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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (47 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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—Laman, ¿eres tú? Levántate, ¿quieres? Levántate.

—¿Qué?, ¿qué?, ¿qué?, ¿qué?

—Hay problemas. A Ángela la desahucian con los niños y está lloviendo a mares. Necesitan un sitio donde refugiarse hasta que salgan adelante, y yo no tengo sitio para ellos. Tú podrías alojarlos en el altillo si quisieras, pero no puede ser, porque los pequeños no podrían subir y se caerían y se matarían, de modo que instálate tú allí y ellos pueden mudarse aquí.

—Bueno, bueno, bueno, bueno.

Se levanta trabajosamente de la cama y se percibe un olor a whiskey. Va a la cocina y arrastra la mesa hasta la pared para subir al altillo. La abuela dice:

—Ya está resuelto. Podéis mudaros aquí esta noche y no os tendréis que preocupar de que vengan a desahuciaros.

La abuela dice a mamá que ella se vuelve a su casa. Está cansada y empapada y ya no tiene veinticinco años. Dice que no hace falta que nos traigamos camas ni muebles con todas las cosas que hay en casa de Laman Griffin. Metemos a Alphie en el cochecito y amontonamos a su alrededor la olla, la cazuela, la sartén, la tetera, los tarros de mermelada y los tazones de tomar el té, al Papa, dos almohadas y los abrigos de las camas. Nos cubrimos las cabezas con los abrigos y empujamos el cochecito por las calles. Mamá nos dice que guardemos silencio cuando subamos por el callejón o los vecinos se enterarán de que nos han desahuciado y quedaremos deshonrados. El cochecito tiene una rueda combada que lo desvía y lo hace ir en distintas direcciones. Intentamos llevarlo recto y lo estamos pasando en grande, pues deben de haber dado ya las doce de la noche y seguro que mamá no nos hace ir a la escuela mañana. Nos estamos mudando tan lejos de la Escuela Leamy que a lo mejor no tenemos que volver nunca. Cuando nos alejamos del callejón, Alphie golpea la olla con la cuchara y Michael canta una canción que oyó en una película de Al Jolson, «Swanee, cómo te quiero, cómo te quiero, mi querida Swanee». Nos hace reír el modo en que intenta cantar con voz profunda como Al Jolson.

Mamá dice que se alegra de que sea tarde y de que no haya nadie por la calle que sea testigo de nuestra deshonra.

Cuando llegamos a la casa sacamos a Alphie y todo lo demás que hay en el cochecito para que Malachy y yo podamos volver corriendo al callejón de Roden a recoger el baúl. Mamá dice que se moriría si perdiese ese baúl y todo lo que contiene.

Malachy y yo dormimos cada uno en un extremo de la cama pequeña. Mamá ocupa la cama grande con Alphie a su lado y Michael al fondo. Todo está húmedo y mohoso, y Laman Griffin ronca sobre nuestras cabezas. En esta casa no hay escaleras, y eso significa que no ha venido nunca el Ángel del Séptimo Peldaño.

Pero yo tengo doce años para cumplir trece, y quizá sea demasiado mayor para los ángeles.

Todavía es de noche cuando suena el despertador al día siguiente y Laman Griffin da un resoplido, se suena la nariz y carraspea para despejarse el pecho. El suelo cruje bajo sus pies, y cuando se pasa un rato larguísimo meando en el orinal nosotros tenemos que taparnos la boca con los abrigos para no reírnos, y mamá nos susurra que nos callemos. Él gruñe por encima de nosotros hasta que baja a coger su bicicleta, sale y cierra la puerta de un portazo.

—No hay moros en la costa —dice mamá en voz baja—, volved a dormiros. Hoy podéis quedaros en casa.

