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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (88 page)

BOOK: Las correcciones
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Corrió hacia la puerta y embarcó en un 767 que a continuación se tiró cuatro horas en la pista, mientras revisaban un instrumento de la cabina y, al final, sin ningún entusiasmo, lo sustituían.

El plan de vuelo era una gran ruta circular hasta la gran urbe polaca de Chicago, sin escalas. Chip se la pasó durmiendo, para olvidar que le debía 20.500 dólares a Denise, que había rebasado el máximo de todas sus tarjetas de crédito y que no tenía trabajo ni visos de encontrarlo.

La buena noticia, en Chicago, tras haber pasado la aduana, fue que aún quedaban abiertas dos agencias de alquiler de coches; la mala noticia —que le llegó cuando ya se había tirado media hora en la cola, de pie— fue que las personas que han rebasado el máximo de sus tarjetas de crédito no pueden alquilar coches.

Pasó revista a las líneas aéreas de la guía de teléfonos hasta que encontró una —Prairie Hopper, el saltamontes de la pradera, jamás la había oído nombrar— que podía ofrecerle asiento en el vuelo a St. Jude de las siete de la mañana del día siguiente.

En aquel momento era ya muy tarde para llamar a St. Jude. Escogió un trozo de moqueta poco transitada, en el aeropuerto, y se echó a dormir. No le entraba en la cabeza lo que acababa de ocurrirle. Se sentía como un fragmento de papel en el que alguna vez hubo algo coherente escrito, pero que lo han echado a lavar. Se sintió sin tersura, pasado por la lejía, desgastado por los dobleces. Tuvo un casi sueño en el que vio ojos separados del cuerpo y bocas aisladas tras los pasamontañas. Había perdido la pista de lo que deseaba, y una persona es eso, precisamente lo que desea, de modo que la conclusión estaba clara: también había perdido la pista de sí mismo.

Qué extraño, pues, que el anciano que le abrió la puerta delantera a las nueve y media de la mañana, al día siguiente, en St. Jude, pareciera saber exactamente quién era Chip.

Había una corona de acebo en el dintel de la puerta. El camino de acceso tenía linderos de nieve y marcas de escoba separadas a intervalos regulares. Esa calle del Medio Oeste le producía al viajero la asombrosa impresión de un país maravilloso, rico, plantado de robles y con espacios descaradamente inútiles. Al viajero no le entraba en la cabeza que semejante sitio pudiera existir en un mundo de Lituanias y Polonias. Había que remitirse a la eficacia aislante de las fronteras políticas para comprender que el poder no saltara, sencillamente, sobre la distancia que separaba tan divergentes voltajes económicos. La vieja calle, con su humo de roble y sus setos techados de nieve y sus aleros festoneados de carámbanos, parecía una realidad precaria. Parecía un espejismo. Parecía el recuerdo excepcionalmente vivo de algo que alguna vez amamos y que ahora está muerto.

—¡Vaya! —dijo Alfred, con el rostro deslumbrante de alegría, tomando entre sus manos la de Chip—. ¡Mira quién está aquí!

Enid trataba de abrirse un sitio en la foto, a fuerza de pronunciar el nombre de Chip, pero Alfred no soltaba la mano de su hijo. Lo dijo otras dos veces:

—¡Mira quién está aquí, mira quién está aquí!

—Déjalo pasar, Alfred, y cierra la puerta —dijo Enid.

Chip estaba amilanado, ahí afuera, delante de la puerta. El mundo exterior era negro y blanco y gris, y lo barría un aire fresco y claro; el interior era un paraje encantado, denso de objetos y olores y colores, de humedad, de personalidades grandes. Le daba miedo entrar.

—Entra, entra —chilló Enid—, y cierra la puerta.

A fin de protegerse del embrujo, Chip entonó para su fuero interno el siguiente sortilegio:
Me quedo tres días y me vuelvo a Nueva York, encuentro un trabajo, ahorro quinientos dólares al mes, como mínimo, hasta saldar todas mis deudas, y trabajo todas las noches en el guión.

