Las ciudades invisibles (9 page)

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Authors: Italo Calvino

Tags: #Fantástico, Relato

BOOK: Las ciudades invisibles
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VIII

A los pies del trono del Gran Kan se extendía un pavimento de mayólica. Marco Polo, informador mudo, exhibía el muestrario de las mercancías traídas de sus viajes a los confines del imperio: un yelmo, una conchilla, un coco, un abanico. Disponiendo en cierto orden los objetos sobre las baldosas blancas y negras y desplazándolos uno tras otro con movimientos estudiados, el embajador trataba de representar a los ojos del monarca las vicisitudes de su viaje, el estado del imperio, las prerrogativas de las remotas cabezas de distrito.

Kublai era un atento jugador de ajedrez; siguiendo los gestos de Marco observaba que ciertas piezas implicaban o excluían la vecindad de otras piezas y se desplazaban según ciertas líneas. Desentendiéndose de la variedad de formas de los objetos, definía el modo de disponerse los unos respecto de los otros sobre el pavimento de mayólica. Pensó: «Si cada ciudad es como una partida de ajedrez, el día que llegue a conocer sus reglas poseeré finalmente mi imperio, aunque jamás consiga conocer todas las ciudades que contiene».

En el fondo, era inútil que Marco para hablarle de sus ciudades recurriese a tantas zarandajas: bastaba un tablero de ajedrez con sus piezas de formas exactamente clasificables. A cada pieza se le podía atribuir cada vez un significado apropiado: un caballo podía representar tanto un verdadero caballo como un cortejo de carrozas, un ejército en marcha, un monumento ecuestre; y una reina podía ser una dama asomada al balcón, una fuente, una iglesia de cúpula puntiaguda, una planta de membrillo.

Al volver de su última misión, Marco Polo encontró al Kan esperándolo sentado delante de un tablero de ajedrez. Con un gesto lo invitó a sentarse frente a él y a describirle con la sola ayuda del juego las ciudades que había visitado. El veneciano no se desanimó. El ajedrez del Gran Kan tenía grandes piezas de marfil pulido: disponiendo sobre el tablero torres amenazadoras y caballos espantadizos, agolpando enjambres de peones, trazando caminos rectos u oblicuos como el paso majestuoso de la reina, Marco recreaba las perspectivas y los espacios de ciudades blancas y negras en las noches de luna.

Al contemplar estos paisajes esenciales, Kublai reflexionaba sobre el orden invisible que rige las ciudades, las reglas a las que responde su surgir y cobrar forma y prosperar y adaptarse a las estaciones y marchitarse y caer en ruinas. A veces le parecía que estaba a punto de descubrir un sistema coherente y armonioso por debajo de las infinitas deformidades y desarmonías, pero ningún modelo resistía la comparación con el juego de ajedrez. Quizá, en vez de afanarse por evocar con el magro auxilio de las piezas de marfil visiones de todos modos destinadas al olvido, bastaba jugar una partida según las reglas, y contemplar cada estado sucesivo del tablero como una de las innumerables formas que el sistema de las formas compone y destruye.

En adelante Kublai Kan no tenía necesidad de enviar a Marco Polo a expediciones lejanas: lo retenía jugando interminables partidas de ajedrez.

El conocimiento del imperio estaba escondido en el diseño trazado por los saltos espigados del caballo, por los pasajes en diagonal que se abren a las incursiones del alfil, por el paso arrastrado y cauto del rey y del humilde peón, por las alternativas inexorables de cada partida.

