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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (37 page)

BOOK: Las correcciones
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En el vestíbulo de la Torre CenTrust, en Market Street, se incorporó a una multitud de seres humanos congregada frente a los ascensores. Administrativos y especialistas en software, auditores e ingenieros perforistas, todos ellos procedentes de almuerzos tardíos.

—Leo está en ascendente —dijo la mujer más próxima a Gary—. Muy buen momento para ir de compras. Leo preside las gangas.

—¿Qué tiene que ver con eso nuestro Salvador? —preguntó la mujer a quien acababa de dirigirse la otra mujer.

—También es un buen momento para recordar al Salvador —contestó la primera mujer, con toda calma—. El tiempo de Leo es buenísimo para eso.

—Suplementos de lutecio combinados con megadosis de vitamina E parcialmente hidrogenizada —dijo una tercera persona.

—Tiene programada la radio del reloj —dijo una cuarta persona— y dice no sé qué que yo ni sabía que puede hacerse pero la tiene programada para que lo despierte con la WMIA a cada hora y once. La noche entera.

Por fin llegó un ascensor. Mientras la masa humana se trasladaba a su interior, Gary estuvo tentado de esperar al siguiente, a ver si iba menos contaminado de mediocridad y olores corporales. Pero de Market Street llegaba ahora una joven planificadora inmobiliaria que en los últimos meses le había dedicado no una, sino muchas sonrisas de dime algo y de tócame. Para evitar el contacto con ella, se introdujo a toda prisa entre las dos puertas, antes de que acabaran de cerrarse. Pero una de las hojas hizo contacto con su pie rezagado y volvió a abrirse. La joven planificadora inmobiliaria se apretó junto a él.

—El profeta Jeremías, chica, habla de Leo. Lo dice aquí, en el folleto este.

—Di que son las 3:11 de la madrugada y los Clippers ganan a los Grizzlies 146-145 con doce segundos para finalizar la tercera prórroga.

No hay reverberación alguna en un ascensor repleto. Todo sonido muere en la ropa y la carne y los pelos de peluquería. Aire prerrespirado. El calor excesivo de la cripta.

—Este folleto es obra del diablo.

—Léelo en el descanso del café, chica. ¿Qué mal hay en ello?

—Ambos equipos de último puesto en la clasificación intentan mejorar sus posibilidades en el
draft
de la liga universitaria perdiendo este partido que por otra parte no tiene la menor significación.

—El lutecio es una tierra rara, muy rara, que se saca del suelo, y es puro por lo elemental que es.

—Total que si pusiera el reloj a las 4:11 podría oír los últimos resultados sin tener que despertarse más que una vez. Pero hay Copa Davis en Sydney y actualizan cada hora. Y él no puede perdérselo.

La joven planificadora era bajita y muy guapa de cara y llevaba el pelo teñido con alheña. Le dirigió una sonrisa a Gary, como invitándolo a que le hablara. Tenía pinta del ser del Medio Oeste y de sentirse muy a gusto cerca de él.

Gary fijó la mirada en ninguna parte e intentó no respirar. Era crónico, en él, el desagrado ante la erupción de la
T
en mitad de la palabra CenTrust. Trataba de empujar hacia abajo la T, como se empuja un pezón, pero al hacerlo no obtenía satisfacción alguna. Se le manchaba el dedo de cardenillo, como con una moneda herrumbrosa.

—No, chica, no es una religión de repuesto. Es complementaria. También Isaías habla de Leo. Lo llama el León de Judea.

—Un torneo profesional-amateur en Malasia, con el que va primero en el bar, esperando a que terminen los otros, pero la situación puede cambiar entre las 2:11 y las 3:11. Y él no puede perdérselo.

—A mi religión no le hacen falta repuestos.

—Pero Sheri, chica, ¿tienes cerumen en las orejas? Escucha lo que te digo. No. Es. Una. Religión. De repuesto. Es complementaria.

