Las cenizas de Ángela (60 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: Las cenizas de Ángela
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No dejo de leer el
Irish Times
y me pregunto si estoy corriendo peligro de pecado, pero me da igual. Desde que sé que Theresa Carmody está en el cielo y ya no tose, ya no me confieso. Leo el
Irish Times
y el
Times
de Londres, porque éste me dice a qué se dedica el Rey cada día y qué hacen Isabel y Margarita.

Leo las revistas femeninas inglesas por todos los artículos sobre cocina y por las respuestas a los consultorios femeninos. Peter y Eamon adoptan acentos ingleses y fingen leer revistas femeninas inglesas.

—Querida señorita Hope —dice Peter—: salgo con un tipo de Irlanda que se llama McCaffrey y no deja de meterme mano y me aprieta la cosa contra el ombligo, y estoy loca porque no sé qué hacer. Señorita Lulu Smith, Yorkshire.

—Querida Lulu —dice Eamon—: si ese tal McCaffrey es tan alto que te aprieta el pijo contra el ombligo, te recomiendo que te busques a un hombre más pequeño que te lo meta entre las piernas. Seguro que podrás encontrar a un hombre decente y bajito en Yorkshire.

—Querida señorita Hope: tengo trece años y soy morena, y me pasa una cosa terrible y no se lo puedo decir a nadie, ni siquiera a mi madre. Sangro cada pocas semanas por ya sabe dónde, y tengo miedo de que me descubran. Señorita Agnes Tripple, Little Biddle-on-the-Twiddle, Devon.

—Querida Agnes: hay que darte la enhorabuena. Ya eres mujer y puedes hacerte la permanente, porque tienes el mes. No tengas miedo al mes, pues todas las inglesas lo tienen. Es un don de Dios para purificarnos y para que podamos tener hijos más fuertes para el Imperio, soldados para mantener a raya a los irlandeses. En algunas partes del mundo consideran impuras a las mujeres cuando tienen el mes, pero nosotros los británicos queremos a nuestras mujeres cuando tienen el mes, desde luego que sí.

En la primavera llega un recadero nuevo y yo vuelvo a la oficina. Peter y Eamon acaban marchándose a Inglaterra. Peter está harto de Limerick, no hay chicas y no te queda más que tocarte, pajas, pajas, pajas, es lo único que hacemos en Limerick. Llegan chicos nuevos. Yo soy el más antiguo, y el trabajo es más fácil, porque soy rápido y cuando el señor McCaffrey sale en la furgoneta y he terminado de trabajar leo las revistas y los periódicos ingleses, irlandeses, americanos. Sueño con América día y noche.

Malachy va a Inglaterra a trabajar en un internado de niños católicos ricos, y allí está alegre y sonriente como si fuera igual a cualquier niño de la escuela, y todo el mundo sabe que cuando trabajas en un internado inglés debes llevar la cabeza baja y arrastrar los pies como corresponde a un criado irlandés como Dios manda. Lo despiden por su manera de comportarse, y Malachy les dice que le pueden besar el real culo irlandés, y ellos dicen que esa manera de hablar tan sucia y esa conducta eran de esperar. Encuentra trabajo en la Fábrica de Gas de Coventry, echando carbón en los hornos a paletadas, igual que el tío Pa Keating; echa carbón a paletadas y espera el día en que podrá irse a América siguiendo mis pasos.

18

Tengo diecisiete años, dieciocho, para cumplir diecinueve, trabajo en Easons, escribo cartas amenazadoras para la señora Finucane, que dice que no le queda mucho tiempo en este mundo y que cuantas más misas digan por su alma más tranquila se quedará. Mete dinero en sobres y me manda a todas las iglesias de la ciudad para que llame a la puerta de los curas y les entregue los sobres con el encargo de las misas. Quiere que recen por ella todos los curas, menos los jesuitas.

—No sirven para nada —dice ella—, son todo cabeza y no tienen corazón. Eso es lo que deberían tener escrito en el dintel de la puerta en latín, y yo no voy a darles ni un penique, porque cada penique que das a un jesuita se gasta en un libro caro o en una botella de vino.

Ella envía el dinero, espera que le digan las misas, pero nunca está segura, y si ella no está segura, ¿por qué voy a entregar yo todo ese dinero a los curas cuando yo necesito el dinero para irme a América? Y si me guardo algunas libras y las ingreso en la Caja Postal, ¿quién se va a enterar? Y si rezo una oración por la señora Finucane y enciendo velas por su alma cuando se muera, ¿no me escuchará Dios, aunque yo sea un pecador que hace mucho tiempo que no se confiesa?

Dentro de un mes cumpliré diecinueve años. Sólo me faltan algunas libras para pagarme el pasaje y algunas libras más para tener en el bolsillo cuando desembarque en América.

