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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (90 page)

BOOK: Las correcciones
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A Chip le costaba trabajo respirar. La puerta de su jaula se cerraba con él dentro, muy de prisa. La sensación que había tenido en el servicio de caballeros del aeropuerto de Vilnius, la idea de que su deuda con Denise, lejos de constituir una carga, era su última defensa, le volvió en forma de espanto ante la perspectiva de ser perdonado. Llevaba tanto tiempo viviendo con ella, que la aflicción por esta deuda había asumido el carácter de un neuroblastoma, tan intrincadamente implicado en su arquitectura cerebral, que quizá no lograra sobrevivir a su extirpación.

Se preguntó si los últimos vuelos al este ya habrían despegado y si aún estaba a tiempo de marcharse esa misma noche.

—¿Por qué no partimos la deuda por la mitad? —dijo—. Así sólo te debo diez mil. ¿Por qué no nos quedamos ambos hasta el miércoles?

—Ni hablar.

—Si digo que sí, ¿dejarás de estar tan rara y te animarás un poco?

—Primero di que sí.

Alfred gritaba el nombre de Chip en el piso de arriba. Decía:

—Chip, ¿puedes ayudarme?

—Te llama hasta cuando no estás —dijo Denise.

Las ventanas se estremecían al viento. ¿Cuándo había ocurrido esto de que sus padres se convirtieran en niños que se acuestan pronto y llaman pidiendo ayuda desde el piso de arriba? ¿Cuándo había ocurrido?

—Chip —llamó Alfred—, no logro entender esta manta. ¿Puedes ayudarme?

La casa entera se estremeció y las protecciones contra el temporal vibraron y se intensificó la corriente de aire de la ventana más próxima a Chip; y, en una ráfaga de memoria, recordó las cortinas. Se acordó de cuando salió de St. Jude con destino al
college.
Se vio metiendo en la maleta las piezas austríacas de ajedrez, hechas a mano, que sus padres le regalaron al terminar la secundaria, y la biografía de Lincoln en seis volúmenes, la clásica de Cari Sandburg, que le regalaron por su décimo octavo cumpleaños, y su nuevo blazer azul marino comprado en Brooks Brothers («Pareces un médico muy joven y muy guapo», le dejó caer Enid), los grandes montones de camisetas blancas y slips blancos y calzoncillos largos blancos, y una foto de Denise enmarcada en aerifico, de cuando estaba en quinto, la mismísima manta Hudson Bay, de óptima calidad, que Alfred había llevado consigo al incorporarse a la Universidad de Kansas, cuatro decenios atrás, y unas manoplas de lana con refuerzos de cuero que también databan del más remoto pasado kansiano de Alfred, y un juego de cortinas térmicas muy resistentes que Alfred le había comprado en Sears. Leyendo la documentación que el
college
enviaba para orientación de sus nuevos alumnos, Alfred se había quedado impresionado ante la frase
Los inviernos pueden ser muy fríos en Nueva Inglaterra.
Las cortinas de Sears eran material plastificado, marrón y rosa, con vuelta de espuma de caucho. Eran pesadas y voluminosas y rígidas.

—Aprenderás a valorarlas cuando llegue la primera noche de verdadero frío —le dijo a Chip—. Te sorprenderá lo eficaces que pueden ser eliminando las corrientes.

