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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (79 page)

BOOK: Las correcciones
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Waindell era, durante casi todo el año, un sitio muy poco boyante, de hierba quemada, estanques de color ocre y pabellones de piedra caliza sin pretensión alguna. En diciembre, durante el día, alcanzaba sus peores momentos. Cables brillantes y líneas de alta tensión se entrecruzaban sobre las praderas. Armazones y andamios quedaban expuestos en toda su endeblez, su provisionalidad, con los metálicos nudos de sus junturas. Cientos de árboles y arbustos se mostraban recogidos en manojos mediante ligeras ataduras, con los miembros combados, como bajo una lluvia de cristal y plástico.

De noche, el parque se convertía en Christmasland, el país de las Navidades. Enid ponía admiración en su modo de expulsar el aire mientras el Oldsmobile trepaba por una montaña de luz, para luego atravesar un paisaje alumbrado. Si es verdad que los animales adquieren el don del habla en la víspera de Navidad, también el orden natural de los alrededores de la ciudad aparecía aquí alterado: las tierras circundantes, por lo general oscuras, bullían de luz, y la carretera, siempre animada, se convertía en una oscura y lenta caravana.

Las suaves pendientes de Waindell y la íntima relación entre sus contornos y el cielo eran típicas del Medio Oeste. También lo eran, al entender de Enid, el silencio y la paciencia de los conductores; también el aislamiento fronterizo y entrelazado de los robles y los arces. Había pasado las ocho últimas Navidades exiliada en el ajeno este, y ahora, por fin, se encontraba en casa. Imaginó que la enterraban en aquel paisaje. Le gustaba mucho la idea de que sus restos descansaran en estas laderas.

Luego vinieron resplandecientes pabellones, renos luminosos, colgantes y lazos de fotones en reunión, rostros de Santa Claus electropuntillistas, un manojo de barras de caramelo, como torreones resplandecientes.

—Hay muchas horas de trabajo en todo esto —comentó Alfred.

—Es una pena que Jonah no haya podido venir —dijo Gary, como si hasta ahora no lo hubiera lamentado.

El espectáculo no era más que luces en la oscuridad, pero Enid estaba sin palabras. Es mucha la frecuencia con que se nos exige credulidad, y pocas las veces en que podemos entregarla por completo; pero aquí, en el parque Waindell, Enid se sentía capaz de creérselo todo. Alguien se había propuesto fascinar a los visitantes, y fascinada se sentía Enid. Y mañana llegaban Denise y Chip, y mañana era
El cascanueces,
y el miércoles sacarían al Niño Jesús de su bolsillito y lo colocarían en el árbol. Iban a pasarle tantas cosas buenas.

A la mañana siguiente, Gary fue en coche a la Ciudad Hospital, una zona cerrada donde estaban concentrados todos los grandes centros médicos de St. Jude, y pasó conteniendo el aliento entre hombrecillos de cuarenta kilos en sillas de ruedas y mujeres de doscientos cincuenta kilos vestidas con tiendas de campaña que obstruían los pasillos del Economato Central de Suministros Sanitarios. Gary odiaba a su madre por haberlo enviado a semejante sitio, pero también tenía consciencia de lo afortunado que era en comparación con ella, de lo libre y aventajada que su situación parecía, y, por tanto, apretó los dientes y se mantuvo a distancia máxima de los cuerpos de todos aquellos lugareños haciendo acopio de jeringuillas y guantes de goma, de caramelos de azúcar morena y mantequilla, jarabe de maíz y agua para la mesilla de noche, de pañales de todas las tallas y formas imaginables, de enormes paquetes de 144 unidades de tarjetas con votos de recuperación y de cedes de música de flauta y de vídeos con ejercicios de visualización y de fundas de plástico desechables y de bolsas para conectar a placas de plástico duro cosidas a la carne viva.

El problema de Gary ante la enfermedad no era sólo el hecho de que suponía grandes cantidades de cuerpos humanos y que a él no le gustaban los cuerpos humanos en grandes cantidades, era sobre todo que le parecía cosa de las clases inferiores. Los pobres fumaban, los pobres comían carretadas de rosquillas Krispy Kreme. Las pobres se dejaban preñar por familiares próximos. Los pobres tenían pobres hábitos higiénicos y vivían en barrios tóxicos. Los pobres, con sus achaques y dolencias, integraban una subespecie de la humanidad que, gracias a Dios, se mantenía aislada en los hospitales y en sitios como este Economato Central, lejos de la vista de Gary. Eran una grey de gente triste, gorda, estúpida, resignada al sufrimiento. Una clase inferior y enferma de la que Gary se complacía en mantenerse alejado.

No obstante, había llegado a St. Jude sintiéndose culpable por varias circunstancias que había ocultado a Enid, y se había prometido ser un buen hijo durante tres días, y, por tanto, a pesar de su disgusto, se adentró en la multitud de cojos y tullidos, entró en el muy vasto salón de mobiliario auxiliar del Economato y se puso a buscar un asiento que permitiera a su padre ducharse sentado.