La noche del viernes anterior al día en que cumplo diecinueve años la señora Finucane me manda a traer el jerez. Cuando vuelvo, está muerta en la silla, con los ojos muy abiertos, y con su monedero en el suelo muy abierto. No me atrevo a mirarla, pero cojo un fajo de billetes. Diecisiete libras. Cojo la llave del baúl de arriba. Cojo cuarenta de las cien libras que hay en el baúl, y me llevo también el libro de cuentas. Sumando esto a lo que tengo en la Caja Postal, ya tengo bastante para ir a América. Cuando salgo me llevo la botella de jerez para que no se eche a perder.

Me siento junto al río Shannon, cerca de los diques secos, y bebo tragos del jerez de la señora Finucane. En el libro de cuentas figura el nombre de la tía Aggie. Debe nueve libras. Puede que fuera el dinero que se gastó en mis ropas hace mucho tiempo, pero ahora ya no tendrá que pagarlo porque yo arrojo al río el libro de cuentas. Siento que nunca podré decir a la tía Aggie que le he ahorrado nueve libras. Siento haber escrito cartas amenazadoras a los pobres de los callejones de Limerick, mi propia gente, pero el libro de cuentas ha desaparecido, nadie sabrá nunca cuánto deben y ellos no tendrán que pagar los saldos pendientes. Me gustaría poder decirles que soy su Robin Hood.

Otro trago de jerez. Dejaré una libra o dos para encargar una misa por el alma de la señora Finucane. Su libro de cuentas ya baja por el Shannon y se dirige al Atlántico, y yo sé que seguiré su camino algún día, dentro de poco tiempo.

El hombre de la agencia de viajes de O'Riordan dice que no puede facilitarme el viaje a América en avión a no ser que me vaya primero a Londres, lo que me costaría una fortuna. Puede darme pasaje en un barco llamado
Irish Oak,
que zarpará de Cork dentro de unas semanas.

—Nueve días de navegación —me dice—, en septiembre, octubre, la mejor época del año, camarote propio, trece pasajeros, comida de la mejor, como unas vacaciones para ti, y te costará cincuenta y cinco libras, ¿las tienes?

—Las tengo.

Digo a mamá que me marcharé dentro de unas semanas y ella se echa a llorar.

—¿Nos iremos todos algún día? —dice Michael.

—Sí.

Alphie dice:

—¿Me mandarás un sombrero de vaquero y esa cosa que la tiras y vuelve?

Michael le dice que eso es un bumerán, y que para encontrarlo hay que irse a Australia, que en América no los hay.

Alphie dice que en América se pueden encontrar, claro que sí, y los dos discuten acerca de América, de Australia y de los bumeranes, hasta que mamá dice:

—Por el amor de Dios, tu hermano nos deja y los dos os ponéis a reñir por los bumeranes. ¿Queréis dejarlo?

Mamá dice que tendremos que hacer una pequeña fiesta la noche anterior a mi partida. Antiguamente solían hacer fiestas cuando alguien partía para América, que estaba tan lejos que las fiestas se llamaban velatorios americanos, porque la familia no esperaba volver a ver en su vida al que partía. Dice que es una pena que Malachy no pueda volver de Inglaterra, pero todos estaremos juntos algún día en América, con la ayuda de Dios y de Su Santa Madre.

Los días que tengo libres en el trabajo me paseo por Limerick y contemplo todos los sitios donde hemos vivido, la calle Windmill, la calle Hartstonge, el callejón Roden, la carretera de Rosbrien, la calle Little Barrington, que en realidad es un callejón. Me quedo mirando la casa de Theresa Carmody hasta que sale la madre de ella y me pregunta qué quiero. Me siento junto a las tumbas de Oliver y de Eugene en el antiguo cementerio de San Patricio y voy al cementerio de San Lorenzo, al otro lado de la carretera, donde está enterrada Theresa. Vaya donde vaya, oigo las voces de los muertos, y me pregunto si podrán seguirme hasta el otro lado del Océano Atlántico.

Quiero que se me queden grabadas en la mente las imágenes de Limerick por si no vuelvo nunca. Me siento en la iglesia de San José y en la iglesia de los redentoristas y me digo a mí mismo que debo mirarlo todo bien, porque quizás no lo vuelva a ver nunca. Bajo por la calle Henry a despedirme de San Francisco, aunque sé que podré hablar con él en América.

Ahora hay días en que no quiero irme a América. Me dan ganas de ir a la agencia de viajes de O'Riordan y recuperar mis cincuenta y cinco libras. Podría esperar a tener veintiún años para que Malachy se viniera conmigo, y entonces conocería al menos a una persona en Nueva York. Tengo sensaciones extrañas, y algunas veces, sentado junto al fuego con mamá y con mis hermanos, siento que se me saltan las lágrimas y me avergüenzo de mí mismo por ser tan débil. Al principio, mamá se ríe y me dice que debo de tener la vejiga cerca de los ojos, pero después dice Michael:

—Todos iremos a América, papá estará allí, Malachy estará allí y estaremos todos juntos.

