—¿Un poco más de café, guapísimo?
—Sí, gracias.
—¿Te has puesto colorado, cariño, o es el sol que te da en la cara?
—Ya puede traerme la cuenta, por favor.
Y en el Hotel Olmsted de Cleveland sorprendió a un portero y una doncella osculeándose lascivamente en el hueco de la escalera. Y los raíles que vio al cerrar los ojos eran una cremallera que él descorría sin cesar, y las señales pasaban del rojo denegatorio al verde asentidor en cuanto las iba dejando atrás, y en un hundido colchón de Fort Wayne se le vinieron encima unas espantosas hechiceras, unas mujeres de cuyo cuerpo entero y verdadero —la vestimenta y la sonrisa, el modo de cruzar las piernas— emanaban invitaciones como vaginas, y, casi en la superficie de su consciencia (¡no manches la cama!), accionó precipitadamente el émbolo de la leche, tras lo cual abrió los ojos al amanecer de Fort Wayne con una escaldadura de la nada seca en el pijama: todo un triunfo, a fin de cuentas, porque había negado a las hechiceras su satisfacción. Pero en Buffalo el jefe de estación tenía un póster de Brigitte Bardot en la puerta de su oficina, y en Youngstown encontró Alfred una revista guarra debajo de la guía telefónica del motel, y en Hammond, Indiana, se encontró atrapado en una isleta peatonal al paso de un tren de mercancías, mientras todo un surtido de animadoras hacía
¿cartees
en la cancha de fútbol situada directamente a su izquierda, y la más rubia de todas, de hecho, rebotaba un poco al final del movimiento, como considerándose obligada a besar el suelo abocardado con su vulva forrada de algodón, y el furgón de cola balanceándose, tan coqueto, mientras el convoy se alejaba por las vías. ¡Cómo se ensaña el mundo con los hombres virtuosos!
Regresó a St. Jude en un coche de la compañía añadido a un tren interurbano de carga, y en Union Station tomó el tren de cercanías hasta su zona de las afueras. Entre la estación y su casa, los árboles perdían ya las últimas hojas. Era la estación precipitada, la estación que aceleraba camino del invierno. Caballerías de hojas cargaban a través de las praderas decalvadas. Se detuvo en la calle y miró la casa cuya propiedad compartía con el banco. Los canalones estaban atascados de ramas y bellotas, los macizos de crisantemos estaban aplastados. Se acordó entonces de que su mujer volvía a estar embarazada. Los meses lo empujaban hacia delante por sus rígidos raíles, acercándolo cada vez más al día en que sería padre de tres hijos, al año en que terminaría de pagar la hipoteca, a la estación de su muerte.
—Qué bonita maleta tienes —le dijo Chuck Meisner por la ventanilla de su Fairlane, frenando a su lado en la calle—. Por un momento creí que eras el repartidor de Fuller Brush.
—Hola, Chuck —dijo Alfred, sorprendido.
—Ando en plan seductor. El marido está fuera y no va a volver nunca.
Alfred se rió, porque no había nada que comentar. Chuck y él solían tropezarse por la calle, el ingeniero en posición de firmes y el banquero tranquilamente al volante de su coche. Alfred con traje y Chuck vestido para jugar al golf. Alfred flaco y con el pelo pegado a la cabeza. Chuck con resplandores en la calva y los pechos caídos. Chuck trabajaba según un horario muy flexible, en la sucursal que dirigía, pero ello no era obstáculo para que Alfred lo considerara un amigo. Chuck prestaba atención cuando Alfred le decía algo, parecía estar impresionado por la labor que realizaba, reconocía en él una persona de singular talento.
—Vi a Enid en la iglesia el domingo —dijo Chuck—. Me dijo que ya llevabas una semana mera.
—Once días he estado por ahí.
—¿Alguna urgencia?
—No exactamente —Alfred se expresaba con cierto orgullo—. Tuve que inspeccionar palmo a palmo el tendido de la Erie Belt Railroad.
—Erie Belt. Ya —Chuck enganchó ambos pulgares al volante y dejó descansar las manos en el regazo. Era el conductor más relajado que Alfred conocía, pero también el más alerta—. Cumples muy bien en tu trabajo, Alfred —dijo—. Eres un ingeniero fantástico. Así que tiene que haber una razón para lo de la Erie Belt.
—Sí, claro que la hay —dijo Alfred—. Va a comprarla la Midland Pacific.
El motor del Fairlane lanzó un estornudo de perro. Chuck se había criado en el campo, por la zona de Cedar Rapids, y su natural optimismo hallaba arraigo en el profundo y bien regado suelo del este de Iowa. Los agricultores de Iowa nunca habían aprendido a no confiar en el mundo. Y, en cambio, los suelos de que podía haberse nutrido la esperanza de Alfred se los habían llevado por delante las sequías de Kansas.
—Ah —dijo Chuck—. Supongo que habrá aparecido algún comunicado público.
—No, no ha habido ningún comunicado.
Chuck dijo que sí con la cabeza, con los ojos puestos más allá de Alfred y de la casa de los Lambert.
