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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (78 page)

BOOK: Las correcciones
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—¿Dónde está Jonah? —gritó Enid.

Gary entró y dejó los bultos en el suelo.

—Sigue con fiebre.

Enid aceptó un beso. Necesitaba un momento para recuperar la compostura, de modo que le dijo a Gary que metiera la otra maleta, ya que estaba.

—Sólo traigo una —le dijo con voz de estar declarando en juicio.

Ella miró la pequeña pieza de equipaje.

—¿Eso es todo lo que traes?

—Mira, ya sé que te has llevado una decepción con lo de Jonah…

—¿Qué fiebre tenía?

—Treinta y siete ocho, esta mañana.

—Treinta y siete ocho no es mucha fiebre.

Gary lanzó un suspiro y miró en otra dirección, ladeando la cabeza para alinearla con el eje de árbol de Navidad.

—Mira —dijo—. Jonah se ha llevado una desilusión. Yo me he llevado una desilusión. Tú te has llevado una desilusión. Vamos a dejarlo así. Todos nos hemos llevado una desilusión.

—Pero es que se lo tenía todo preparado —dijo Enid—. Le he preparado sus platos preferidos…

—Te advertí muy claramente…

—¡Tengo entradas para ir al parque Waindell esta noche! Gary sacudió la cabeza y echó a andar hacia la cocina.

—Muy bien, pues iremos al parque —dijo—. Y mañana llega Denise.

—¡Y Chip también!

Gary se echó a reír.

—¿Desde Lituania?

—Llamó esta mañana.

—Lo creeré cuando lo vea —dijo.

El mundo, en las ventanas, parecía menos real de lo que a Enid le habría gustado. El foco de sol que asomaba bajo el techo de nubes era la iluminación soñada para ninguna hora en especial. Comprendió que la familia que se había empeñado en reunir ya no era la familia que ella recordaba, que estas Navidades no se parecerían nada a las Navidades de antaño. Pero estaba haciendo lo posible por ajustarse a la nueva realidad. De pronto le entró una emoción tremenda porque venía Chip. Y, dado que los regalos de Jonah se irían con Gary a Filadelfia, dentro de sus correspondientes paquetes, ahora tenía que ponerse a envolver despertadores y estuches de pluma y bolígrafo para Caleb y Aaron, en un intento de aminorar el contraste. Así podría entretenerse mientras llegaban Denise y Chip.

—Tengo tantas galletas —le dijo a Gary, que se lavaba las manos en el fregadero de la cocina, con mucha minucia—. Tengo una pera que puedo partir en rebanadas y hay café negro, como os gusta a vosotros.

Gary olió el trapo de cocina antes de secarse las manos con él.

Alfred empezó a pronunciar el nombre de su mujer a alaridos, en el piso de arriba.

—Ay, Gary —dijo ella—. Ya ha vuelto a quedarse encajado en la bañera. Ve a echarle una mano. Yo no pienso hacerlo ni una vez más.

Gary se secó las manos con sumo cuidado.

—Pero ¿qué pasa? ¿No está utilizando la ducha, como habíamos quedado?

—Dice que a él le gusta sentarse.

—Bueno, pues mala suerte —dijo Gary—. Él mismo te está relevando de toda responsabilidad.

Alfred volvió a pronunciar su nombre en un alarido.

—Ve a echarle una mano, Gary —dijo ella.

Gary, con una calma nada tranquilizadora, alisó el trapo de cocina, lo plegó y lo puso en su estantería.

—Vamos a ver. Éstas son las reglas básicas, madre —dijo con su voz de declarar en juicio—. ¿Me estás escuchando? Éstas son las reglas básicas. Durante los tres próximos días, haré todo lo que quieras que haga, menos ocuparme de papá cuando se encuentre en situaciones en que no debería encontrarse. Si quiere subirse a una escalera y caerse, lo dejaré ahí tendido. Si se desangra, que se desangre. Si no puede salir de la bañera sin mi ayuda, que pase las Navidades en la bañera. ¿Me he expresado con suficiente claridad? Aparte de eso, haré todo lo que quieras que haga. Y luego, el día de Navidad, por la mañana, vamos a sentarnos los tres, a charlar un rato…


ENID
—la voz de Alfred llegaba a un asombroso volumen—.
HAY ALGUIEN EN LA PUERTA.