No podemos dormir. Estamos en una casa nueva, tenemos que mear y queremos explorarlo todo. El retrete está fuera, a unos diez pasos de la puerta trasera, un retrete propio, con una puerta que se puede cerrar y un asiento donde se puede sentar uno y leer los recortes del
Limerick Leader
que dejó Laman Griffin para limpiarse. Hay un patio trasero largo, un jardín con hierba y hierbajos altos, una bicicleta antigua que debió de pertenecer a un gigante, latas en cantidad, periódicos y revistas viejos que se pudren y vuelven a la tierra, una máquina de coser oxidada, un gato muerto con una cuerda atada al cuello que alguien debió de tirar por encima de la valla.

A Michael se le mete en la cabeza la idea de que estamos en África y no deja de preguntar:

—¿Dónde está Tarzán? ¿Dónde está Tarzán?

Corre de un extremo a otro del patio sin pantalones intentando imitar el grito que lanza Tarzán cuando salta de árbol en árbol. Malachy se asoma por encima de la valla a los patios contiguos y nos dice:

—Tienen huertos. Cultivan cosas. Podemos cultivar cosas. Podemos tener nuestras propias patatas y de todo.

Mamá grita desde la puerta trasera:

—Mirad a ver si hay algo por ahí para encender el fuego aquí dentro.

Hay un cobertizo de madera que se apoya en la parte trasera de la casa. Se está cayendo, y bien podemos usar algo de su madera para el fuego. A mamá le da asco la madera que le llevamos, dice que está podrida y llena de gusanos blancos, pero dice que el que pide no escoge. La madera chisporrotea sobre el papel que arde y vemos que los gusanos blancos intentan escaparse. Michael dice que le dan pena los gusanos blancos, pero nosotros sabemos que todo lo que hay en el mundo le da pena.

Mamá nos dice que esta casa era una tienda, que la madre de Laman Griffin vendía comestibles por la ventana pequeña y que gracias a eso pudo mandar a Laman al colegio Rockwell para que acabase de oficial de la Marina Real. Oh, vaya si lo fue. Oficial de la Marina Real, y aquí hay una foto de él con otros oficiales, cenando todos con Jean Harlow, la famosa actriz de cine americana. Desde que conoció a Jean Harlow no volvió a ser el mismo. Se enamoró locamente de ella, pero ¿de qué le servía? Ella era Jean Harlow y él no era más que un oficial de la Marina Real, y se dio a la bebida y lo expulsaron de la Marina. Ahora hay que verlo, un simple obrero de la Compañía Eléctrica y con una casa que es una vergüenza. Cualquiera que viese esta casa no pensaría que vive en ella un ser humano. Se ve que Laman no ha tocado nada desde que murió su madre, y ahora nosotros tenemos que limpiar la casa para poder vivir aquí.

Hay cajas llenas de botellas de brillantina morada. Mientras mamá sale al retrete nosotros abrimos una botella y nos la untamos en el pelo. Malachy dice que el olor es muy agradable, pero cuando mamá vuelve pregunta:

—¿Qué es esa peste tan horrible?

Y nos pregunta también por qué tenemos de pronto el pelo lleno de grasa. Nos hace meter la cabeza debajo del grifo de fuera y secarnos con una toalla vieja que saca de debajo de un montón de revistas que se llaman
The Illustrated London News,
tan antiguas que traen fotos de la reina Victoria y el príncipe Eduardo saludando a la multitud. Hay pastillas de jabón Pear y un libro grueso titulado
Enciclopedia Pear,
que me tiene ocupado día y noche, porque te cuenta todo de todo y eso es todo lo que yo quiero saber.

