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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Las cenizas de Ángela (57 page)

BOOK: Las cenizas de Ángela
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Yo escribo:

Frank McCourt

Calle Little Barrington, 4

Limerick

Condado de Limerick

Irlanda

Solicito este puesto para poder ascender a lo más alto del escalafón de Easons S.L. gracias a mi perseverancia y ahínco, sabiendo que si mantengo la vista al frente y me protejo los flancos estaré libre de tentaciones y daré prestigio a Easons y a toda Irlanda.

—¿Qué es esto? —me pregunta el señor McCaffrey—. ¿Es que quieres falsear la verdad?

—No lo sé, señor McCaffrey.

—«Calle Little Barrington». Eso es un callejón. ¿Por qué lo llamas calle? Vives en un callejón, no en una calle.

—La llaman calle, señor McCaffrey.

—No te quieras dar importancia, muchacho.

—Oh, no pretendo hacerlo, señor McCaffrey.

—Vives en un callejón, y eso significa que no puedes más que subir en la vida. ¿Entiendes esto, McCourt?

—Sí, señor.

—Tienes que salir del callejón a fuerza de trabajo, McCourt.

—Sí, señor McCaffrey.

—Tienes el aire y la pinta de un chico de callejón, McCourt.

—Sí, señor McCaffrey.

—Tienes el aire del callejón, de arriba abajo. Desde la coronilla hasta la punta de los pies. No intentes engañar al populacho, McCourt. Muy vivo tendrías que andar para engañar a alguien como yo.

—Oh, no lo intentaría, señor McCaffrey.

—Y los ojos. Tienes los ojos muy irritados. ¿Ves bien?

—Sí, señor McCaffrey.

—Sabes leer y escribir, pero ¿sabes sumar y restar?

—Sí, señor McCaffrey.

—Bueno, no sé cuál es la política de la empresa en lo que respecta a los ojos irritados. Tendré que hablar por teléfono con Dublín y enterarme de cuál es la política en lo que respecta a los ojos irritados. Pero tienes letra clara, McCourt. Buen puño. Te contrataremos dejando pendiente la decisión sobre los ojos irritados. El lunes por la mañana. En la estación de ferrocarril, a las seis y media.

—¿De la mañana?

—De la mañana. ¿Es que acaso repartimos los malditos periódicos por la noche?

—No, señor McCaffrey.

—Otra cosa. Distribuimos el
Irish Times,
un periódico protestante, publicado por los masones de Dublín. Lo recogemos en la estación de ferrocarril. Contamos los periódicos. Se los llevamos a los vendedores de prensa. Pero no los leemos. No quiero verte leyéndolos. Podrías perder la fe, y tal como tienes los ojos, podrías perder también la vista. ¿Me has oído, McCourt?

—Sí, señor McCaffrey.

—Nada de leer el
Irish Times,
y cuando entres a trabajar la semana que viene te diré toda la basura inglesa que no has de leer en esta oficina. ¿Me has oído?

—Sí, señor McCaffrey.

La señora O'Connell tiene la boca fruncida y no quiere mirarme. Dice a la señorita Barry:

—He oído decir que cierto advenedizo de los callejones no quiso examinarse para Correos. No era digno de él, supongo.

—Así es —dice la señorita Barry.

—No somos dignos de él, supongo.

—Así es.

—¿Cree que nos dirá por qué no quiso examinarse?

—Oh, puede que nos lo diga si se lo pedimos de rodillas —dice la señorita Barry.

—Quiero ir a América, señora O'Connell —le digo.

—¿Ha oído eso, señorita Barry?

—Sí que lo he oído, señora O'Connell.

—Ha hablado.

—Ha hablado, en efecto.

—Se va a enterar de lo que vale un peine, señorita Barry.

—Sí que se va a enterar, señora O'Connell.

La señora O'Connell habla por encima de mí a los chicos que esperan recoger sus telegramas sentados en el banco.

—Éste es Frankie McCourt, que se cree que Correos no es digno de él.

—Yo no creo eso, señora O'Connell.

—¿Y quién le ha pedido a usted que abra el pico, Excelencia Eminentísima? Es demasiado importante para nosotros, ¿verdad, muchachos?

—Lo es, señora O'Connell.

—Y después de todo lo que hemos hecho por él, de que le diésemos los telegramas que valían buenas propinas, de que lo enviásemos al campo los días buenos, de que lo volviésemos a admitir después de su conducta vergonzosa con el señor Harrington, el inglés, de que no respetase el cuerpo de la pobre señora Harrington, de que se atiborrase de emparedados de jamón, de que se emborrachase como una cuba con el jerez, de que saltase por la ventana y destrozase todos los rosales de los alrededores, de que se presentase aquí haciendo eses, ¿y quién sabe qué más cosas hizo en los dos años que pasó repartiendo telegramas? ¿Quién sabe, verdaderamente? Aunque nosotras algo sabemos, ¿verdad, señorita Barry?