Enid suspiró pesadamente y se situó al pie de la escalera.

—¡Es Gary, Al!

—¿Puedes ayudarme? —insistió el grito.

—Ve a ver qué es lo que quiere, Gary.

Gary estaba plantado en el comedor, con los brazos cruzados.

—¿No he dejado suficientemente claras las reglas básicas?

Enid estaba recordando cosas de su hijo mayor que prefería no recordar en su ausencia. Subió las escaleras lentamente, tratando de deshacer un nudo de dolor que se le formaba en la cadera.

—Yo no puedo ayudarte a salir de la bañera, Al —dijo, al tiempo que entraba en el cuarto de baño—. Tendrás que arreglártelas solo.

Estaba en un palmo de agua, con los brazos extendidos y moviendo los dedos.

—Dame eso —dijo.

—¿El qué?

—El frasco.

Se le había caído al suelo, por detrás, el frasco de Snowy Mane, blanqueador de cabello. Enid se arrodilló cuidadosamente en la alfombrilla, colocando bien la cadera, y le puso el frasco en las manos. Él le dio vueltas en las manos, vagamente, como si estuviera considerando la posibilidad de comprárselo, o haciendo un esfuerzo por recordar cómo se abría. No tenía pelos en las piernas y las manos se le habían llenado de manchas, pero sus hombros seguían fuertes.

—Que me aspen —dijo, sonriéndole a la botella.

El calor que en principio hubiera podido haber en el agua ya se había disipado por completo en el decembrino frío del cuarto de baño. Olía a jabón Dial y, más levemente, a vejez. Enid se había arrodillado miles de veces en ese mismo sitio, exactamente, para lavarles la cabeza a los chicos y enjuagársela con agua caliente de un cazo de litro y medio que a tal efecto se subía desde la cocina. Observó a su marido mientras le daba vueltas al frasco entre las manos.

—Ay, Al —dijo—. No sé qué vamos a hacer.

—Ayúdame a ponerme esto.

—Vale, te ayudo.

Sonó el timbre de la puerta.

—Otra vez.

—Gary —llamó Enid—, ve a ver quién es.

Se vertió champú en la palma de la mano.

—Vas a tener que pasarte a la ducha.

—Las piernas no me sostienen bien.

—Anda, mójate el pelo.

Removió una mano en el agua tibia, para indicarle a Alfred lo que tenía que hacer. Él se mojó un poco la cabeza. Le llegaba la voz de Gary hablando con una de sus amigas, una mujer, charlatana y sanjudeana, Esther Root, probablemente.

—Podemos poner un asiento en la ducha —dijo, enjabonando el pelo de Alfred—. Y hacer lo que nos dijo el doctor Hedgpeth, poner una barra para que puedas agarrarte. A ver si se ocupa de ello Gary, mañana.

La voz de Alfred resonó en su cráneo y subió por los dedos de Enid.

—¿Han llegado bien Gary y Jonah?

—No, sólo ha venido Gary —dijo Enid—. Jonah está con muchísima fiebre y con una vomitona tremenda. El pobre chico no estaba en condiciones de volar.

Alfred hizo una mueca de comprensión.

—Inclina la cabeza hacia adelante, que te voy a enjuagar el pelo.

En caso de que Alfred estuviera intentando obedecer, sólo se le notaba en el temblor de las piernas, no en ningún cambio de postura.

—Tienes que hacer mucho más estiramiento —le dijo Enid—. ¿Has mirado siquiera el papel que te dio el doctor Hedgpeth?

Alfred negó con la cabeza.

