás aquí, donde no hay trabajo y apenas tenemos un trozo de carbón para hervir el agua del té. No, tú te quedarás aquí y te beberás el paro cuando te da la vena. Eres capaz de ver a tus hijos con los zapatos rotos y con los pantalones que les dejan el culo al aire. Todas las casas del callejón tienen electricidad y nosotros podemos dar gracias cuando tenemos una vela. Dios del cielo, si tuviera dinero para el pasaje me iría yo misma a Inglaterra, pues estoy segura de que necesitan mujeres en las fábricas.

Papá dice que una fábrica no es lugar para una mujer.

—Quedarse sentado al fuego no es lugar para un hombre —dice mamá.

—¿Por qué no puedes ir a Inglaterra, papá —le pregunto yo—, para que podamos tener electricidad y radio y para que mamá pueda salir a la puerta a decir a todo el mundo lo que vamos a cenar?

—¿Es que no quieres tener a tu padre aquí en casa a tu lado? —me pregunta.

—Sí, pero puedes volver cuando acabe la guerra y todos podremos ir a América.

—Och,
sí,
och,
sí —suspira. Dice que está bien, que irá a Inglaterra después de Navidad porque ahora América ha intervenido en la guerra y la causa debe de ser justa. Jamás iría si no hubieran intervenido los americanos. Me dice que yo tendré que ser el hombre de la casa y firma el contrato con un agente para trabajar en una fábrica de Coventry, que, según cuenta todo el mundo, es la ciudad más bombardeada de Inglaterra.

—Hay mucho trabajo para los hombres que tengan ganas de trabajar —dice el agente—. Puedes hacer horas extraordinarias hasta que caigas redondo, y si lo ahorras, serás un Rockefeller cuando acabe la guerra.

Nos levantamos temprano para despedir a papá en la estación de ferrocarril. Kathleen O'Connell, la de la tienda, sabe que papá se va a Inglaterra y que nos enviará dinero, de modo que da fiados con mucho gusto a mamá té, leche, azúcar, pan, mantequilla y un huevo.

Un huevo.

—Este huevo es para vuestro padre —dice mamá—. Necesita alimentarse para el largo viaje que tiene por delante.

Es un huevo duro y papá le quita la cáscara. Corta el huevo en cinco rodajas y nos da una a cada uno para que nos la comamos con el pan.

—No seas tonto —dice mamá.

—¿Qué va hacer un hombre con todo un huevo para él solo? —dice papá.

Mamá tiene lágrimas en las pestañas. Acerca su silla al fuego. Todos nos comemos el pan y el huevo y la vemos llorar, hasta que ella dice: «¿Qué miráis?», y se vuelve para mirar las cenizas. Su pan y su huevo siguen en la mesa, y yo me pregunto si piensa hacer algo con ellos. Tienen un aspecto delicioso y yo sigo teniendo hambre, pero papá se levanta y se los da a ella con el té. Ella sacude la cabeza, pero él insiste y ella come y bebe, sorbiendo y llorando. Él se sienta ante ella durante un rato, en silencio, hasta que ella levanta la vista al reloj y dice:

—Es hora de salir.

Él se pone la gorra y coge su bolsa. Mamá envuelve a Alphie en una manta vieja y nos ponemos en marcha por las calles de Limerick.

En la calle hay otras familias. Los padres que se van caminan por delante, las madres llevan niños en brazos o en cochecitos. Las madres que llevan cochecito dicen a otras madres:

—Dios del cielo, señora, debe de estar agotada de llevar a cuestas a ese niño. ¿Por qué no lo pone en este cochecito y descansa los pobres brazos?

Los cochecitos llegan a estar abarrotados, con cuatro o cinco niños que berrean porque los cochecitos son viejos y tienen las ruedas combadas y los niños sufren sacudidas hasta que se marean y vomitan la papilla.

Los hombres se hablan en voz alta:

—Hace un buen día, Mick.

—Es un día precioso para el viaje, Joe.

—Sí que lo es, Mick.

—Arrah,
bien podemos tomarnos una pinta antes de salir, Joe.

—Bien podemos, Mick.

—Para ir como vamos, bien podemos ir borrachos, Joe.

Se ríen, y las mujeres que los siguen tienen los ojos llenos de lágrimas y la nariz roja.

Las tabernas próximas a la estación de ferrocarril están abarrotadas de hombres que se están bebiendo el dinero que les dieron los agentes para que comieran por el camino. Se están tomando la última pinta, la última gota de whiskey en tierra irlandesa.

—Pues bien sabe Dios que a lo mejor es lo último que bebemos, Mick, tal como están bombardeando Inglaterra los alemanes hasta hacerla trizas, y ya era hora después de lo que nos hicieron, y vaya si es una gran desgracia que nosotros tengamos que ir allí y salvar el culo al enemigo secular.

Las mujeres se quedan hablando ante las tabernas. Mamá dice a la señora Meehan:

—Cuando reciba el primer giro iré a la tienda a comprar un buen desayuno para que todos podamos comernos un huevo cada uno el domingo por la mañana.