—Enid se alegrará de verte. Creo que ha tenido una semana muy dura. Se le pusieron malos los chicos.
—Pues no andes por ahí contándolo.
—Al, Al, Al.
—No voy a contárselo a nadie más, aparte de ti.
—Te lo agradezco. Eres tan buen amigo como buen cristiano. Y me queda luz para cuatro hoyos, si a la vuelta quiero podar el seto.
El Fairlane se puso lentamente en marcha: Chuck lo llevaba con el índice en el volante, como haciendo una llamada a su agente de Bolsa.
Alfred levantó del suelo la maleta y la cartera. Su revelación había sido espontánea, pero, al mismo tiempo, también lo contrario de espontánea. Un arranque de buena voluntad y agradecimiento hacia Chuck, una emisión calculada de la furia que había ido acumulándose en su interior durante los últimos once días. Uno recorre tres mil kilómetros, pero los últimos veinte pasos no puede darlos sin hacer
algo…
Y era muy poco probable que Chuck llegara a utilizar la información…
Al entrar en la casa, por la puerta de la cocina, Alfred vio trozos de nabicol crudo en un cacharro con agua, un manojo de remolachas sujeto con una goma y un misterioso trozo de carne envuelto en papel de carnicería. También una cebolla suelta, que parecía destinada a que la friesen y la sirvieran con ¿qué? ¿Con hígado?
En el suelo, junto a la escalera del sótano, había un nido de revistas y frascos de jalea.
—¿Al? —llamó Enid desde el sótano.
Dejó en el suelo la maleta y el maletín, recogió las revistas y los frascos y bajó las escaleras con ellos a cuestas.
Enid aparcó la plancha en la tabla de planchar y salió del lavadero con mariposas en el estómago —quizá por deseo sexual, quizá por miedo al enfado de Alfred, o quizá por miedo a enfadarse ella: no lo sabía.
Él no se anduvo con ambages.
—¿Qué fue lo que te pedí antes de marcharme?
—Llegas antes de lo esperado —dijo ella—. Los chicos están en la Asociación de Jóvenes Cristianos.
—¿Qué fue lo único que te pedí que hicieses mientras yo estaba fuera?
—Había mucha ropa por lavar. Los chicos se han puesto malos.
—¿No recuerdas? —dijo él—. Te pedí que quitaras toda la porquería de la escalera del sótano. Eso fue lo único, lo único que te pedí que hicieses mientras yo estaba fuera.
Sin esperar respuesta, se dirigió a su laboratorio metalúrgico y dejó caer las revistas y los frascos en una cubeta de desperdicios. De la estantería de los martillos cogió un martillo mal equilibrado, una porra de Neanderthal hecha de cualquier modo y que le resultaba odiosa, pero que guardaba para fines de demolición, y con ella fue haciendo pedazos, metódicamente, todos y cada uno de los frascos. Le saltó un rescaño a la mejilla y ello lo llevó a redoblar su ímpetu, haciendo pedazos los pedazos, pero nada podía borrar el error cometido con Chuck Meisner, ni que la hierba hubiera humedecido los leotardos de las animadoras, por la zona triangular; ningún martillazo bastaría.
Enid escuchaba desde su puesto de trabajo junto a la tabla de planchar. No le importaba mucho la realidad de aquel momento. Que su marido se hubiera marchado once días antes sin darle un beso de despedida era algo que había conseguido olvidar, por lo menos a medias. Ausente el Alfred de carne y hueso, Enid, por la vía alquímica, había transmutado sus más bajunos rencores en el oro de la añoranza y el remordimiento. El crecimiento de su seno, los placeres del cuarto mes, el tiempo a solas con sus guapos hijos, la envidia de los vecinos, eran, todos ellos, filtros de colores sobre los cuales había agitado la varita mágica de su imaginación. Bajaba ya Alfred por las escaleras y aún seguía ella figurándose que le iba a pedir perdón, que le iba a dar un beso de vuelta a casa, que le traía flores. Ahora oía el machacar de vidrios y el rebote del martillo sobre el hierro galvanizado, los aullidos frustrados de los materiales duros en conflicto. Los filtros eran de colores, pero, por desgracia (ahora lo comprendía), también eran químicamente inertes. Nada había cambiado en realidad.
Era cierto que Alfred le había pedido que retirara los frascos y las revistas, y tenía que haber una palabra para el modo en que se había pasado los once días procurando no pisar los frascos y las revistas, a punto incluso de tropezar con ellos alguna vez; quizá un vocablo psiquiátrico de muchas sílabas, o dos sencillitos, como mala fe. Pero estaba ella en la impresión de que Alfred no le había pedido que hiciera solamente «una cosa» durante su ausencia. También le había pedido que les diese de comer a los chicos tres veces al día, que los vistiera y que les leyera y que los cuidara en la enfermedad, que fregara el suelo de la cocina y que lavara las sábanas y que le planchara las camisas, y todo ello sin un beso de su marido, ni una palabra amable. Cuando intentaba que se le tuvieran en cuenta todos esos trabajos, Alfred se limitaba a preguntarle que de quién pensaba ella que era el trabajo que pagaba la casa y la ropa y la comida. Nada tenía que ver el hecho de que su trabajo lo satisficiera hasta el punto de no necesitar para nada el amor de Enid, mientras que a ella sus faenas la aburrían de tal modo que la hacían necesitar doblemente el amor de Alfred. No hacía falta ninguna contabilidad racional para saber que el trabajo de él anulaba el de ella.