—Te proporciona una piel sedosa y brillante y una disminución del dieciocho por ciento en los ataques de pánico.

—Lo que me gustaría saber es qué le parece a Samantha lo de tener una despertador sonando junto a su almohada ocho veces por noche.

—Lo único que yo digo es que es el momento de ir de compras, no otra cosa.

Se le ocurrió pensar a Gary, mientras la joven planificadora inmobiliaria se apoyaba en él para permitir que un amasijo de asfixiante humanidad abandonase el ascensor, mientras la chica apretaba la alheñada cabeza contra sus costillas, con más intimidad de la rigurosamente necesaria, que otra de las razones por las que le había guardado fidelidad a Caroline durante los veinte años que llevaban casados era el crecimiento permanente de su aversión al contacto físico con otros seres humanos.

Desde luego que estaba enamorado de la fidelidad; desde luego que la adhesión a los principios le producía subidas eróticas; pero entre su cerebro y sus pelotas podía haber algún cable que estuviese soltándose, porque mientras desnudaba y violaba mentalmente a aquella pelirrojita, en lo que más pensaba era en lo atestado y en lo poco desinfectado que hallaría el enclave de su infidelidad —un trastero de bacterias coliformes, algún establecimiento hotelero con semen seco en las paredes y en las colchas, el febrilgatopulgoso asiento trasero del adorable Volkswagen o del no menos adorable Plymouth que sin duda poseería ella, la moqueta de pared a pared, atiborrada de esporas, del juvenil apartamento cajita que tendría en Montgomeryville o en Conshohocken, todo ello supercaliente y subventilado y reminiscente de las verrugas genitales y de la clamidiasis, cada cual a su desagradable modo— y qué enorme trabajo le costaría respirar, qué asfixiante la carne de ella, qué sórdidos resultarían y qué condenados al fracaso los esfuerzos que él hiciera por no ser condescendiente.

Se emancipó del ascensor en el décimo sexto y se llenó repetidamente los pulmones de aire acondicionado.

—Tu mujer ha llamado varias veces—le dijo Maggie, su secretaria—. Que la llames inmediatamente.

Gary retiró un rimero de mensajes del cajetín que le correspondía en la mesa de Maggie.

—¿Te ha dicho lo que ocurre?

—No, pero sonaba muy nerviosa. Le dije que no estabas, pero no me hizo caso y siguió llamando.

Gary se encerró en su despacho y se puso a hojear los mensajes. Caroline había llamado a la 1:35, 1:40, 1:50, 1:55 y 2:10. Ahora eran las 2:25. Bombeó el aire con el puño cerrado, en un gesto de triunfo. Por fin, por fin, por fin: una prueba de desesperación.

Marcó el número de su casa y dijo:

—¿Qué ocurre?

A Caroline le temblaba la voz.

—Tu teléfono móvil no funciona, Gary. Te he estado llamando y no contesta. ¿Qué le pasa?

—Que lo tenía apagado.

—¿Cuánto tiempo lo has tenido apagado? Estuve una hora intentándolo, y ahora tengo que ir a recoger a los chicos, pero no quiero dejar sola la casa. ¡No sé qué hacer!

—Caro, por favor, dime qué es lo que ocurre.

—Hay alguien delante de casa.

—¿Quién hay?

—No sé. Alguien dentro de un coche, no sé. Llevan ya una hora ahí.

A Gary se le estaba derritiendo la punta de la polla como una vela encendida.

—Ya —dijo—. ¿Has ido a ver quién es?

—Me da miedo —dijo Caroline—. Y la policía dice que es una vía pública.

—Y es verdad. Es una vía pública.

—Gary, han vuelto a robar el cartel de Neverest —estaba prácticamente sollozando—. Llegué a casa a las doce y no estaba. Luego vi ese coche, y ahora mismo hay alguien en el asiento delantero.

—¿Qué coche es?

—Un familiar. Antiguo. Nunca lo había visto antes.