El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego: pero ahora era el porqué del juego lo que se le escapaba. El fin de cada partida es una victoria o una pérdida: ¿pero de qué? ¿Cuál era la verdadera apuesta? En el jaque mate, bajo el pie del rey destituido por la mano del vencedor, queda un cuadrado negro o blanco. A fuerza de descarnar sus conquistas para reducirlas a la esencia, Kublai había llegado a la operación extrema: la conquista definitiva, de la cual los multiformes tesoros del imperio no eran sino apariencias ilusorias, se reducía a una tesela de madera cepillada: la nada…

Las ciudades y el nombre. 5

Irene es la ciudad que se asoma al borde del altiplano a la hora en que las luces se encienden y en el aire límpido se ve allá en el fondo la rosa del poblado: donde es más densa de ventanas, donde ralea en senderos apenas iluminados, donde amontona sombras de jardines, y levanta torres con luces de señales; y si la noche es brumosa, un esfumado claror se hincha como una esponja lechosa al pie de las caletas.

Los viajeros del altiplano, los pastores con los rebaños trashumantes, los pajareros que vigilan sus redes, los ermitaños que recogen raíces, todos miran hacia abajo y hablan de Irene. El viento trae a veces una música de bombos y trompetas, el chisporroteo de los disparos en las luces de una fiesta; a veces el desgranar de la metralla, la explosión de un polvorín en el cielo amarillo de los fuegos encendidos por la guerra civil. Los que miran desde arriba hacen conjeturas acerca de lo que está sucediendo en la ciudad, se preguntan si estaría bien o mal encontrarse en Irene esa noche. No es que tengan intención de ir —y de todos modos los caminos que bajan al valle son malos— pero Irene imanta miradas y pensamientos del que está allá en lo alto.

Llegado a este punto Kublai Kan espera que Marco hable de una Irene como se ve desde adentro. Y Marco no puede hacerlo: qué es la ciudad que los del altiplano llaman Irene, no ha conseguido saberlo; por lo demás poco importa: si se la viera estando en medio sería otra ciudad; Irene es un nombre de ciudad de lejos, y si uno se acerca, cambia.

La ciudad, para el que pasa sin entrar, es una, y otra para el que está preso de ella y no sale; una es la ciudad a la que se llega la primera vez, otra la que se deja para no volver; cada una merece un nombre diferente; quizá de Irene he hablado ya bajo otros nombres; quizá no he hablado sino de Irene.

Las ciudades y los muertos. 4

Lo que hace a Argia diferente de las otras ciudades es que en vez de aire tiene tierra. La tierra cubre completamente las calles, las habitaciones están llenas de arcilla hasta el cielo raso, sobre las escaleras se apoya otra escalera en negativo, encima de los techos de las casas pesan estratos de terreno rocoso como cielos con nubes. Si los habitantes pueden dar vueltas por la ciudad ensanchando las galerías de los gusanos y las fisuras por las que se insinúan las raíces, no lo sabemos: la humedad demuele los cuerpos y les deja pocas fuerzas; conviene que se queden quietos y tendidos, tan oscuro está.

De Argia, desde aquí arriba, no se ve nada; hay quien dice: «Está allá abajo» y no queda sino creerlo; los lugares están desiertos. De noche, apoyando la oreja en el suelo, a veces se oye una puerta que golpea.

Las ciudades y el cielo. 3

El que llega a Tecla poco ve de la ciudad, detrás de las cercas de tablas, los abrigos de arpillera, los andamios, las armazones metálicas, los puentes de madera colgados de cables o sostenidos por caballetes, las escalas de cuerda, los esqueletos de alambre. A la pregunta: ¿Por qué la construcción de Tecla se hace tan larga?, los habitantes, sin dejar de levantar cubos, de bajar plomadas, de mover de arriba abajo largos pinceles:

—Para que no empiece la destrucción —responden. E interrogados sobre si temen que apenas quitados los andamios la ciudad empiece a resquebrajarse y hacerse pedazos, añaden con prisa, en voz baja—: No sólo la ciudad.

Si, insatisfecho con la respuesta, alguno apoya el ojo en la rendija de una empalizada, ve grúas que suben otras grúas, armazones que cubren otras armazones, vigas que apuntalan otras vigas.