Por los altavoces ocultos del salón chorreaba una versión sinfónica de la canción de Navidad más aburrida jamás escrita, es decir
El tamborilero.
Más allá del cristal laminado de los ventanales del salón, la mañana era fría, ventosa, resplandeciente. Una hoja de papel de periódico envolvía un parquímetro con erótica desesperación. Los toldos crujían y los faldones antisalpicaduras de los automóviles se estremecían.

El amplio surtido de asientos médicos y la variedad de aflicciones de que daban muestra podrían haber enojado mucho a Gary, si no hubiera sido capaz de aplicar juicios estéticos.

Así, por ejemplo, se preguntó que por qué beige. El plástico para uso clínico era, por lo común, de color beige o, como mucho, de un gris más bien repugnante. ¿Por qué no rojo? ¿Por qué no negro? ¿Por qué no verdegay?

Puede que el color beige se utilizase para excluir que aquellos enseres tuvieran otras aplicaciones, además de las médicas. Puede que el fabricante temiese, si los hacía demasiado bonitos, que la gente se los comprara para fines no médicos.

Menudo problema, desde luego: evitar que haya demasiada gente con ganas de comprar nuestros productos.

Gary sacudió la cabeza. Lo idiota que puede ser un fabricante.

Escogió un taburete muy sólido, rechoncho, de aluminio, con un amplio asiento de color beige. Eligió para la ducha una barra de sujeción muy fuerte y muy beige. Atónito ante los precios, tipo atraco, agarró ambos objetos y los llevó a la caja de salida, donde una chica típica del Medio Oeste, muy amable, evangélica seguramente (llevaba un jersey de brocado, con el flequillo tallado en corte pluma) le mostró el código de barras al lector láser y le comentó a Gary, con deje del interior del estado, que esos asientos de aluminio eran verdaderamente súper.

—Ligerísimos. Prácticamente indestructibles —dijo—. ¿Es para su papá o su mamá?

Gary acusó la invasión de su territorio privado y no le dio a la chica el gusto de responderle con palabras. Dijo que sí con la cabeza, sin embargo.

—Llega un momento en que nuestros ancianos se vuelven un poco temblones, en la ducha. Ya nos llegará el turno a todos, al final.

La joven filósofa pasó la American Express de Gary por un surco.

—Está usted echando una manita en casa durante las vacaciones, ¿no?

—¿Sabe usted para qué serían verdaderamente útiles estos taburetes? —le preguntó Gary—. Para colgarse del cuello. ¿No le parece?

Se le quedó sin vida la sonrisa, a la pobre muchacha.

—Eso no lo sé.

—Ligero, agradable. Fácil de apartar con un solo pie.

—Firme aquí, por favor.

Tuvo que luchar con el viento para abrir la puerta de Salida. Venía con dientes, hoy, el viento: le mordió a través del chaquetón de piel de becerro. Era un viento que llegaba directamente del Ártico a St. Jude, sin accidente topográfico de importancia que se le opusiera.

Mientras iba en el coche, hacia el norte, hacia la zona del aeropuerto, con el sol misericordiosamente situado a sus espaldas, se preguntó si no habría sido demasiado cruel con la muchacha. Seguramente sí. Pero se hallaba bajo estrés, y le parecía a él que una persona que se halla bajo estrés tiene todo el derecho del mundo a ser muy estricto en la demarcación de fronteras: muy estricto en su contabilidad moral, muy estricto en lo que hace o no hace, muy estricto en cómo es y cómo no es, muy estricto en la elección de sus interlocutores. Si una chiquita de la tierra, pizpireta y evangélica, se empeñaba en hablar con él, Gary tenía todo el derecho del mundo a elegir el tema.

Era consciente, no obstante, de que si la muchacha hubiera sido algo más atractiva, él habría aplicado algo menos la crueldad.

No había nada, en St. Jude, que no hiciera todo lo posible por dejarlo mal. Pero en los meses transcurridos desde el día en que se sometió a Caroline (y la mano se había curado bien, gracias, sin apenas cicatriz) había tenido tiempo de hacerse a la idea de ser el villano de St. Jude. Cuando sabes de antemano que tu madre va a considerarte el villano de la función, hagas lo que hagas, se te quitan las ganas de respetar sus reglas del juego. Estableces tus propias reglas. Haces todo lo que haga falta para protegerte. Incluso pretendes, si hace falta, que un hijo tuyo, en perfecto estado de salud, se encuentra muy enfermo.

En cuanto a Jonah, la verdad era que el propio chico había decidido no venir a St. Jude. Lo cual estaba en perfecta sintonía con los términos de la rendición de Gary ante Caroline, ocurrida el pasado mes de octubre. Con cinco billetes de avión en la mano —ida y vuelta a St. Jude, no reembolsables—, Gary comunicó a la familia su deseo de que todos ellos viajaran con él en Navidades, pero advirtiendo que
nadie debía sentirse obligado.
Caroline y Caleb y Aaron dijeron al instante, en voz alta y clara, que no, que muchas gracias; Jonah, todavía bajo el embrujo del entusiasmo de su abuela, declaró que iría «con mucho gusto». Gary nunca llegó a prometerle a Enid que Jonah vendría, pero tampoco la avisó nunca de que podía no venir.