—¿Estaba ya ahí cuando llegaste?

—¡No lo sé! Pero tengo que recoger a Jonah y no quiero dejar sola la casa, con el cartel que no está y ese coche ahí delante…

—Está puesto el sistema de alarma, ¿no?

—Pero si al volver siguen dentro de la casa y me los encuentro…

—Caroline, preciosa, tranquilízate. Sonaría la alarma, en ese caso.

—Un cristal roto, la alarma sonando, lo mismo se sienten atrapados, y esta gente lleva armas…

—Vale, vale, vale. Caroline. Haz una cosa. ¿Caroline? —el miedo que había en su voz y la necesidad que este miedo sugería lo estaban poniendo tan cachondo que tuvo que estrujársela por encima del pantalón, aplicándose un pellizco de realidad.

—Llámame desde tu móvil —dijo—. No cuelgues, sal de casa, métete en el Stomper y baja a la calle. Puedes hablar con quien sea por la ventanilla. Yo estaré todo el rato a la escucha. ¿Vale?

—Vale, vale. Ahora te llamo.

Mientras esperaba, Gary recordó el calor y la salinidad y la suavidad de melocotón del rostro de Caroline cuando lloraba, el ruido que hacía al sorberse los mocos lacrimales, y la abierta disponibilidad, para él, de su boca. Tres semanas sin sentir nada, ni siquiera la más leve pulsación en el ratón muerto que usaba para orinar, tres semanas pensando que ya no volvería a necesitarlo y que nunca más volvería a desear a Caroline, y, de pronto, sin previo aviso, sentir que se mareaba de lujuria. Éste era el matrimonio que él conocía. Sonó el teléfono.

—Estoy en el coche —dijo Caroline desde el espacio como de carlinga auditiva de los teléfonos móviles—. Estoy dando marcha atrás.

—Apunta la matrícula. Apúntala antes de acercarte a él. Que vea que la estás apuntando.

—Vale. Vale.

En miniatura de estaño oyó el jadeo de animal grande que producía el todo terreno, el
om
ascendente de la transmisión automática.

—¡Joder, Gary! —gimoteó ella—. ¡Se ha ido! ¡No lo veo! Seguro que me ha visto venir y se ha largado.

—Bueno, pues está bien, eso es lo que querías.

—No, porque dará la vuelta a la manzana y volverá cuando yo no esté.

Gary la tranquilizó explicándole cómo acercarse a la casa sin riesgo cuando regresara con los chicos. Le prometió que dejaría el móvil conectado y que volvería pronto. Se abstuvo de toda comparación entre la salud mental de Caroline y la suya propia.

¿Deprimido él? No estaba deprimido. Signos vitales de la exuberante economía norteamericana fluían numéricamente por las varias ventanas de la pantalla del televisor. Orfic Midland subía un punto y tres octavos al final de la jornada. El dólar norteamericano se reía del euro, le daba por culo al yen. Entró Virginia Lin y propuso vender un paquete de la Exxon a 104. Gary veía, al otro lado del río, el paisaje de aluvión de Camden, New Jersey, cuya profunda ruina, desde esta altura y esta distancia, hacía pensar en un suelo de cocina con el linóleo arrancado. Al sur alardeaba el sol, siempre un alivio: Gary no podía soportar, cuando venían sus padres, que hiciera un tiempo tan espantoso a la orilla del mar, en el este. El mismo sol resplandecía ahora sobre el buque del crucero, al norte de Maine. Por un rincón de la pantalla de su televisor asomaba la cabeza parlante de Ricitos Eberle. Gary aumentó el recuadro y subió el sonido, justo cuando Eberle presentaba su conclusión: «Un aparato gimnástico para el cerebro. No es mala la imagen, Cindy». Los presentadores tipo cien-por-cien-pendientes-del-negocio-todo-el-tiempo, para quienes el riesgo financiero no era más que una bendición paralela al potencial de crecimiento, asintieron sabiamente en respuesta. «Un aparato gimnástico para el cerebro. Muy bien», enlazó la presentadora femenina, «y ahora nos viene un juguete que está haciendo furor en Bélgica (¡!) y que, según nos cuenta su fabricante, puede arrasar más todavía que los
Beanie Babies».
Entró Joe Pascoe para quejarse un poco de las obligaciones. Las niñas de Joe habían cambiado de profesora de piano y seguían con la madre de siempre. Gary no percibía más allá de una palabra por cada tres que pronunciaba Jay. Tenía los nervios chirriándole, igual que, hace ya tanto tiempo, en la tarde anterior a la quinta cita con Caroline, cuando ambos estaban ya dispuestos, por fin, a dejar de ser castos, y cada hora que faltaba era como uno de esos bloques de granito que el preso con la bola al tobillo tiene que desmenuzar…

