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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (55 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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—Ay, hazlo.

—Bueno.

Extiendo mis pantalones sobre la pantalla. Me siento, veo subir el vapor y veo que lo mío sube también, y me inquieta que pueda entrar ella y verme con la excitación.

Entonces aparece ella con un plato de pan y mermelada y dos tazas de té.

—Señor... —dice—, eres un chico esmirriado, pero tienes ahí un buen nabo.

Deja el plato y las tazas en una mesa que está junto a la chimenea y se quedan allí. Coge entre el pulgar y el índice la punta de mi excitación y me conduce por la habitación hasta un sofá verde que está pegado a la pared y a mí me dan constantemente vueltas en la cabeza el pecado, el yodo, el miedo a la tisis y el chelín de propina y sus ojos verdes, y ella está tendida en el sofá, «no pares o me muero», y ella está llorando y yo estoy llorando porque no sé qué me pasa, si me estoy matando contagiándome la tisis de su boca, si estoy volando al cielo, si me estoy cayendo por un barranco, y si esto es pecado me importa menos que un pedo de violinista.

Descansamos un rato en el sofá hasta que ella dice:

—¿No tienes que repartir más telegramas?

Y cuando nos incorporamos ella da un gritito:

—Ay, estoy sangrando.

—¿Qué te pasa?

—Creo que es porque es la primera vez.

—Espera un momento —le digo. Traigo de la cocina el frasco de yodo y se lo echo encima de la parte que sangra. Ella salta del sofá, da botes por el salón como una loca furiosa y entra corriendo en la cocina a lavarse con agua. Después de secarse dice:

—Dios mío, qué inocente eres. No debes echar yodo a las chicas de esta manera.

—Creí que tenías un corte.

Desde ese día le entrego el telegrama durante varias semanas. A veces hacemos la excitación en el sofá, pero hay otros días en que ella tiene tos y se nota que está débil. Nunca me dice que está débil. Nunca me dice que está tísica. Los chicos de la oficina de correos me dicen que lo debo estar pasando en grande con el chelín de propina y con Theresa Carmody. Yo no les digo nunca que dejé de cobrar el chelín de propina. No les hablo nunca del sofá verde ni de la excitación. No les cuento el dolor que siento cuando abre la puerta y veo que está débil y lo único que quiero es prepararle un té y sentarme en el sofá verde y abrazarla.

Un sábado me dicen que entregue el telegrama a la madre de Theresa, que se lo lleve a su trabajo, en los almacenes Woolworth. Procuro aparentar indiferencia.

—Señora Carmody, siempre entrego el telegrama a una muchacha que creo que se llama Theresa. Es su hija, ¿no?

—Sí, está ingresada en el hospital.

—¿Está en el sanatorio?

—He dicho que está en el hospital.

La tuberculosis le parece una deshonra, como a todo el mundo en Limerick, y no me da un chelín ni ninguna propina. Voy en bicicleta al sanatorio a ver a Theresa. Me dicen que hay que ser pariente suyo y que hay que ser persona mayor. Yo les digo que soy primo suyo y que voy a cumplir quince años en agosto. Me dicen que me largue. Voy en bicicleta a la iglesia de los franciscanos a rezar por Theresa.

—San Francisco, ¿tendrías la bondad de hablar con Dios? Dile que no fue culpa de Theresa. Yo podría haberme negado a entregar ese telegrama cada sábado. Dile a Dios que Theresa no era responsable de que hiciéramos la excitación en el sofá porque son los efectos de la tisis. Tampoco importa, San Francisco, porque yo quiero a Theresa. La quiero tanto como tú quieres a cualquier pájaro, a cualquier animal del campo o a cualquier pez, y ten la bondad de decir a Dios que le quite la tisis y yo prometo que no volveré a acercarme a ella.

El sábado siguiente me dan el telegrama de los Carmody. Cuando me falta media calle para llegar veo que están bajadas las persianas. Veo los crespones negros en la puerta. Veo la tarjeta de duelo blanca con bordes morados. Veo la puerta y las paredes del salón donde Theresa y yo nos revolcábamos desnudos y desenfrenados en el sofá verde, y ahora sé que ella está en el infierno y que es por culpa mía.

Meto el telegrama por debajo de la puerta y vuelvo en bicicleta a la iglesia de los franciscanos para rezar por el descanso del alma de Theresa. Rezo a todas las imágenes, a las vidrieras, a las estaciones del Vía Crucis. Juro que llevaré una vida llena de fe, esperanza y caridad, de pobreza, castidad y obediencia.

Al día siguiente, domingo, oigo cuatro misas. Rezo el Vía Crucis tres veces. Rezo el Rosario todo el día. No como ni bebo, y siempre que encuentro un sitio tranquilo lloro y pido a Dios y a la Virgen María que tengan misericordia con el alma de Theresa Carmody.