Invocando este sortilegio, que era, por el momento, todo lo que tenía, la despreciable suma total de su ser, cruzó el umbral.

—Qué bárbaro, cómo picas y cómo hueles —dijo Enid, dándole un beso—. Y ¿dónde has dejado la maleta?

—Está junto a un camino de grava, en el oeste de Lituania.

—Qué alegría, que hayas llegado a casa sano y salvo.

En ninguna parte de la nación lituana existía una habitación como el cuarto de estar de los Lambert. Sólo en este hemisferio cabía encontrar alfombras tan suntuosamente tejidas y muebles tan grandes y tan bien fabricados y con tanta opulencia tapizados en una habitación de tan sencillo diseño y tan ordinaria índole. La luz en las ventanas de marco de madera, aun siendo gris, poseía un optimismo de pradera: no había, en mil kilómetros a la redonda, ningún mar que pudiese perturbar la atmósfera. Y en la postura de los viejos robles, lanzados hacia el cielo, había un resalte, una rusticidad y un derecho a ser que por sí mismos se adueñaban de la permanencia: recuerdos de un mundo sin cercados podían leerse en la cursiva de sus ramas.

Chip lo comprendió todo en un solo latido del corazón. El continente, su patria. Dispersos por el cuarto de estar había nidos de regalos abiertos y pequeños restos de cintas desechadas, fragmentos de papel de regalo, etiquetas. Al pie del sillón contiguo a la chimenea que Alfred siempre reivindicaba para sí, estaba Denise, de rodillas junto al mayor nido de regalos.

—Mira quién está aquí, Denise —dijo Enid.

Como por obligación, con los párpados bajos, Denise se puso en pie y atravesó la habitación. Pero cuando hubo colocado los brazos en torno a su hermano, cuando su hermano la apretó contra sí, devolviéndole el gesto (la altura de Denise, como siempre, pillaba desprevenido a Chip), entonces ya no pudo soltarse. Aferrada a él, le besaba el cuello, le clavaba los ojos, le daba las gracias.

Gary se acercó y le dio un abrazo a Chip, con gran torpeza, hurtando la cara.

—No creí que lo lograses —le dijo.

—Ni yo tampoco —dijo Chip.

—¡Vaya! —dijo Alfred, mirándolo con asombro.

—Gary tiene que salir de casa a las once —dijo Enid—, pero podemos desayunar juntos. Tú refréscate un poco, mientras Denise y yo ponemos en marcha el desayuno. Ay, esto es
justo
lo que quería —dijo, en carrera hacia la cocina—. El mejor regalo de Navidad que me han hecho nunca.

Gary se volvió hacia Chip con su cara de qué gilipollas soy.

—Ahí lo tienes —dijo—. El mejor regalo que le han hecho nunca.

—Creo que se refiere a que estemos aquí los cinco, juntos —dijo Denise.

—Bueno, pues más vale que se dé prisa en disfrutarlo — dijo Gary—, porque me debe una conversación, y no voy a renunciar a que me la pague.

Chip, desprendido de su propio cuerpo, flotaba tras él, preguntándose qué pensaría hacer. Retiró un asiento de aluminio de la ducha de la planta baja. El chorro de agua era fuerte y cálido. Sus impresiones eran frescas, de un modo que iba a recordar toda la vida, o a olvidar de inmediato. Había un límite para las impresiones que un cerebro podía absorber antes de quedarse sin capacidad para descifrarlas, para imponerles un orden y una forma coherentes. Su noche casi insomne sobre un trozo de moqueta aeroportuaria, por ejemplo, aún seguía en gran manera con él, y reclamaba que la procesase. Y ahora venía una ducha caliente en la mañana de Navidad. Ahora venían los azulejos tostados del baño, tan familiares. Los azulejos, igual que todos las demás cosas constitutivas de la casa, quedaban subsumidos en el hecho de pertenecer a Enid y Alfred, saturados del aura de pertenecer a esta familia. Más parecía la casa un cuerpo —suave, mortal y orgánico— que un edificio.