Yo miro a mi hermano Malachy. ¿Lo has oído? Un huevo cada uno el domingo por la mañana. Dios, yo ya pensaba cómo me iba a comer el mío. Le daría golpecitos por arriba, le rompería suavemente la cáscara, lo abriría con una cuchara, echaría un poco de mantequilla a la yema, sal, sin prisas, metería la cuchara, sacaría más, más sal, más mantequilla, a la boca, oh, Dios bendito, si el cielo tiene sabor debe de ser el de un huevo con sal y mantequilla. Y, después del huevo, ¿hay algo más rico en el mundo que el pan tierno y caliente y un tazón de té dulce y dorado?

Algunos hombres ya están tan borrachos que no pueden andar, y los agentes ingleses están pagando a los hombres serenos para que los saquen a rastras de las tabernas y los arrojen a una gran carreta de caballos en la que los llevarán a la estación y los descargarán en el tren. Los agentes están desesperados por sacar a todos de las tabernas.

—Vamos, hombres. Si os perdéis este tren, os perderéis un buen trabajo. Vamos, hombres, también tenemos cerveza Guinness en Inglaterra. También tenemos whiskey Jameson. Vamos, hombres, por favor, hombres. Os estáis bebiendo el dinero de la comida y no recibiréis más.

Los hombres dicen a los agentes que les besen sus culos irlandeses, que los agentes tienen suerte de estar vivos, que tienen suerte de que no los ahorquen después de lo que hicieron a Irlanda. Y los hombres cantan:

En Mountjoy, un lunes por la mañana,

Muy alto, en el árbol de la horca,

Kevin Barry entregó su vida joven

Por la causa de la libertad.

El tren aúlla en la estación y los agentes suplican a las mujeres que saquen a sus hombres de las tabernas, y los hombres salen dando tropezones, cantando, llorando y abrazando a sus mujeres y a sus hijos y prometiéndoles que les enviarán tanto dinero que Limerick será otra Nueva York. Los hombres suben los escalones de la estación y las mujeres y los niños les gritan:

—Kevin, cariño, ten cuidado y no lleves la camisa húmeda.

—Sécate los calcetines, Michael, o los callos te harán polvo del todo.

—Paddy, no abuses de la bebida. ¿Me oyes, Paddy?

—Papa, papá, no te vayas, papá.

—Tommy, no te olvides de mandar el dinero. Los niños están en los huesos.

—Peter, no te olvides de tomarte la medicina para tu pecho débil, que Dios nos asista.

—Larry, ten cuidado con esas condenadas bombas.

—Christy, no hables con las inglesas. Están llenas de enfermedades.

—Jackie, vuelve. Ya nos las arreglaremos de alguna manera. No te vayas, Jacki-i-e, Jacki-i-e, ay, Jesús, no te vayas.

Papá nos da palmaditas en la cabeza. Nos dice que recordemos nuestros deberes religiosos, pero que, sobre todo, obedezcamos a nuestra madre. Está de pie ante ella. Ella lleva en brazos a Alphie, el niño pequeño.

—Cuídate —dice ella. Él suelta la bolsa y la rodea con los brazos. Se quedan así un momento hasta que el niño que está entre los dos da un berrido. Él inclina la cabeza, recoge su bolsa, sube los escalones de la estación, se vuelve para despedirse con la mano y desaparece.

De vuelta en casa, mamá dice:

—No me importa que parezca un derroche, pero voy a encender el fuego y a preparar más té, pues vuestro padre no se va a Inglaterra todos los días.

Nos sentamos alrededor del fuego y nos tomamos el té y lloramos porque no tenemos padre, hasta que mamá dice:

—No lloréis, no lloréis. Ahora que vuestro padre se ha marchado a Inglaterra, seguro que se han acabado nuestros males.

Seguro.

Mamá y Bridey Hannon están sentadas junto al fuego del piso de arriba, en Italia, fumándose Woodbines, tomando té, y yo me puedo sentar en las escaleras a escucharlas. Tenemos al padre en Inglaterra, de modo que podemos tomar todo lo que queramos de la tienda de Kathleen O'Connell y pagarle cuando él empiece a enviar el dinero dentro de quince días. Mamá dice a Bridey que no ve el día de marcharse de este condenado callejón e ir a vivir a un sitio donde haya un retrete decente que no tengamos que compartir con medio mundo. Todos tendremos botas nuevas y abrigos para resguardarnos de la lluvia, para que no tengamos que volver a casa de la escuela famélicos. Comeremos huevos y panceta el domingo para desayunar y jamón con repollo y patatas para comer. Tendremos luz eléctrica, ¿por qué no? ¿Acaso no nacieron Frank y Malachy en América, donde todos la tienen?

Lo único que tenemos que hacer ahora es esperar dos semanas hasta que el chico repartidor de telégrafos llame a la puerta. Papá tendrá que asentarse en su trabajo en Inglaterra, tendrá que comprarse ropas de trabajo y alquilar un alojamiento, de modo que el primer giro no será grande, de tres libras o tres libras y media, pero pronto estaremos como las demás familias del callejón, recibiendo cinco libras cada semana, saldando nuestras deudas, comprándonos ropa nueva, ahorrando algo para cuando hagamos el equipaje y nos mudemos todos a Inglaterra y allí ahorremos para ir a América. También mamá podría encontrar trabajo en una fábrica inglesa, haciendo bombas o algo así, y bien sabe Dios que no habría quien nos conociese con toda esa lluvia de dinero. A ella no le gustaría que nos criásemos con acento inglés, pero más vale hablar con acento inglés que tener la tripa vacía.

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