Y entonces se le saltan las lágrimas a ella y los cuatro, allí sentados, lloramos como idiotas.

Mamá dice que es la primera vez que hemos celebrado una fiesta en la vida, y que es bien triste celebrarla cuando los hijos de una se le marchan uno a uno, Malachy a Inglaterra, Frank a América. Ahorra algunos chelines de lo que gana cuidando al señor Sliney y compra pan, jamón, chicharrones, queso, gaseosa y algunas botellas de cerveza negra. El tío Pa Keating trae cerveza negra, whiskey y un poco de jerez para la tía Aggie, que tiene el estómago delicado, y ésta trae una tarta que ha preparado ella misma, repleta de pasas de corinto y de uvas pasas. El Abad trae seis botellas de cerveza negra y dice:

—No te preocupes, Frankie, podéis beber todos mientras me quede a mí una botella o dos para ayudarme a cantar mi canción.

Canta
El camino de Rasheen.
Levanta su cerveza negra, cierra los ojos y le sale la canción como un quejido agudo. La letra no tiene sentido, y todos nos preguntamos por qué le saltan las lágrimas de los ojos cerrados. Alphie me pregunta en voz baja:

—¿Por qué llora por una canción que no tiene sentido?

—No lo sé.

El Abad termina su canción, abre los ojos, se seca las mejillas y nos dice que es una canción triste que habla de un muchacho irlandés que se fue a América y lo mataron a tiros unos gángsteres, y se murió antes de que pudiera asistirlo un cura, y me dice que procure que no me peguen un tiro si no estoy cerca de un cura.

El tío Pa dice que es la canción más triste que ha oído en su vida, y pregunta si podríamos oír algo más animado. Se lo pide a mamá, y ella dice:

—Ay, no, Pa, seguro que no tengo fuelle.

—Vamos, Ángela, vamos. Todos a una, que sólo se oiga una voz.

—Está bien. Lo intentaré.

Todos cantamos el estribillo de la canción triste de mamá:

El amor de una madre es una bendición

Vayas por donde vayas.

Cuídala mientras la tengas,

La echarás de menos cuando falte.

El tío Pa dice que esta canción es peor que la anterior, y que estamos convirtiendo esta noche en un verdadero velatorio, que si nadie canta una canción que anime el ambiente él tendrá que darse a la bebida por la tristeza.

—Ay, Dios —dice la tía Aggie—, se me olvidaba. Afuera hay un eclipse de luna ahora mismo.

Salimos al callejón y contemplamos cómo desaparece la luna detrás de una sombra negra y redonda.

—Es un presagio muy bueno para tu partida a América, Frankie —dice el tío Pa.

—No —dice la tía Aggie—, es mal presagio. He leído en el periódico que la luna está ensayando para el fin del mundo.

—Oh, el fin del mundo, y una mierda —dice el tío Pa—. Esto es un comienzo para Frankie McCourt. Volverá dentro de unos años con un traje nuevo y con grasa encima de los huesos, como cualquier yanqui, y con una muchacha preciosa con los dientes blancos colgada del brazo.

—Ay, no, Pa, ay, no —dice mamá, y la hacen entrar en casa y la consuelan con un trago de jerez de España.

Está cayendo la noche cuando el
Irish Oak
zarpa de Cork y pasa por delante de Kinsale y del cabo Clear, y es noche cerrada cuando se ven centellear las luces del promontorio Mizen, la última tierra irlandesa que veré hasta Dios sabe cuándo.

Sin duda debería haberme quedado, haberme examinado para Correos, haber subido en el mundo. Podría haber traído a casa el dinero suficiente para que Michael y Alphie fueran a la escuela con zapatos como Dios manda y con los estómagos bien llenos. Podríamos habernos mudado de un callejón a una calle, o incluso a una avenida de casas con jardín. Debería haber hecho ese examen, para que mamá no tuviese que volver a limpiar los orinales del señor Sliney ni de nadie.

Ya es demasiado tarde. Estoy a bordo del barco e Irlanda se queda atrás y se pierde en la noche, y es una tontería que me quede en esta cubierta mirando atrás y pensando en mi familia, en Limerick, en Malachy y en mi padre, que está en Inglaterra, y es una tontería aún mayor que me vengan a la cabeza canciones, Roddy McCorley va a morir, y mamá canta, ahogándose, «Oh, las noches de los bailes de Kerry», mientras el pobre señor Clohessy tose en la cama, y ahora quiero que me devuelvan a Irlanda, allí al menos tenía a mamá y a mis hermanos y a la tía Aggie, por mala que fuera, y al tío Pa, que me invitó a mi primera pinta, y tengo la vejiga cerca de los ojos, y hay un cura a mi lado en la cubierta y se ve que siente curiosidad por mí.

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