En el champú de Denise se contenían los aromas, sutiles y gozosos, del capitalismo occidental último modelo. En los segundos que le tomó enjabonarse el pelo, Chip olvidó dónde estaba. Olvidó el continente, olvidó el año, olvidó la hora del día, olvidó las circunstancias. Su cerebro, bajo la ducha, era de pez o de anfibio: recogía impresiones, reaccionaba al momento. No se hallaba muy lejos del terror. Al mismo tiempo, se sentía bien. Tenía hambre de desayuno y, en especial, sed de café.

Con una toalla alrededor de la cintura, se detuvo en el cuarto de estar, donde Alfred saltó sobre los pies. La visión del rostro de Alfred, súbitamente envejecido, su desintegración en marcha, sus rojeces y asimetrías, frenó a Chip igual que un rebencazo.

—¡Vaya! —dijo Alfred—. Qué prisa te has dado.

—¿Me puedes prestar algo tuyo que ponerme?

—Lo dejo a tu elección.

Arriba, en el armario de su padre, los vetustos aparatos de afeitar, calzadores, maquinillas eléctricas, hormas para zapatos y corbateros estaban en su sitio de siempre. Llevaban allí, de guardia, desde la última vez que Chip había estado en la casa, hacía mil quinientos días, hora por hora. Por un momento, lo encolerizó (¿cómo podía haber sido de otra manera?) que sus padres no se hubieran mudado nunca a ningún otro sitio. Que se hubieran quedado ahí, esperando.

Se llevó ropa interior, calcetines, un pantalón de lana, una camisa blanca y una chaqueta gris de punto a la habitación que compartió con Gary en los años que transcurrieron entre la llegada de Denise a la familia y la marcha de Gary al
college.
Gary tenía una bolsa de viaje abierta sobre «su» cama gemela y estaba metiendo sus cosas en ella.

—No sé si te habrás dado cuenta —dijo—, pero papá está en muy mala forma.

—Ya. Me he dado cuenta.

Gary colocó una caja pequeña sobre la cajonera de Chip. Era un paquete de munición, cartuchos del veinte para escopeta.

—Los tenía con la escopeta, en el taller —dijo Gary—. Bajé esta mañana y pensé que más valía prevenir que curar.

Chip miró el paquete y siguió su instinto al hablar:

—¿No debería ser él quien tomara la decisión?

—Eso pensé ayer —dijo Gary—. Pero tiene otras opciones, si quiere hacerlo. Se supone que ahí afuera va a haber esta noche una temperatura de veinte grados bajo cero. Que se salga al jardín con una botella de whisky. No quiero que mamá lo encuentre con el cráneo reventado.

Chip no supo qué decir. Se puso en silencio la ropa del anciano. La camisa y los calzoncillos maravillaban por su limpieza y le estaban mejor de lo que había previsto. Lo sorprendió, al ponerse la chaqueta de punto, que no le empezaran a temblar las manos, lo sorprendió ver una cara tan joven en el espejo.

—Bueno y ¿en qué has andado? —dijo Gary.

—He estado colaborando con un amigo lituano en estafar a los inversores occidentales.

—Joder, Chip. Esas cosas no deberían ni ocurrírsete.

Todo podía haberse vuelto extraño en este mundo, pero la superioridad de Gary cabreó a Chip como siempre lo había cabreado.

—Desde un punto de vista estrictamente moral —dijo Chip—, me cae mejor Lituania que los inversores norteamericanos.

—¿Vas a meterte a bolchevique? —dijo Gary, cerrando la cremallera de su bolsa—. Pues muy bien, métete a bolchevique. Pero a mí no me llames cuando te encierren en la cárcel.