—¿Qué sentido tiene este construir? —pregunta—. ¿Cuál es el fin de una ciudad en construcción sino una ciudad? ¿Dónde está el plano que siguen, el proyecto?

—Te lo mostraremos apenas termine la jornada; ahora no podemos interrumpir —responden.

El trabajo cesa al atardecer. Cae la noche sobre la obra en construcción. Es una noche estrellada.

—Éste es el proyecto —dicen.

Las ciudades continuas. 2

Si al tocar tierra en Trude no hubiese leído el nombre de la ciudad escrito en grandes letras, hubiera creído llegar al mismo aeropuerto del que partiera. Los suburbios que tuve que atravesar no eran distintos de aquellos otros, con las mismas casas amarillentas y verdosas. Siguiendo las mismas flechas se contorneaban los mismos canteros de las mismas plazas. Las calles del centro exponían mercancías embalajes enseñas que no cambiaban en nada. Era la primera vez que iba a Trude, pero conocía ya el hotel donde acerté a alojarme; ya había oído y dicho mis diálogos con compradores y vendedores de chatarra; otras jornadas iguales a aquélla habían terminado mirando a través de los mismos vasos los mismos ombligos ondulantes.

¿Por qué venir a Trude?, me preguntaba. Y ya quería irme.

—Puedes remontar el vuelo cuando quieras —me dijeron—, pero llegarás a otra Trude, igual punto por punto; el mundo está cubierto por una única Trude que no empieza ni termina, sólo cambia el nombre del aeropuerto.

Las ciudades escondidas. 1

En Olinda, el que va con una lupa y busca con atención puede encontrar en alguna parte un punto no más grande que una cabeza de alfiler donde, mirando con un poco de aumento, se ven dentro los techos las antenas las claraboyas los jardines los tazones de las fuentes, las rayas de las calzadas, los quioscos de las plazas, la pista para las carreras de caballos. Ese punto no se queda ahí: después de un año se lo encuentra grande como medio limón, después como un hongo políporo, después como un plato de sopa. Y entonces se convierte en una ciudad de tamaño natural, encerrada dentro de la ciudad de antes: una nueva ciudad que se abre paso en medio de la ciudad de antes y la empuja hacia afuera.

Olinda no es, desde luego, la única ciudad que crece en círculos concéntricos, como los troncos de los árboles que cada año aumentan un anillo. Pero a las otras ciudades les queda en el medio el viejo recinto amurallado, ceñidísimo, bien apretado, del que brotan resecos los campanarios las torres los tejados las cúpulas, mientras los barrios nuevos se desparraman alrededor como saliendo de un cinturón que se desata. En Olinda no: las viejas murallas se dilatan, llevándose consigo los barrios antiguos, que crecen en los confines de la ciudad, manteniendo las proporciones en un horizonte más ancho; éstos circundan barrios un poco menos viejos, aunque de perímetro mayor y afinados para dejar sitio a los más recientes que empujan desde adentro; y así hasta el corazón de la ciudad: una Olinda completamente nueva que en sus dimensiones reducidas conserva los rasgos y el flujo de linfa de la primera Olinda y de todas las Olindas que han brotado una de la otra; y dentro de ese círculo más interno ya brotan —pero es difícil distinguirlas— la Olinda venidera y aquellas que crecerán a continuación.

… El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego: pero ahora era el porqué del juego lo que se le escapaba. El fin de cada partida es una ganancia o una pérdida; ¿pero de qué? ¿Cuál era la verdadera apuesta? En el jaque mate, bajo el pie del rey destituido por la mano del vencedor, queda un cuadrado negro o blanco. A fuerza de descarnar sus conquistas para reducirlas a la esencia, Kublai había llegado a la operación extrema: la conquista definitiva, de la cual los multiformes tesoros del imperio no eran sino apariencias ilusorias, se reducía a una tesela de madera cepillada.