Pero el compañero de habitación de Chip en primer curso resultó ser un producto de colegio privado que se llamaba Roan McCorkle y que pronto estaría dejando huellas dactilares, de vaselina, al parecer, en la foto de Denise de cuando estaba en quinto. Roan se reía de las cortinas, y Chip se reía también. Las devolvió a su caja y arrumbó la caja en el sótano de la residencia y la dejó ahí, cogiendo moho, durante los cuatro años siguientes. No tenía nada personal contra las cortinas. No eran más que cortinas, y querían lo que todas las cortinas quieren: colgar bien, dejar fuera la luz con toda la eficacia posible, no ser demasiado pequeñas ni demasiado grandes para la ventana a cuya cobertura han de consagrar sus desvelos; que las corran hacia allá por las mañanas y hacia acá por las noches; agitarse con las brisas que anuncian la lluvia en las noches de verano; ser de mucho uso y poco estorbo. Había innumerables hospitales y asilos y moteles baratos, no sólo en el Medio Oeste, sino también en el este, donde aquellas cortinas con vuelta en espuma de caucho habrían podido disfrutar de una existencia muy larga y muy útil. No era culpa suya no tener sitio en una residencia de estudiantes. No habían traicionado ningún afán de elevarse por encima de su condición; no había en el material de que estaban hechas, ni en su diseño, el más leve atisbo de injustificable ambición. Eran lo que eran. En todo caso, cuando por fin las devolvió Chip a la luz del día, en vísperas de su graduación, aquellos virginales pliegues de color de rosa resultaron estar menos plastificados y ser menos caseros y tener menos pinta Sears de lo que él recordaba. No eran como para abochornarse tanto.

—No entiendo estas mantas —dijo Alfred.

—Muy bien —le dijo Chip a Denise mientras empezaba a subir la escalera—. Si te vas a sentir mejor, no te pago.

La cuestión era: ¿Cómo salir de esta cárcel?

Con quien había que andarse con muchísimo ojo era con la señora negra y grande, la mala, la hijaputa. Pretendía convertir su vida en un infierno. Estaba ahí, en la otra punta del patio de la cárcel, echándole miradas significativas, para recordarle que no se había olvidado de él, que seguía persiguiendo con toda vehemencia su venganza. Era una hijaputa negra, una gandula, y así se lo dijo, a gritos. Lanzó maldiciones contra todos los hijosputa, blancos y negros, que lo rodeaban. Malditos hijosputa sigilosos, con sus minuciosas regulaciones. Burócratas de la EPA (Agencia de Protección Ambiental), funcionarios de la OSHA (Oficina para la Seguridad y la Salud en el Trabajo), sinvergüenzas insolentes. Ahora se mantenían a distancia, claro, porque sabían que los tenía calados, pero que se durmiera un segundo, que bajara la guardia, e ibas a ver lo que le hacían. Ardían en deseos de decirle que no era nadie. Ardían en deseos de comunicarle su desprecio. La hijaputa gorda y negra, esa hija de perra de ahí, le sostenía la mirada y asentía, por encima de las cabezas blancas de los demás reclusos:
Te cogeré.
Eso es lo que le decía con el gesto. Y nadie más veía lo que le estaba haciendo. Todos los demás eran extraños, gente tímida e inútil, que no hacían más que decir sandeces. Le había dicho hola a uno de aquellos tipos, le había hecho una pregunta muy sencilla. El tipo ni siquiera hablaba inglés. Tenía que haber sido la mar de sencillo, hacer una pregunta sencilla, obtener una respuesta sencilla, pero no, evidentemente. Ahora tenía que apañárselas solo, estaba solo en un rincón; y los hijos de puta iban a por él.

No comprendía dónde estaba Chip. Chip era un intelectual y conocía el modo de entenderse con esa gente. Chip había hecho un buen trabajo ayer, mejor del que habría hecho él mismo. Hizo una pregunta sencilla, obtuvo una respuesta sencilla, y luego lo explicó de un modo al alcance de cualquiera. Pero no había ni rastro de Chip, ahora. Presos intercambiando señales, moviendo los brazos como guardias de tráfico. Tú prueba a darle una orden sencilla a esta gente. Prueba. Harían como si no existieras. La negra gorda hijaputa los tiene aterrorizados. Si se imaginara que los reclusos están de su parte, si descubriera que lo habían ayudado de algún modo, los haría pagar por ello. Oh, sí, se le veía en los ojos. Tenía una mirada de esas de
Te voy a hacer mucho daño.
Y él, a estas alturas de la vida, ya estaba harto de mujeres como esa negra insolente; pero ¿qué remedio le quedaba? Era la cárcel. Una institución pública. No se privarían de encerrar a nadie. Mujeres de pelo blanco intercambiando señales. Hadas pelonas tocándose la punta de los pies. Pero, por amor de Dios, ¿por qué
él?
¿Por qué
él?
Lo hacía llorar que lo tuviesen en un lugar así. Suficiente infierno es la vejez, sin necesidad de que encima lo persiga a uno esa hija de mala madre, andando como los patos. Y ahí venía otra vez.