—Sí que lo sabemos, señora O'Connell, aunque son cosas de las que no se puede hablar.

Habla en voz baja con la señorita Barry, y me miran y sacuden la cabeza.

—Es una deshonra para Irlanda y para su pobre madre. Espero que ella no se entere nunca. Pero ¿qué se podría esperar de uno que nació en América, con padre del Norte? Y nosotras que le toleramos todo eso y que volvimos a admitirlo.

Sigue hablando a los chicos del banco por encima de mí:

—Va a trabajar en Easons, va a trabajar para esa banda de masones y de protestantes de Dublín. Correos no es digno de él, pero está preparado y dispuesto a repartir revistas inglesas sucias de todo tipo por todo Limerick. Toda revista que toque será un pecado mortal. Pero ya nos deja, vaya si nos deja, y es un mal día para su pobre madre, que rezó por tener un hijo con derecho a pensión que la cuidase en su vejez. De modo que, toma, aquí tienes tu sueldo y quítate de nuestra vista.

—Es un chico malo, ¿verdad, chicos? —dice la señorita Barry.

—Sí, señorita Barry.

Yo no sé qué decir. No sé qué he hecho de malo. ¿Debo disculparme? ¿Debo despedirme?

Dejo mi cinturón y mi cartera en el escritorio de la señorita O'Connell. Ella me mira fijamente.

—Vete. Vete a tu trabajo en Easons. Vete de entre nosotros. El siguiente, que venga a recoger telegramas.

Se ponen a trabajar de nuevo y yo bajo las escaleras para iniciar la etapa siguiente de mi vida.

17

No sé por qué tuvo que avergonzarme la señora O'Connell delante de todo el mundo, y tampoco creo que Correos ni ninguna otra cosa sea indigna de mí. ¿Cómo iba a serlo, con mi pelo de punta, mi cara salpicada de espinillas, mis ojos rojos que manan líquido amarillo, mis dientes que se me caen por las caries, sin hombros, sin carne en el culo después de recorrer en bicicleta trece mil millas para entregar veinte mil telegramas a todas las puertas de Limerick y de su comarca?

La señora O'Connell dijo hace mucho tiempo que lo sabía todo acerca de todos los chicos de telégrafos. Debe de saber las veces que me he tocado en lo alto de Carrigogunnell mientras las lecheras me contemplaban y los niños pequeños me miraban desde abajo.

Debe de saber lo de Theresa Carmody y el sofá verde, cómo la dejé en pecado y la mandé al infierno, el peor pecado de todos, mil veces peor que lo de Carrigogunnell. Debe de saber que no me he vuelto a confesar después de lo de Theresa, que yo también estoy condenado al infierno.

Ni Correos ni ninguna otra cosa puede ser indigna de una persona capaz de cometer un pecado así.

El tabernero de la taberna de South se acuerda de mí desde los tiempos en que yo me sentaba con el señor Harmon, Bill Galvin, el tío Pa Keating, negro blanco negro. Recuerda a mi padre, cómo se gastaba el sueldo y el paro mientras cantaba canciones patrióticas y pronunciaba discursos desde el banquillo de los acusados como un rebelde condenado a muerte.

—¿Y qué quieres tomar? —dice el tabernero.

—He venido a ver a mi tío Pa Keating para tomarme mi primera pinta.

—Ah, pardiez, ¿es cierto eso? Llegará dentro de un momento, y nada impide que te tire a él su pinta, y quizás te tire a ti tu primera pinta, ¿no?

—Así es, señor.

Llega el tío Pat y me dice que me siente a su lado, junto a la pared. El tabernero trae las pintas, el tío Pa paga, levanta el vaso, dice a los presentes en la taberna:

—Éste es mi sobrino, Frankie McCourt, hijo de Ángela Sheehan, hermana de mi mujer, y se va a tomar su primera pinta; a tu salud y que vivas muchos años, Frankie, que vivas para apreciar las pintas, pero no demasiado.

Los parroquianos levantan las pintas, asienten con la cabeza, beben, y les quedan líneas cremosas en los labios y en los bigotes. Yo doy un gran trago a mi pinta y el tío Pat me dice:

—Despacio, por el amor de Dios, no te lo bebas todo, hay de sobra mientras la familia Guinness siga gozando de prosperidad y de salud.

Yo le digo que quiero invitarlo a una pinta con mi último sueldo de la oficina de correos, pero él me dice:

—No, llévate el dinero a casa y dáselo a tu madre, podrás invitarme a una pinta cuando vuelvas de América con el rubor del éxito y de una rubia ardorosa colgada del brazo.