Hay botellas de linimento Sloan, que mamá dice que serán útiles cuando tengamos calambres y dolores a causa de la humedad. En las botellas dice: «Aquí está el dolor. ¿Dónde está el Sloan?». Hay cajas de imperdibles y bolsas llenas de sombreros de mujer que se deshacen cuando las tocas. Hay bolsas que contienen corsés, ligas, botines de mujer y diversos laxantes que prometen que tendrás las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y el pelo rizado. Hay cartas del general Eoin O'Duffy al señor don Gerard Griffin en las que le dan la bienvenida a las filas del Frente Nacional, de los Camisas Azules Irlandeses, le dicen que es un privilegio saber que se interesa por su movimiento un hombre como Gerard Griffin, con su excelente educación, su formación en la Marina Real, su fama de gran jugador de rugby en el equipo juvenil de Munster que ganó el campeonato nacional, la copa Bateman. El general O'Duffy está formando una brigada irlandesa que pronto marchará a España para luchar al lado del propio Generalísimo Franco, ese gran católico, y el señor Griffin sería una valiosa adquisición para la brigada.

Mamá nos cuenta que la madre de Laman no lo dejó partir. No pasó tantos años trabajando como una esclava en una tiendecilla para enviarlo al colegio para que él se fuera de correrías a España para ayudar a Franco, de modo que él se quedó en su casa y encontró aquel trabajo que consistía en cavar hoyos para clavar los postes de la Compañía Eléctrica a lo largo de los caminos rurales, y su madre se alegraba de tenerlo consigo todas las noches, salvo las de los viernes, cuando él se tomaba su pinta y suspiraba por Jean Harlow.

Mamá está contenta porque tendremos montones de papel para encender el fuego, aunque la madera del cobertizo que se cae que quemamos deja un olor repugnante y a ella le preocupa que los gusanos blancos se escapen y se reproduzcan.

Trabajamos todo el día sacando cajas y bolsas al cobertizo de fuera. Mamá abre todas las ventanas para airear la casa y para que se despeje el olor de la brillantina y de los años que han pasado sin que entre el aire. Dice que es un alivio poder volver a ver el suelo y que ahora podemos sentarnos y tomarnos una buena taza de té tranquilamente, en paz y a gusto, y qué agradable será cuando llegue el buen tiempo y quizás podamos tener un jardín y sentarnos al aire libre con el té como hacen los ingleses.

Laman Griffin llega a casa todas las tardes a las seis, salvo el viernes, se toma el té y se acuesta hasta la mañana siguiente. Los sábados se acuesta a la una de la tarde y se queda en la cama hasta la mañana del lunes. Arrastra la mesa de la cocina hasta colocarla debajo del altillo, se sube en una silla, levanta la silla y la pone sobre la mesa, se vuelve a subir a la silla, se agarra a una pata de la cama y se sube. Los viernes, si está demasiado borracho, me hace subir a mí a bajarle la almohada y las mantas y duerme en el suelo de la cocina, junto al fuego, o cae en la cama con mis hermanos y conmigo y se pasa toda la noche roncando y tirándose pedos.

Cuando nos mudamos se quejaba de que tenía que renunciar a su habitación del piso de abajo y trasladarse al altillo y de que está cansado de subir y bajar para ir al retrete del patio trasero. Nos llama a voces:

—Traed la mesa, la silla, que bajo.

Y nosotros tenemos que despejar la mesa y arrastrarla hasta la pared. Dice que está harto, que se acabó tanto escalar, y que va a utilizar el precioso orinal de su madre. Se pasa todo el día en la cama leyendo libros de la biblioteca, fumando cigarrillos Gold Flake y tirando a mamá algunos chelines para que alguno de nosotros vaya a la tienda para que él pueda tomar bollos con el té o un buen trozo de jamón con rodajas de tomate. Después dice en voz alta a mamá:

—Ángela, este orinal está lleno.

Y ella arrastra la silla y la mesa para subir a recoger el orinal, vaciarlo en el retrete de fuera, enjuagarlo y volver a subir al altillo. Se le contrae la cara y dice:

—¿Desea su señoría alguna cosa más hoy?

Y él se ríe y dice:

—Labores de mujeres, Ángela, labores de mujeres y sin pagar alquiler.