—¿Alfred? —descarada, insolente—. ¿Vas a dejar ahora que te estire las piernas?

—¡Eres una maldita hija de puta! —le dijo él.

—Yo soy quien soy, Alfred. Pero conozco a mis padres. Ahora, ¿por qué no bajas las manos, sin más complicaciones, y me dejas estirarte las piernas, y ya verás lo bien que te sienta?

Trató de arremeter contra ella cuando se acercó, pero se le había trabado el cinturón en la silla, en la silla, de algún modo, en la silla. Se quedó trabado en la silla, sin poder moverse.

—Si sigues en ésas, Alfred —dijo la malvada—, vamos a tener que llevarte de nuevo a tu habitación.

—¡Hijaputa, hijaputa, hijaputa!

Le puso cara de insolencia y se fue, pero él sabía que volvería. Siempre vuelven. Su única esperanza era encontrar el modo de liberar el cinturón de la silla. Liberarse, salir corriendo, poner fin a esto. Un error de proyecto, poner el patio de la prisión a tantos pisos de altura. Se veía hasta Illinois. Grande, la ventana de ahí. Error de proyecto, si pensaban alojar aquí a los reclusos. Por la pinta, el cristal era térmico, de dos capas. Si se lanzaba contra él de cabeza y le pegaba fuerte, podía lograrlo. Pero antes tenía que liberar el cinturón.

Porfió con su pequeña anchura de nailon, siempre del mismo modo, una y otra vez. Hubo un tiempo en que se enfrentó filosóficamente a los obstáculos, pero ese tiempo había pasado para siempre. Se notó los dedos más frágiles que tallos de hierba, cuando intentó pasarlos por debajo del cinturón, para tirar de él. Se doblaban como plátanos pochos. Introducirlos por debajo del cinturón era tan
obvia y extremadamente imposible
—tan abrumadora era la ventaja del cinturón en cuanto a resistencia y dureza—, que sus esfuerzos pronto se convirtieron en una mera exhibición de despecho y rabia e incapacidad. Enganchó las uñas en el cinturón y luego
separó
los brazos, haciendo que sus manos chocaran contra los brazos de su silla carcelera y que rebotaran, con dolor, de un sitio a otro, porque estaba tan tremendamente cabreado…

—Papá, papá, papá, ya, cálmate —dijo la voz.

—¡Coge a esa hijaputa! ¡Coge a esa hijaputa!

—Papá, ya, soy yo. Chip.

Sí, la voz le resultaba familiar. Miró a Chip cuidadosamente, para estar seguro de que era su segundo hijo quien le hablaba, porque los hijosputa se aprovechan de ti en cuanto te descuidas. Sí, si quien le hablaba hubiera sido cualquier otra persona de este mundo, y no Chip, no habría valido la pena confiar en él. Demasiado arriesgado. Pero había algo en Chipper que los hijosputa no podían simular. A Chipper, bastaba con mirarlo a la cara para saber que nunca te mentiría. Había en él un encanto que nadie lograría simular.

Según viraba hacia la certeza su identificación de Chip, se le fue tranquilizando la respiración y algo parecido a una sonrisa se abrió camino por entre las demás fuerzas que peleaban en su rostro.

—¡Vaya! —dijo, por fin.