Los parroquianos de la taberna están hablando del terrible estado del mundo y de cómo, en nombre de Dios, pudo escaparse Hermann Goering del verdugo una hora antes de que lo fueran a ahorcar. Los yanquis están declarando allí en Nuremberg que no saben cómo tenía escondida esa pastilla el hijo de puta del nazi. ¿La llevaría en el oído?, ¿en la nariz?, ¿en el culo? Seguro que los yanquis registraban hasta el más mínimo rincón y agujero de los nazis que cogían prisioneros, pero Hermann los dejó con un palmo de narices. Ya ves. Eso te demuestra que podrán cruzar el Atlántico, desembarcar en Normandía, bombardear Alemania hasta borrarla de la faz de la tierra, pero a la hora de la verdad no son capaces de encontrar una pastillita escondida en los recovecos del culo gordo de Goering.

El tío Pa me invita a otra pinta. Me resulta más difícil bebería porque me llena y me hincha el vientre. Los parroquianos hablan de los campos de concentración y de los pobres judíos que no habían hecho mal a nadie, «hombres, mujeres, niños, amontonados en hornos, niños, ¿qué te parece?, ¿qué daño podían hacer, zapatitos esparcidos por todas partes, amontonados?», y la taberna se vuelve nebulosa y las voces se vuelven confusas.

—¿Estás bien? —me pregunta el tío Pat—. Estás blanco como el papel.

Me lleva al retrete, y los dos echamos una larga meada contra la pared, que no deja de moverse. No puedo volver a entrar en la taberna, con el humo de tabaco, la Guinness rancia, el culo gordo de Goering, los zapatitos esparcidos, no puedo volver a entrar, buenas noches, tío Pa, gracias, y él me dice que me vaya derecho a casa con mi madre, derecho a casa, ah, él no sabe nada de la excitación en el altillo ni de la excitación en el sofá verde, ni que estoy en tal estado de condenación que si me muriera ahora llegaría al infierno en un abrir y cerrar de ojos.

El tío Pa vuelve a su pinta. Yo he salido a la calle O'Connell, ¿y por qué no recorro los pocos pasos que me separan de los jesuitas y les cuento todos mis pecados esta última noche que tendré quince años? Toco el timbre en la residencia de los sacerdotes y sale un hombre grande.

—¿Sí?

—Quiero confesarme, padre —le digo.

—No soy sacerdote —dice él—. No me llames padre. Soy hermano.

—Está bien, hermano. Quiero confesarme antes de cumplir los dieciséis años mañana. Quiero estar en gracia de Dios en mi cumpleaños.

—Vete de aquí —dice—. Estás borracho. Un niño como tú, borracho como un odre, llamando a estas horas para pedir un sacerdote. Vete de aquí, o llamo a los guardias.

—Ay, no. Ay, no. Sólo quiero confesarme. Estoy condenado.

—Estás borracho y no tienes un arrepentimiento sincero.

Me cierra la puerta en las narices. Otra puerta que me cierran en las narices, pero mañana cumplo dieciséis años, y vuelvo a llamar. El hermano abre la puerta, me hace girar sobre mí mismo, me da una patada en el culo y me hace bajar las escaleras a trompicones.

—Como vuelvas a llamar a ese timbre, te rompo la mano —me dice.

Los hermanos jesuitas no deberían hablar así. Deberían ser como Nuestro Señor y no ir por el mundo amenazando a la gente con romperles las manos.

Estoy mareado. Iré a casa a acostarme. Me agarro a los pasamanos por la calle Barrington y me apoyo en la pared cuando bajo por el callejón. Mamá está junto al fuego fumándose un Woodbine, mis hermanos están arriba, en la cama.

—Bonita manera de llegar a casa —me dice.

Me cuesta trabajo hablar, pero le digo que me he tomado mi primera pinta con el tío Pa. No está mi padre para invitarme a mi primera pinta.

—Tu tío Pa debería tener más sentido común.

Me acerco tambaleándome a una silla, y ella me dice:

—Igual que tu padre.

Yo intento controlar el movimiento de mi lengua en mi boca.

—Prefiero ser, prefiero ser, prefiero ser como mi padre a ser como Laman Griffin.

Ella aparta la vista de mí y mira las cenizas del fogón, pero yo no quiero dejarla en paz porque me he tomado la pinta, dos pintas, y mañana cumplo dieciséis años, soy un hombre.

—¿Me has oído? Prefiero ser como mi padre a ser como Laman Griffin.

Ella se pone de pie y me mira.

—Cuidado con esa lengua —me dice.

—Ten tú cuidado con esa cochina lengua.

—No me hables de ese modo. Soy tu madre.

—Te hablaré como me dé la puñetera gana.

—Tienes una boca como la de un recadero.

—¿Ah, sí?, ¿ah, sí? Bueno, pues prefiero ser un recadero a parecerme a Laman Griffin, ese borracho lleno de mocos en su altillo, donde espera a que suban otros con él.

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