En noviembre, Caroline compró cuatro entradas para la función del mago Alain Gregarius del 22 de diciembre, y otras cuatro para ir a ver
El rey León
el 23 de diciembre.

—Así puede venir Jonah, si está aquí —explicó—. Si no, ya se traerán Caleb y Aaron algún amigo.

A Gary se le ocurrió preguntar que por qué no había comprado las entradas para la semana de después de las Navidades, evitando así que Jonah se encontrara en un aprieto. Pero, desde la rendición de octubre, Caroline y él estaban disfrutando de una especie de segunda luna de miel, y, aun habiendo quedado claro que Gary, como un buen hijo, pasaría tres días en St. Jude, la verdad era que una sombra caía sobre la felicidad doméstica cada vez que el tema salía a colación. Cuantos más días pasaban sin mención de Enid ni de las Navidades, más cariñosa se manifestaba Caroline, más lo incluía en sus chistes privados con Aaron y Caleb, y menos deprimido se sentía él. De hecho, el tema de su depresión no había vuelto a surgir desde la mañana en que Alfred se cayó al mar. La omisión del tema Navidades era un pequeño precio a pagar por tantísima armonía familiar.

Y, durante cierto tiempo, los regalos y atenciones que Enid le había prometido a Jonah cuando fuera a St. Jude bastaron para contrarrestar los atractivos de Alain Gregarius y
El rey León.
Jonah hablaba en la mesa del
Christmasland
y del
Calendario de Adviento
que tanto le alababa Enid, pasando por alto, quizá sin verlos, los guiños y sonrisitas que Aaron y Caleb intercambiaban al respecto. Pero Caroline fomentaba cada vez más descaradamente el hecho de que sus dos hijos mayores se mofaran de sus abuelos y de que contaran toda clase de anécdotas sobre el despiste total de Alfred («¡lo llama “Intendo”!») y el puritanismo de Enid («preguntó si le peli era tolerada») y la parsimonia de Enid («quedaban dos judías verdes y las envolvió en papel de plata»), y Gary, desde su rendición, había empezado a unirse a las carcajadas («qué rara es la abuela, ¿verdad?»), y Jonah, al final, no tuvo más remedio que poner sus planes en duda. Cayó, a la edad de ocho años, bajo la tiranía de lo que mola y lo que no mola. Primero, dejó de mencionar las Navidades en la mesa; luego, cuando Caleb, con su retranca marca de la casa, le preguntó si estaba deseando que llegase el día del
Christmasland,
Jonah le contestó, con una vocecilla forzadamente malvada: «Tiene que ser una completa estupidez».

—Un montón de gordos dentro de unos coches enooormes, dando vueltas a oscuras —dijo Aaron.

—Diciéndose unos a otros
oh qué maravilloso
—dijo Caroline, imitando el acento de St. Jude.

—Maravilloso, maravilloso —dijo Caleb.

—No está bien que os burléis de la abuela —dijo Gary.

—No es de la abuela de quien se están burlando —dijo Caroline.

—Pues no —dijo Caleb—. Nos estamos burlando de lo raros que son los de St. Jude. ¿A que sí, Jonah?

—Son muy grandes, sí —dijo Jonah.

El sábado por la noche, cuando faltaban tres días para la marcha, Jonah devolvió después de cenar y se fue a la cama con un poco de fiebre. El sábado por la noche ya estaba bien, había recuperado el color y el apetito, y Caroline puso en juego su último triunfo. A principios de mes, para el cumpleaños de Aaron, había comprado un juego de ordenador muy caro, el
God Project II,
en el que los jugadores primero proyectaban unos organismos y luego controlaban su funcionamiento dentro del ecosistema donde habían de competir por la supervivencia. Caroline no había permitido que Caleb y Aaron pusieran en marcha el juego antes de que acabaran las clases, y ahora, cuando por fin lo empezaron, insistió en que dejaran a Jonah ser los Microbios, porque los Microbios son quienes mejor se lo pasan y quienes nunca pierden, en cualquier ecosistema.

A la hora de irse a la cama, el domingo, Jonah estaba enquillotrado en su equipo de bacterias asesinas, deseando hacerlas entrar en batalla al día siguiente. Cuando Gary lo despertó, el lunes por la mañana para preguntarle si se venía con él a St. Jude, Jonah contestó que prefería quedarse.

—La elección es tuya —dijo Gary—. Pero ten en cuenta que para tu abuela es muy importante que vengas.

—¿Y si no me divierto?

—Nunca hay garantía de divertirse, en ninguna parte —dijo Gary—. Pero harás feliz a la abuela. Eso sí que te lo garantizo.

Se ensombreció el rostro de Jonah.

—¿Me das una hora para pensármelo?

—Una hora, vale. Pero luego hay que hacer el equipaje y salir pitando.

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