El lunes sigo en mi bicicleta de Correos al cortejo fúnebre hasta el cementerio. Me escondo detrás de un árbol a cierta distancia de la tumba. La señora Carmody llora y gime. El señor Carmody resuella con aire de incomprensión. El cura recita las oraciones en latín y asperja con agua bendita el ataúd.

Quiero ir a hablar con el cura, con el señor y la señora Carmody. Quiero decirles que soy yo el que ha mandado al infierno a Theresa. Pueden hacerme lo que quieran. Que me insulten. Que me injurien. Que me tiren tierra de la tumba. Pero me quedo escondido detrás del árbol hasta que los miembros del cortejo fúnebre se marchan y los enterradores cubren la tumba.

La escarcha empieza a blanquear la tierra fresca de la tumba y yo pienso en Theresa, que estará fría en el ataúd, con su pelo rojo, con sus ojos verdes. No entiendo los sentimientos que me invaden, pero sé que con todas las personas que se han muerto en mi familia y con todas las que se han muerto en los callejones de mi barrio y con todas las personas que han faltado no había sentido nunca un dolor como éste que tengo en el corazón, y espero no volver a tenerlo.

Está oscureciendo. Salgo del cementerio a pie empujando la bicicleta. Tengo que repartir telegramas.

16

La señora O'Connell me da telegramas para que se los entregue al señor Harrington, el inglés cuya difunta esposa era nacida y criada en Limerick. Los chicos de la oficina de correos dicen que los telegramas de pésame son una pérdida de tiempo. La gente no hace más que llorar y sollozar con su duelo y se piensan que no tienen que darte propina. Te invitan a pasar a ver al difunto y a rezar una oración junto a la cama. Eso no estaría tan mal si te ofrecieran un trago de jerez y un emparedado de jamón. Ah, no, reciben con gusto tu oración, pero tú no eres más que un chico de telégrafos y tienes suerte si te dan una galleta seca. Los chicos mayores de la oficina de correos dicen que tienes que saber jugar bien tus cartas para llevarte propina con un telegrama de pésame. Si te invitan a pasar a rezar una oración tienes que arrodillarte junto al cadáver, dar un hondo suspiro, santiguarte, hundir la frente entre las sábanas para que no te vean la cara, hacer temblar los hombros como si te estuvieses desmayando de dolor, agarrarte a la cama con las dos manos como si tuvieran que arrancarte de allí a la fuerza para que sigas entregando telegramas, procurar que te brillen las mejillas con las lágrimas o untándotelas de saliva, y si después de eso no te dan propina mete la partida siguiente de telegramas por debajo de la puerta o tíralos por el montante y déjalos a solas con su dolor.

No es la primera vez que entrego telegramas en casa de los Harrington. El señor Harrington está siempre de viaje de negocios para la compañía de seguros, y la señora Harrington es generosa con la propina. Pero ahora se ha muerto y es el señor Harrington quien abre la puerta.

Tiene los ojos rojos y está sorbiendo.

—¿Eres irlandés? —me dice.

¿Que si soy irlandés? ¿Qué otra cosa podría ser para estar en este portal de Limerick con una partida de telegramas en la mano?

—Sí, señor.

—Entra —me dice—. Deja los telegramas en el velador del vestíbulo.

Cierra la puerta de la calle, echa la llave y se guarda la llave en el bolsillo. Qué raros son los ingleses, pienso.

—Querrás verla, por supuesto. Querrás ver lo que le ha hecho tu gente con su maldita tuberculosis. Raza de vampiros. Ven conmigo.

Me lleva en primer lugar a la cocina, donde recoge un plato de emparedados de jamón y dos botellas, y después al piso de arriba. La señora Harrington está preciosa en la cama, rubia, rosada, en paz.

—Ésta es mi esposa. Será irlandesa, pero no lo parece, gracias a Dios. Como tú. Irlandés. Te hará falta un trago, por supuesto. Vosotros los irlandeses empináis el codo a cada paso. En cuanto os destetan pedís a voces la botella de whiskey, la pinta de cerveza negra. ¿Qué quieres tomar? ¿Whiskey, jerez?

—Ah, una gaseosa estaría bien.

—Estoy velando a mi esposa, no estoy celebrando la fiesta de los puñeteros cítricos. Te tomarás un jerez. El brebaje de la maldita España católica y fascista.

Me trago el jerez. Me vuelve a llenar el vaso y va a llenarse el suyo de whiskey.

—Maldita sea. Se acabó el whiskey. Espera aquí, ¿me oyes? Voy a la taberna por otra botella de whiskey. Espera a que vuelva. No te muevas de aquí.

Estoy confuso, mareado con el jerez. No sé cómo hay que comportarse con los ingleses en los duelos. «Señora Harrington, está preciosa en la cama. Pero usted es protestante, ya está condenada, en el infierno, como Theresa.