—No sirve para nada.

—A ver si Denise puede enseñarte a hacer esos ejercicios. Lo mismo te gustan.

Cogió el vaso de agua que tenía detrás, en el lavabo. Lo volvió y lo volvió a llenar del grifo de la bañera, vertiendo el agua sobre la cabeza de su marido. Él, con los ojos muy apretados, parecía un niño pequeño.

—Ahora tendrás que salir tú solo —dijo Enid—, porque yo no voy a ayudarte.

—Tengo mi propio método —dijo él.

Abajo, en el salón, Gary estaba de rodillas, tratando de enderezar el árbol torcido.

—¿Quién era? —le preguntó Enid.

—Bea Meisner —dijo él, sin levantar la cabeza—. Hay un regalo en la repisa de la chimenea.

—¿Bea Meisner? —un rescoldo de vergüenza alumbró en el interior de Enid—. Creí que se iban a quedar en Austria hasta el final de las fiestas.

—No. Van a estar aquí un día, y mañana se marchan a La Jolla.

—Ahí viven Katie y Stew. ¿Ha traído algo?

—Está en la repisa de la chimenea —dijo.

Era una botella de algo presumiblemente austríaco, envuelta en papel de regalo.

—¿Nada más? —preguntó Enid.

Gary, sacudiéndose alhumajos de pino de las manos, la miró de un modo raro.

—¿Esperabas alguna otra cosa?

—No, no —dijo ella—. Le pedí que me trajese una tonteriíta de Viena, pero debe de habérsele olvidado.

A Gary se le estrecharon los ojos.

—¿Qué tonteriíta?

—Nada, nada.

Enid examinó la botella para ver si traía algún añadido. Había sobrevivido a su pasión por Aslan, había hecho lo necesario por olvidarlo, y ni siquiera estaba muy segura de que le apeteciera volver a ver al León. Pero el León aún poseía cierto poder sobre ella. Le vino una sensación de tiempos remotos, la placentera aprensión ante el retorno del amado. La hizo echar de menos el modo en que antes echaba de menos a Alfred.

Optó por regañar a Gary:

—¿Por qué no le has dicho que pasara?

—Chuck la estaba esperando en el Jaguar —dijo Gary—. Supongo que estarían haciendo la ronda.

—Ya —dijo Enid, mientras desenvolvía la botella para asegurarse de que no venía ningún otro paquete oculto. Era un champán austríaco, Halb-Trocken, semiseco.

—Vaya pinta de azucarado que tiene ese vino —dijo Gary.

Enid le pidió que encendiera la chimenea y se quedó mirando, maravillada, mientras su muy competente y canoso hijo mayor caminaba firmemente hacia el montón de leña, volvía con un cargamento de troncos en un brazo, los distribuía hábilmente en el hogar y encendía una cerilla al primer intento. Fue cosa de cinco minutos. Lo único que estaba haciendo Gary era funcionar como se supone que ha de funcionar un hombre; y, sin embargo, comparado con el hombre con quien vivía Enid, parecía poseer la capacidad de un dios. Su más pequeño gesto resultaba maravilloso de observar.

Junto con el alivio de tenerlo en casa le llegó la noción de lo pronto que se marcharía.

Alfred, en chaqueta sport, hizo un alto en el salón, para saludar a Gary, antes de retirarse a su madriguera para una sesión de noticiero local a todo decibelio. La edad y el encorvamiento le habían quitado cinco o seis centímetros de estatura, que hasta no hacía mucho había sido igual que la de Gary.