—Jamás se me pasaría por la cabeza llamarte —dijo Chip.

—¿Estáis ya listos para el desayuno, chicos? —canturreó Enid, a media escalera.

El mantel de fiesta, de hilo, cubría la mesa del comedor. En el centro había un adorno de piñas, acebo blanco y acebo verde, velas rojas y campanitas de plata. Denise estaba trayendo las cosas de comer: pomelos téjanos, huevos revueltos, beicon y un
stollen
y unos panecillos preparados por ella misma.

La cubierta de nieve reforzaba la fuerte luz de la pradera.

Según la costumbre, Gary ocupaba él solo un lado de la mesa. El lado opuesto lo ocupaban Denise junto a Enid y Chip junto a Alfred.

—¡Felicísimas Pascuas! —dijo Enid, mirando a los ojos, sucesivamente, a sus tres hijos.

Alfred, con la cabeza gacha, ya se había puesto a comer.

También Gary empezó, rápidamente, tras haber mirado de reojo el reloj.

Chip no recordaba que el café fuese tan bebible por estos parajes.

Denise le preguntó que cómo había vuelto. Él le contó lo sucedido, sin omitir más que el asalto a mano armada.

Enid, con el ceño fruncido de quien está juzgando a alguien, seguía atentamente los movimientos de Gary.

—Tranquilízate —le dijo—. No tienes que salir de casa hasta las once.

—De hecho —dijo Gary—, dije las once menos cuarto. Y son las diez y media, y tenemos cosas de que hablar.

—Por fin estamos todos juntos —dijo Enid—. Vamos a relajarnos y disfrutarlo.

Gary dejó el tenedor sobre el mantel.


Yo
llevo aquí desde el lunes, madre, esperando a que estemos todos juntos. Denise lleva aquí desde el martes por la mañana. No es culpa mía que Chip se haya entretenido estafando a inversores norteamericanos y no haya podido llegar antes.

—Acabo de explicar por qué he llegado tarde —dijo Chip—. Haber escuchado.

—Sí, pero también podrías haber salido un poco antes.

—¿Qué quiere decir Gary con eso de estafar? —dijo Enid—. Yo creí que trabajas en algo de ordenadores.

—Luego te lo explico, mamá.

—No —dijo Gary—, explícaselo ahora.

—Gary —dijo Denise.

—No, perdona —dijo Gary, arrojando la servilleta como quien arroja el guante—. ¡Estoy harto de esta familia! ¡Estoy harto de esperar! ¡Quiero respuestas ya!

—Trabajaba con ordenadores —dijo Chip—. Pero Gary tiene razón: estrictamente hablando, la intención era estafar a los inversores norteamericanos.

—No puedo estar de acuerdo con algo así —dijo Enid.

—Ya sé que no —dijo Chip—. Aunque es un poco más complicado de lo que…


¿Qué puede haber de complicado en cumplir la ley?

—Gary, por el amor de Dios —dijo Denise con un suspiro—. ¡Es Navidad!

—Y tú eres una ladrona —dijo Gary, revolviéndose contra ella.

—¿Qué?

—Sabes muy bien de qué te estoy hablando. Te has metido en un cuarto ajeno y has cogido algo que no te pertenecía.

—Perdón —dijo Denise acaloradamente—, he
restituido
algo que había sido robado a su legítima…

—¡Mierda, mierda, mierda!

—¡No! ¡No voy a quedarme aquí sentada oyendo esto! —dijo Enid—. ¡No en la mañana de Navidad!

—No, madre, lo siento, pero no te vas a ninguna parte —dijo Gary—. Vamos a quedarnos aquí sentados y a tener
ahora mismo
nuestra conversación pendiente.

Alfred le dirigió a Chip una sonrisa cómplice y señaló a los demás con un gesto:

—¿Te das cuenta de lo que tengo que aguantar?

Chip dispuso el rostro en un facsímile de comprensión y avenencia.

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