Entonces Marco Polo habló:

—Tu tablero, sir, es una taracea de dos maderas: ébano y arce. La tesela sobre la cual se fija tu mirada luminosa fue tallada en un estrato del tronco que creció un año de sequía: ¿ves cómo se disponen las fibras? Aquí se distingue un nudo apenas insinuado: una yema trató de despuntar un día de primavera precoz, pero la helada de la noche la obligó a desistir. —El Gran Kan no se había dado cuenta hasta entonces de que el extranjero supiera expresarse con tanta fluidez en su lengua, pero no era esto lo que le pasmaba—. Aquí hay un poro más grande: tal vez fue el nido de una larva; no de carcoma, porque apenas nacido hubiera seguido cavando, sino de un brugo que royó las hojas y fue la causa de que se eligiera el árbol para talarlo… Este borde lo talló el ebanista con la gubia para que se adhiriera al cuadrado vecino, más saliente…

La cantidad de cosas que se podían leer en un trocito de madera liso y vacío abismaba a Kublai; ya Polo le estaba hablando de los bosques de ébano, de las balsas de troncos que descienden los ríos, de los atracaderos, de las mujeres en las ventanas…

IX

El Gran Kan posee un atlas donde todas las ciudades del imperio y de los reinos circunvecinos están dibujadas palacio por palacio y calle por calle, con los muros, los ríos, los puentes, los puertos, las escolleras. Sabe que de los informes de Marco Polo es inútil esperar noticias de aquellos lugares que por lo demás conoce bien: cómo en Cambaluc, capital de la China, hay tres ciudades cuadradas, una dentro de la otra, con cuatro templos cada una y cuatro puertas que se abren según las estaciones; cómo en la isla de Java se enfurece el rinoceronte y hace estragos cargando con su cuerno asesino; cómo se pescan las perlas en el fondo del mar, en las costas de Malabar.

Kublai pregunta a Marco:

—Cuando regreses al Poniente, ¿repetirás a tu gente los mismos relatos que me haces a mí?

—Yo hablo, hablo —dice Marco— pero el que me escucha retiene sólo las palabras que espera. Una es la descripción del mundo a la que prestas oídos benévolos, otra la que dará la vuelta de los corrillos de descargadores y gondoleros en los muelles de mi casa el día de mi regreso, otra la que podría dictar a avanzada edad, si cayera prisionero de piratas genoveses y me pusieran al cepo en la misma celda junto con un escritor de novelas de aventuras. Lo que comanda el relato no es la voz: es el oído.

—A veces me parece que tu voz me llega de lejos, mientras soy prisionero de un presente vistoso e invivible en que todas las formas de convivencia humana han llegado a un extremo de su ciclo y no es posible imaginar qué nuevas formas adoptarán. Y escucho por tu voz las razones invisibles de que vivían las ciudades y por las cuales, quizá, después de muertas, revivirán.

El Gran Kan posee un atlas cuyos dibujos figuran el orbe terráqueo todo entero y continente por continente, los confines de los reinos más lejanos, las rutas de los navíos, los contornos de las costas, los planos de las metrópolis más ilustres y de los puertos más opulentos. Hojea los mapas bajo los ojos de Marco Polo para poner a prueba su saber. El viajero reconoce Constantinopla en la ciudad que corona desde tres orillas un largo estrecho, un golfo delgado y un mar cerrado; recuerda que Jerusalén está asentada sobre dos colinas, de altura desigual y frente a frente; no vacila en señalar Samarcanda y sus jardines.

Para otras ciudades recurre a descripciones transmitidas de boca en boca, o se lanza a adivinar basándose en escasos indicios: así Granada, irisada perla de los Califas, Lübeck atildado puerto boreal, Tombuctú negra de ébano y blanca de marfil, París donde millones de hombres vuelven a casa todos los días empuñando una barra de pan. En miniaturas coloreadas el atlas representa lugares habitados de forma insólita: un oasis escondido en un pliegue del desierto del cual asoman sólo las copas de las palmeras es de seguro Nefta; un castillo entre las arenas movedizas y las vacas que pacen en prados salados por la marea no puede dejar de recordar el Monte Saint Michel; y no puede ser sino Urbino un palacio que más que surgir entre las murallas de una ciudad contiene una ciudad entre sus murallas.