Quizá, para ser justos, ya que él le había pedido a ella que hiciese una cosa «extra», ella también tendría que haberle pedido a él que hiciese una cosa «extra». Tendría que haberle pedido, por ejemplo, que la llamase por teléfono una sola vez, desde donde estuviera. Pero él podía argüir que «alguien va a tropezar con esas revistas y a hacerse daño», y, en cambio, nadie podía tropezar en el hecho de que no la llamara desde donde estuviera, ni de ello podía resultar ningún herido. Y cargar llamadas de larga distancia a la compañía era abusar de la cuenta de gastos («Tienes el número de la oficina, si hay algo urgente»), de manera que una llamada telefónica le costaba al hogar de los Lambert una buena cantidad de dinero, mientras que llevar basura al sótano salía gratis, de modo que siempre era ella quien lo hacía mal, y era muy desmoralizador eso de vivir constantemente instalada en el sótano del error propio, en perpetua espera de que alguien se apiade de una y de su erronía, y, por tanto, no tenía nada de extraño que Enid hubiera comprado todo lo necesario para la Cena de la Venganza.
En mitad de las escaleras del sótano, cuando subía a preparar dicha cena, Enid hizo una pausa y suspiró.
Alfred oyó este suspiro y sospechó que estaría relacionado con «lavar la ropa» y «cuarto mes de embarazo». Pero su madre había llevado un tiro de caballos de arar por un campo de veinte acres estando preñada de ocho meses, de modo que no se sintió precisamente solidario con su mujer. Se puso en el corte de la mejilla una capa astringente de alumbre de amonio.
De delante de la casa llegó un ruido de pies pequeños y de manos enguantadas llamando a la puerta: Bea Meisner depositando su cargamento humano. Enid acudió a toda prisa desde el sótano, para recibir la entrega. Gary y Chipper, sus hijos de cuarto y de primer grado, respectivamente, venían de la piscina, con un aura de cloro alrededor. Con el pelo así de mojado, parecían criaturas de río: con pinta de castores o de almizcleras. Gritó gracias a las luces de posición de Bea.
Tan pronto como les fue posible hacerlo sin correr (prohibido, dentro de casa), los chicos bajaron al sótano, soltaron sus troncos de felpa empapada en el lavadero y fueron al encuentro de su padre en el laboratorio. Ambos tendían, por naturaleza, a echarle los brazos al cuello, pero tal tendencia había sido objeto de corrección. Se quedaron ahí, como subalternos en una compañía, esperando que hablara el jefe.
—Vaya —dijo éste—. Habéis ido a la piscina.
—¡Soy Delfín! —gritó Gary. Era un chico indeciblemente alegre—. ¡Me han dado una insignia de Delfín!
—De Delfín. Muy bien, muy bien.
A Chipper, a quien la vida había infligido unas perspectivas más bien trágicas desde los dos años, el jefe se dirigió en un tono más suave:
—¿Y tú, chico?
—Nosotros usamos flotadores para aprender —dijo Chipper.
—Él es Renacuajo —dijo Gary.
—Muy bien. Así que un Delfín y un Renacuajo. Y ¿qué especiales habilidades aportas al taller, ahora que eres un Delfín?
—Mover las piernas en tijera.
—Ojalá hubiera tenido yo una piscina tan grande y tan bonita como ésa cuando era pequeño —dijo el jefe, aunque la piscina de la Asociación de Jóvenes Cristianos, que él supiese, no era ni bonita ni grande—. Si quitamos algún estanque para vacas, todo lleno de barro, la primera vez que vi agua con más de dos palmos de profundidad fue cuando tuve delante el río Platte. Y debía de andar ya por los diez años.
Sus jóvenes subordinados no le seguían el discurso. Bailaban de un pie a otro, Gary todavía muy sonriente, a ver qué pasaba, a ver si se producía un giro en la conversación, y Chipper mirando con ojos de descarado asombro el laboratorio, zona prohibida salvo en presencia del jefe. Aquí, el aire sabía a ovillo de acero.
Alfred miró con gravedad a sus dos subordinados. Siempre le había costado mucho trabajo la confraternización.
—¿Habéis ayudado a vuestra madre en la cocina? —dijo.
Cuando un asunto no le despertaba el interés —y éste, desde luego, no se lo despertaba—, Chipper pensaba en las chicas, y cuando pensaba en las chicas le sobrevenía un impulso de esperanza. En alas de su esperanza, salió volando del laboratorio, con rumbo a las estrellas.
—Pregúntame cuánto es nueve por veintitrés —le dijo Gary al jefe.
—Muy bien —dijo Alfred—. ¿Nueve por veintitrés?