Chip se acercó una silla y le ofreció un vaso de agua helada, de la cual, como pudo comprobar, tenía gran sed. Alfred sorbió largamente por la paja y le devolvió el agua a Chip.

—¿Dónde está tu madre?

Chip dejó el vaso en el suelo.

—Se ha despertado resfriada. Le he dicho que se quede en la cama.

—¿Dónde vive ahora?

—Está en casa. Exactamente en el mismo sitio que hace dos días.

Chip ya le había explicado por qué tenía que estar allí, y la explicación se mantenía en pie mientras pudiera verle la cara a Chip y oír su voz, pero se venía abajo en cuanto faltaba Chip.

La negra grande y mala daba vueltas en torno a ambos, con la maldad en los ojos.

—Esto es una sala de fisioterapia —dijo Chip—. Estamos en el octavo piso del St. Luke. Aquí fue donde operaron del pie a mamá. Te acuerdas, ¿no?

—Esa mujer es una hija de puta —dijo Alfred, señalando.

—No. Es una fisioterapeuta —dijo Chip—. Y está tratando de ayudarte.

—No, mírala. ¿No ves cómo es? ¿No lo ves?

—Es una fisioterapeuta, papá.

—¿Es qué? ¿Ésa?

Por un lado, confiaba en la inteligencia y la seguridad de su hijo el intelectual. Por otro, la hijaputa negra le estaba echando el Ojo, avisándolo del mal que pensaba infligirle a la menor oportunidad: había una gran malevolencia en su comportamiento, eso estaba más claro que el agua. Alfred no era capaz ni de empezar a conciliar esta contradicción: su fe en que Chip tenía toda la razón y su convencimiento de que aquella hijaputa no era fisioterapeuta ni por el forro.

La contradicción se abrió en un abismo sin fondo. Miró sus profundidades, con la boca abierta, colgante. Algo caliente le resbalaba por la barbilla.

Y ahora se le acercaba la mano de algún hijoputa. Trató de apartársela de un golpe y se dio cuenta, justo a tiempo, de que la mano pertenecía a Chip.

—Tranquilo, papá. Sólo te estoy limpiando la barbilla.

—Ay, Dios.

—¿Quieres estarte un rato aquí sentado, o prefieres volver a tu habitación?

—Lo dejo a tu discreción.

Esta práctica frase le vino lista para ser dicha, esmerada a más no pedir.

—Entonces nos volvemos.

Chip se situó detrás de la silla e hizo unos ajustes. Evidentemente, la silla tenía engranajes y palancas de enorme complejidad.

—Mira a ver si me puedes desenganchar el cinturón —dijo.

—Vamos a la habitación, y allí puedes andar un poco.

Chip lo sacó del patio en la silla de ruedas y lo llevó, de celda en celda, hasta su celda. No conseguía superar el asombro ante el lujo de las instalaciones. Aquello era como un hotel de cinco estrellas, dejando aparte las barras de las camas y las ataduras y las radios, el equipo para controlar a los reclusos.

Chip lo dejó aparcado junto a la ventana, salió de la habitación con una jarra de poliestireno y regresó al poco tiempo en compañía de una guapa muchachita de chaqueta blanca.

—¿Señor Lambert? —dijo. Era guapa al estilo de Denise, con el pelo negro y rizado, y con gafas de aro, pero más pequeña—. Soy la doctora Schulman. Nos conocimos ayer, ¿recuerda?

—¡Vaya! —dijo él, sonriendo de oreja a oreja.

Recordaba un mundo donde había chicas así, chiquitas y guapas, con los ojos brillantes y la expresión inteligente, un mundo de esperanza.

Ella le puso una mano en la cabeza y se inclinó como para darle un beso. Le dio un susto de muerte. Estuvo a punto de darle un golpe.

—No pretendía asustarlo —dijo—. Lo único que quiero es mirarle a los ojos. ¿Le parece bien?

Él se volvió hacia Chip, para que lo tranquilizara, pero Chip tenía la mirada puesta en la chica.

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