Mientras Gary, con su exquisito control de movimientos, colgaba las luces en el árbol, Enid, sentada junto al fuego, sacaba los regalos de los cartones de bebidas alcohólicas donde los guardaba. Nunca había estado en ningún sitio sin gastarse en adornos una gran parte de su dinero de bolsillo. Mentalmente, mientras Gary los colgaba, viajó por una Suecia poblada de renos de paja y caballitos rojos, por una Noruega cuyos ciudadanos utilizaban auténticas botas laponas de piel de reno, por una Venecia donde todos los animales eran de cristal, por una Alemania de casita de muñecas para Santa Claus y ángeles de madera esmaltada, por una Austria de soldados de madera e iglesias diminutas. En Bélgica, las palomas de la paz eran de chocolate e iban envueltas en papel metálico decorado, y en Francia los muñecos de gendarmes y de artistas iban impecablemente vestidos, y en Suiza las campanas de bronce repicaban sobre mini portales de Belén declaradamente religiosos. Andalucía era una ebullición de pájaros de colores chillones; México, una discordancia de figuritas de estaño pintadas a mano. En las mesetas chinas, el galope insonoro de una manada de caballos de seda. En Japón, el silencio zen de sus abstracciones laqueadas.

Gary fue colgando los adornos donde Enid le decía. Su madre lo encontraba diferente: más tranquilo, más maduro, más resuelto. Hasta que se le ocurrió pedirle que al día siguiente le hiciera un pequeño favor.

—Instalar una barra en la ducha no es un «pequeño favor» —contestó él—. Habría estado bien hace un año, pero no ahora. Papá puede utilizar la bañera unos cuantos días más, hasta que nos ocupemos de esta casa.

—Faltan cuatro semanas para que nos vayamos a Filadelfia —dijo Enid—. Quiero que se acostumbre a usar la ducha. Lo que quiero es que nos compres un asiento y que coloques una barra, y así queda hecho.

Gary suspiró.

—¿De veras piensas que papá y tú podéis seguir en esta casa?

—Si el Corecktall le va bien…

—Madre, lo van a examinar buscando síntomas de demencia. ¿Verdaderamente crees…?

—De demencia no relacionada con los fármacos.

—Mira, no quiero reventarte la burbuja, pero…

—Denise lo ha organizado todo. Tenemos que intentarlo.

—Vale, y luego ¿qué? —dijo Gary—. Se cura milagrosamente y vivís felices para siempre, ¿no?

La luz de las ventanas había muerto del todo. Enid no lograba entender la razón de que aquel hijo suyo, el primogénito, tan cariñoso, tan responsable, a quien siempre se había sentido tan unida, desde la infancia, se enfadara tantísimo ahora, cuando acudía a él en busca de ayuda. Desenvolvió una pelota de poliestireno que el propio Gary, a los nueve o diez años, había adornado con tela y lentejuelas.

—¿Te acuerdas de esto?

Gary cogió la pelota.

—Estas cosas las hacíamos en clase de la señora Ostriker.

—Me lo trajiste de regalo.

—¿Sí?

—Antes dijiste que harías todo lo que te pidiese —dijo Enid—. Y eso es lo que te pido.

—¡Está bien, está bien! —Gary alzó las manos al aire—. ¡Compraré el asiento! ¡Instalaré la barra!

Después de cenar, sacó el Oldsmobile del garaje y fueron los tres a Christmasland.

Sentada detrás, Enid veía los bajos de las nubes que absorbían la luz urbana; los parches de cielo despejado eran más oscuros, los acribillaban las estrellas. Gary pilotó el automóvil por estrechos caminos de las afueras de la ciudad, hasta detenerlo frente a la entrada de piedra caliza del Waindell Park, donde una cáfila de coches, camiones y furgonetas hacía cola para entrar.

—Cuántos coches —dijo Alfred, sin un resto siquiera de su antigua impaciencia.

El condado contribuía a sufragar los costes de aquella fantasía anual, Christmasland, mediante el procedimiento de cobrar la entrada. Un guarda del parque recogió los tiques de los Lambert y le indicó a Gary que no dejara encendidas más que las luces de posición. El Oldsmobile se colocó sigilosamente en una cola de vehículos oscurecidos, que nunca habían tenido un aspecto más animal que ahora, colectivamente, en su humilde procesión a través del parque.

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