Salió de la oficina a las 4:30. En su sedán sueco, subió por Kelly Drive y Lincoln Drive, dejando atrás el valle del Schuylkill, con su neblina y su autopista, con sus realidades planas y resplandecientes, atravesó túneles de sombra y arcos góticos de hojas de otoño temprano a todo lo largo de Wissahickon Creek, y por fin se encontró de nuevo en la arborrealidad encantada de Chestnut Hill.

A pesar de los enfebrecidos fantaseos de Caroline, la casa parecía intacta. Gary metió cuidadosamente el coche por el camino de entrada, hasta rebasar el macizo de hostas y euonymus del cual, según había dicho ella, habían vuelto a robar el cartel de «Seguridad a cargo de Neverest». En lo que llevábamos de año Gary había plantado, y perdido, cinco carteles de «Seguridad a cargo de Neverest». Lo sacaba de quicio la idea de estar inundando el mercado de rótulos sin valor alguno, contribuyendo así a que se diluyera la validez del marchamo «Seguridad a cargo de Neverest» en cuanto factor disuasorio del latrocinio. Aquí, en pleno corazón de Chestnut Hill, ni que decir tiene que la divisa de metal laminado en que venían los carteles de Neverest y de Western Civil Defense y de ProPhilaTex de todos los jardines delanteros estaba respaldada por la plena confianza y credibilidad de los focos y de los escáneres retínales, las baterías de emergencia, los cables de alarma bajo tierra y las puertas de activación remota; pero en otros lugares del noroeste de Filadelfia, bajando Mount Airy para llegar a Germantown y Nicetown, donde los sociópatas tenían sus negocios y sus moradas, había toda una clase de propietarios de tierno corazón que de ninguna manera podía aceptar lo que para sus «valores» significaría el hecho de pagarse su propio sistema de seguridad, pero cuyos «valores» liberales no les impedían robar con periodicidad prácticamente semanal los carteles «Seguridad a cargo de Neverest» propiedad de Gary y plantarlos en sus propios jardines delanteros.

Una vez en el garaje, lo abrumó un impulso, a lo Alfred, de echarse hacia atrás en el asiento del coche y cerrar los ojos. Al apagar el motor fue como si también hubiera apagado algo en su propia cabeza. ¿Adonde habían ido a parar su lujuria y su energía? También ése era el matrimonio que Gary conocía.

Se obligó a salir del coche. Una opresiva abrazadera de cansancio, desde los ojos y los senos, le sojuzgaba la base del cráneo. Aun en el supuesto de que Caroline estuviera dispuesta a perdonarlo, aun en el supuesto de que pudieran escaquearse de los chicos para juguetear un poco (y, para ser realistas, no había posibilidad alguna de que tal cosa sucediera), cuando llegara el momento Gary estaría ya demasiado cansado como para cumplir. Le quedaba por recorrer la vasta extensión de cinco horas de ocupaciones filiales hasta desembocar en la cama, a solas, con ella. Nada más que para recuperar la energía de cinco minutos antes, habría tenido que dormir unas ocho horas, por no decir diez.

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