El atlas representa también ciudades de las que ni Marco ni los geógrafos saben si existen y dónde están, pero que no podían faltar entre las formas de ciudades posibles: una Cuzco de planta irradiada y multidividida que refleja el orden perfecto de los cambios, una México verdeante sobre el lago dominado por el palacio de Moctezuma, una Nóvgorod de cúpulas bulbosas, una Lhasa que levanta blancos tejados sobre el techo nublado del mundo. Aun para ellas dice Marco un nombre, no importa cuál, y bosqueja un itinerario para llegar. Se sabe que los nombres de los lugares cambian tantas veces como lenguas extranjeras hay; y que a cada lugar puede llegar desde otros lugares, por los caminos y las rutas más diversos, quien cabalga, viaja en carreta, rema, vuela.

—Me parece que reconoces mejor las ciudades en el atlas que cuando las visitas en persona —dice a Marco el emperador cerrando el libro de golpe.

Y Polo:

—Viajando uno se da cuenta de que las diferencias se pierden: cada ciudad se va pareciendo a todas las ciudades, los lugares intercambian forma orden distancias, un polvillo informe invade los continentes. Tu atlas guarda intactas las diferencias: ese surtido de cualidades que son como las letras del nombre.

El Gran Kan posee un atlas en el cual están reunidos los mapas de todas las ciudades: las que elevan sus murallas sobre firmes cimientos, las que cayeron en ruinas y fueron tragadas por la arena, las que existirán un día y en cuyo lugar por ahora sólo se abren las madrigueras de las liebres.

Marco Polo hojea los mapas, reconoce Jericó, Ur, Cartago, indica los atracaderos en la desembocadura del Escamandro donde las naves aqueas esperaron durante diez años el reembarco de los sitiadores, hasta que el caballo clavijero de Ulises fue arrastrado a fuerza de cabrestantes por la Puerta Escea. Pero hablando de Troya, le daba por atribuirle la forma de Constantinopla y prever el asedio con que durante largos meses la cercaría Mahoma quien, astuto como Ulises, habría hecho remolcar las naves por la noche aguas abajo, desde el Bósforo hasta el Cuerno de Oro, contorneando Pera y Gálata. Y de la mezcla de aquellas dos ciudades resultaba una tercera, que podría llamarse San Francisco y tender puentes larguísimos y livianos sobre la Puerta de Oro y sobre la bahía, y hacer trepar tranvías de cremallera por calles en pendiente, y florecer como capital del Pacífico de allí a un milenio, después del largo asedio de trescientos años que llevaría a la raza de los amarillos y los negros y los pieles rojas a fundirse con la progenie superviviente de los blancos en un imperio más vasto que el del Gran Kan.

El atlas tiene esta virtud: revela la forma de las ciudades que todavía no poseen forma ni nombre. Está la ciudad con la forma de Ámsterdam, semicírculo que mira hacia el septentrión, con canales concéntricos: de los Príncipes, del Emperador, de los Señores; está la ciudad con la forma de York, encajonada entre los altos páramos, amurallada, erizada de torres; está la ciudad con la forma de Nueva Ámsterdam llamada también Nueva York, atestada de torres de vidrio y acero sobre una isla oblonga entre dos ríos, con calles como profundos canales todos rectos salvo Broadway.

El catálogo de las formas es interminable: hasta que cada forma no haya encontrado su ciudad, nuevas ciudades seguirán naciendo. Donde las formas agotan sus variaciones y se deshacen, comienza el fin de las ciudades. En los últimos mapas del atlas se diluían retículas sin principio ni fin, ciudades en forma de Los Ángeles, con la forma de Kioto-Osaka, sin forma.

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