Fuera de la Iglesia no hay salvación, dijo el cura. Espere, quizás pueda salvarle el alma. La bautizaré como católica. Compensaré lo que hice a Theresa. Traeré un poco de agua. Ay, Dios, la puerta está cerrada. ¿Por qué? ¿Es posible que usted no esté muerta de verdad? Me está mirando. ¿Está muerta, señora Harrington? No me da miedo. Tiene la cara helada. Ah, está muerta y bien muerta. La bautizaré con jerez de la maldita España católica y fascista. Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del...».

—¿Qué diablos estás haciendo? Apártate de mi mujer, condenado imbécil papista. ¿Qué ritual irlandés primitivo es éste? ¿La has tocado? ¿La has tocado? Te voy a retorcer ese cuello esmirriado.

—Yo..., yo...

—Habla, mequetrefe, que no sabes ni decir
yo
sin acento irlandés.

—Yo sólo... un poco de jerez para que fuera al cielo.

—¿Al cielo? Vivíamos en el cielo, Ann, nuestra hija Emily y yo. No le vuelvas a poner encima tus manos rosadas de cerdito. Cristo, no lo soporto. Toma, más jerez.

—Ay, no, gracias.

—«Ay, no, gracias». Ese blando lloriqueo celta. A vosotros os encanta el alcohol. Os ayuda a arrastraros y a lloriquear mejor. Quieres comer, por supuesto. Tienes el aspecto derrotado de un
paddy
muerto de hambre. Toma. Jamón. Come.

—Ay, no, gracias.

—«Ay, no, gracias.» Si vuelves a decir eso, te meto el jamón por el culo.

Me tiende un emparedado de jamón, me lo mete en la boca empujándolo con la palma de la mano.

Se derrumba en una silla.

—Ay, Dios, Dios, ¿qué voy a hacer? Tengo que descansar un momento.

Se me revuelve el estómago. Voy corriendo a la ventana, saco la cabeza y vomito. Salta de la silla y se abalanza sobre mí.

—Tú, tú, maldito seas, has vomitado en el rosal de mi esposa.

Me tira un golpe, falla, se cae al suelo. Yo salgo por la ventana, me cuelgo del alféizar. Él se asoma a la ventana, me agarra las manos. Yo me suelto, me caigo en el rosal, caigo entre el emparedado de jamón y el jerez que acabo de vomitar. Las rosas me pinchan, me llenan de rasguños, me he torcido el tobillo. Él está asomado a la ventana, dando voces:

—Vuelve aquí, irlandés canijo.

Dice que me denunciará a la oficina de correos. Me tira la botella de whiskey y me da en la espalda, me suplica:

—¿No puedes velar una hora conmigo?

Me bombardea con copas de jerez, vasos de whiskey, varios emparedados de jamón, objetos diversos del tocador de su mujer, polvos, cremas, cepillos.

Me subo a mi bici y recorro las calles de Limerick haciendo eses, mareado del jerez y del dolor. La señora O'Connell me riñe:

—Siete telegramas a una sola dirección y estás fuera todo el día.

—Estaba..., estaba...

—Estabas. Estabas. Borracho, eso es lo que estabas. Borracho, eso es lo que estás. Apestas a alcohol. Ah, nos hemos enterado. Ha llamado por teléfono ese señor tan agradable, el señor Harrington, un inglés encantador que habla como James Mason. Te deja pasar para que reces una oración por su pobre esposa y cuando menos se lo espera le quitas el jerez y el jamón y te largas por la ventana. Qué disgusto para tu madre, para la que te trajo al mundo.

—Él me obligó a comerme el jamón, a beberme el jerez.

—¿Que te obligó? Jesús, ésta sí que es buena. Que te obligó. El señor Harrington es un inglés refinado y no tiene motivos para mentir, y no queremos tener a gente de tu calaña en esta oficina de correos, a gente que no es capaz de respetar el jerez y el jamón ajenos, de modo que entrega tu cartera de telegramas y tu bicicleta, pues en esta oficina has terminado.

—Pero yo necesito el trabajo. Tengo que ahorrar para ir a América.

—A América. Será un mal día para América cuando dejen entrar a un sujeto como tú.

Voy cojeando por las calles de Limerick. Me gustaría volver y tirar un ladrillo por la ventana del señor Harrington. No. Hay que respetar a los muertos. Cruzaré el puente de Sarsfield y bajaré a la ribera, donde puedo tenderme en alguna parte entre los arbustos. No sé cómo voy a volver a casa y decir a mi madre que he perdido el trabajo. Tengo que ir a casa. Tengo que decírselo. No puedo pasarme toda la noche en la ribera. Estaría loca de preocupación.

BOOK: Las cenizas de Ángela
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