Laman tira desde el altillo su carnet de la biblioteca y me encarga que le traiga dos libros, uno sobre la pesca con caña y el otro sobre jardinería. Escribe a la bibliotecaria una nota para decirle que las piernas le están matando de tanto cavar hoyos para la Compañía Eléctrica y que desde ahora Frank McCourt le recogerá los libros. Sabe que el chico sólo tiene trece años para cumplir catorce y sabe que el reglamento prohíbe tajantemente que los niños entren en la parte de la biblioteca destinada a los adultos, pero el chico se lavará las manos y se comportará y hará lo que le manden, muchas gracias.

La bibliotecaria lee la nota y dice que es una lástima terrible lo del señor Griffin, que es un verdadero caballero y un hombre de gran cultura, que es increíble la cantidad de libros que lee, a veces hasta cuatro en una semana, que una vez se llevó un libro en francés, en francés, hay que ver, que trataba de la historia del timón, del timón, hay que ver, que ella daría cualquier cosa por ver lo que tiene dentro de la cabeza, que la debe de tener repleta de todo tipo de conocimientos, repleta, hay que ver.

Elige un libro precioso con ilustraciones a colores sobre los jardines ingleses.

—Ya sé lo que le gusta en cuestión de pesca —dice, y elige un libro titulado
En busca del salmón irlandés,
del General de Brigada Hugh Colton.

—Oh —dice la bibliotecaria—, lee centenares de libros que tratan de oficiales ingleses que vienen a Irlanda a pescar. Yo he leído algunos por pura curiosidad y se entiende por qué esos oficiales se alegran de estar en Irlanda después de lo que han aguantado en la India y en África y en otros sitios insoportables. Al menos, los de aquí somos amables. Tenemos fama por eso, por lo amables que somos, en vez de ir tirando lanzas a la gente.

Laman se queda acostado en la cama, lee sus libros, habla desde el altillo del día en que se le curarán las piernas y saldrá al patio trasero y plantará un jardín cuya fama llegará lejos por su colorido y su belleza, y cuando no esté practicando la jardinería recorrerá los ríos de Limerick y traerá a casa unos salmones que os harán la boca agua. Su madre dejó una receta para guisar el salmón que es un secreto familiar, y si él tuviera tiempo y no lo estuvieran matando las piernas la encontraría en alguna parte de esta casa. Dice que ahora que soy de confianza puedo coger un libro para mí cada semana, pero que no traiga a casa porquerías. Yo le pregunto qué son las porquerías, pero él no me lo dice, de modo que tendré que enterarme por mi cuenta.

Mamá dice que ella también quiere hacerse socia de la biblioteca, pero está muy lejos de la casa de Laman, a dos millas, y me pregunta si me importaría traerle un libro cada semana, una novela de amor de Charlotte M. Brame o de cualquier otro escritor agradable. No quiere ningún libro que trate de los oficiales ingleses que buscan salmones ni ningún libro que hable de gente que se mata a tiros. Ya hay bastantes problemas en el mundo como para que la gente moleste a los peces o se moleste entre sí.

La abuela cogió un resfriado la noche en que tuvimos aquel problema en la casa de Roden Lane y el resfriado se convirtió en una pulmonía. La llevaron al Hospital del Asilo Municipal y se ha muerto.

Su hijo mayor, mi tío Tom, pensó en ir a Inglaterra a trabajar como hacen otros hombres de los callejones de Limerick, pero se le empeoró la tisis y volvió a Limerick y se ha muerto.

Su mujer, Jane la de Galway, lo siguió a la tumba, y cuatro de sus seis hijos tuvieron que ir a diversos orfanatos. El chico mayor, Gerry, se escapó de casa y se alistó en el ejército irlandés, desertó y se pasó al ejército inglés. La muchacha mayor, Peggy, se fue con la tía Aggie y tiene una vida desgraciada.

BOOK: Las cenizas de Ángela
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